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Sin miedo al dolor
Un anciano maestro hindú, cansado de las quejas de su discípulo, le mandó una mañana a por sal. Cuando hubo regresado, le ordenó echar un puñado de sal en un vaso de agua y que se lo bebiese todo.
—¿Qué tal sabe? —le preguntó.
—¡Muy fuerte! —respondió el joven.
El maestro sonrió y, acto seguido, le dijo que echase la misma cantidad de sal en el lago. Los dos caminaron en silencio hasta allí y el joven tiró la sal en el agua. El anciano, entonces, ordenó:
—Ahora bebe agua del lago.
Y después de un largo trago, le preguntó:
—¿Qué tal sabe?
—Mucho más rica y refrescante.
—¿No notas la sal? —preguntó el maestro.
—No —respondió el discípulo.
El anciano se sentó entonces junto al joven y, con mucha ternura, le explicó:
—El dolor de esta vida es sal pura: ni más ni menos. La cantidad de dolor es la misma para todos, pero la amargura depende del recipiente donde lo metemos. Así que cuando experimentes dolor, lo único que tienes que hacer es ampliar tu comprensión de las cosas. Puedes dejar de ser un vaso para convertirte en un lago.
Estábamos jugando al baloncesto y, de repente, mi hermano, que jugaba en el equipo contrario, chocó contra mí. En un movimiento veloz para driblarme, su cabeza impactó contra mi cara, en concreto, contra mi nariz y ¡chas!: noté un dolor agudo. Enseguida supe que me había roto el tabique.
En cuestión de segundos, el dolor fue incrementándose vertiginosamente. La nariz sangraba y en el parquet lucía un charquito bajo mi pies. Pensé: «Mejor me siento en el suelo por si me desmayo».
Me pasaron una toalla y la oprimí contra la nariz. Como en un minuto, el dolor alcanzó su punto álgido y, a partir de ahí, fue remitiendo ligeramente. No me desmayé.
Mi hermano Jordi me acompañó a urgencias, no sólo por estar conmigo, sino porque el choque había sido tan fuerte que a él le dolía mucho la cabeza.
—Llévenos a la Clínica del Pilar, por favor —le dijo al taxista.
—¿Qué os ha pasado, chicos? —preguntó el hombre.
—Nada, que mi hermano no se porta bien y he tenido que arrearle —respondió mi hermano con una sonrisa.
Estaba de broma, claro. Y yo también. No dejamos de reír en todo el trayecto. La contusión ya prácticamente no me dolía nada.
Cuando por fin me examinaron en urgencias, el médico me dijo:
—La nariz está rota. Te voy a dar antiinflamatorios y calmantes, aunque con lo bien que lo llevas, parece que no los necesitas. Oye, pero ¿no te duele? —me preguntó extrañado.
La verdad es que a mí también me sorprendía un tanto la situación. Me dolía un poco, pero me encontraba bien, estaba alegre. Me divertía estar allí aprendiendo cómo se curaba una lesión así y, ¡qué demonios!, estaba entre personas preparadas y atentas.
Este episodio —que ocurrió hace ya unos diez años— me hizo reflexionar. ¿Cómo es que aquel día no había experimentado demasiado dolor?, ¿cómo es que estaba contento y relajado pese a todo? Tiempo atrás, había tenido otras lesiones y había sentido siempre mucho más malestar. ¿Había cambiado algo en mí o, más bien, en mi percepción del dolor?
Así es como confirmé, en mi propia piel, algo que había leído en libros sobre psicología del dolor: éste es subjetivo y depende de la interpretación que hagamos de él. Gracias a mi trabajo con la psicología racional había conseguido rebajar mi umbral del dolor.
MAGIA EN LA CONSULTA DEL DOCTOR
Hace algunos años, visité al doctor Solá, jefe del servicio de anestesiología del Hospital Juan XXIII, en Tarragona. Me había invitado a su consulta para que viera cómo la hipnosis clínica podía tratar casos de fibromialgia y dolor crónico. Me dejaron una bata blanca y me senté junto a él detrás de su escritorio repleto de informes y radiografías.
