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Afrontar grandes adversidades
Érase una vez un caminante en medio de la montaña. A lo lejos divisó un gran rebaño de ovejas dirigidas por un rústico pastor. Como no tenía mucho que hacer, se acercó al hombre y le preguntó:
—¿Qué tiempo vamos a tener hoy?
El pastor se levantó la gorra y respondió:
—Sin duda, el tipo de tiempo que más me gusta.
El forastero se quedó sorprendido por la réplica y dijo:
—¿Cómo demonios sabe que hará un tiempo de su gusto?
Y el pastor, mostrando la sabiduría propia de la gente sencilla, concluyó:
—Amigo mío: como hace tiempo que averigüé que no siempre obtengo lo que quiero, he aprendido a apreciar lo que tengo. Por eso sé que hoy hará un día fantástico.
Raun nació tan sano y tan fuerte como sus dos hermanos mayores. Sus padres, Neil y Samahria, eran dos jóvenes llenos de energía y amor por la vida, responsables y trabajadores, aunque con un toque hippy, como casi todos en el San Francisco de los años setenta. Era la época de Starsky y Hutch y los Jackson Five. Estaban encantados con su vida que acababa de redondearse con la llegada de su tercer hijo.
Pero a los doce meses, Raun empezó a desarrollar un problema de sordera. No respondía bien a los estímulos auditivos: ya no atendía a su nombre y a otros sonidos.
Durante los siguientes meses, además, se añadió otra peculiaridad: se pasaba más y más tiempo mirando a un punto fijo, absorto, y prefería claramente jugar solo que con los demás. Cuando lo cogían, dejaba colgar los brazos como inertes. Los médicos le hacían pruebas, pero no encontraban ninguna afección orgánica.
A los dieciocho meses, el niño ya se había apartado completamente del contacto humano. Su mente parecía un muro infranqueable. Fue entonces cuando le diagnosticaron autismo severo. Los médicos dijeron que esta enfermedad le provocaría un gran retraso mental. Era imposible evitarlo.
Se trataba de un caso clásico de autismo. Raun miraba a sus padres como si fuesen transparentes. Y sus pasatiempos favoritos eran balancearse hacia delante y atrás y hacer rodar cualquier objeto que hubiese delante. Nada de lenguaje ni gestos: no lloraba ni por comida ni para que lo sacasen de la cuna.
Neil y Samahria acudieron a innumerables especialistas y leyeron todos los libros sobre el tema sólo para comprobar que la ciencia médica no tenía mucho que ofrecer a su hijo salvo una hospitalización en un triste centro para incurables.
Pero ahí no acabó la historia de la familia Kaufman. Lo que les haría famosos en todo Estados Unidos es que Neil y Samahria curaron a su hijo. Por primera vez en la historia de esta enfermedad, tres años después de ese primer diagnóstico de autismo, el pequeño Raun de poco más de 4 años de edad aprendió a hablar y a relacionarse con los demás como cualquier otro chico de su edad.
Sus padres idearon su propio programa de hiperestimulación al margen de lo establecido por la medicina, que logró despertar a su hijo del letargo. Raun se convirtió en un estudiante brillante y acudió a una de las mejores universidades del país. Hoy en día, dirige un centro para el tratamiento del autismo y da cursos y conferencias por todo el mundo.
¡BIENVENIDO SEA EL AUTISMO!
Éste no es un libro sobre autismo, así que no me extenderé sobre el tratamiento que aplicaron con Raun, pero sí que hablaré de la actitud que, desde el inicio, tuvieron esos padres sobre su hijo discapacitado. Ellos enseguida vieron al pequeño como un regalo del cielo, hablase o no hablase, fuese listo o tonto: era su maravilloso hijo con su magnífica vida. Lo amaban incondicionalmente y lo veían como una oportunidad para aprender y disfrutar aún más de la vida. Para los Kaufman, el autismo era una manifestación más de la existencia humana: no era nada malo en sí.
El exautista Raun, ya de adulto, describe así cómo le trataron sus padres durante su temprana infancia:
Mis padres hicieron algo muy inusual. Se negaron en rotundo a calificar el autismo de «terrible», de catástrofe sin sentido. ¡Todo lo contrario! Decidieron ver belleza donde los otros veían tragedia, luz donde los otros veían oscuridad, felicidad y no tristeza. Escogieron aportar belleza al mundo e hicieron algo grande de esa situación. Esa actitud y su apasionante perseverancia, fue lo que produjo mi espectacular metamorfosis, lo que me permitió salir de mi encierro sin ningún rastro de mi antigua condición.
