9

Tess y Piztka siguieron el río hasta que dobló hacia el este, y entonces tomaron el camino del sur por encima de una loma. Más allá, el terreno se allanaba y se expandía. El cielo era inmenso. Tess, que había crecido en una ciudad, siempre había imaginado el cielo como una especie de techo pintado de azul sobre ella, pero allí era claramente una bóveda. Llegaba hasta el suelo.

Piztka había salido con ánimo juguetón, pero al atardecer empezó a mostrarse receloso. Dejaba el camino para reptar bajo los arbustos y las arroyadas, y no cesaba de volver la vista atrás.

—Nos están siguiendo —dijo por fin, emergiendo de un albañal.

A Tess, presa de pánico, la asaltó una idea:

—¡Papá!

Las espinas coronales de Piztka refulgieron.

—No. Mis hermanos. Ya sabía que algunos serían tenaces.

Tess entrecerró los ojos ante el resplandor. Detrás de ellos, el camino se extendía recto y desierto a lo largo de casi dos kilómetros.

—Yo no veo a nadie.

—Yo los güelo. Si el viento cambia, me olerán ellos a mí. Siguen mi rastro, así que voy a conducirlos a una persecución. —Saltó por encima de un muro de piedra a un pastizal, lo que provocó que unas ovejas se desperdigaran.

La planicie acababa en unas lomas irregulares, formadas por el curso perezoso de un río al abrirse paso. Tess reconoció el fenómeno por las clases de geología, en las que se divirtió.

El camino cruzaba el río por un vado espumoso que puso a prueba sus botas.

Piztka no dejó que regresara al camino, sino que la condujo corriente arriba por donde el agua era somera.

—Si no consiguen olernos enseguida, es posible que se rindan. —Iba sumergido hasta el cuello y nadaba con elegante ondulación serpentina—. A estas alturas, hasta el más porfiado se habrá cansado de seguirme.

La orilla estaba invadida de matas de cola de caballo y de lodo, que casi succionaba las botas de Tess. Salieron trepando a un soto, un bosque cuidado que hacía más fácil la marcha, y al divisar otra vez el camino ya casi había anochecido.

El soto abundaba en leña; Tess recogió un poco para hacer una hoguera y Piztka prendió fuego al montoncito con la lengua. Aunque no tenían nada que cocinar, el fuego disipaba buena parte de la oscuridad, y Tess, con ampollas en los pies y los músculos doloridos, necesitaba ahuyentar las tinieblas que empezaban a invadir su corazón.

Era la voz de su madre otra vez. Hoy había estado más callada, o Tess distraída; pero, en cuanto se puso el sol, se había encendido en su interior: «¿Qué haces aquí? No sabes lo más mínimo sobre supervivencia. Te devorará un oso».

Ah, la muerte. Sonrió sin alegría y pensó que podía postergarla de nuevo, al menos hasta por la mañana. No obstante, se sentía inquieta y le habría gustado tener un poco de vino. Sólo había agua y lo que les quedaba del pan y la longaniza de Florian, y algo de queso (se sintió culpable al darle ahora a Piztka). Comieron en silencio, y después Tess extendió la manta y se tumbó, todavía intranquila. Estaba demasiado cansada para dar un paso más; aun así, tenía ganas de correr, de pegar, de dar patadas.

Era esa voz moscona todavía bordoneando. Dio un zarpazo al aire, lo que no le sirvió de nada.

—¿Por qué no me cuentas alguna historia de las Serpientes del Mundo? —le pidió a Piztka.

El avivó el fuego con un palo.

—¿Cuál? ¿La de la creación de los dragones y los quigutl? ¿De cómo los dragones le volvieron la cola a la verdad?

Se la volvieron, desde luego, recordó Tess irónicamente. El profesor dragón Ondir había negado la existencia de las Serpientes del Mundo y el erudito Spira, el archirrival de Val, había publicado trabajos demostrando su imposibilidad física. Los suficientes para hacer dudar incluso a Tess.

—Cuéntame una que pruebe que son reales, que no vamos en pos de una quimera. —Se acomodó con el hatillo debajo de la cabeza.

Piztka, un manojo de nervios por lo general, se calmó y se puso serio.

—Por una vez, acuclillémonos sobre el tiempo/no-tiempo, y empecemos —entonó, y Tess estuvo a punto de soltar una carcajada.

Había intentado enseñarle a empezar los cuentos con «érase una vez». Por desgracia, dada su corta edad, no había sabido explicarle el significado exacto del modismo, así que Piztka se inventó una translación idiosincrásica al quootla. No concebía «vez» sin ir precedida de una acción, de allí lo de «acuclillarse». Y ya que «vez» en ese caso indicaba intemporalidad, Piztka la había acompañado de su contrario[1]

El quootla tenía un sufijo: utl, que podía añadirse al final de lo que fuera —nombres, verbos, adjetivos, pronombres, pequeños roedores— y designar la palabra en sí y su contraria simultáneamente. No siempre se traducía al goreddi. «Vez/no-vez» casi tenía sentido; «azul/naranja» o «caer/subir» o «perro/lo-que-sea-el-opuesto-de-perro» eran perfectamente inteligibles en quootla, pero causaban perplejidad a casi todo el mundo.

