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Aprender a no pelearse con las personas

El famoso soldado Noda había peleado en muchas y cruentas batallas. Estaba hastiado de la guerra, deprimido y descreído. Para buscar un nuevo sentido a su vida, acudió a visitar al maestro Riokan.

Cuando lo tuvo delante, le preguntó:

—¿Existe realmente un cielo y un infierno?

—¿Quién eres tú? —le preguntó el maestro con gesto despectivo.

—¡Soy un samurái! —respondió Noda.

—¿Tú? ¿Un guerrero? —exclamó Riokan—. ¿Qué clase de gobernante emplearía a un pobre diablo como tú?

Noda se puso rojo de furia y movió la mano hacia la espada. Impasible, Riokan siguió hablando:

—¿Llevas un arma? Seguro que ni siquiera sabes emplearla. Mejor véndela y, con lo que te den, te compras un arado.

El soldado dio un salto hacia atrás para sacar la espada de su vaina. Su rostro estaba realmente encendido por la ira. Sudaba y parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas. Nadie se atrevía a hablar así a un samurái.

Justo entonces, un sonriente Riokan dijo:

—Mira: ¡ahora se han abierto las puertas del infierno!

El samurái mudó la cara. Había entendido de golpe las palabras del maestro. Avergonzado, envainó la espada e hizo una reverencia en señal de respeto.

—Y, mira, amigo mío: ahora se abren las puertas del paraíso —concluyó Riokan.

Vamos a estudiar un capítulo esencial de la fortaleza humana: las relaciones con los demás. Saber lidiar con las imperfecciones del otro nos abre las puertas del cielo, pues en las buenas relaciones se halla una de las fuentes de gratificación más importantes de la vida. Si nos obstinamos en ser infantiles e hipersensibles, sin embargo, pueden abrirse las puertas del infierno.

Hace un tiempo, tuve una paciente llamada Ángela que era también psicóloga, aunque en aquel momento no ejercía la profesión. En el pasado, según decía, «había hecho grandes cosas»: había sido profesora en una universidad e incluso creado una fundación de ayuda al Tercer Mundo.

Pero cuando vino a verme estaba muy mal anímicamente. Sufría una gran ansiedad y todo le provocaba temor. De hecho, estaba de baja laboral y la sola idea de volver al trabajo, la estresaba.

El caso es que esta paciente de unos treinta y pocos años me trataba fatal en cada una de las visitas. Y es que tenía un gran complejo de superioridad (que siempre esconde un complejo de inferioridad).

Me decía cosas del estilo:

—¡Basta ya! ¿Te atreves a darme lecciones a mí? ¡Por favor, pero si yo he escrito muchos artículos sobre eso!

Yo, pacientemente, respondía:

—Muy bien. No hay problema. Hablemos pues de otra cosa.

Si me movía ligeramente meciendo mi silla reclinable, me decía:

—¡Por favor! ¡Qué falta de educación! ¡Deja de menearte de esa forma inmediatamente!

Y yo:

—Perdona, Ángela. Sigue, por favor, con lo que me decías.

Alguna vez me había llamado «triste pobre», ya que ella procedía de una familia rica, y muchas otras lindezas: «descuidado», «inútil», «creído»…

Uno de esos días, cuando Ángela justo había salido por la puerta, charlé con una colega psicóloga con la que, por aquel entonces, compartía despacho. Le dije:

—Tengo una paciente realmente curiosa: me trata muy mal. Nunca había trabajado con un caso tan exagerado.

Mi colega abrió mucho los ojos y espetó:

—Pero eso no lo puedes aguantar. ¡Tienes que ponerle límites ya mismo!

Entonces, a modo de broma, cogí una de mis tarjetas profesionales y se la acerqué:

—Mira, te doy mi tarjeta. Cuando quieras, ven a verme a mi consulta.

¿Por qué tenía yo que ponerle límites a la pobre Ángela? ¿Por qué me tenía que sentir mal por sus insultos? La mujer estaba neurótica y mi trabajo era precisamente ayudarla.

De hecho, tengo que decir que las sesiones con ella eran de las más divertidas. Cada vez que la veía programada en mi agenda, pensaba: «¿Con qué insulto me sorprenderá hoy Ángela?».