Efectivamente, la clave del trabajo de esos padres fue que no veían el autismo como un problema, sino como algo fascinante. Estos dos inusuales padres, llenos de vitalidad, pusieron tanto amor y alegría en el tema del autismo que se convirtieron en expertos en el tratamiento de estos niños. Tan expertos que aprendieron a sacarle de ahí.
Y es que, para algunas personas, la vida es un regalo continuo, un viaje apasionante en cada una de sus etapas, sean cuales sean las estaciones. Una enfermedad puede convertirnos en expertos terapeutas. Un terremoto, en héroes salvadores. Una muerte inesperada, en el mejor de los amigos.
La terapia racional consiste en eso: apreciar la vida en cada momento viendo oportunidades donde los demás sólo ven adversidades.
Neil, el padre de Raun, también dio su versión de los hechos en una entrevista de televisión (los Kaufman se hicieron muy famosos en el Estados Unidos de los años setenta):
Nosotros decidimos ser felices con nuestro hijo. Nos integramos en su mundo con sinceridad y entusiasmo. Dejamos de juzgar su conducta autista como «buena» o «mala». En verdad, era lo mejor que podía hacer en ese momento. Entonces, cuando él se balanceaba, nosotros nos balanceábamos con él. Cuando daba una palmada, nosotros también. Cuando hacía girar un plato, nosotros igual. Cuando emitía sonidos agudos, cantábamos «su canción». No se trataba de imitarle, sino de comunicarnos a su manera. Poco a poco, llegamos a su mundo y empezamos a construir puentes de afecto, gestos y palabras.
Los Kaufman crearon un programa de hiperestimulación de doce horas diarias de duración en el que implicaron a voluntarios de su vecindario, amigos y familiares.
Le dimos la vuelta a nuestra vida. Cambiamos la disposición de las habitaciones de la casa para acomodarlas al programa. Nuestros otros dos hijos también se metieron de lleno. Y yo finalmente dejé un negocio que me iba muy bien para dedicarme a tiempo completo.
Cada día era una oportunidad de reforzar nuestro compromiso común. Pero, por encima de todo, cada momento se convirtió en un momento de celebración, de felicidad. Donde otros veían un escenario amenazador y disfuncional, nosotros veíamos juego y apasionante trabajo. A base de miles de pequeños pasos, le enseñamos a hablar, interactuar y dominar habilidades que otros niños aprendían fácilmente por su cuenta.
Tras tres años de trabajo constante, siete días a la semana, los Kaufman convirtieron a ese niño mudo, disfuncional, con un coeficiente intelectual de 30 (retardo severo) en una personita parlanchina y jovial con un coeficiente de 130 (casi superdotado).
Más tarde, el matrimonio Kaufman adoptó a dos niños extranjeros con problemas cognitivos y posteriormente crearon una clínica de tratamiento del autismo. De hecho, dedicarían el resto de su vida, hasta el día de hoy, a esta especialidad.
La psicología racional nos enseña que todos podemos ser como los Kaufman frente a las grandes adversidades: ¡porque seguro que llegarán!, aunque sea a los 90 años en forma de enfermedad incurable. Las personas más fuertes y felices no se asustan ante esas circunstancias porque saben que las convertirán en oportunidades de hacer algo hermoso.
En los últimos años, he dado muchos cursos sobre «cómo afrontar enfermedades graves o crónicas» para médicos y enfermeras que trabajan en unidades de diabéticos, oncología, etcétera, y muchas veces les hablo de la familia Kaufman. De ellos y de Lance Armstrong, como haré a continuación.
Si estudiamos qué mecanismos mentales han empleado las personas que afrontan de forma excepcional las grandes enfermedades —o cualquier adversidad—, veremos que siguen tres pasos:
- Aceptación alegre.
- Sana competición.
- Perder el miedo a la muerte.
Cuando te veas ante una gran adversidad —y seguro que lo harás—, síguelos.
LA GUERRERA CABREADA
En una ocasión, me hallaba impartiendo una conferencia en Madrid y, al final de la misma, una joven de unos 30 años se acercó para decirme:
—Rafael, me ha encantado lo que has dicho hoy. Yo he tenido un ictus y he perdido mucha movilidad, pero estoy haciendo lo que tú dices: ¡voy a luchar para ponerme lo mejor posible!
Nada más oír la palabra «luchar», torcí el gesto porque es una palabra que no me gusta en absoluto. Así que le dije:
—¿Luchar? ¿Por qué «luchar»?
