24
ess llegó a Segosh una cristalina mañana de otoño que la había helado hasta los huesos al despertar. Era el momento de ponerse a cubierto, a pesar de que era reacia a volverle la espalda al camino.
El camino, sin embargo, no se abandonaba tan fácilmente. Conducía directo a las puertas de la ciudad, desde donde se ramificaba en ramales que seguían su curso entre los edificios. Aquí lo llamaban calles y bulevares y callejones, pero seguía siendo el mismo y ella era su progenie.
Había crecido en una ciudad, cosa que nunca había valorado hasta ahora.
Parecía una vuelta triunfal a casa, un regreso a la civilización, y entró como una heroína, aun cuando nadie iba a percatarse. Si hubiese sido Dormidio, su entrada habría constituido la parte de la historia en la que sus hazañas recibían su recompensa, en la que por fin obtenía el reconocimiento que merecía. Habría llevado su descubrimiento a la Academia ninysh y se habría convertido en la famosa exploradora que siempre había soñado.
No sólo parecía posible, sino inevitable. Había hecho algo en verdad asombroso, y para ello había superado a cierto naturalista que conocía. Él podía besarle sus botas embarradas. Sonrió picarescamente a la única nube del cielo, que no guardaba parecido ninguno con Val, y pensó: «Chúpate esa, becario».
El recuerdo de Val le hizo reflexionar. La Academia ninysh era el lugar lógico y normal al que él habría ido cuando se marchó. No quisiera el Cielo que tropezase con él, pero, si ocurría, ¿no era ella fuerte y capaz? Había llevado a cabo cosas con las que Val sólo podía soñar. No le asustaba. Ni una Academia repleta de Vales era capaz de asustarla.
Conquistar la Academia no era cosa de una tarde; le urgía más encontrar un sitio donde dormir esa noche y un trabajo remunerado. Las calles de la ciudad no tenían un arcén de hierba que le sirviese de cama. Los callejones estaban llenos de ratas y basura y ancianos caballeros que hacían que el viejo Griss pareciese limpio y repulido.
Una vez creyó verlo de lejos, pero no era más que ropa tendida, un efecto de luz y sombra.
No tardó en descubrir que el barrio de bordadores consistía en una estrecha calle lateral llamada Angosta de los Encajes. Encaje, por supuesto, hacía alusión a un tipo de bordado. Tess comprendió lo de Angosta en el instante que posó su mirada: era difícil considerarla una calle, tortuosa y estrecha como era. La mayoría de las calles corren en una dirección determinada, pero esta tropezaba y zigzagueaba entre los edificios de entramado de madera que sobresalían, como si estuviera ebria.
Buscó trabajo en varias casas, pero, en cuanto pedía también alojamiento, todas la dirigían hacia una casa del final de la calle que se llamaba Buenavista.
—Madre Gaida tiene una habitación que puedes conseguir gratis si eres suficientemente fuerte, pero no te la cederá si trabajas para otra casa —coincidieron todas.
Tess no necesitó que se lo repitieran más de tres veces. Llamó a la puerta de Buenavista (preguntándose si el nombre era un juego de palabras con «buen trabajo»: «vista» y «trabajo» eran palabras muy similares en ninysh). Le abrieron tres mujeres jóvenes rubias entre risas. Habían visto a Tess desde la ventana voladiza y la habían tomado por el joven que aparentaba ser. Tess se quitó la gorra e hizo un cuarto de reverencia (más de lo que merecían), lo que provocó un rapto de grititos.
—Disculpad la intrusión, señoras —empezó Tess, dragando sus modales del fondo de algún profundo río de su alma. Era un río oportunamente frío; los había conservado frescos, aunque algo mojados—. Estoy buscando a madre Gaida.
Las damas dejaron a Tess en un sofá del salón densamente bordado entre un caos de almohadones. Las cortinas de flecos estaban cubiertas de brocado. Tess se descubrió sonriendo como una estúpida ante un pastor y una pastora enmarcados sobre la chimenea. Puntadas tersas hábilmente ejecutadas, observó, y rasgos reproducidos con detalle. Nudos de paloma. Espiras helicoidales. Se levantó para observar más de cerca, con las manos enlazadas a la espalda.
