4

La joven abandonó la casa, a su familia y su vida entera antes del almuerzo.

Sería muy típico de papá llegar antes de lo acordado, así que evitó el camino principal. Atajó a través de extensos prados, cruzó un seto de tejo y un jardín de rosales añosos y retorcidos (ni siquiera habían echado las hojas todavía), un prado de ovejas que balaban con inquietud a sus corderos y unos peldaños en un muro de piedra. El terreno del otro lado del muro estaba lleno de maleza y de zarzas, y Tess esperaba que eso marcase el límite de la finca de verano de la reina. No obstante, con la reina uno nunca podía estar seguro; cualquier cosa que no pertenecía de forma explícita a alguien era suya por defecto.

Los peldaños eran de una escalera de madera en forma de A por encima del muro, y Tess se detuvo en lo alto, con toda la provincia de Ducana extendida a sus pies calzados con botas. Las alquerías y las iglesias de los pueblos salpicaban las ondulantes colinas, mientras que los setos vivos y los muros de piedra las segmentaban como un tablero de ajedrez de sembrados, con la alternancia del verde amarillento de los brotes nuevos y la tierra negra empapada. El cielo resplandecía de un azul intenso, como si estuviese decidido a hacer que el día no fuera sólo bueno, sino desmesurada y absurdamente hermoso.

Incluso el corazón autocompasivo de Tess se hallaba un poco conmovido.

Las agujas de la catedral de Puentefé, la población más grande de la provincia de Ducana, se alzaban al suroeste. Aquel le había parecido el sitio lógico adonde ir primero; allí podría comprar provisiones y después tomar la carretera principal hacia el sur. En cuanto descendiera de la cumbre, la población desaparecería de la vista. La ruta directa pasaba por el castillo de Rocamarog (que podía distinguir enroscado como una serpiente en mitad de los árboles), y eso no era nada bueno. Podía toparse con sus padres —o, lo que era más humillante todavía, con los suegros de Jeanne— por el camino en cualquier momento.

Como había estudiado el mapa, sabía qué otros puntos de referencia buscar en el paisaje. Justo al sur había una colina coronada por unas ruinas, el Castro de Pentrac, adonde se podía llegar a pie por trochas, antiguas servidumbres de paso que cruzaban en línea recta las tierras de los campesinos. Desde lo alto de la colina, debería poder ver otra carretera que iba al oeste hacia Puentefé.

Tenía que recorrer el camino más largo, los dos catetos del triángulo, porque la hipotenusa le estaba prohibida. Aquello le pareció una metáfora perfecta de toda su vida.

El sol resplandecía; se puso el sombrero de jardinero para protegerse. Los tirantes de su morral se le clavaban en los hombros y los setos se enganchaban en su falda al pasar. Ascendió una gran bandada de mirlos gritando, que la asustaron. El viento le azotaba las mejillas, la tierra embarrada obstruía las suelas de sus botas y el bajo de la falda estaba cada vez más sucio.

A pesar de todo esto —en realidad, a su pesar—, el corazón de Tess empezó a elevarse a medida que caminaba, o es posible que empezara a disminuir de peso. Lo había conseguido. Se había liberado de su familia («por ahora», le insistió una voz desde el interior de su cabeza). El polvo, la molestia y la incertidumbre no eran nada para ella.

Casi se estaba sonriendo a sí misma cuando rebasó una cuadrilla de campesinos con camisas y zuecos. Se encontraban en el siguiente pastizal, gritando y azotando las vacas con varas de sauce para apartarlas de los desgraciados becerros. Dos hombres agarraron después por las patas a un ternero solitario, dando coces y corcoveando, patas arriba entre sus brazos, y lo llevaron a otro cercado. Las vacas mugían, afligidas y desesperadas, con las ubres cargadas de leche para sus becerros, los cuales reclamaban a sus madres —un reclamo inhumano, pero inconfundible para Tess—.

La chica no comprendía qué misteriosa finalidad agrícola exigía separar las familias bovinas. Observaba con una mano en el corazón y la otra en los labios, y le impactó la crueldad de los hombres tanto como constatar que ella era una mujer, que iba sola.

Empezó a caminar más rápido, con la esperanza de que ninguno mirara en su dirección.

Como si hubiesen leído sus pensamientos, uno de los hombres empezó a cantar:

Una muchachita pequeña y bonita

avanzaba por la hierba de rocío perlada.