DEMASIADO SENSIBLES A LAS NEURAS DE LOS DEMÁS

Casi todos los pacientes que pasan por mi consulta, trabajan, tarde o temprano, el tema de las relaciones con los demás. Y es que hasta que no aprenden a no pelearse nunca con nadie —o acercarse al máximo a ello—, no damos por acabada la terapia.

Las personas realmente fuertes y felices no se pelean casi nunca. No pierden su precioso tiempo ni su magnífica energía en eso. Están centradas en disfrutar con sus proyectos y su vida. ¡Y lo mejor es que los improperios y las salidas de tono apenas les molestan!

Pero cuando estamos neuróticos nos sucede todo lo contrario: nos volvemos hipersensibles y paranoicos, protegiéndonos anticipadamente de quien nos podría ofender. Muchas veces, el resultado es que acabamos por aislarnos con la idea de que la gente es un asco.

Perder esa hipersensibilidad es fundamental. Vamos a ver cómo podemos hacerlo.

PUEDES INSULTARME

Muchas veces, planteo a mis pacientes «la situación del indigente faltón»:

—Imagina que ahora salimos de aquí para irnos a casa y cuando estamos en la calle, en la acera de enfrente, vemos a un indigente alcohólico tirado en el suelo. Está en muy malas condiciones: va sucio y sostiene un cartón de vino barato. Imagina que cuando nos ve pasar por el otro lado de la calle, grita desde la distancia: «¡Vosotros dos: maricones! ¡Sois unos pedazos de pijos maricones!». ¿Tú qué crees que haremos nosotros?

—Pues irnos al metro y punto —me suelen contestar.

—No nos afectan las locuras de ese hombre, ¿verdad? —insisto.

—No, no. Está claro.

—Pues por esa misma razón no tienen por qué afectarnos los insultos de nadie: se trata siempre de «sus» locuras que, además, no tienen ningún sentido —aclaro.

—¡Pero ese ejemplo está muy claro! Es evidente para todo el mundo —suelen replicar.

—No te creas. Yo he conocido a gente (chicos violentos sin educación) que me dicen que ellos le callarían la boca al borracho porque ¡les ha insultado! Además, suelen argumentar que «si dejas que te pisen una vez, te pisará siempre todo el mundo». Pero se equivocan: ¿quién es más maduro: nosotros o los jóvenes peleones?

—Pues nosotros, claro —responden.

—Pues esa misma madurez es la que tenemos que adquirir ante cualquier insulto. Proceda de quien proceda: hermanos, compañeros de trabajo, amigos… porque cualquier maltrato procede de la locura y como tal hay que tratarlo.

Y es que el tema de los insultos, de los maltratos verbales, del respeto… no lo llevamos nada bien y hay mucha confusión al respecto, incluso por parte de muchos psicólogos. ¿Cuántas veces no nos ha amargado el día el insulto de alguna persona? Hay que evitar que eso nos afecte tanto.

Ahora mismo puedo recordar algunos de mis propios episodios de malestar por haber sido insultado: en una cena donde un bocazas me ofendió con alguna tontería; alguien que se pasa de la raya en las reuniones familiares; un compañero de trabajo especialmente desagradable, etc.

Y también me doy cuenta de que, en todas y cada una de esas ocasiones, me podía haber ahorrado el cabreo.

Las estrategias mentales para conseguirlo son:

  • Comprender la locura del otro.
  • Construirse una autoestima muy sólida.
  • Crear canales de comunicación sencillos y fluidos para influir en los demás.
  • Y, a veces, aprender a apartarse del loco con racionalidad.

Vamos a verlo.

ENTENDER AL SER HUMANO

El primer paso para conseguir no enfadarse ante un insulto consiste es confiar más en la naturaleza humana, comprender que todos los seres humanos somos maravillosos cuando nacemos y durante toda nuestra infancia.

Entonces ¿qué sucede cuando nos convertimos en personas faltonas y menospreciativas? ¡Que nos confundimos! ¡Que enloquecemos! Fruto de una experiencia educativa errónea, a veces, aprendemos a relacionarnos mal: desconfiamos de los demás, estamos abrumados por sentimientos de inferioridad o simplemente creemos que lo correcto es situarse por encima de los otros.

Esos adultos agresivos son niños confundidos que no se dan cuenta de que las únicas relaciones que promueven la felicidad son las relaciones amorosas basadas en darse el máximo cariño posible. Son como perros locos a los que han pegado de cachorros: no saben que otra vida es posible.