—¿Puedo ayudaros, señor? —inquirió una voz nítida.
Tess se volvió para mirar a madre Gaida, una anciana diminuta con una redecilla muy ajustada, delgada y correosa como una tira de cuero.
—¿Habéis venido a encargar un retrato? —La mujer arqueó las cejas, señalando las figuras de encima de la chimenea—. Esos los hago yo misma. Bordamos prendas de vestir, naturalmente, y aceptamos arreglos aparte, a menos que seáis del Gremio de Sastres, en cuyo caso retiro lo dicho.
—Estoy buscando trabajo, señora, y un lugar donde alojarme. En las casas de la calle me han dicho…
—¿Que podría emplear a un chico como tú? —atajó Gaida, y alzó una ceja,
—En primer lugar, no soy un chico —replicó Tess—. Y entiendo de punto. He bordado en la corte de Goredd para lady Farquist…
—Eso hay que verlo; necesitaré una muestra —dijo madre Gaida, levantando un dedo sarmentoso—. Has dicho también que necesitas un lugar donde quedarte. Tengo uno, pero puede que tú no lo quieras, no-chico.
—¿No? —dijo Tess, alicaída, porque era justo lo que más necesitaba en esa ciudad extraña.
—Por mi hijo, has de comprender —dijo Gaida—. Preciso de alguien que ayude a atenderlo. Lo tiró un caballo hace varios años y no puede andar. Habría muerto de no ser por los milagros de santa Blanche la Mecánica. —Se besó un colorado nudillo—. Se puede valer él solo en la mayoría de las cosas, los Santos lo amparan; pero necesita ayuda para entrar y salir del baño, por ejemplo. Yo no puedo levantarlo, y apuesto que un alfeñique como tú tampoco.
—Claro que sí —apuntó Tess al sentir que la mujer estaba siendo injusta con ella y con su alter ego masculino—. Es decir, salvo que sea tan grande como un granero.
Gaida se enderezó en toda su estatura, que no era mucha, y aspiró con desdén.
—Ha salido a su mamá en todas sus mejores cualidades, incluida su esbelta fig…
No consiguió más porque Tess, cansada de intentar mover lo inamovible, metió la cabeza por debajo del brazo extendido de la anciana y se echó a madre Gaida al hombro como si fuera un saco de grano. Voltear heno y apisonar calzada le había fortalecido los brazos y la espalda. La anciana gritó obscenidades cuando Tess la hizo girar. Otra vez de pie, madre Gaida se tambaleó mareada, le dio un cachete en la oreja a Tess y se echó a reír.
—¿Qué sois? —exclamó, incapaz de encajar a Tess en sus habituales categorías de personas.
Tess quiso responder: «Una hija del Camino», pero tenía miedo de ser ya demasiado excéntrica para la vieja costurera. En su lugar, dijo:
—Sólo yo, madre Gaida. Nada más.
La anciana vacilaba todavía.
—Pero… ¿has visto un hombre desnudo alguna vez? Me temo que no es un trabajo muy decoroso para una señorita.
—Permitid que nos conozcamos. Si él y yo vemos que puede funcionar, estaré encantada de ser su niñera hasta el fin del invierno. —Y tal vez más, pero no estaba segura de querer cumplir esa promesa. Llegada la primavera, el Camino comenzaría a llamarla otra vez.
Eso satisfizo a la anciana bordadora. Examinó las puntadas de Tess, llegó a un acuerdo sobre la paga y le encargó algunas labores de relleno (lo que no agradó a sus bordadoras, a las que ahora Tess no les hacía tanta gracia). Al final del día, Gaida cerró la tienda y condujo a Tess, durante un corto trecho por la calle tortuosa, a otra casa más grande que la vivienda donde había residido su familia los últimos dos años. Sus tres pisos sobresalían en la calle, cada uno un poco más avanzado que el inferior; de piedra el primero, de ladrillo el segundo y de madera el tercero. La entrada principal tenía doble puerta, como las de un establo.
