27

El deshielo de la primavera fue brusco y convirtió las calles en riachuelos fangosos. La alcantarilla de debajo del excusado era un torrente de agua, lo que provocó que la cisterna para la higiene fuera innecesaria; aunque Tess descubrió que había que desaguar el agua del baño o, de lo contrario, el sistema revertiría. Los ninysh eran grandes devotos de las flores de bulbo —crocus, tulipanes, junquillos, jacintos— que empezaban a brotar tenaces por todas partes, a través del fango, a través de las rendijas, dondequiera que los bulbos itinerantes hubiesen navegado con las aguas altas de la primavera. Tess rescató bulbos que habían quedado varados en mitad de la calle, enfrente de un estercolero, y se los llevó a casa para Gaida. El patio quedó circundado de tiestos de terracota, a punto de estallar en una desbordante floración.

Un día llegó un mensajero hecho una sopa con una carta. Josquin lo conocía, naturalmente, e hizo pasar al muchacho junto a la chimenea para tomar una taza de té. Aún seguían de cháchara cuando Tess llegó del trabajo y el mensajero le entregó la misiva.

La chica reconoció la letra. De todas las letras cortesanas, eclesiásticas y académicas que conocía, no había ninguna como esa. Era la de alguien que había aprendido a escribir por sí sola a una edad temprana, cuando su mano era demasiado pequeña para sostener el lápiz de una manera que no fuera con el puño. Hablaba de una obstinación inconmovible mientras tutor tras tutor intentaban corregir su caligrafía y la pedagogía estallaba sobre ella como la tormenta sobre una montaña. Redujeron el puño cerrado a medio puño de dos dedos, pero no consiguieron más de Seraphina. Tess casi podía oírla, fría como el agua, diciéndoles a los tutores:

—Es legible. Qué más queréis.

Josquin también reconoció la letra e hizo amago de quitarle la carta de las manos.

—¡Alto ahí, tunante; lleva mi nombre! —exclamó Tess, esquivándole y señalando la T que, a decir verdad, se parecía a una J más de lo debido. Entró en la habitación, cruzó ante él, y abrió las contraventanas con una mano y la carta con la otra.

Querida Tess:

Tal vez te preguntes cómo he sabido dónde encontrarte. Puedes darle las gracias a Josquin, en quien espero que hayas encontrado un amigo digno de toda confianza. No te enfades porque me haya escrito; si no llega a hacerlo, creo que Jeanne se habría arrojado por un precipicio. Te echa mucho de menos, pero le consuela pensar que estás viva y bajo el cuidado de amigos.

No sé qué habrás oído en Ninys, pero di a luz mediados del pasado verano: una niña; se llama Clotilde Rademunda Zythia (los primeros son sus nombres reales y de familia; Zythia fue de mi elección, y querrá que la llamen así porque es el más bonito). Oficialmente es de Glisselda. Parece que la gente quiere creer que la reina ha llevado el embarazo con tal discreción que nadie ha llegado a enterarse. Así es la magia de la realeza, supongo.

Ahora me encuentro en Segosh por varias razones, ninguna de las cuales puedo poner por escrito, salvo la de que me gustaría verte en el palasho Pesavolta en cuanto puedas. Sólo pasaré aquí una semana (una semana es más de lo que al conde le gustaría alojarme), así que no te demores, pierdas tiempo o te dejes llevar por tu habitual terquedad a hacer lo contrario.

Tess se rio con tantas ganas al leer la descripción que tuvo que apoyar la cabeza contra la ventana. Josquin se acercó a ella traqueteando —no podía sorprender a nadie con ese artefacto— y esperó a que terminase.

—¿Buenas noticias? —preguntó cuando ella por fin recobró el aliento—. ¿O es que tu hermana simplemente está siendo ingeniosa?

Eso sólo sirvió para que se riera más fuerte, porque no había nada menos gracioso que lo que Seraphina contaba. Era duro como una tabla. Seguramente él lo sabía. Le tendió la carta; él la leyó, chascó un poco la lengua y dijo:

—Claro que nos hemos enterado. No vivimos tan apartados del mundo.

—Haciendo un esfuerzo para no sucumbir a mi habitual testarudez obstruccionista, necesito lo más rápido posible algo que ponerme digno de la corte —dijo Tess con una reverencia burlona.

Cuando Gaida llegó a casa y se enteró de la noticia, fue a su alcoba y abrió un arcón.

—Arreglos no pagados —explicó, revolviendo linos y satenes—. A veces la gente no recoge sus prendas. Las guardo el tiempo que puedo, pero, a partir de un determinado momento, están disponibles.

