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Campeones del cambio
Volví de la guerra en septiembre de 1918. Mi corazón lleno de júbilo y una condecoración colgando en la pechera. Me habían concedido la máxima medalla al mérito en combate a propuesta de mis soldados, que me consideraban su líder en las trincheras de Francia.
Justo antes de desembarcar en el puerto de Nueva York, entre confeti y guirnaldas, sentí que mi nueva vida no podía ser más que una extensión de mi éxito en el campo de batalla. Tenía 22 años y el futuro se me aventuraba glorioso.
Ya incorporado a la vida civil, me sentía tan fuerte que, en un tiempo récord, me saqué el título de agente de inversión en bolsa. Y eso sólo fue el inicio: el primer año de ejercicio en Wall Street gané la increíble suma de 100.000 dólares en comisiones. ¡100.000 dólares del año 1919! ¡Toda una fortuna! Mis recomendaciones de inversión eran acertadas. El atractivo torbellino de Wall Street me tenía en sus garras y me encantaba.
Pero en aquel entonces, ocurrió un episodio al que no presté demasiada atención, aunque sin duda fue premonitorio. Fue el día de mi examen para ampliar la licencia de corredor a todo el país. Me había preparado a conciencia durante tres meses y estuve a punto de suspender por encontrarme enfermo; si es que se puede llamar enfermedad a una resaca monumental.
Después de tres meses de duro estudio, la noche anterior me había ido de copas con mi cuñado y, sin darme cuenta, volví a las tantas en un estado deplorable. Una vez delante del examen, sabía las respuestas, pero me dolía tanto la cabeza que no podía escribir en línea recta. Finalmente, aprobé por los pelos. Aquél fue un primer aviso. Para entonces ya bebía demasiado.
Pese a todo, durante algunos años más, la fortuna sólo me deparó aplausos. La bonanza de los alegres años veinte parecía ser tan sólida y esplendorosa como el imperio persa de Nabucodonosor. Me compré un apartamento de 150 metros cuadrados en Manhattan y el automóvil más caro del mercado. Pero la bebida ocupaba cada día un lugar más importante en mi vida. Una vida trepidante donde cada día había almuerzos chic, fiestas lujosas y mujeres guapas bailando al ritmo del jazz.
EL DECLIVE
En un momento dado de ese período, no sé exactamente cuándo, mi forma de beber se transformó en algo serio: bebía todas las noches y buena parte de la jornada diurna, empezando justo después del desayuno. Algunos de mis amigos intentaron advertirme, pero esas conversaciones terminaban siempre en agrias discusiones. La relación con mi mujer empezó a deteriorarse.
A partir de ahí, creo que en un período de tres o cuatro años, lo perdí todo: mi trabajo, mi casa, mis amigos, mi salud, el respeto hacia mí mismo y casi a mi mujer. Cuando estaba resacoso no tenía fuerzas para recabar información para las inversiones y cuando estaba borracho, mi sobreexcitación me llevaba a hacer apuestas ruinosas. De nuestro lujoso piso de Manhattan, pasamos a una habitación en casa de mis suegros y de allí a la calle, porque ni siquiera ellos pudieron soportar la peste a alcohol que me rodeaba todo el tiempo.
Entonces, alquilamos un apartamento miserable en la peor zona del Bronx y mi mujer se puso a trabajar de dependienta, doce horas al día. Cuando llegaba a casa rendida de trabajar, me encontraba siempre borracho, delirando con alguna de mis paranoias. Al despertar por las mañanas, estaba tan tembloroso que tenía que beberme un vaso de ginebra seguido de media docena de cervezas para poder desayunar algo.
Un día, un viejo colega de trabajo vino a verme a casa.
—Bill, tienes que dejar el alcohol o te va a matar. Vente a trabajar conmigo. Tú eras un gran agente: el mejor que he conocido. Te espero mañana a las 9. Juntos lo haremos.
¡Ésa era la oportunidad que necesitaba! Después de años sin trabajar, por fin podría volver a ser yo mismo. Tomé la determinación de no volver a beber jamás. ¡Y lo conseguí! Ya había tenido bastante infierno en esta vida. Pero al final de aquella semana, el mismo día de paga, me lo gasté todo en una tremenda borrachera. Regresé a casa al cabo de cuatro días con el traje sucio, apestando a alcohol y sin saber dónde había pasado las últimas cien horas.
¿Qué demonios me pasaba? ¿Estaba loco? ¿Dónde estaba mi fuerte resolución? Simplemente no lo sabía. Alguien me había puesto una copa enfrente y me la tomé.
Todos mis intentos de dejar la bebida acababan siempre en fracasos de ese tipo. El remordimiento, el terror y la desesperación que sentía después eran indescriptibles.
El cuerpo humano es un mecanismo asombroso, porque yo aguanté ese castigo diario durante varios años más. Estuve más de siete años de mi vida bebiendo cantidades ingentes de alcohol, sin trabajar, yendo de borrachera a resaca brutal. Después me entraban unos ataques de desesperación que me hacían desear la muerte. Cuando, por la mañana, el terror y la agonía se apoderaban de mí, me quedaba como una hora asomado a la ventana intentando reunir fuerzas para tirarme y acabar con todo, sólo para después odiarme a mí mismo por ser tan cobarde.