El sol se había puesto, pero el interior estaba iluminado; alguien había encendido las lámparas. Al parecer, habían entrado directamente por la cocina.
—La casa está dispuesta a conveniencia de mi hijo —explicaba Gaida—. Aquí está su dormitorio. —Señaló una puerta doble al otro lado de la habitación—. La sala de estar, arriba. Tú te quedarás en el tercer piso, bajo el alero.
Antes de que Tess pudiera responder, un rechinar y chirriar proveniente de la habitación contigua le erizó los pelos de los brazos. Lanzó una mirada a Gaida, cuya velluda barbilla se arrugó con inquietud.
Se abrieron a la vez las dos hojas de la puerta, y entonces se detuvo en la entrada un hombre con ocho piernas,
Tess ni gritó ni dio un respingo; si se asustó, fue sólo un momento. Primero advirtió que las patas de araña no eran del hombre, sino de la silla de hierro en la que estaba sentado; sus propias piernas, delgadas como palillos, las tenía recogidas debajo de él. Al instante siguiente, se dio cuenta de que ya había visto antes a ese hombre.
La silla andadora se la había construido santa Blanche, en agradecimiento por su servicio a Ninys antes de la guerra. Había sido heraldo y guía de Seraphina cuando tuvo que reunir a los demás semidragones. Cuando Tess tenía doce años, había ido a Villa Lavonda a visitar a Seraphina; la familia lo había conocido en casa de la embajadora ninysh, Dama santa Okra Carmine. La silla era toda una novedad, una maravilla de la ingeniería; era lo único de lo que se hablaba. Pero a Tess le impresionó más su rostro y la sombra de dolor bajo sus ojos cuando miraba a Seraphina.
La chica estaba convencida de que se había enamorado de la semidragona. Había hecho un largo viaje a Goredd para volver a verla y ella le había roto el corazón.
Ahora no parecía acongojado. De hecho, tenía muy buen aspecto, con el largo cabello rojizo atado atrás, la barba cuidada y sus alegres ojos azules. No conseguía recordar su nombre,
Gaida la salvó del apuro:
—He traído a casa un posible huésped, Josquin. Una dama, a pesar de su apariencia. Se llama…
Tess le había dado su nombre a Gaida, pero la memoria de la anciana no lo había retenido.
—Tess —intervino ella, dando un paso adelante y estrechando la mano de Josquin—. Tess Dombegh.
—¡Dombegh! —exclamó. Había olvidado lo profunda y agradable que era su voz—. Siempre es un placer escuchar ese apellido —agregó en goreddi—. Confío en que tu hermana esté bien.
Tess no sabía bien qué contestar.
—Ha tenido una hija —comenzó débilmente.
—Conque era de ella, no de la reina —dijo Josquin—. Me lo preguntaba.
—Al menos, eso creo —dijo Tess, sin saber de qué estaba enterado y de qué no—. Hace seis meses que no paso por casa, pero vi a Seraphina embarazada.
—¿Y estás segura de que no puede haberlo tenido la reina en este tiempo? —preguntó Josquin con una sonrisa que sugería que sabía bastante. Tal vez más que ella.
—Nunca estoy segura de nada relacionado con esos tres —replicó Tess secamente—; y así lo prefieren ellos.
Josquin echó la cabeza hacia atrás y se rio. Gaida, que no hablaba goreddi, se estaba impacientando.
—Si lo conocías, ¿por qué no lo has dicho? —gruñó. Al parecer, se había olvidado de que no había mencionado su nombre—. No lo niegues. Al final todas las mujeres se las apañan para conocerlo, no entiendo cómo.
—Hablan entre ellas, madre —comentó Josquin mientras Gaida acompañaba a Tess al piso de arriba—. Dicen: «Qué hombre tan bueno y educado ha criado madre Gaida. ¿Y has visto qué piernas tan maravillosas tiene?». No podemos evitar que hablen. Podría ser menos cortés, supongo.