Por lo tanto, una persona ofensiva es una persona muy perdida y, a veces, directamente loca.

En una ocasión, leí una entrevista a un hombre llamado Nalo Quiroz, colombiano de Medellín. Nalo había crecido en una familia humilde pero honrada; sin embargo, en su adolescencia, escogió el camino de la droga y la delincuencia. Desde los 17 años hasta los veintilargos fue el jefe de una pandilla de atracadores en uno de los lugares más violentos del mundo. Ahora a sus 42 años, reconoce que tuvo suerte cuando lo condenaron por un delito de robo. «Dentro de la cárcel tuve una crisis personal que me hizo cambiar. Me di cuenta de que mi vida hasta el momento había consistido en un torbellino de odio y venganza. Hoy en día todavía lloro muchas noches por las personas a las que arrebaté la vida».

Nalo Quiroz afirma que él ha tenido dos vidas: «la del odio loco que dejé atrás en la cárcel», y la actual: «del amor y el servicio a los demás». Una organización católica insertada en el temible penal La Dorada lo rescató: allí dejó la droga, retomó sus escasos estudios primarios y decidió que iba a ser una persona distinta. En la actualidad, dedica su tiempo libre a educar a los jóvenes de los barrios degradados de Medellín.

Esas personas, como el indigente borracho o el antiguo Nalo Quiroz, están fatal. Van por mal camino y, tarde o temprano, su actitud les pasará factura. Claramente, ellos son las principales víctimas de su talante. Pero, por suerte, muchas veces se dan cuenta de su error y se transforman en personas dulces y positivas. Al menos, algunos lo hacen.

Comprender la locura del otro es fundamental para no hacer sangre cuando alguien nos falte al respeto, cosa que seguro sucederá porque el universo es imperfecto y el ser humano también.

Si entendemos que cualquier persona que nos insulta no está en sus cabales, como el indigente borracho, conseguiremos poner distancia entre la afrenta y nosotros mismos, podremos ganar la perspectiva necesaria para no enfadarnos, sino tener lástima y quizá esperanza de cura para el confundido niño que todos llevamos dentro.

CONSTRUIRSE UNA SÓLIDA AUTOESTIMA

Hemos visto que el primer paso para aprender a no pelearse con los demás es comprender la locura del ser humano. Lo siguiente es que no nos afecten las «bajadas» de posición a las que, a veces, nos someten esos lunáticos. El antídoto: construirse una gran autoestima.

Cuando alguien se mete con nosotros, lo que más nos fastidia es que «nos dejan abajo», nos menosprecian, nos quitan una cualidad. Cuando nos llaman horteras, tontos, incapaces, ridículos… es nuestra posición la que se ve atacada. Eso sí, sólo para los que no se han construido una autoestima a prueba de bomba. Para las personas realmente fuertes, no pasa nada.

Pero lo que quizá nos sorprenda es que esa autoestima está basada en la simplificación, en la humildad, en la renuncia.

Para hacerlo, tenemos que convencernos de que somos geniales no porque seamos guapos, listos o hábiles, sino sólo y exclusivamente por una sencilla pero poderosa razón: porque somos seres humanos con capacidad de amar.

AUTOESTIMA BASADA SÓLO EN EL AMOR

Pensémoslo bien: la capacidad de amar —a los demás y a la vida— es la única cualidad necesaria para tener una vida vibrante y hermosa. En comparación, ¡los demás atributos —belleza, inteligencia, por ejemplo— importan un comino! Por eso, a la persona fuerte se la trae al pairo que le digan tonto o feo.

Los dotados de una gran autoestima, se dicen a sí mismos: «Si fuese tonto, podría ser un gran artista visual y tener una gran vida»; «si fuese hortera, podría dedicarme a viajar y a amar, y mi falta de elegancia no sería más que una anécdota». Por lo tanto, «seré siempre una persona feliz y valiosa, estrictamente, gracias a mi gran capacidad de amar la vida».

Es lo que yo llamo «bajar abajo para subir a lo más alto». Ante cualquier menosprecio, si aceptamos temporalmente el agravio y nos damos cuenta de que no importa carecer de tal o cual cualidad, inmediatamente, subimos a lo más alto: nuestra madurez se situará entre las más sólidas.