Incluso a Seraphina, que la mayoría de las veces se negaba a ayudar a Tess a entender el habla quigutl, le desconcertaba el caso contradictorio.

—Es un neologismo quigutl ilógico —había dicho—. Los dragones de verdad no soportarían semejante sinsentido. Les implosionaría el cerebro.

Sin embargo, la imaginación de Tess en aquellos días era dúctil y se había conciliado con el uso, aunque nunca llegó a comprenderlo del todo.

—Acuclillados sobre el petulante rostro del tiempo-utl —dijo ahora Tess, dirigiendo una sonrisa a las radiantes estrellas. Piztka cerró los ojos; su piel brillaba anaranjada a la luz del fuego.

—A las Serpientes del Mundo a veces se las llama las Muy Solitarias, pero no siempre fueron solitarias. Los grandes dragones y los quigutl convivieron con ellas durante una era de la tierra. Mucho después, los dragones las abandonaron en busca de la racionalidad; los quigutl se quedaron. Cuidamos de nuestras grandes madres hasta que nuestras alas se transformaron en brazos enjutos y nuestra feroz llama se hizo precisa y sutil. Dormíamos sobre ellas, piel con piel, y nuestros sueños se enroscaban y entrelazaban como el humo.

»Sé que son reales, Tezi, porque a todos nos duele su ausencia cuando estamos solos. En ocasiones, incluso soñamos con ellas si no tenemos cerca a otro quigutl.

—Pensaba que habías dicho que no podías soñar —dijo Tess.

—Lo era, porque soñaba en el nido, no a solas. Dormir amontonados silencia los sueños, acalla nuestra pérdida y nos hace olvidar que no debemos estar separados…

De súbito, una silueta oscura salió disparada de debajo de la maleza como el dardo de una ballesta y golpeó a Piztka de lleno en el costado, precipitándolo a la hoguera.

Piztka cayó con fuerza y esparció las ramas de las llamas, pero resurgió de pronto como un resorte. Su adversario siseó y arañó el suelo, con las espinas extendidas de furia, e intentó morderle el cuello. Rodaron en medio de una nube de polvo; los latigazos de sus colas dieron en el fuego levantando una lluvia de chispas.

Tess se levantó de un salto y se puso a dar vueltas alrededor de ellos, buscando una forma de detenerlos. No podía lanzarles agua; sólo tenía la que había en el odre. Arrojó su manta sobre el quigutl asaltante como si fuera una red y lo único que logró fue que se prendiera fuego una esquina.

Piztka, que había empezado con todas sus fuerzas, dejó de pelear. Rodó y quedó bocarriba, con las patas extendidas y el cuello estirado, en una postura casi vulnerable.

—¡Pelea, madre! —gritó su atacante con frustración. Era Kikiu.

—Ya he luchado —replicó Piztka en tono uniforme—. Hemos cumplido nuestra fatlukez y ahora hemos terminado.

Kikiu vaciló, jadeante, y a continuación mordió vilmente a Piztka en el muslo. Él profirió un chillido de dolor.

—Ahora sí hemos terminado —masculló Kikiu, escupiendo al fuego un trozo de piel de Piztka.

La sangre plateada perló la pata de Piztka. Tess dominó su horror, tiró su bulto al suelo y empezó a hacer jirones lo que quedaba de su camisola.

—Los otros se han dado la vuelta en el río, pero yo he adivinado tu pequeña estratagema —dijo Kikiu.

—Eres lista, ¿verdad?

—Sólo quería hacerte cumplir con tus obligaciones —atajó Kikiu, que desplegó las espinas de su cabeza.

Piztka ignoró ese último destello de agresividad, pero Tess la fulminó con la mirada, deseando tener espinas en la cabeza. Le habría hecho una buena exhibición a Kikiu. Pero Piztka necesitaba ayuda, así que volvió su atención hacia donde era útil.

Piztka dejó que le vendara la pierna sin gritar ni morder, agotado todo su ánimo de lucha.

Kikiu se limpió la sangre de las garras con su lengua llameante y devolvió las ascuas esparcidas a la hoguera.

—Te marchaste antes de que pudiera enfrentarme contigo —reconoció por fin—. Lo hiciste a propósito, sabiendo que no conseguiría mi fatlukez a menos que te siguiera.

Fatlukez era el rito de iniciación a la edad adulta, recordó Tess: las crías luchaban con sus madres; después, quedaban libres unas de otras. Las espinas dañadas de la cabeza de Piztka eran consecuencia de ese combate.