Ingresé un par de veces en clínicas de rehabilitación, pero, al parecer, yo era un caso perdido. Un experto llegó a decirme que yo probablemente era uno de esos casos de alcoholismo imposibles de curar. Mi cerebro hacía una reacción especial al alcohol que no podía controlar.
Al dejar la última clínica y volver a caer en la botella, me di cuenta de que me quedaba poco tiempo de vida y casi lo agradecí. Me despedí mentalmente de mi mujer: la amaba. Pero no podía más. Estaba hundido. El alcohol era mi amo.
Y, poco después, en la celebración del día del Armisticio de 1934, ocurrió algo que cambiaría mi vida para siempre. Que me catapultaría hacia lo que ahora llamo «la Cuarta Dimensión de la Existencia». Llegaría a saber lo que son la tranquilidad y la felicidad: un estilo de vida que va siendo más maravilloso a medida que transcurre el tiempo.
Un buen día sonó el teléfono. La voz de un antiguo compañero de juergas estaba al otro lado. Enseguida lo noté: ¡estaba sobrio! No recordaba ninguna ocasión en que mi amigo hubiese llegado a Nueva York sin una buena curda. Me sorprendió porque se decía que lo habían internado por demencia alcohólica. Dijo que vendría a casa a visitarme.
Abrí la puerta y allí estaba él. Cutis fresco. Radiante. Había algo en sus ojos. Era inexplicablemente diferente. ¿Qué le había pasado?
UNA NUEVA VIDA
Había sucedido que Bob, el fundador de Alcohólicos Anónimos, en la Norteamérica de los años treinta, había dejado definitivamente la bebida y, como un predicador en labores de evangelización, se plantó en casa de nuestro protagonista para mostrarle la buena nueva: «Tú también puedes cambiar». Juntos dieron inicio a una de las mayores organizaciones para el bien común que han existido nunca. Alcohólicos Anónimos tiene en la actualidad unos 12 millones de miembros en 180 países y ha salvado más vidas en toda su historia que ningún remedio médico conocido.
¿Por qué menciono a Alcohólicos Anónimos en un libro de psicología? Porque estos hombres y mujeres ofrecen el ejemplo de transformación mental más importante que se ha dado nunca y nos demuestran de una forma contundente que sí se puede cambiar. ¡Sí, como de la noche al día!
Cualquier persona que haya conocido el fenómeno del alcoholismo severo sabrá de lo que hablo. Se trata de un problema realmente difícil. Es una enfermedad increíble que trastorna a las personas hasta niveles sorprendentes. Antes de la aparición de Alcohólicos Anónimos, la mayoría de los médicos daban por perdidos los casos de alcoholismo duro. Incluso se argumentaba que debía existir una especie de fenómeno alérgico que los hacía incurables. Las personas como Bill recaían una y otra vez de la forma más salvaje. Generalmente hasta su muerte por colapso de las funciones vitales.
Pero Alcohólicos Anónimos, con su intenso programa de intervención mental, ha curado a millones de personas a lo largo de sus ochenta años de existencia. Personas que no sólo se liberan de la adicción sino que adquieren un carácter nuevo. Se transforman en personas fuertes y felices, serenas, con unas inmensas ganas de vivir y ese brillo en los ojos que detectó Bill en su amigo aquel día.
Y éste es el primer mensaje de este libro: todos podemos cambiar y podemos hacerlo de forma radical. Necesitaremos armarnos de un método y de buenas dosis de trabajo, pero la recompensa será probablemente la más importante de nuestra vida: convertirnos en la persona que queremos ser.
La esclavitud del alcoholismo es parecida a la esclavitud de los miedos exagerados o de la depresión: impiden que disfrutemos de la vida y que nos desarrollemos con todo nuestro potencial.
Pero sé muy bien por mi experiencia como psicólogo que, tras romper las cadenas de la neurosis, todas las personas se muestran por fin como son: individuos maravillosos que aprecian inmensamente la vida.
AHOGARSE O SURFEAR
Muchas veces, a mis pacientes más jóvenes, les suelo poner el siguiente símil para ayudarles a comprender la dimensión del cambio que van a realizar. Les explico que la terapia busca transformarnos de la siguiente forma: hasta ahora, hemos sido como malos nadadores en un mar encrespado, gris y amenazante. Como teníamos pocas habilidades para nadar, nuestra vida ha consistido en intentar salir a flote, hundirnos, sacar la cabeza un instante para tomar aire, tragar mucha agua salada y seguir, continuamente en una lucha sin fin.
La terapia nos convertirá en otra cosa: pasaremos a vivir como el surfero que, con unas bonitas gafas de sol sobre la nariz y un daiquiri en la mano, cabalga las olas con el sol acariciándole la cara.
Para muchos, la vida es así: algo que dominan y disfrutan. Cuando miran al cielo por la mañana, los primeros rayos de sol les hablan de las delicias de la existencia, del placer de sentirse bien y saberse fuerte y feliz.
Bienvenido a este curso de transformación personal: estás a punto de emprender el camino del surfero.
En este capítulo hemos aprendido que:
- En esta vida son muchos los que han cambiado como de la noche al día: miles de personas.
- Por lo tanto: ¡se puede!
- Ahí fuera hay una manera de vivir en la que se goza casi todo el tiempo. ¡Vamos a aprenderla!