Yo la seguí a la hondonada,

diciendo adiós me despreciaba.

Tras lo cual, los demás braceros abordaron el estribillo:

el páramo, la colina y el cerro,

niña mía, haré cuanto deseo.

El rostro de Tess se contrajo al oír la letra y se le cayó con el verso siguiente (que era demasiado obsceno para el público en general). Encorvó los hombros y siguió andando. Creyó oír silbar a alguien, pero tal vez fuera meramente el reclamo del alcaudón del seto.

No, aquello era un silbido. Ella no volvió la vista atrás.

El mundo estaba lleno de hombres. Tess había estado tan ansiosa por emprender la marcha que no le había dado a esa consideración el peso que merecía. Por cuenta propia, la voz de mamá habló en el interior de su cabeza: «Los hombres son unos canallas y siempre quieren lo mismo. Probarán todos los ardides del manual para seducirte y, si no vas voluntariamente, se las apañarán para agarrarte de todos modos».

Se estremeció. Mamá no decía tales cosas a menudo —prefería centrarse en las inconveniencias de Tess—, pero eran el corolario de todo lo que siempre dijo san Vitt. ¿Por qué iban las mujeres a estar con cien ojos, a vestir con humildad y a reprimir sus deseos si no fuera por los hombres? ¿Cómo le echaban la culpa al lobo si las ovejas campaban a sus anchas?

«No provocarás» no era un mandamiento de ningún santo que ella conociese, aunque podría haberlo sido.

A lo mejor podía conseguir vivir sola y mantenerse por sí misma —aún tenía fe en eso—, pero ¿atravesar todas las Tierras del Sur sin nadie que la protegiera hasta llegar? De pronto, no parecía una idea tan inteligente. No iba a sobrevivir.

Se detuvo a la sombra de un arrayán, fuera del alcance de ojos curiosos, a quitarle la corteza a un queso y masticar ruidosamente una torta de avena. Ese almuerzo llenaba bastante, y la marcha rápida y los calurosos rayos del sol primaveral le habían producido una tremenda sed. El queso salado y las tortas secas no ayudaban.

Lo único que había llevado era vino. Sostuvo la botella en alto hacia la luz; el brillo del sol era fascinante a través del cristal verde y el líquido, oscuro como la noche. No iba a saciar su sed demasiado bien. Lo sensato habría sido ir a buscar agua. Sin duda, cada pequeña alquería tenía su pozo… y un vaquero desprevenido, o un pastor lascivo o cualquier otro tipo de hombre con una canción indecente en la cabeza y un destello en los ojos al comprender que la tenía a su merced.

Por supuesto, algunos eran buenos —seguro que la mayoría lo eran—, pero no se podía saber a simple vista; ese era el problema. Se bebió más o menos la mitad del vino, se levantó con torpeza y se puso en marcha, ahora intentando no ser vista sin salir de la sombra de los setos.

Mientras avanzaba a hurtadillas, le llegó la voz de su madre: «No se puede saber si un hombre es bueno o malo, pero ¿sabes lo que ellos sí pueden saber con sólo mirarte? Que no estás donde deberías estar y que, por tanto, no eres lo que deberías ser. No estás en casa, así que tienes que ser propiedad pública. Nadie se hace cargo de ti; por tanto, cualquiera podría reclamarte».

Una cuadrilla de hombres con horcas cruzó de repente la carretera por delante de ella, pasando de un prado a otro. Tess se pegó a un arrayán para evitarlos. Uno de los más jóvenes le guiñó un ojo; no había engañado a nadie.

«Lo saben —dijo su madre—. Eres un zapato viejo que podría calzar cualquier pie. Una vieja chupada y escurrida. Un escupitajo de caramelo masticado que ha perdido su dulzor hace mucho. No es extraño que te dejase Val; sabía lo que eres en realidad».

—¡Ya basta! —musitó Tess, enjugándose los ojos. Volvió a sacar la botella del hatillo y le lanzó una fiera mirada acusadora. Había llegado a un acuerdo con el vino: sería un buen amigo para ella y silenciaría esas voces, pero hoy no estaba cumpliendo su parte. Les había cedido el terreno a ellos y la había despojado de defensas.

Se bebió el resto, todavía confiando en que haría lo que debía hacer.

