5

Tess se dejó caer en una entrada vacía de un extremo de la plaza del mercado y apoyó su dolorida cabeza contra el marco. Papá la había dejado conmocionada.

Siempre había sabido que tenía muchos defectos —era el pan de cada día—, pero no había sido mala adrede. Incluso aunque de niña hubiera sido un poco rebelde, eso ya quedaba muy atrás. ¿Creía papá que disfrutaba abochornando a su familia y a sí misma? ¿Qué clase de diversión, anárquica o no, iba a obtener de desperdiciar su vida?

Y, aun así, Tess tampoco creía ser mala de nacimiento. De algún modo, su existencia entera había empezado con el pie izquierdo, pero no había sido siempre horrible. Había cuidado bien de Rafy, había salvado la vida a un quigutl que estaba poniendo huevos en el sótano. Había ido a misa —bueno, no: mamá la había llevado a la fuerza—. Pero ¿alguien malo de nacimiento habría dedicado dos años de su vida a ayudar de manera desinteresada a Jeanne a encontrar marido?

«¿De manera desinteresada? Estuviste todo el tiempo quejándote —susurró la voz de su madre desde el fondo de su cabeza—. Y por poco lo echaste a perder al final. Luego están Val y el bebé. Y esta misma mañana has pateado a un viejo indefenso».

Tess cerró los ojos deslumbrada por el sol, demasiado cansada. Cósmicamente cansada. Había huido de casa y ahora quería huir de haber huido, pero era inútil. Tess (la mala de nacimiento) la acompañaba siempre, allá donde fuese.

Tal vez el vino habría ayudado, pero casi no tenía monedas en su pequeña faltriquera. Podría haberse permitido tomar cerveza, aunque… Se estremeció al recordar su estado mental del día anterior, la incesante persecución de la voz de mamá. Embriagarse no le garantizaba la paz interior; además, habría recuperado la compostura, sin un céntimo antes de darse cuenta, y entonces, ¿qué iba a hacer? Tess (m. de n.) estaría esperándola más perversa que nunca.

Sólo había una forma definitiva de escapar de sí misma. La sopesó con detenimiento. El cuchillo que traía consigo era pequeño y romo, y no sabía dónde clavárselo de manera efectiva. Sería embarazoso que se le formara costra antes de desangrarse del todo. El puente bajo el que había dormido no era alto, aunque había unas rocas apropiadas para arrojarse contra ellas. No obstante, arrojarse le parecía un método falible. Con su suerte, simplemente se rompería el tobillo y se quedaría allí, agonizando en el suelo, hasta que alguien la encontrara.

La canción de la madre Philomela decía que la muerte era tan fácil como inevitable, pero Tess tenía (sentía) un talento especial para hacer las cosas mal. Lo malo de ser mala de nacimiento era que se trataba de más que de una mera inclinación al pecado; malograría su intento de quitarse la vida, en caso de haber una mínima posibilidad.

Se quedó mirando ese burlón cielo azul. Morir requería compromiso. Era más fácil vivir en la incompetencia. ¿Y si aplazaba la decisión hasta el día siguiente? Necesitaba tiempo para armarse de valor y dar con una forma infalible e indolora de hacerlo. Hasta entonces, seguiría adelante… a duras penas.

Se levantó tambaleante, se sacudió el polvo y se encaminó de nuevo hacia el mercado. Compró un pastel de cerdo, que devoró sin fruición, y una bota de agua, que le pareció prudente. Después, tras haber agotado casi toda su capacidad de planificación, compró unos cuantos quesitos más, provisiones que requerían menos deliberaciones y ambición.

Bien. Incompetencia cumplida: viviría un día más.

«Nunca llegarás a Segosh», dijo la voz de su madre. Se sacudió la monserga de pensamiento. En ese preciso momento, no podía pensar en Segosh; lo único que podía hacer era poner un pie delante del otro.