—¡Pues porque no pienso darme por vencida! ¡Tengo que ser positiva! —replicó visiblemente alterada.
Existen dos tipos básicos de aceptación: lo que yo llamo la «aceptación alegre» y la «aceptación sombría» y, por supuesto, también la «no aceptación». Aquella chica estaba entre las dos últimas fases: «no aceptación» y «aceptación sombría»; no es ésa la actitud que nos enseña la psicología racional.
Para empezar, hemos de revisar el principio fundamental de la terapia cognitiva: «necesitamos muy poco para estar bien»: sólo la comida y la bebida del día. No necesitamos pareja, comodidades y tampoco salud completa. Para los que comprenden esto con profundidad, se abre un mundo de fortaleza y alegría, apreciación de las cosas pequeñas y armonía. Puede parecer paradójico, pero sólo ante esta evidencia podremos ser personas fuertes y serenas.
Aquella joven de la conferencia no había podido entender que no necesitaba la movilidad perdida para ser muy feliz. Primero, tenía que darse cuenta de ello y, después, sólo después, podría relajarse por fin, disfrutar de la vida, celebrar que estaba viva y, cómo no, trabajar por mejorar su movilidad. Pero fijémonos: «trabajar»… no «luchar».
«Trabajar» es una palabra positiva. «Luchar», negativa. «Trabajar» alude a divertirse, hacer cosas hermosas. «Luchar» implica obligarse, sufrir, presionarse. Esto último no es lo que queremos porque «luchando» lo pasaremos mal y rendiremos muy poco: nos agotaremos hasta acabar con nuestra salud mental. Trabajando con ilusión la vida seguirá siendo hermosa y los resultados de nuestro esfuerzo, mucho mejores.
Esto es «aceptación positiva» frente a «aceptación sombría». Ésta es la que tenemos que buscar.
LA COMPETICIÓN
Sé que el ciclista Lance Armstrong no es santo de devoción de muchos tras el asunto del dopaje que cometió durante su carrera, pero mira por dónde, pese a todo, yo lo voy a poner como modelo en este libro: no por sus éxitos deportivos, claro, pero sí por su modélica actitud frente a la enfermedad.
A Lance Armstrong se le diagnosticó un cáncer en 1992, con 22 años de edad. En aquel momento, empezaba a despuntar en el mundo del ciclismo profesional. Como él mismo explica en su libro, Mi vuelta a la vida, al conocer la noticia, experimentó el típico terremoto emocional:
Un día, justamente el 2 de octubre, salí de casa animado como siempre para hacerme unos análisis médicos y, cuando volví, era otro: un enfermo grave de cáncer.
Durante semanas había notado una gran inflamación en la ingle, pero estaba seguro de que era cosa de montar en bicicleta. Los ciclistas estamos acostumbrados a ignorar el dolor, pero comencé a vomitar sangre y a tener pérdidas de visión y migrañas. Eso era demasiado, así que acudí al médico.
Para empezar, me diagnosticaron un cáncer en el testículo y, poco después, por si eso me parecía poco, una docena de tumores en los pulmones y en el cerebro. Y todos del tamaño de pelotas de golf.
Ésa fue la entrada de Lance Armstrong en el mundo de la enfermedad. Los médicos le daban pocas posibilidades de supervivencia, como máximo, un 40%, y para optar a ellas tenía que someterse a varias operaciones de máximo riesgo y diversos ciclos de quimioterapia.
En su libro describe su experiencia a partir de las cicatrices que tiene en el cuerpo:
A la altura del corazón tengo una cicatriz del catéter que llevé los tres meses en los que recibí quimioterapia. Otra cicatriz, recuerdo de la cirugía, secciona uno de mis testículos y asciende por la ingle hasta la cadera. Pero la palma se la llevan las dos medias lunas de mi cuero cabelludo, recuerdo del paso del bisturí por mi cerebro.
Ante este panorama, Armstrong se reveló como un campeón frente a la enfermedad y todos podemos aprender a adoptar su actitud. Por supuesto que tuvo momentos de miedo, y alguno de desesperación, pero en conjunto se mantuvo muy fuerte y positivo durante todo el proceso. Él, que era un competidor nato, se dijo a sí mismo que aquélla era una carrera más. Iba a competir para convertirse en el mejor enfermo de cáncer de Estados Unidos; o, ¿por qué no?, del mundo.
Sus objetivos inmediatos fueron los siguientes:
- Conseguir los mejores médicos a su alcance, que le diesen la máxima confianza posible.
- Ajustarse al máximo a sus prescripciones.