La voz de su madre la siguió el resto del camino hasta Puentefé. Tess la sentía como un aliento caliente en la nuca, la olía en ráfagas de madera quemada y estiércol. Se enroscaba en torno a sus tobillos como una enredadera, haciéndola tropezar, y se enganchaba en los bajos de su falda cuando subía los peldaños de las cercas. La voz le decía que se escondiera dondequiera que los braceros apareciesen a la vista, la llamaba insecto despreciable por esconderse y después la sobrevolaba como una bandera para asegurarse de que todos se enteraban.

Así, se perdió la antigua belleza del Castro de Pentrac, se perdió un atardecer de color salmón y el ansiado meandro del río, pues estaba absorta en batallar con lo invisible.

Llegó a Puentefé al anochecer y se quedó en el puente del mismo nombre a contemplar los oscuros edificios con el corazón en un puño. Aunque tuviera dinero suficiente para permitirse el alojamiento, cosa que dudaba mucho, no tenía coraje para llamar a puertas desconocidas y preguntar.

Fugarse de casa era la peor decisión que había tomado en su vida. Se arrepentía de todo.

Una idea burbujeó en su embarrado cerebro: ¿no vivían los duendes de los cuentos debajo de los puentes? En cualquier caso, le proporcionaría refugio suficiente para una noche. Se abrió paso entre la maleza y se arrastró bajo el puente. Aunque estaba húmedo, era más espacioso de lo que había imaginado. Exhaló al sentirse por fin a salvo. «Como una cucaracha en una rendija», dijo su madre, incapaz de resistirse a una última patada mientras Tess estaba debajo. Hacía mucho tiempo que la botella de vino estaba vacía (lo comprobó por última vez para estar absolutamente segura), así que la lanzó hacia el río, donde se reventó contra rocas invisibles.

Al menos, debajo del puente la tierra estaba fría contra su mejilla.

pi

Para su inmensa decepción, se despertó.

Incluso antes de abrir los ojos supo que se encontraba mal. La garganta le raspaba y pinchaba como si se hubiese tragado una rama de tojo. Le dolía cada centímetro del cuerpo. La rigidez de las botas nuevas le había hecho ampollas en los pies y le dolían los músculos por los veintisiete kilómetros de cuestas. El suelo duro le había agravado los dolores; sentía las articulaciones entumecidas.

Quizá le habría venido bien dormir algo más, pero el ruido de carruajes y pisadas la despertaron sin miramiento. Tumbada de lado, encogida bajo su manta y con el sombrero de jardinero como áspera almohada, escuchaba molesta y se preguntaba si podía evitar levantarse. Se arrebujó más. Seguro que no tendría que volver a moverse si no quería.

Y no lo habría hecho si el hombre no la hubiera agarrado por detrás.

El pánico hizo que se levantara antes de que pudiera pensar y se quedó mirando al individuo andrajoso y raquítico que había llegado sigilosamente durante la noche para dormir junto a ella. Era viejo, no tenía apenas dientes y bostezaba de forma grotesca, con la boca como un agujero negro en la barba blanca cual matojo de aulaga. A su mano derecha, que aferraba una esquina de la manta de Tess contra su pecho, le faltaban dos dedos. Era repugnante.

La joven sintió que le latía la cabeza por el movimiento repentino y su miedo se condensó en ira.

—Dame eso —gruñó, agarrando la manta. Estaba aprisionada bajo el cuerpo del hombre.

—¿Annie? —graznó él de manera incongruente.

Tess lo apartó de un empujón; el individuo rodó, pero siguió sujetando férreamente el pico de la manta. Ella intentó abrirle su puño nudoso a la fuerza, lo que le hizo dar un chillido y revolverse. Descargó un golpe tan fuerte con su antebrazo en la dolorida cabeza de Tess que a esta empezaron a zumbarle los oídos, y lo siguiente que supo fue que le estaba dando patadas —una, dos, tres veces— en las costillas. El pecho del hombre sonaba cavernoso.

Tess se apartó, jadeando, horrorizada de sí misma. Nunca…, nunca había estado tan irritada… Podría haberle roto la caja torácica con la misma facilidad con que aplastaría un cesto de mimbre.

—¡Ay, Annie! —dijo el vagabundo con desconsuelo. Se había hecho un ovillo de huesos, con la mejilla en el barro—. Sé que me lo merezco.