Escogieron un vestido verde oscuro de excelente merino que Gaida había arreglado para la esposa de un comerciante de ámbar y que era improbable que lo reclamase ahora que el comerciante estaba en prisión. Era más o menos de la talla de Tess, algo justo en la parte superior de los brazos y estrecho de pecho; la esposa del comerciante, al parecer, no había apisonado carretera ni era de buen comer. Gaida ensanchó el pecho, que previamente había metido, pero no pudo hacer demasiado con los hombros.

Hacía tanto tiempo que Tess no se ponía un vestido que se sintió demasiado expuesta. El aire se metía por debajo y la helaba.

—Me gustaría arreglarte el pelo —se empeñó Gaida, y pasó los dedos por las ondas de Tess—. Una caperuza con gablete lo escondería. No querrás que le dé un berrinche a la corte.

—No sabes lo que quiere —comentó Josquin.

Tess se sorprendió al descubrirse de acuerdo con Gaida. Las normas le resultaban irritantes cuando no tenía elección, pero ya no era una joven dama de honor dependiente, intimidada por sus mayores. Había recorrido sola el mundo y ayudado a quienes lo habían necesitado. Podía condescender a ponerse de tiros largos o no, podía enfrentarse a las normas de etiqueta y decir: «Muy bien, las cumpliré… esta vez».

Aun así, no quería una caperuza con gablete.

—¿Dónde podría encontrar un sombrero de ala ancha, preferiblemente con penacho?

Lo único que necesitaba eran tres mercerías y una parte de sus ahorros del pasado invierno: un sombrero que recordara al que llevaba la condesa Margarethe en la boda de Jeanne hacía casi un año. Lo único que pudo permitirse fue una pluma de faisán larga y puntiaguda, no un penacho de avestruz, y un bonete de fieltro, no de terciopelo, pero le gustó. El sombrero y las botas, que absorbieron agradecidas el betún como en otro tiempo ella absorbía el vino, emanaban tal aire de competente firmeza que fácilmente podían atribuirse las mismas cualidades a la persona embutida en ellos.

Se levantó temprano, dejando a Josquin enredado en las sábanas, y se vistió bajo la perspicaz vigilancia de sus ojos. Antes de marcharse, se inclinó con dulzura sobre el borde de la cama y le frotó la pierna.

—¿Quieres acompañarme para verla? —susurró.

—¿Qué? —dijo Josquin con un respingo, tratando de aparentar que acababa de despertarse y no había estado meditando sobre nada—. No, no. Es una reunión de hermanas. Estorbaría.

Tess esbozó una leve sonrisa, con el corazón contraído de compasión, pues comprendió en ese momento que no había terminado con su hermana y que no podía culparlo.

—¿Te ayudo a vestirte, al menos?

—No —contestó él, áspero otra vez con ella—. Ve. Deja de preocuparte por mí.

Lo besó en la mejilla y se marchó cuesta arriba hacia el palasho. El sol naciente coronaba de oro los edificios. Tess canturreó mientras andaba, disfrutando de la calle bajo sus pies. El viento y el barro habían ocultado su aspecto durante todo el invierno, pero ahora, con el azul arqueándose por encima y el empedrado seco y limpio, reencontrarse con el Camino era como ver a un viejo amigo tras muchos meses de separación.

La esperaban en el palasho; un guardia la escoltó desde la verja y la dejó en manos de un lacayo en el palacio propiamente dicho. El lacayo la condujo a la biblioteca del conde, donde Seraphina aguardaba, leyendo sentada junto a una ventana.

Tess estuvo a punto de echarse a reír. Había estado fuera el tiempo suficiente para que su hermana le pareciese adorable como una lechuza.

Seraphina cerró el libro en su favor (algo impropio de ella), la miró y sonrió antes de hablar:

—Tienes buen aspecto.

—Estoy bien —dijo Tess, eligiendo una silla tapizada con seda bordada con un realce que pinchaba. Los brazos eran volutas doradas con lazos y racimos de uvas, alto barroco ninysh. Acto seguido, se sentó con las piernas cruzadas por la rodilla, columpiando una bota y con el sombrero ladeado con suficiente desenfado, y sonrió burlonamente.

Ahí estaba. Ahí estaban las dos. Era delicioso.

—¿Qué tal te ha ido? —preguntó Tess.

—Bien —contestó Seraphina.

—Todavía acortas más las frases cortas.

Seraphina pasó por alto ese comentario. A veces era como un dragón.

—Me he enterado de que has tenido cierto éxito como naturalista —declaró—. La noticia de la gran serpiente llegó a Saint Bert por zmib. La Academia Ninys se da prisa en vanagloriarse, nuestro Collegium se apresura a envidiar… y juzgar. Es una desgracia que la hayan matado.