—Bribón —murmuró Gaida por lo bajo, pero sonriendo.
Tess se instaló enseguida; la habitación del ático era pequeña y ella sólo llevaba su hatillo. Bajó a disfrutar de un estofado y pan crujiente, un esfuerzo conjunto de madre e hijo. Tess saboreó cada bocado y ayudó a fregar los platos. Más tarde, Gaida dijo:
—Será mejor que hables con él y te informes de lo que tienes que hacer. Piensa en si te interesa el trabajo. Está claro que ya os lleváis bien. —Frunció los labios con recelo—. Pero sólo de momento. Necesita atenciones, y las atenciones son trabajo. Puede que resultes ser demasiado delicada para eso. Ya veremos.
Gaida subió las escaleras con paso inseguro. Josquin, haciendo una seña a Tess para que lo siguiera, se dirigió a su habitación acompañado de ruidos metálicos. Cerró las puertas tras ellos con una barra. Un extremo de la estancia estaba acondicionado como estudio, con un amplio escritorio y estanterías; en el otro extremo, había una cama con barandilla y una enorme bañera redonda con una reluciente caldera detrás.
—Más artesanía de santa Blanche —explicó Josquin al percatarse de dónde se demoraban sus ojos—. Puedo llenarla yo solo con una bomba del pozo, pero alimentar el fuego me cuesta mucho.
—Tienes la suerte de contar con la atención personal de una santa viva —contestó Tess, y cayó tarde en la cuenta de que el «santa» podía recordarle a Seraphina. No quería entristecerlo ni inducirlo a una comparación de la que sólo podía salir perdiendo.
—Blanche se siente culpable por haber intentado matarme la primera vez que nos vimos. —Dirigió su silla a través de la habitación hacia otro par de puertas—. También construyó el retrete del patio. Puedo utilizarlo sin ayuda, a menos que haya nieve.
—Encender la caldera; palear la nieve. ¿Qué más debo hacer? —preguntó Tess, y se cruzó los brazos—. Tu madre ha insinuado algo, pero no ha especificado nada.
—No hay mucho que añadir. —Josquin se puso serio—. La casa está acondicionada para que pueda valerme. No soy un inválido. —Su silla se desplazó lateralmente hacia el escritorio, donde se puso a ordenar los papeles—. A decir verdad, la que necesita ayuda es mi anciana madre. Se exige demasiado. Tengo que insistir para que me deje ayudar en la cocina; no quiere ni oír hablar de mudarse a una casa más pequeña. Te agradeceré cualquier cosa que hagas por ella: retirar la basura, llevarla del brazo en la escalera…
Tess miró por encima del hombro los papeles que estaba revolviendo. Parecían versos, pero él los retiró demasiado deprisa para poder leerlos. Se apoyó contra el escritorio.
—A tu madre le preocupaba que no tuviera suficiente fuerza para sacarte del baño; me la he echado al hombro y eso la ha convencido.
—Me habría gustado verlo. Supongo que no tendrás pensado hacerlo otra vez, ¿verdad?
—Me odiaría —replicó Tess—, y necesito un lugar donde quedarme. También quiero ganarme el sustento como es debido. Puedes hacerlo todo sin ayuda, pero no tienes por qué hacerlo siempre. No soy aprensiva y eso no me asusta. He visto hombres desnudos antes.
Josquin, que había cogido un mazo de cartas de la esquina del escritorio, dejó de barajarlas.
—Vas directa al grano.
—Olvida mis figurados remilgos, nada más —dijo Tess, tamborileando ligeramente sobre el escritorio—. He pasado dos meses con una cuadrilla haciendo una calzada, he volteado heno, limpiado establos, ayudado a cuidar a un viejo senil… —Se besó un nudillo hacia el cielo—. Mis remilgos se han quedado en algún lugar del camino.
Josquin la miró con renovado interés.
—No me gusta meterme en vida de otros, pero recuerdo a tu familia y no puedo evitar preguntarte: ¿por qué te has ido de casa? Supongo que no para trabajar en una cuadrilla de caminos.