Tess agarró la manta y la batió furiosamente para sacudirle el polvo.

—¿Qué sitio es este? —preguntó él. Su tono era como de niño. El polvo le hizo toser.

Tess dobló la manta y la embutió en el morral con ambas manos. Tenía que irse de ahí.

El viejo se pasó la mano con tres dedos por su blanco y desgreñado cabello.

—¿Te ha perseguido el dragón hasta aquí? Lo vi y vine corriendo. Creí que podría salvarte esta vez.

Cuanto más hablaba, más hería a Tess en su conciencia. Había pateado a un anciano trastornado que no sabía dónde ni en qué día estaba. Se sentía fatal. Se echó el morral a la espalda y salió a toda prisa de debajo del puente. El viejo la llamó: «¡Annie!»; pero ella fingió no oírle.

Tess emergió de las sombras, impaciente por dejar atrás el puente y al mendigo, y subió por el terraplén de rocas hasta el camino. Había tanta luz arriba que no podía abrir los ojos del todo. Fue tambaleándose por el puente en medio del tráfico de caballerías y gentes a pie. En la calzada se alineaban carretas con comida, y el olor a guiso le revolvió el estómago; no sabía si de hambre o de náuseas.

Aceleró como si la persiguieran, abriéndose paso a empujones entre las anchas ancas de las caballerías y las cestas de la compra de jóvenes esposas, hacia la plaza del mercado. A su alrededor, los niños reían, el sol relumbraba sobre los puestos, varias banderas brillantes ondeaban con la brisa primaveral y las golondrinas descendían en picado trinando sobre su cabeza. Tess sentía todas las cosas bonitas como un puño estrujándole el corazón.

Hundió la cara en la fuente del mercado, sin importarle lo zafia que parecía, y tragó agua frenéticamente como si tratara de ahogarse.

Había pateado a un anciano. No representaba ninguna amenaza para ella y lo había atacado con saña; y en parte lo había hecho (para ser sincera) porque era débil. De todos los hombres que hubiera querido tratar así, había escogido al que no podía defenderse.

Retiró la cara de la fuente, sin aliento, y se secó con el brazo. Unas mujeres con cántaros la miraban atónitas; se alejó a toda prisa, avergonzada. No había dado aún diez pasos cuando tuvo que detenerse y apoyarse en un puesto, temblando y sudando, e incapaz de sosegar la respiración.

Era despreciable. ¿Cómo podía continuar?

En ese mismo instante, acertó a alzar los ojos y mirar al otro lado de la concurrida plaza. Ahí, resplandeciente como el mismísimo Mensajero del Cielo, estaba el más pateable de los hombres, su padre, montado en un caballo prestado. La invadió una sensación de alivio y una ternura inusitada.

Había venido a buscarla y salvarla de sí misma. Estaba preocupado; la quería.

Se le relajaron los pulmones y aspiró una enorme y reconstituyente bocanada. Tenía que ser una señal de los Santos. Se había salido con la suya —montando una escena como de costumbre— y ahora era el momento de admitir la derrota. Estaba demasiado cansada para seguir luchando.

Tess se dirigió derecha hacia su padre, dispuesta a ponerse en sus manos amables y capaces, pero en su camino se interponían hordas de compradores.

—¡Papá! —gritó, agitando el brazo; pero él ni la oyó ni la vio.

Él hizo girar al caballo por una calle lateral. Iba a perderlo; ni siquiera utilizando los codos a discreción conseguía despejar su camino lo bastante deprisa a través del gentío. Observó por dónde desaparecía la pluma del sombrero de su padre y ese punto se convirtió en su guía y estrella polar.

Hacía rato que se había ido cuando Tess consiguió salir de la plaza. Rezando por que hubiese seguido en la misma dirección y no hubiese doblado por una calle lateral, echó a correr dejando atrás merceros, sastres y curtidores, taconeando la tierra compacta de la calzada y con la cabeza latiéndole dolorosamente. Como a kilómetro y medio más adelante, la calle torcía hacia el sur y terminaba en un vasto edificio de madera con una estatua en la cúspide del tejado. No se le veía por ningún lado, pero el caballo que había montado estaba atado delante junto a un burro minúsculo.