Una desgracia mayor de lo que Seraphina podía imaginar.

Tess sintió que una sombra cruzaba por su corazón.

—Sé que eres quien la encontró —añadió Seraphina, y dejó el libro en la silla que tenía al lado—. Kenneth me trajo el informe, diciendo: «¿Quién iba a andar por ahí deliberadamente con el nombre de Tespuco?». Nos reímos acordándonos de cuando eras pequeña, con la casa entera convertida en escenario para una obra de teatro, y tú dirigiéndonos de aquí para allá. Te imaginamos dando órdenes a los maestros y a las Serpientes del Mundo, hasta que nos enteramos de que la habían matado.

Las manos de Tess se movían nerviosas en su regazo, la única manifestación externa de la culpa que agitaba sus entrañas.

—Nunca pensé que le darían caza y la matarían.

Seraphina la taladró con la mirada.

—¿Y qué creías que ocurriría?

Tess se violentó. No era una acusación, pero lo parecía.

—Pensé que se conmoverían cuando la vieran. Que… comprenderían. —Sonaba poco convincente, incluso para Tess.

—Comprenderían ¿qué? —La severidad de Seraphina no vacilaba.

¿Cómo podía explicarle lo sucedido en la caverna? Contárselo a ella le intimidaba mucho más que exponerlo ante la Academia: había que superar historia y precedentes. A Seraphina no se le contaban sin más cosas personales. No le importarían; querría que una fuera lógica hasta la saciedad.

Pero Tess no había ido tan lejos para dejarse amilanar otra vez. Diría la verdad, la comprendiera Seraphina o no.

—¿Has experimentado alguna vez algo tan alejado de las palabras que no pudiste explicarlo? —dijo Tess—. ¿Y que, cuanto más intentabas explicárselo a la gente, más frustrada te sentías, porque nadie comprende a menos que le haya sucedido lo mismo?

Eran preguntas retóricas; no obstante, Seraphina respondió:

—Sí. Dos veces.

—Es…, espera, ¿qué? ¿Cuándo?

—Durante la guerra, cuando volví mi mente del revés y llamé a san Cazuela Astrosa del pantano —le explicó Seraphina—. Y otra vez, en menor grado, cuando di a luz.

Tess contuvo el aliento. ¿Era posible que las dos hubieran tenido encuentros con lo numinoso? Nunca lo habría imaginado.

—Encontré mi vocación en aquella cueva —afirmó Tess por fin—. Codo a codo con un monje.

—Cuéntame —dijo Seraphina, casi en un susurro.

—Sentí la llamada —reconoció Tess, sintiéndolo de nuevo y buscando a tientas palabras con las que vestirlo—. Recorrer el mundo, ver lo que se necesita y hacerlo. Abrirme y responder. —Contuvo la respiración, temerosa de que Seraphina se burlase de tal idea (¿quién en su sano juicio no lo haría?), pero su hermana asintió con solemnidad. Se lo estaba tomando en serio.

—Pues, en ese caso, no tengo más remedio que responderte. A Tanamoot ha llegado noticia de todo eso. Los dragones, que negaban la existencia misma de las Serpientes del Mundo, están ahora dispuestos a afilar las uñas para acusar. Condenan la muerte y se proponen buscar ellos a las demás serpientes, ostensiblemente para protegerlas.

Tess alzó una ceja al oír «ostensiblemente». Seraphina asintió.

—No está claro qué pretenden. Por lo general, los dragones no son amables con seres a los que no comprenden o no pueden controlar. Es posible que no protesten tanto por la muerte como por no tener acceso al cadáver. O que se propongan matar ellos a las Serpientes del Mundo en secreto antes de que las descubra la humanidad.

»En cualquier caso, la reina y el ardmagar están de acuerdo en una cosa: esto no puede volver a ocurrir. Y aquí es donde tu reina tiene una misión para ti.

Tess se enderezó en la silla, como si hubiera entrado en la habitación la reina en persona y no sólo su nombre.

—Goredd no puede permitir que maten otra serpiente —añadió Seraphina—. Por la propia salvación de las criaturas, sí, pero también porque los dragones están que rugen. Nuestro tratado protege Ninys hasta cierto punto, pero desde luego no incluye los Archipiélagos ni el océano del sur.

Tess sintió un sobresalto.

—Queréis que localice otra.

—La condesa Margarethe cuenta con nuevos fondos y tiene intención de navegar otra vez en pos de la serpiente Antártica —anunció Seraphina—. Selda te quiere en ese barco.