En la consulta, empleo el siguiente símil:

—Imagina que una persona de raza negra se te pone enfrente y te dice: «¡Blanco!». «¡Eres un blanco y lo sabes!». ¿Cómo te lo tomarías? —le pregunto al paciente.

—No me importaría —me dicen riendo.

—Pero piensa que te lo dice con ganas de fastidiarte —añado.

—Es igual. No me sentiría menospreciado. A lo mejor pensaría que esa persona está un poco chiflada, pero nada más —me suelen contestar.

Y es que si somos capaces de encajar con tranquilidad la descalificación porque no la consideramos como tal, nadie podrá menospreciarnos.

Cuando Ángela, la paciente psicóloga, me insultaba, yo no me sentía mal porque podía admitir todo eso —ser maleducado, inculto o pobre— y mantener mi autoestima intacta ya que sé que ser inculto, pobre o maleducado no me impedirá tener una gran vida: siempre que sepa amar la vida y a los demás.

CREAR CANALES DE COMUNICACIÓN

Esta aceptación de la que hablamos no significa que no podamos indicar al otro la manera correcta de tratarnos. Podemos hacerlo, pero desde la tranquilidad de tener intacta la autoestima.

Si no nos sentimos realmente insultados ante nada, cuando alguien nos diga una estupidez, replicaremos con serenidad y desde una posición de superioridad: «En vez de decirme esas cosas tan feas, me gustaría que me tratases mejor. No es necesario, pero sería genial».

Yo soy muy partidario de comunicar todo lo que deseemos, pero con ciertas condiciones:

  • Replicar días después de que el agravio haya ocurrido, ya que, si no, es fácil terribilizar y ponerse agresivo.
  • Emplear canales sencillos como el escrito. Soy muy partidario de escribir notas, correos electrónicos, posits… Una nota escrita causa mucho impacto y es más fácil que un enfrentamiento cara a cara.

Veamos algunos ejemplos:

Una vez me preguntaron en una entrevista de radio qué opinaba de «dejar a una novia por mensaje telefónico (SMS) o, peor aún, por WhatsApp». Y mi respuesta fue:

—Me parece bien.

—Rafael, ¿cómo puedes decir eso? —me preguntaron sorprendidos.

—Lo principal es comunicar; como sea. Mucho peor es no decirle nada en meses porque no te atreves a decírselo a la cara.

Muchas veces, a las personas nos entra lo que podríamos llamar «perfeccionismo comunicacional», esto es, nos obligamos a expresarnos de la manera más correcta y, con esa presión encima, al final, no decimos nada. Yo abogo por comunicar de una forma más sencilla y, si quieres, cobarde, pero ¡asegurarnos de que lo hacemos!

Hace unos años, tenía una vecina llamada Natalia, buena chica, pero un poco problemática. Frecuentemente, dejaba al perro solo durante todo el fin de semana. El pobre animal lloraba y aullaba todo el tiempo. Otras veces, se dejaba grifos abiertos hasta que el agua bajaba por la escalera del edificio. En más de una ocasión, se había peleado con su novio a grito pelado con comparecencia policial incluida.

Cada vez que tenía que llamarle la atención —cosa muy frecuente—, lo hacía justo al salir para ir a trabajar, bien de mañana. Le dejaba una nota colgada con celo en la puerta de su apartamento: «Querida Natalia: tu perro estuvo todo el finde llorando y molestaba a los vecinos. Lo hablamos cuando te vea. ¡Abrazo y buen día!».

¡Ya estaba dicho! Luego, cuando me la encontraba por las escaleras, era mucho más sencillo hablar del tema. Entonces, era fácil decirle: «Natalia, ¿has leído mi nota de ayer?; ¿qué podemos hacer con el perro?».

Comunicar por notas o emails es mucho más fácil que decir las cosas cara a cara. Facilitémonos el trabajo. Por otro lado, no está de más crear ese canal de comunicación escrito y mantenerlo siempre abierto. Por ejemplo, todos los lunes le podemos escribir un mensaje electrónico a nuestros compañeros de trabajo para comunicarles nuestras cosas. El hecho de que todos mis amigos, pareja o compañeros esperen mis notas escritas de forma periódica, hace que fluya mucho mejor la comunicación de las críticas o peticiones de mejora.