Llegó el primer paciente.
—Hola, Marisa. ¿Cómo ha ido este mes? —dijo el médico.
—¡Bastante bien, doctor! He tomado muy pocos calmantes y he hecho muchas cosas: no he parado con las actividades de mi hija. Que si acompañarla a natación cada día, al inglés… ¡Esta niña hace tantas cosas que me tiene completamente ocupada!
—De acuerdo. Pues vamos a hacer nuestros ejercicios de relajación, ¿eh? —concluyó el médico.
Por «ejercicios de relajación» el médico se refería a un trance hipnótico en toda regla. En ese momento, le pidió a la paciente que cogiese un llaverito con dos dedos y alargase el brazo en toda su extensión. Con los ojos cerrados, la mujer escuchó las siguientes palabras:
—Estás muy relajada y tranquila. Fíjate en tu respiración. A medida que hablo, irás notando que las llaves pesan cada vez más. Cada vez más.
El doctor se expresaba con un tono profundo y un ritmo lento que relajaba extraordinariamente. Yo mismo notaba el efecto de su voz en mi sistema nervioso.
En unos segundos, Marisa dejó caer el llaverito —paff— y se quedó con el brazo extendido, rígido. Estaba hipnotizada. Me fijé en su rostro: había empezado a sudar y toda la musculatura estaba suelta, relajada. Tenía un aspecto rejuvenecido, con menos arrugas. ¡Y todo ese cambio sucedió en menos de cinco minutos desde que entró por la puerta de la consulta!
Entonces, siempre con su voz lenta y profunda, el médico añadió:
—Durante las próximas semanas y meses, te vas a encontrar muy bien: libre de dolor. Vas a poder hacer vida normal: llevar a tu hija de aquí para allá, hacer las tareas de la casa, ir de compras. ¡Qué bueno es sentirse bien!
Toda la consulta duró unos diez minutos y cuando la paciente se hubo marchado, el doctor me explicó:
—Con todas las personas que verás hoy, la hipnosis es muy rápida porque ya están entrenados. Lo hemos practicado muchas veces y tienen facilidad para entrar en el trance. Y fíjate en los resultados: Marisa toma una quinta parte de la medicación con la que llegó aquí y se encuentra mucho mejor. Su calidad de vida ha mejorado enormemente.
En efecto, todos los pacientes que vi aquella mañana estaban encantados con el doctor Solá. La mayoría —si no todos— afirmaba que hacía muchos años que no se encontraban tan bien. Por fin habían recuperado su vida. La mayoría aún sentía dolor, pero de mucha menos intensidad que antes del tratamiento y, sobre todo, con menor ingesta de fármacos. Todos detestaban tomar calmantes porque les «atontaban» y «aplanaban» la existencia.
El doctor Solá practicaba la hipnoterapia para paliar el dolor y demostraba, día a día, que la experiencia del dolor puede cambiar radicalmente porque está mediatizada por nuestras creencias. La hipnosis no es más que una comunicación muy convincente y lo que hacía el doctor era ayudarles a perder el miedo al dolor.
Como veremos a continuación, una misma persona puede experimentar mayor o menor dolor dependiendo de lo que se diga acerca del mismo. Todos nosotros podemos aprender a hacerlo y sin necesidad de hipnosis.
Las personas más fuertes lo hacen todo el tiempo. Disminuyen su percepción del dolor gracias a su manera de entenderlo. Esto es, el dolor no es algo tan desagradable, no limita totalmente la vida porque, aun experimentándolo, siempre podemos hacer cosas positivas que nos darán satisfacción. Podríamos afirmar: «¡Viva la vida, pese al dolor!».
¿Y SI FUESES LEO MESSI?