Tess soltó una carcajada, un pequeño y amargo ladrido.

—¿Sabe la reina que me porté fatal y que la condesa me odia? No querrá que la acompañe.

—He hecho que le lleguen rumores sobre Tespuco. Marga está intrigada con el misterioso aventurero, y lo estará aún más en cuanto se entere de que se trata de una mujer. Admira esa descarada picardía. Además, tú eres una de las pocas personas que han visto una serpiente, lo que te convierte en una experta. Sería estúpida si no te aceptara.

»Y aún hay más. Lucian cree que los ninysh traman algo en el sur para hacerse con el poder y extender su influencia. ¿Podría Ninys servirse de esa serpiente para sus designios o amenazar con matarla si no se someten los pueblos pelagueses, quienes se supone que la veneran?

»No te equivoques: por amiga que sea, Marga está tan comprometida en esto como cualquiera de sus compatriotas, y la acompaña un baronet goreddi, lord Morney, en quien Selda no confía.

»Necesitamos ojos en el barco, pero no deben advertir la mano de la reina. Sería convincente en tu caso…, una viajera experimentada apartada de tu familia, que pretendieras ir con ellos. Parten del puerto de Mardou dentro de tres semanas. Selda no puede intervenir para que te admitan a bordo; tendrás que hablar tú misma con la condesa.

Dispondría de un sueldo y de un zmir, que enviaría tanto imágenes como la voz, en forma de un disimulado broche. Seraphina tenía el aparatito en su poder; le enseñó a Tess qué pequeñas florituras hacían qué cosas, y Tess, sin capa en ese momento donde abrocharlo, se lo prendió en el corpiño como un precioso broche.

—Si actúan contra los intereses de Goredd, en especial lord Morney, deberás grabarlo e informar —concluyó Seraphina—. No interfieras, intervengas ni te pongas en peligro en ningún caso. Si tienes problemas, desembarca en una isla y llama a casa con el zmir. La reina enviará a alguien a buscarte, aunque sospecho que podrás encontrar el camino de regreso tú sola.

Para Tess, aquello no significaba regresar a Goredd; ya no. Significaba volver con Josquin. La realidad de haberlo dejado atrás le golpeó en el estómago.

—Oh.

Seraphina alzó las cejas, a la espera de una explicación. Tess se quedó mirando más allá de ella, de la ventana, de los tulipanes rojos del patio.

—Josquin te ha dicho que yo estaba por aquí —empezó Tess con cautela—. Bueno, ¿y te ha contado algo más?

Seraphina se envaró de una forma sobrenatural.

—¿Duermes con él?

—Ja —dijo Tess, sin tener claro si estaba alarmada o divertida—. ¿Puedo contestar no contestando?

—Josquin es una de mis personas favoritas, así que te felicito por haber escogido bien esta vez. —La expresión de Seraphina se tornó seria al considerar todo lo que implicaba—. Pero eso complica el asunto. No se me había ocurrido que no quisieras ir…

—No, no —atajó Tess con presteza—. No lo malinterpretes. Quiero ir. —Se puso una mano en el corazón—. Y a la vez me desgarra dejar a Josquin. Así pasa con toda mi vida.

—Enviaremos a otra persona —contestó Seraphina—. No me importa romperte el corazón, pero el de Josquin…

—¡Cierra tu pico de oro! —le advirtió Tess, aunque sonreía.

De repente, se abrió la puerta y una mujer rubia y menuda irrumpió en la habitación con un bebé llorando. Tras ella, una atribulada niñera, con los brazos extendidos, intentaba razonar.

—No, gracias —dijo la reina Glisselda con tono imperioso—. Sólo su tita es capaz de calmarla cuando se pone así. ¡Estás despedida!

La niñera enrojeció y abandonó la estancia. Glisselda hacía dar saltitos a la niña en sus brazos, cantando: «¡A-a-aranceles! ¡Im-im-impuestos!», mientras cruzaba la estancia hacia ellas. El bebé se agitaba histérico.

—Cariño, lo siento mucho —le dijo la reina a Seraphina—. No quería interrumpir el momento con tu hermana, pero, como ves, tiene un mal día. Son los tratados comerciales. Es una pequeña proteccionista.

—Está bien —susurró Seraphina con voz tranquila. Se levantó y cogió al bebé de brazos de Glisselda. La reina pareció aliviada; se le habían despeinado sus rubios rizos y, al mirarlo de cerca, podía verse que a su corpiño le faltaban cuentas.

La reina dirigió una pálida sonrisa a Tess, que se levantó e hizo una profunda reverencia.