APARTARSE EN ÚLTIMO EXTREMO

Ya llegamos al final de este minicurso de relaciones personales. Hemos visto que para evitar pelearse con los demás debemos comprender el corazón del ser humano, tener una fuerte autoestima y comunicar las mejoras fácil y constructivamente. El último paso es saber apartarse, pero sólo en el último extremo.

En cuanto al tema de las relaciones personales, más de una vez me han preguntado: «Pero hay personas muy pesadas. ¿Qué hacer con los verdaderos insoportables? ¿Los tenemos que aguantar toda la vida?».

Mi respuesta es «no» porque es obvio que todo tiene un límite, pero hay que ir con mucho cuidado porque solemos ser demasiado rápidos a la hora de apartar a la gente de nuestra vida. Si pecamos de algo es de hipersensibles y eso nos lleva a «despedir» a demasiadas personas valiosas.

Yo creo que la estrategia más adecuada es:

  • Intentar aprender a no molestarse nunca ante los agravios de los demás.
  • Una vez que no nos afecten sus insultos, decidir si deseamos seguir con esa relación o no.

Es interesante no retirar el saludo al faltón para emplear esa relación como crecimiento personal. Sólo después de lograr esa mejora en nuestra autoestima podremos, si aún deseamos hacerlo, darle la espalda para siempre. En relación a eso, yo suelo hablarles a mis pacientes de «nuestros particulares maestros zen».

ACEPTA A TUS MAESTROS

Tengo un buen amigo, editor de libros, que pasó por una crisis vital. A sus 35 años todo le iba bien: estaba casado con una mujer fantástica, tenía una casa preciosa, su empresa funcionaba viento en popa, pero le faltaba algo a su vida.

Un día quedamos para comer y me explicó que estaba a punto de irse a un monasterio del Himalaya a hacer un retiro budista. Un mes entero. Me sorprendió bastante porque Pere nunca había mostrado interés por el crecimiento personal. ¡Debía de estar realmente mal!

Lo tenía todo preparado. Había comprado los billetes de avión, se había inscrito en el curso y hasta tenía un mapa del tortuoso trayecto en jeep que debía hacer hasta llegar al lugar. Toda la aventura le salía por un pico.

Una vez de vuelta en Barcelona, me explicó cómo le había ido.

Cuando finalmente llegó al monasterio, le presentaron a su maestro, un venerable hombre de casi 80 años llamado lama Wangchen. Era un anciano cálido y risueño, con un aura de paz que casi se podía tocar. Hablaron un rato y el lama, en un inglés rudimentario, le dijo:

—Amigo Pere, mañana empezaremos la formación. Descansa de tu largo viaje.

Inclinó la cabeza en señal de respeto y se fue.

Pere estaba molido. Sólo había dormido unas pocas horas entre aeropuertos y carreteras en mal estado. La dura cama de su colchón de paja le pareció una maravilla. En cuanto se metió en ella, se quedó profundamente dormido.

¡A LA COLINA!

Debían de ser las cinco de la mañana, cuando Pere oyó un estruendo tremendo que le arrancó violentamente del sueño. El corazón le dio un vuelco y estuvo bloqueado unos segundos intentando recordar dónde estaba.

¡Pam, pam, pam! ¡Eran golpes fortísimos que procedían de su puerta!

Pere encendió una linterna de esas que se ponen en la frente para hacer senderismo. Iluminó la entrada de su celda y, efectivamente, vio cómo la puerta estaba siendo sacudida desde fuera. Otra vez: ¡pam, pam, pam!

Confundido y asustado, se dirigió a la puerta para abrirla. Lo hizo y se encontró… ¡al lama Wangchen! De hecho, le pilló con el brazo alzado y la mano bien abierta, a punto de darle más mandobles a la puerta.

El hombrecillo, con una voz dulce, dijo:

—Buenos días, Pere.

Mi amigo no se lo podía creer. ¿Aquel venerable abuelo de movimientos lentos era capaz de atizar así a la puerta? ¿Y a qué venía tanto alboroto? Se resolvieron las dudas cuando el monje habló de nuevo:

—Vístete, amigo Pere, porque vamos a meditar a lo alto de la colina. ¡Adelante! —Y dicho esto, se quedó delante de la puerta, esperando.

Pere no comprendía nada:

—¿Ahora mismo? Pero si son las cinco de la mañana…

—La hora santa del día, amigo Pere. ¡Adelante! —dijo de repente con voz fuerte.