Tess abrió la boca y, al no estar segura de hasta dónde confiar en él, volvió a cerrarla.
—Sólo estoy recorriendo el camino, buscando razones para seguir caminando.
—El camino se convierte en su propia razón, ¿no? —susurró Josquin, y Tess lo miró a los ojos, sorprendida—. He sido heraldo durante diez años, he cabalgado por todo Ninys y lo que más echo de menos no es el uso de mis piernas, sino el camino en sí. La perspectiva de cada revuelta, el horizonte siempre fuera de alcance. —Se puso sentimental—. Debes de tener alguna buena historia que contar.
—Tengo todas las historias —dijo Tess con vehemencia. Había encontrado un camarada cuyo viaje se había visto interrumpido por las circunstancias, y lo lamentó por él—. Si es así como puedo ayudarte, trayéndote el camino, te las contaré una por una. Dos veces si es necesario.
Josquin se echó a reír y bajó la mirada. Seguía barajando las cartas con sus grandes manos, competentes y precisas.
—Me encantaría. Aceptaría con gusto esa ayuda.
Tess encontró su lugar muy rápido. La rutina se ajustaba a su alrededor, como un río en torno a una nueva roca. Se levantaba antes del amanecer para preparar el desayuno de todos. Iba con Gaida al taller mientras Josquin se entretenía leyendo y escribiendo; volvían a casa para el almuerzo (competencia de Gaida) y más tarde para la cena (que Josquin había declarado oficialmente suya). Por las noches, Josquin se daba su baño, una larga inmersión terapéutica en la pila de santa Blanche. Tess terminó supervisándolo porque la anciana se puso firme. El mayor terror de Gaida era que su hijo se golpeara la cabeza en el baño y se ahogara.
A Tess le era difícil censurarla. Había hecho realidad el peor de los temores de su propia madre trayendo al mundo un bastardo; si podía aliviar el ánimo de Gaida con tan poco esfuerzo, lo haría.
Al principio, Josquin se mostró algo adusto al respecto. Tess le preguntaba, conforme a las instrucciones de Gaida, si necesitaba ayuda para meterse y después para salir, a lo que él contestaba con sequedad que no era un niño.
A Tess no le importaba la negativa; no era más que protocolo. En realidad, estaba allí para contarle historias. Si el baño se enfriaba antes de que Josquin se acordara de salir, Tess lo tomaba como señal de que el relato había sido bueno y se sentía satisfecha de estar cumpliendo su papel.
—¿No es un panorama encantador? —preguntó Gaida una noche en que se demoraban alrededor de la chimenea, demasiado llenos para subir al piso de arriba—. Te has adaptado bien, querida. Rebecca nunca hizo esa clase de esfuerzo.
—Madre —dijo Josquin a manera de advertencia.
Pero el oído de Tess se había puesto alerta.
—¿Quién es Rebecca?
—Oh, era la anterior cuidadora de Jos —explicó Gaida, rebañando el fondo de su tazón vacío con la cuchara—. Una comadrona de los Archipiélagos; siempre iba de aquí para allá, atendiendo a sus pacientes antes que a mi Jos. Nunca me cayó bien.
—Tú la querías, ma —intervino Josquin con voz cansada.
—¡De eso nada! Yo supuse que, al no encontrar a un hombre que lo hiciera, ella podría atenderte, dado que era ruda y ordinaria como un patán. Aunque algo me decía que traería problemas. Con los pelagueses siempre los hay. No me sorprendí en absoluto cuando se marchó y te rompió el corazón.
—¿Te das cuenta de que Tess nos dejará en primavera? —dijo Josquin, frotándose el cuello—. Lo ha mencionado varias veces.
—¿Qué? Oh, ya sé que lo ha dicho. —Gaida se puso de repente nerviosa—. Pero aún falta mucho para la primavera. No hay que pensar en eso ahora.
Tess escuchaba con cierta diversión y, cuando Josquin se retiró a su baño, lo siguió con una sonrisa.