—Pues te dejo con ella —dijo Glisselda—. Tengo que pelear a brazo partido con Pesavolta por ese huevo.

—¿El huevo de Anazzuzzia? —exclamó Tess, espantada. Piztka no lo sabía; estaría destrozado.

—¿Tiene nombre la serpiente? —preguntó la reina, entrecerrando con astucia los ojos—. Puede ser provechoso. Pero no os preocupéis; es un asunto entre Pesavolta y yo. Seraphina te dirá cómo puedes ayudar.

Abandonó la habitación sin más despedidas.

Seraphina se había colocado a la princesa Zythia en el regazo y se miraban seriamente la una a la otra. La cara de Zythia estaba todavía enrojecida, pero habían cesado las lágrimas y los berridos. Golpeaba a Seraphina en el pecho con su manita gordezuela.

—Si tienes que darle el pecho, no te cortes por mí. —Tess cruzó los brazos sobre el suyo, recordando cuánto le había dolido, cómo Chessey le había rellenado el corpiño con hojas de col para atenuar la hinchazón.

Seraphina le lanzó una mirada lastimera.

—Por desgracia, esa parte de mí no funciona. —Pasó la mano por la vellosa cabeza de Zythia—. Lamento no haberte dicho que estaba aquí. No sabía… Nunca sé lo que puede herirte.

Tess se sentó junto a ella en el banco de la ventana, sin apartar los ojos de la carita de Zythia, que se metió un pulgar en la boca y se puso a roerlo, vertiendo lágrimas otra vez de sus grandes ojos negros.

Tess extendió una mano y Zythia le agarró el dedo.

Algo terrible y maravilloso y doloroso creció en su interior, pero pudo soportarlo. Apoyó con timidez la cabeza en el hombro de Seraphina.

—Tú nunca has pretendido herirme.

—Las hermanas tenemos un talento especial para herirnos la una a la otra sin querer. —Vaciló un momento y después apoyó la mejilla contra la coronilla de Tess.

Permanecieron un rato así sentadas, contemplando al bebé, charlando en voz baja. Hablaron de partos como dos veteranas de una misma guerra, comparando heridas, y Tess sintió que algunas cicatrices de su corazón se ablandaban y disolvían.

Phina la besó en las mejillas cuando se fue. Tess se maravilló de que pudiera sentirse a la vez tan herida y confortada, tan vacía y tan llena. La suya era una vida vivida con alegría-utl, y tenía capacidad y aptitud para sobrellevarla.

Se dirigió entonces hacia casa, con la angustia añadida esperándola allí.

pi

No sabía bien qué esperar cuando le contase a Josquin que iba a ir a los Archipiélagos más pronto que tarde. Él llevaba todo el tiempo insistiendo en que ella le dejaría —y en que debía hacerlo—, pero Tess no creía que lo dijese en serio.

—Desde luego que lo decía en serio —empezó él cuando la envolvió entre sus brazos esa noche, con la luz de la luna entrando a raudales por la ventana—. El Cielo sabe que tampoco yo estaba dispuesto a sentar cabeza a los diecisiete años. Conozco a una mesonera encantadora que me consideraba un sinvergüenza por eso.

—Yo tengo dieciocho —comentó Tess, sin acordarse de que no le había hablado de su cumpleaños.

Él le dio en las costillas.

—La próxima vez que intentes demostrar que no eres una sinvergüenza, quizá no te convenga admitir que mentiste acerca de tu cumpleaños. Lo que opino es —su susurro se volvió más profundo por la emoción— que sé que el Camino todavía te llama. Yo viví para él cuando tenía tu edad: dormía en la silla del caballo y comía mientras galopaba. Me lamía los labios y sabía dónde estaba por el sabor del polvo. Todavía me susurra, sobre todo en primavera, sólo que ahora no puedo seguirlo. ¿Cómo, en conciencia, voy a mantenerte alejada de él?

—¿Cómo puedes ser tan optimista?

—No lo soy, Tess, pero he pasado por eso antes. Te echaré de menos todos los días, igual que echo de menos a Rebecca. Igual que echo de menos caminar. Pero mi camino es este. Soy muy feliz porque has venido y viajado conmigo.

—Volveré —respondió Tess, emocionada.

—Lo sé —asintió él, y le acarició el pelo con mano firme—. Y habrás tenido otros amantes para entonces, y yo también, y seremos mayores y viejos amigos, felices de reencontrarnos, llenos de historias portentosas.

—Te quiero —dijo ella llorosa, y le besó en los labios.

Él la estrechó en sus brazos y la atrajo hacia sí, y esa fue la última vez antes de que se marchara.