—¿Acaso crees que no pensaba en ti? —preguntó Piztka con una mueca de dolor mientras Tess ataba los vendajes—. Cabe la posibilidad de que quizá no seas el centro del universo.

—Nunca tuviste intención de pelear conmigo —gritó Kikiu—. Has abandonado el nido. ¿Qué clase de quigutl eres?

—Eso no era un nido —replicó Piztka—. Te habría aconsejado que lo abandonaras tú también, al igual que a sus falsos ideales, aunque sé que no lo harías. Te asusta tu verdadera naturaleza.

—¿Verdadera naturaleza? —exclamó con sorna.

—Búrlate si quieres, pero estoy haciendo lo que se me ha pedido que haga: ir en busca de las Más Solitarias.

Kikiu se sobrecogió al oír el epíteto, como si su madre acostumbrara a utilizar el nombre como arma; no tardó en recuperar la sonrisa desdeñosa y desvió su atención hacia Tess.

—¿Cómo te ha convencido Piztka para ir en busca de monstruos imaginarios? —dijo mordazmente, con los ojos como agujeros negros puestos en ella mientras sacudía la manta—. ¿Sabes por qué encadenamos a ko a ese banco de trabajo? Porque lo encontramos en el fondo del pozo más profundo de Puentefé, desfallecido a causa de una herida autoinfligida, envenenando con su sangre el agua de los ciudadanos.

Tess se quedó mirando a Piztka alarmada; Piztka no levantó la vista hacia ella.

Ko podría haber muerto —añadió Kikiu— y al resto nos habrían expulsado de la ciudad. ¿Y por qué? Por una superstición estrafalaria basada en antiguas leyendas.

—Escogí un mal sitio. Estaba lo más lejos de la superficie que pude llegar —explicó Piztka con una mirada furtiva. Intentó tranquilizar a Tess—: Fui convocado; lo oí en mi sueño. Hay una leyenda muy antigua que dice que, cuando las Serpientes del Mundo nos piden que regresemos a ellas, debemos acudir…

—Y cuando las encontremos, el mundo se acabará —añadió Kikiu—. Pasas por alto esa parte.

—No tiene por qué acabar —replicó Piztka, ahora en tono suplicante—. Las leyendas dicen que acabará el singular-utl. Esa palabra está plagada de interpretaciones posibles.

—¿Qué es más singular y plural que el mundo mismo? —dijo Kikiu.

—Las Serpientes del Mundo —respondió quedamente Piztka—. O aquel que las busca.

—¿Estás oyendo, humana? —Kikiu se giró hacia Tess—. Mi madre pretende matarnos a todos o morir, o puede que ambas cosas. Tú, más estúpida todavía, has soltado a ko en el mundo; pero aun estando el mundo a salvo, ¿puedes soportar el conducir a un amigo a la muerte? Yo no podría.

Tess no respondió. Kikiu le había quitado el apoyo que sustentaba cuanto creía saber sobre el viaje de Piztka y la había dejado suspendida en el aire.

—Lo único que sé es que he sido llamado —alegó Piztka de manera casi inaudible, como partículas en el viento—. ¿Cómo voy a vivir con la conciencia tranquila si no contesto?

—Vives/mueres —dijo Kikiu con amargura, utilizando el caso contradictorio—. Como todos nosotros.

—Tú lo sientes —afirmó Piztka mientras volvía los ojos de soslayo. Su cuerpo débil y exhausto parecía fundirse en la tierra—. La desazón. El malestar. La insidiosa certidumbre de que nos hemos equivocado.

—Siento cosas peores que eso —dijo Kikiu, que echaba chispas por los ojos—. Tú no sabes ni la mitad. Pero yo cargo con ellas. Me someto a las reglas y no ando llorosa detrás de mitos ni fantasmas. —Se levantó de un salto y se sacudió—. Mi fatlukez ha terminado y yo he terminado contigo. Ya no tienes ningún derecho materno sobre mí.

—Bien. Vete.

Kikiu escupió al suelo, les volvió la cola y huyó.

Tess juntó las manos alrededor de sus rodillas, indecisa sobre qué decirle a su amigo. Había estado luchando contra su propio deseo de morir, obligándose a seguir andando; qué farsa tan cruel sería que al mismo tiempo estuviera acompañándole hacia la muerte.

Piztka rompió el silencio:

—No es tan horrible como lo ha pintado Kikiu. Probablemente el fin del singular-utl sea una desintegración metafórica. O una fusión. Quizá sea la maraña de sueños que mencioné.

—Probablemente. Quizá —repitió Tess, golpeando a Piztka con sus propias palabras evasivas.