—Así que Rebecca… —comentó mientras alimentaba el fuego. Intentó no sonar burlona, pero fracasó casi con seguridad—. Los dos erais…, bueno…
—Sí —respondió Josquin, y se quitó la camisa.
Entonces Tess supo que había sido demasiado vaga. Había varias preguntas no formuladas a las que él podía haber respondido. ¿Lo eran? Sí, lo eran.
—Madre esperaba que Rebecca se casara conmigo —continuó. Tess, detrás de la caldera, pudo advertir la sonrisa en su voz—: Vino aquí a estudiar y luego llegó el momento de regresar a casa. Es algo que siempre sucede, me dijo; yo lo sabía, pero frustró las esperanzas de mi madre.
—¿También voy a frustrarlas yo cuando me vaya? —preguntó Tess mientras daba unos golpecitos al indicador de temperatura y abría el grifo.
—Desde luego —respondió con tono jovial. Hubo una larga pausa mientras se quitaba los pantalones, una tarea bastante ardua desde su trono de patas de araña—. Es inevitable —declaró al fin al tiempo que ponía los pantalones cuidadosamente doblados sobre la cama y hacía una seña a Tess para que trajera dos toallas enormes—. Le asusta la idea de morir y dejarme solo del todo.
El rostro de Tess debió de reflejar la misma preocupación, porque se apresuró a añadir:
—No estaré solo, Tess. Siempre he sabido hacer y retener amigos. No tienes que preocuparte y no tienes que quedarte aquí más allá de tus propias intenciones.
Tess asintió, un poco nerviosa ahora que estaba completamente desnudo. Por lo general, se ocultaba detrás de la caldera durante esa parte, pero habían estado conversando y él había dejado las toallas en el otro lado de la habitación y… Ella podía darse la vuelta ahora mismo. Podía hacerlo en cualquier momento. Era completamente libre de recuperar sus buenas maneras, comenzando en ese mismo instante. O incluso en el siguiente.
No obstante, estaba un poco impresionada por cómo se alzaba con las manos para salir de la silla, cómo se asía a las patas de araña y luego a los agarraderos de la bañera, y con un balanceo se metía en el agua. Tenía el suficiente dominio de sus piernas para tensarlas y pasarlas por encima del borde; le ayudaban a controlar su descenso. Sus brazos eran enjutos pero fuertes; Tess podía ver trabajar cada músculo de sus hombros.
Observó toda la operación, fascinada, y luego se forzó a mirar hacia el rincón de la estancia.
—¿Qué puedo contarte esta noche? —murmuró pensativa, aunque ya sabía lo que quería contarle. Lo había estado posponiendo; lo había ensayado mentalmente. Las palabras no iban con la historia y necesitaba pronunciarlas en voz alta antes de llevarla a la Academia—. De niña, mi mejor amigo era un quigutl —comenzó—. Contaba historias sobre siete grandes serpientes que habitaban bajo la superficie del mundo. Siempre supuse que eran un mito.
Josquin cerró los ojos y se hundió en el agua hasta la barbilla.
Y así fue como le habló a Josquin de su búsqueda, con algunas omisiones: que había ido a San Bert con la esperanza de aprender más; que sólo Val pareció creerla; que habían planeado ir juntos a buscar las Serpientes del Mundo, pero que eso se había ido al traste (no entró en detalles); que había decidido buscar una por su cuenta después de escapar de casa (sentía cierta ternura respecto a la peregrinación de Piztka, por lo que la pasó por alto); que había caído en un hoyo y había visto al animal; que había seguido a la serpiente hasta su guarida; que se había topado con un monje afligido y, finalmente, que a la biblioteca de Santi Prudia se la había tragado la tierra.
Josquin escuchaba sin interrumpir. Tess paseaba por la habitación mientras lo contaba, del escritorio a la cama y viceversa, hasta que se sentó en el taburete junto a la bañera, con las toallas. El cuerpo de Josquin parecía pálido y retorcido bajo el agua, como un extraño pez.
Tess apoyó los codos sobre las rodillas.
—Quiero presentar el descubrimiento a la Academia. ¿Tú qué opinas? ¿Te parece creíble?