Tess moderó el paso al ver el santo del tejado, cuya gran manzana verde reconoció incluso antes de leer la placa: «HOSPICIO DE SANTA LOOLA PARA INDIGENTES E IMPEDIDOS».

Papá no la buscaba; aún no se había enterado de que se había escapado de casa. Había venido a buscar a la madre Philomela. Naturalmente, tenían que recoger a las monjas en la ciudad. No podían andar vagando los campos cercanos a Rocamarog, pastando y mugiendo.

Ahora no sabía qué hacer. Su padre no sentiría alivio al verla, como lo había sentido ella… Se le encogieron otra vez los pulmones. Debería haber aprendido a no hacerse ilusiones. Puede que ni siquiera la llevara de vuelta a casa, sobre todo cuando en ese momento estaba donde él quería dejarla finalmente.

Se abrió la puerta y Tess se escondió detrás del caballo. Sacó su manta del hatillo y se la puso sobre la cabeza como un chal de viuda.

Un chal de viuda con un delicado tejido de cuadros. No engañaría a nadie.

Papá se acercó al corcel para desatarlo, pero estaba en el otro lado, enfrascado en una conversación con una monja de edad avanzada, la madre Philomela de Santa Loola, a juzgar por la carta del día anterior.

—Ya no sabemos qué hacer —oyó decir a papá con voz cansada—. Mi esposa insiste en que esta hija simplemente ha nacido mala…

—Nadie nace malo —atajó la monja. Tess la miró por encima del lomo del caballo; tenía sesenta años como mínimo y la hechura de un almiar, impresión que acentuaba su hábito amarillo. Miraba a papá con perspicacia—. De todas formas, no estáis de acuerdo con vuestra esposa. ¿Cuál es vuestra teoría? El vaciló; contradecir a Anne-Marie siempre le ponía nervioso. —Supongo que… daba por sentado que el mal comportamiento de nuestra Tess era por la pura y anárquica alegría de la desobediencia.

¿Pensaba que era mala a propósito? Fue como si hubiera alargado la mano por encima del caballo y le hubiera dado una bofetada. Hasta ahora, jamás había oído lo que de verdad pensaba de ella.

—Así que tampoco tenéis idea —dijo categóricamente la madre Philomela—. Habladme más de ella. Me figuro que está fuera hasta las tantas bebiendo, divirtiendo a los jóvenes, vestida con dejadez.

—Ejem —carraspeó papá mientras se quitaba el sombrero y se rascaba la calva.

A Tess se le pusieron las orejas coloradas al comprender que no lo sabía. No tenía la menor idea de cómo iba vestida, de qué hacía durante todo el día ni por qué. Mamá era más adusta y cruel, pero al menos prestaba más atención.

—Le ha pegado a un sacerdote —declaró por fin papá débilmente.

—Bah. ¿Y quién no? —La madre Philomela había soltado a su burro y estaba acariciándole el morro—. Bueno, no importa. Los padres nunca se enteran. Llegaré al fondo del asunto. Nuestra orden es beneficiosa para las jóvenes alocadas y egoístas. No hay nada como un hospicio lleno de enfermos de viruela para darle cierta perspectiva a una. La vida es breve, gracias al Cielo, y nosotros, demasiado frágiles. —Saltó sobre su burro como una mujer con la mitad de años y comenzó a cantar con una voz de soprano inesperadamente clara:

La carne no es más

que de pulpa un costal,

de gusanos un festín

que excavar hasta el fin.

Recuerda, mortal,

en tu lucha fatal,

que, codicioso budín,

también has de morir.

Papá montó en su caballo, con los labios apretados como si le molestara la canción. Tess se había quedado petrificada escuchando la conversación y había olvidado cubrirse la cara con el chal. Papá la miró directamente al dar la vuelta a su corcel.

La miró a los ojos.

Puede que pensara que le resultaba familiar; arrugó el ceño y se quedó contemplándola. Puede que pensara: «Esa mujer casi podría ser gemela de Tessie». O quizá, de camino a Villa Ranleigh, le asaltara la duda: «Un momento, ¿habré visto de verdad…? No, no puede ser».

No reconoció a su propia hija fuera de contexto. Prosiguió su marcha sin ver, sin reconocer. Ella lo observó alejarse, boquiabierta, con la voz trabada en la garganta, inconsistente como un espectro.