—Ha transcurrido un milenio desde que dejamos a las Más Solitarias —continuó Piztka mientras restregaba su cuerpo en la tierra para hacer un hoyo donde dormir—. No pretendo saber qué pasará. Pero he sido llamado: tengo que ir. Ya sabes lo que es eso. Tú respondiste a la llamada de tus botas.

—¡Eso fue una broma! —exclamó Tess ofendida.

Extendió la manta en el suelo, tratando de calmar su irritación, pero sin conseguirlo. Tal vez ayudara la comida. Revolvió en su hatillo en busca de más y se alarmó al no ver nada. Volcó sus pertenencias en el suelo: sólo quedaba un queso; nada de dinero.

Se tumbó dispuesta a dormir, con el bordoneo de la voz de su madre machacando otra vez: «Te vas a morir de hambre. Eres una pésima amiga». La historia no la había acallado; su desazón por Piztka y por la comida iba en aumento. Se notaba cada vez más tensa, como un resorte de amargura, hasta que no le quedó más remedio que descargarla.

—¿Debería haber dejado que el huevo te matara? ¿Es lo que en el fondo querías? —soltó Tess, y se sintió cruel—. Si no, ¿por qué llamaste a tu hija Kikiu, «muerte»? No creas que se me ha escapado ese morboso detalle. Vaya nombre para andar con él. No me sorprende que esté resentida contigo, cuando la obligas a recordar que estuvo a punto de matarte por accidente.

Piztka abrió los ojos; se había quedado dormido.

—Kikiu no está resentida conmigo —dijo por fin, ignorando el resto de pullas—. Es más bien que… ko se ha hecho demasiado grande y se siente atrapada en su propia piel. La oprime. Tiene que desprenderse de ese nido contaminado, pero por supuesto ko no lo hará. Ha asimilado sus maneras artificiosas y, en cualquier caso, es más fácil echarme a mí la culpa. ¿Para qué están las madres, sino para cargar con las culpas?

Dicho eso, se dio la vuelta y se alejó del fuego, indicando de esa agresiva manera que iba a dormir, y dejó que Tess lidiara sola con sus complicados sentimientos. Estuvo un buen rato echada contemplando el cielo nocturno a través de las ramas, hasta que la fría imparcialidad de las estrellas apaciguó sus nervios.

pi

A primera hora de la mañana, Tess se encontraba enterrando las cenizas del fuego cuando uno de sus puntapiés levantó dos trocitos sueltos de metal. Uno resultó ser una llave diminuta; al parecer, Kikiu la había escupido al suelo al partir. Abría la pesada argolla que ceñía el tobillo de Piztka.

—Qué amable por su parte —comentó Tess.

—Simbólico, en realidad —dijo Piztka, y arrojó la llave y la argolla a las cenizas—. Ahora soy completamente libre. No me puedo quejar.

Tess se había apropiado de la otra pieza de metal, un anillo de peltre, que debía de haber salido de su hatillo. Era evidente que la entrometida de Seraphina se lo había metido cuando ella no miraba.

—Piztka, sé sincero —dijo Tess, jugueteando con el zmib a su espalda—. Me dijiste que al viajar contigo te salvaba la vida. Kikiu ha asegurado que te estoy llevando hacia la muerte. ¿Cuál es la verdad?

A Piztka le tembló la bolsa de la garganta al tomar aire.

—Te dije que estabas nombrando mi vida, lo cual es parecido, aunque no lo mismo, a salvármela. Nos nombramos algo para hacerlo real, para dotarlo de significado. Tú puedes nombrar mi vida y yo aún podría morir. No se excluyen mutuamente.

—No haces que me sienta mejor —dijo Tess con tristeza.

—Entonces, ¿qué me dices de esto? —replicó Piztka—. Estarás nombrando también tu vida. Anazzuzzia sostendrá un espejo ante tu corazón, contestará lo incontestable, allanará el terreno irregular.

—¿Destruirá el mundo? —Tess aún seguía escéptica.

—El mundo es asombrosamente difícil de destruir —respondió Piztka con delicadeza—, mientras que salvarlo puede hacerse poco a poco. En cualquier caso, no tengas miedo. Nos estamos alejando de la muerte, no vamos hacia ella. La muerte está a punto de regresar a Puentefé.

Tess abrió aún más los ojos al oír el equívoco quootla y se le aflojó la tensión. Piztka preguntó si había algo para desayunar y ella sacó el último queso.

Pero ¡ay!, bajo la prístina corteza de cera, el queso estaba plagado de gusanos. Piztka lo engulló entero, incluso las larvas.

—Están llenos de queso. ¡Saben a queso!

Tess no tuvo valor suficiente para probarlo. Se dirigieron por un bosquecillo incipiente hacia el camino del sur, ignorando los ominosos rugidos del estómago de Tess y cualquier pensamiento de lo que tardaría en llenarlo ahora que iba sin una sola moneda.

En el bolsillo, el anillo reclamaba su atención.