Con los pacientes jóvenes, para hacer tambalear su percepción del dolor, suelo plantearles la siguiente cuestión:
—Imagina que tienes un dolor crónico, no completamente insoportable, pero permanente. ¿Te fastidiaría la vida?
—¿Algo así como un dolor de muelas perpetuo? —me preguntan.
—Exacto.
—Yo creo que si no pudiese sacármelo nunca, no lo aguantaría —responden.
Entonces, añado un nuevo supuesto a la situación:
—Pero imagina que, a cambio de ese dolor, eres jugador del Fútbol Club Barcelona. Imagínate que eres Leo Messi. Te dedicas a lo que más te gusta. Eres admirado por muchos. Ganas un sueldo astronómico… ¿Podrías soportarlo?
—¡Entonces sí! ¡Me cambio ya! —suelen concluir.
Este ejercicio sirve para deshacer la solidez de la creencia «El dolor es insoportable» para transformarla en algo así como: «No me gusta el dolor, pero si tuviese la mala suerte de tenerlo, no sería el fin del mundo, aún podría ser feliz».
Si estos chicos pueden vislumbrar que hay circunstancias en las que el dolor no es tan importante —aunque se trate de situaciones excepcionales—, ya estamos creando cierta flexibilidad en su idea del mismo. Por esa puerta llegará el cambio.
Sabemos que las personas realmente fuertes y felices son aquellas que aprecian tanto la vida que ni siquiera el dolor puede eliminar su goce vital. Esos individuos saben saborear las diferentes oportunidades de su existencia y no le tienen miedo al padecimiento físico. Si activamos esa capacidad que todos poseemos para divertirnos, se hace la magia: ¡el dolor se transforma en algo mucho más llevadero!
Dicho de otra forma: tenerle miedo al dolor amplifica la percepción del dolor. Las personas que no tienen ese temor, lo experimentan de forma mucho menor. Por lo tanto, digámonos a nosotros mismos: «Yo puedo aguantar muy bien el dolor. No me asusta. Me lo guardo en el bolsillo y tengo una vida genial».
YO TAMBIÉN SOY JUGADOR DE RUGBY
En el edificio de mi consulta de Barcelona vive un joven que me cae muy bien. Lope estudia Educación Física y trabaja como entrenador en un gimnasio de la ciudad. Los fines de semana, juega al rugby en un equipo amateur. A veces, coincidimos en el ascensor y solemos tener una conversación como ésta:
—Hola, Lope, ¡cómo te han puesto este finde! —le digo al verle un ojo amoratado.
—Pues esto no es nada. Tengo un hombro medio dislocado y unos cardenales en la espalda que no veas —me responde orgulloso.
—Pero ¿cómo fue el partido? ¿Ganasteis?
—¡Sí! ¡Fue un partidazo! —dice luciendo su enorme sonrisa—. Y ahora me voy a dar una clase de Spinning. A ver cómo lo llevo…
Entonces, saca la bici del ascensor y se va pedaleando tan ufano. A Lope le encanta mostrar sus heridas de guerra. ¡Ahí está! Una vez más, el dolor está mediatizado por nuestra concepción del mismo.
Mis pacientes aprenden en la consulta a tener esa actitud frente al dolor, el talante del jugador de rugby, y, cuando lo consiguen, disminuye increíblemente su percepción del mismo.
PIRATAS DEL CARIBE
Milton Erickson fue un genial psiquiatra estadounidense, padre de la hipnoterapia, el uso de la hipnosis con fines médicos. Tenía un conocimiento extraordinario de los fenómenos mentales y unas estrategias increíbles para tratar a sus pacientes. Podía curar casos serios en una sola sesión. En uno de sus artículos, escrito en los años cincuenta, explica una experiencia con su hijo que ilustra la plasticidad del fenómeno del dolor.
Cuando tenía 3 años, Robert se cayó por las escaleras, se clavó un diente en el maxilar y se rompió un labio. Sangraba profusamente y gritaba por el dolor y el miedo. Su madre y yo acudimos a ayudarle.