- Apoyar el tratamiento con ejercicio: estar en forma iba a ayudar al proceso.
- Seguir indicaciones dietéticas, de medicina alternativa y de todo aquello que pudiese contribuir a su cura.
- Crear un foro en el que intercambiar apoyo con otros enfermos (su Fundación Livestrong, que luego se haría famosa por sus pulseras amarillas).
Su objetivo global era, por supuesto, curarse. Si ganaba esa carrera, iba a recibir el trofeo más grande de su vida. Si perdía, bueno… una vez muerto, ya no hay más preocupaciones.
Como él mismo dice en Mi vuelta a la vida:
Me he pasado la vida compitiendo sobre una bicicleta y, cuando me comunicaron que tenía cáncer, decidí ponerme en marcha a tope. Le dije al cáncer: «Te has equivocado de persona. Al elegir un cuerpo para vivir en él, cometiste un error porque seleccionaste el mío».
El mismo Armstrong relata cómo practicó, una y otra vez, una especie de ejercicio de mentalización para sobrellevar cada molestia física del tratamiento.
Mis sesiones de quimioterapia eran muy severas porque yo no sólo tenía un cáncer, tenía tumores en decenas de lugares. Después de una de esas sesiones, podía pasarme un día entero en posición fetal vomitando las veinticuatro horas. Pero entonces, me decía: «Esto es precisamente la cura. ¡Estoy hecho polvo porque le estamos dando caña al cáncer!».
A la que podía, una vez las molestias habían remitido un poco, Armstrong hacía sus ejercicios, seguía una dieta nutritiva especial y construía su red social de apoyo Livestrong. ¡Eso era competir!
Lance Armstrong declaró más tarde en una entrevista:
Sí, gané esa carrera, pero si hubiese perdido, me habría sentido satisfecho de haber competido como un campeón. En el cielo o donde sea, me hubiese dicho: «Muy bien, Lance; ¡ha sido una carrera preciosa!».
Como todo el mundo sabe, Lance Armstrong se curó por completo y después de eso, ganó siete tours seguidos (de 1997 a 2005), una hazaña que nadie ha conseguido jamás. Es cierto que empleó el dopaje para ganarlos, y merece las sanciones que le impusieron, pero todos los seres humanos tenemos zonas brillantes y otras oscuras. Yo admiro al Lance Armstrong que compitió contra el cáncer: su ejemplo sigue siendo fantástico.
Uno de los métodos más importantes que tenemos los psicólogos para investigar cuáles son las estrategias mentales que nos hacen fuertes es fijarnos precisamente en las personas fuertes: ¿cómo piensan?, ¿qué se dicen cuando les suceden las adversidades?
Yo llevo mucho tiempo interrogando a aquellos que han sufrido grandes enfermedades con plena entereza y todos han activado ese espíritu competidor de Lance Armstrong: se alían con los médicos, les facilitan el trabajo, les apoyan al máximo y se proponen algo así como ser «los mejores enfermos del mundo».
BRINDAD POR MÍ EN MI ÚLTIMA FIESTA
Pero para afrontar una gran adversidad (relacionada con la salud) con aceptación alegre y sana competición es necesario perderle el miedo a la muerte. Ese paso previo es fundamental porque, de lo contrario, un insidioso temor de fondo no nos dejaría ser felices.
En el capítulo 15 de este libro, hablaremos de ese importante tema. Aquí podemos sólo avanzar que la muerte es la hermana gemela de la vida: buena y hermosa. Yo no le tengo ningún miedo. El día que suceda, mis amigos y familiares deben brindar a mi salud bajo el siguiente lema: «Rafael tuvo una buena vida. Brindemos por ella. Y sigamos su recomendación: vivamos con pasión lo que nos queda de la nuestra porque pronto le seguiremos los pasos».
Ese día no habrá entierro. Yo he donado mi cuerpo al Hospital Clínic, al lado de mi consulta de Barcelona, donde trabajan buenos amigos míos. Les he pedido que dediquen mis restos a las lecciones de anatomía de los muchachos de primero de medicina. Desde estas líneas, un saludo avanzado en el tiempo para todos ellos.
En este capítulo hemos aprendido que:
- Todo lo que sucede —lo malo también— ofrece oportunidades para hacer algo hermoso.
- No necesitamos ni comodidad ni salud completa para tener una vida vibrante.
- Muchas personas con una enfermedad grave han seguido disfrutando de la vida. ¡Es posible!
- Ante una enfermedad, podemos decirnos: «Voy a ser el mejor enfermo del mundo».