Pere se sentó en la cama y se dispuso a ponerse los pantalones en estado de shock. Para sus adentros, pensó: «¡Y no se va de la puerta! ¡Podría dejarme vestirme el tío!».

Efectivamente, el lama sonreía desde el umbral, trabando la puerta con el pie para que no se cerrase.

Ya en el exterior, empezaron a ascender la colina que se erguía justo delante del monasterio. Hacía un frío intenso y no habían desayunado nada. Pere miró los brazos y las pantorrillas desnudas de Wangchen y se asombró de que no llevase calcetines dentro de sus alpargatas.

El ritmo de subida del monje era endiablado. Pere, treinta años más joven, casi no podía seguirle. Cuando llegaron arriba, se sentaron en una zona con vistas.

—Éste es tu sitio. Ahora, hijo, concéntrate en la respiración. Sólo en la respiración —dijo el monje.

Pere pensó: «¡No lo dirá en serio! ¿No pretenderá que me quede aquí con el frío que hace?». La voz del monje interrumpió esos pensamientos:

—Nos vemos a mediodía, amigo Pere. Disfruta todo lo que puedas.

Y, efectivamente, Wangchen se fue colina abajo a la misma velocidad de crucero con que había subido mientras Pere se quedaba atónito, en medio de la nada. Por un segundo, creyó oír la risa del monje mientras se marchaba. Quizá fuera el viento.

Mi querido amigo se pasó toda la mañana maldiciendo al monje y la estúpida idea del viaje, todo ello mezclado con oscuras ideas acerca de la pulmonía que iba a coger allí arriba.

Pero según me explicó a la vuelta de su retiro ésa fue la experiencia más importante de su vida, a la que siguieron muchas otras parecidas e inestimables.

—Al final de la semana iba a meditar arriba en la colina superfeliz. ¡Yo, que siempre he sido un quejica!

POR TODAS PARTES, MAESTROS

Muchas veces, en mi consulta de Barcelona, les cuento a mis pacientes la historia de Pere y el maestro Wangchen. Y lo hago cuando se quejan de su esposa, de su suegra, de su jefe… Les digo lo siguiente: «Yo creo que tu suegra es, en realidad, un maestro zen disfrazado. Te lo manda el universo para que aprendas una valiosa lección: “Que necesitas muy poco para estar bien”».

De hecho, en las lecciones privadas que le dio el lama a Pere, le dijo: «Tienes que aprender a estar cómodo, allá arriba, sentado sobre la hierba, con frío y sueño… porque has de darte cuenta de que todo está en la mente: puedes estar muy feliz allí arriba, pese a todo».

Los monjes budistas son expertos en poner a sus discípulos en situaciones difíciles porque quieren que experimenten la paz interior al margen de las adversidades del entorno.

Y esta misma lección te la pueden enseñar tus amigos difíciles. Te ponen en situaciones incómodas en las que tú puedes escoger entre estar bien o mal. Si estás bien, pese a esa incomodidad, te estás haciendo fuerte. Si estás mal, te vuelves un quejica y un neurótico.

El trabajo de crecimiento personal que propone la psicología racional se podría definir como «aceptar a nuestros maestros zen». Tu evolución hacia la fortaleza y la plenitud requiere que no les des la espalda cuando aparezcan en tu camino.

Imagina que el universo estuviese regido por una inteligencia superior —llámale naturaleza o Dios— que te enviase a ti, precisamente a ti, siempre que lo necesitases, un maravilloso maestro zen para enseñarte una preciosa lección.

En este capítulo hemos aprendido que:

  • Para mantener una mente saludable hay que evitar pelearse con los demás.
  • Ser demasiado susceptible nos lleva al aislamiento y a gastar mucha energía en pelearnos; energía que podríamos emplear en proyectos valiosos.
  • Para dejar de ser susceptibles tenemos que comprender que el faltón está enfermo y que podría curarse.
  • Una sólida autoestima se basa en estar dispuesto a «bajar abajo»: ser tonto, feo o torpe no nos tiene que importar demasiado.
  • Podemos pedirle al faltón que cambie, pero siempre con sosiego y dándole la opción de no hacerlo. ¡No exageremos al respecto!
  • Poder soportar de buen grado las faltas de nuestros seres queridos nos hace más fuertes.