Josquin abrió sus ojos azules con seriedad.
—Yo te creo, pero la manera en que lo expones es un poco personal para una presentación formal. Ten en cuenta que lo estarás haciendo ante cientos de extraños.
—¿Personal? —exclamó Tess. Era precisamente lo que había tratado de evitar al omitir la empresa de Piztka, Val, Julian/Dormidio…, y ceñirse a los hechos—. ¿Qué parte ves personal?
Josquin expelió aire de los pulmones, formando ondas en la superficie del agua.
—No sé cómo llamarla. ¿La parte de revelación-extática-con-monje?
—Esa es la más importante —afirmó Tess, y se cruzó de brazos.
—Importante para ti —respondió él con delicadeza—. La Academia no siempre es comprensiva con esa clase de cosas. Si se ponen sarcásticos, te lastimarán.
Tess se echó a reír.
—Tengo una máscara que ponerme. Iré como Tespuco. Él puede hacerles frente.
Josquin alzó la vista al cielo.
—¿Sabes que ese nombre es demasiado soez?
—Disfruto con él —reconoció Tess con arrogancia.
—Si vas con un nombre falso, al menos elige uno más digno. ¿Cuál es el otro que asumes a veces? ¿Hermano No-sé-qué?
—¿Hermano Jacomo? —Tess negó con la cabeza—. Para eso no. Es demasiado serio; Jacomo intenta desesperadamente no ser el terrible clérigo que en el fondo sabe que es. Si se burlasen, lo tomaría como algo personal. Tespuco es descarado y audaz. A él no le afectará.
—Si tú lo dices… —contestó Josquin, a todas luces poco convencido.
—De todos modos —añadió Tess, desechándolo con un ademán—, no van a pensar dos veces en las partes personales, sobre todo habiendo tantos hechos significativos que tomar en consideración. ¿Cómo resplandece? ¿Qué come? ¿Cómo me curó?
Soltó la última pregunta antes de caer en que Josquin sería especialmente sensible a ese tema. De hecho, había esperado que le preguntara sobre la curación, y sólo ahora se le ocurrió que quizá su silencio significara algo, pero ¿qué?
—No sé si sería posible… recoger sangre suya o algo así —balbució Tess—. Aunque ¿me curó la sangre o fue el tacto con la serpiente lo que…?
Josquin frunció los labios y no dijo nada; sus dedos tamborileaban sobre el borde de la bañera.
No parecía esperanzado ni emocionado; ni siquiera mostraba particular interés en tal perspectiva. Tess trató de encontrarle sentido y no pudo. Había supuesto… había supuesto que Angélica estaría agradecida. Tal vez hacer suposiciones no era la mejor manera de comprender las cosas.
—¿Querrías curarte si consiguiéramos averiguar cómo? —preguntó Tess con voz serena.
Josquin alzó la mirada hacia ella, una mirada con innumerables matices. Tess aguardó sus palabras.
—No lo sé —dijo por fin—. Debería, y quizá lo haga algún día, pero… No sé cómo hacer que lo comprendas. En un mal día, y de esos ha habido muchos, podría haber dicho: sí, por favor, mueve tu varita y haz que desaparezca. Pero ¿ahora? Siento parecer desagradecido, pero la idea me resulta ofensiva; es como si dijeras: «Todo tu sufrimiento ha sido un error. Toma, recupera todo». Excepto que no sería todo; no incluiría el tiempo ni el sufrimiento, ni los mil aspectos en los que he cambiado. —Se desplazó en el agua—. No lo desearía, Tess; pero tampoco estoy seguro de no desearlo. ¿Tiene eso algún sentido?
Tess no pudo hablar. Se acordó de la condesa Margarethe, abalanzándose como un hada madrina con todas las esperanzas abandonadas de Tess en una fuente, y recordó su propia reacción.
La mano de Josquin aún estaba en el borde de la bañera. Tess posó la suya encima y se la apretó. Y ese fue el comienzo, aunque ninguno de los dos lo sabía aún.