Le examiné y, en un instante en que dejó de llorar para tomar aire, le dije: «Te has partido el labio. No pasa nada. Ahora te curo».
Para que pudiese escucharme, le hablaba justo en los intervalos en que paraba para coger aire. Pero en vez de intentar tranquilizarle directamente, empleé la siguiente estrategia para reenmarcar lo que le sucedía. Dije dirigiéndome a su madre: «Mamá, hay mucha sangre en el suelo. ¿Es una sangre fuerte, roja y buena? Fíjate y dime qué te parece a ti. Creo que lo es, pero quiero estar seguro».
La cuestión de la sangre —su color, su fuerza, su calidad— pasó a desempeñar un papel psicológico importante para la significación del accidente de Robert. Examinamos la sangre del suelo y expresamos la opinión de que se trataba de sangre excelente, lo cual despertó su orgullo de niño sano y fortachón.
Seguimos con la estrategia de la calificación de la sangre y le dijimos que sería mejor examinarla en el lavabo, donde se observaría mejor delante del fondo blanco del lavamanos. Para entonces, Robert había dejado de llorar y su dolor y miedo no eran los factores dominantes. Ahora estaba absorto en el importante problema de la calidad de la sangre.
Su madre lo llevó al lavabo. Le puso agua sobre la cara para ver cómo se mezclaba con la sangre y darle así «un adecuado color rosa». Le encantó ver que el agua se volvía rosada.
Lo siguiente era la cuestión de suturar el labio. Sabíamos que eso le iba a asustar así que se lo mencionamos de la mejor manera posible, activando su orgullo de hermano competitivo. Le dijimos: «Te vamos a poner unos puntos en la boca, pero no tantos como le pusieron a tu hermana Betty. Ahí te va a ganar ella. Pero a lo mejor llegas a los de Bert».
Esta sugestión le permitía compartir una experiencia de niño mayor con sus hermanos y mordió el anzuelo. Nos preguntó: «¿Cuántos les pusieron a ellos?».
Añadimos que los puntos le dejarían una cicatriz como las de los piratas del Caribe. Como la que tenían Betty y Bert en la pierna y en la ceja y otros muchos legendarios bucaneros. Esta idea le pareció tan emocionante que cuando llegamos al hospital de lo único que hablaba era de piratas y tesoros escondidos. Cuando terminamos, el médico le felicitó por lo valiente que había sido durante todo el proceso. Estaba radiante al salir de allí.
Esta historia de Milton Erickson ejemplifica cómo todos podemos situar la experiencia del dolor dentro de un marco que la haga más llevadera, incluso en el caso de niños pequeños sometidos al estrés de algo que desconocen.
Armados de nuestra gran capacidad de razonamiento, los adultos podemos escoger una manera de entender el dolor mucho más positiva.
En general, las creencias racionales que nos permitirán llevar bien la experiencia del dolor son:
- El dolor no es inamovible: se puede modular mediante el razonamiento.
- Todo el mundo puede hacerlo, incluso niños de 3 años.
- Aun con dolor, podemos hacer cosas valiosas, que nos darán cierta felicidad. Por lo tanto, el dolor no tiene por qué arruinarnos la vida.
- El dolor puede ayudarnos a centrarnos en lo realmente importante.
CILICIOS Y FLAGELOS
Una de las cosas más extrañas que hacen algunos monjes es la práctica de la «mortificación de la carne». Antaño se practicaba más a menudo, aunque no se ha abandonado por completo. ¿Por qué a veces llevan unas ásperas fajas en la cintura que provocan dolor e incomodidad? ¿Por qué se flagelan la espalda?
Muchos creen que se debe a una imitación de Cristo o que es una estrategia para alejar la tentación sexual, pero no es así. La auténtica idea detrás de la mortificación es practicar la renuncia a la comodidad, al bienestar físico. Renunciar a lo material —temporalmente— para focalizarse en valores más importantes.
Los monjes se flagelaban —en general, sin provocarse heridas ni sangrar— para demostrarse a sí mismos que podían ser felices y sentirse plenos con dolor. Esa experiencia les concienciaba de que la verdadera felicidad se halla en otros valores diferentes a la comodidad. Y es que las personas caemos fácilmente en el equívoco de pensar que la comodidad lo es todo. ¡Relax, descanso, satisfacción de las necesidades, más satisfacción de las necesidades, masajes, spas, no cansarse, no pasar calor, no pasar frío…! Pero eso sólo nos llevará a desilusionarnos cuando no experimentemos ninguna plenitud en medio de tanta comodidad.
Los monjes empleaban cilicios y flagelos de forma testimonial, muy de vez en cuando. Para los que, estúpidamente, se daban con ardor a la autotortura había amonestaciones puesto que no habían entendido el sentido de ese ejercicio.
Y es que un poco de incomodidad, incluso un poco de dolor —si es aceptado con alegría— nos ayuda a fijarnos en los valores importantes de la vida.
El dolor aparta la pereza que todos tenemos y nos obliga a trabajar en pos de grandes y hermosos objetivos que, a la postre, terminan dándonos más satisfacciones que antes.
Las personas que, por una cuestión de salud, tienen que soportar dolor todos los días y lo llevan bien, agudizan su búsqueda de la felicidad en valores como la amistad, el amor, la pasión por un trabajo importante, la pasión por la vida. Digamos que lo que pierden por un lado, lo ganan por otro y, a veces, el balance es extremadamente positivo.
Una de estas personas fue la gran pintora mexicana Frida Kahlo. Hace unos años, visité su casa-museo en Ciudad de México donde se exponen algunos de sus mejores cuadros y pude leer estas líneas de su diario:
Cada tictac es un segundo de la vida que pasa, huye, y no se repite.
Y hay en ella tanta intensidad, tanto interés, que el problema es sólo saberla vivir.
Que cada uno lo resuelva como pueda.
Frida Kahlo es una de las grandes artistas del siglo XX. Sus pinturas son un grito de amor por la vida, llenas de colores, formas sencillas pero cargadas de intensidad. Kahlo estuvo casada con otro gran artista, Diego Rivera, y juntos tuvieron una vida apasionante.
Pero Frida tuvo un accidente siendo niña y tenía la columna vertebral en muy malas condiciones. Durante toda su vida sufrió bastante dolor y, frecuentemente, tenía que pasar períodos de total inmovilidad postrada en una cama.
Pese a ello, disfrutó de la vida como quien bebe un rico néctar en un día de verano. Ahí va uno de sus poemas:
Niño amor. Ciencia exacta.
Voluntad de resistir viviendo, alegría sana.
Gratitud infinita. Ojos en las manos y tacto en la mirada.
Limpieza y ternura frutal.
Enorme columna vertebral
que es base para toda la estructura humana.
Ya veremos, ya aprenderemos.
Siempre hay cosas nuevas.
Siempre ligadas a las antiguas vivas.
Alado, mi Diego, mi amor de miles de años.
En este capítulo hemos aprendido que:
- Generalmente, las personas amplificamos la sensación de dolor añadiéndole una parte psicológica que puede llegar al 90% de lo que al final percibimos.
- Las personas que no amplifican el dolor nos llaman la atención, parecen yoguis, pero se trata de una capacidad que todos tenemos.
- La estrategia para conseguirlo es perderle el miedo al dolor.
- Para perder ese temor hay que entender que podemos ser felices aunque algo nos duela: si dejamos de quejarnos y nos centramos en cosas valiosas.
- El dolor o la incomodidad, aceptados con alegría, pueden ser una bendición porque nos empujan a buscar placeres más elevados: los relacionados con el arte o el amor.