No muy lejos había un puesto de brillantes artilugios quigutl, y los pies de Tess, actuando con independencia de su voluntad, la llevaron a inspeccionarlo más de cerca. La mayoría de los artículos eran dijes de comunicación, relucientes zmibs y zmirs amontonados en cajas de peltre o colgados del toldo con sus correspondientes parejas, que tintineaban como un carillón en un día de fiesta. A Tess le traían sin cuidado; su amiga de la infancia, Piztka, le había contagiado el gusto por las curiosidades: una estatua que repetía tus palabras, que se anunciaba como una ayuda para la memoria; un pez con cuatro patas que bailaba, que se vendía como un juguete infantil o para dar masajes en la espalda; un silbato con forma de gamba mecánica, plegable como una navaja, sin ninguna finalidad.

Piztka salió de la vida de Tess antes de que la mayoría de las manufacturas quigutl estuviesen legalmente al alcance del público, pero le regaló una pequeña colección de curiosidades durante los años en que fueron amigas. Seraphina también había coleccionado tales baratijas, pero sus dóciles estatuillas resultaban sosas en comparación con las inquietas mascotas de Tess. (Por supuesto, establecía paralelismos evidentes entre ella y su hermana; era tan infrecuente que aventajara a Seraphina en cualquier terreno que se había aferrado a esta única victoria con feroz aunque mal enfocado orgullo). Piztka le había dado una oruga de latón de movimiento continuo, una vaca alacrán que se llamaba Rejón y una flamozca (palabra de Piztka) que aleteaba como una mariposa borracha y te pinchaba en el ojo a la menor ocasión.

—Ze zupone que tiene que pincharte en loz ojoz —le había explicado Piztka—. Ez parte de un juego que jugamoz noz, y ze llama «pínchame el ojo». Ze trata de…

—¿Pinchar a alguien en el ojo? —había atajado Tess, como la personita sabihonda que era entonces.

—No, no —dijo Piztka—. Hay que pezcarla con el cono del ojo antez de que oz lo pueda picar. —Hizo una demostración; al igual que los camaleones, los quigutl tenían unos conos oculares prominentes y, al parecer, podían ensanchar y estrechar la abertura a voluntad. Cuando la flamozca le daba un picotazo, la apresaba—. Ez bueno para dezarrollar la habilidad ocular —le aclaró Piztka.

—¿Y qué ocurre si consigue atravesarlo? —preguntó Tess con mórbida fascinación.

—Ceguera —aclaró Piztka amablemente, como si estuviese hablando de un pastel.

El recuerdo hizo sonreír a Tess a pesar de sí misma. La mayoría de los goreddis consideraban horribles a los alagartados quigutl, pero, si lograbas traspasar la superficie —aprender su idioma, para empezar—, eran muy singulares. Mucho más extraños de lo que nadie imaginaba. Y ella se sentía privilegiada por saberlo.

El puesto del mercado de Puentefé lo llevaban tres quigutl: el más joven, que trepaba a los postes de la caseta para traer nuevas existencias de debajo de los aleros de paja; una hembra de mediana edad, que regateaba con clientes humanos sirviéndose de una voluminosa máquina de traducción, y el viejo y regordete patriarca encargado de la caja registradora. Estaba sobre sus patas traseras en el fondo del tenderete, vestido con un atuendo semejante al de los goreddi. Ya que las calzas eran poco prácticas debido a la cola, usaba falda. Llevaba una camisa cubierta de encaje, con amplias aberturas en la espalda para su segundo par de brazos —seguramente sus antepasados tenían alas, como los grandes dragones, pero los quigutl actuales poseían un par de brazos dorsales como ramitas, con dedos largos y hábiles—. Tenía un sombrerito ridículo acoplado sobre la frente, entre los conos oculares, y detrás de él, las espinas de la cabeza desplegadas en abanico. Aunque se le veían más de cuarenta espinas —indicio de edad avanzada—, las listas rojizas de su garganta indicaban que aún podía engendrar hijos.

La visión de estas criaturas, incluido el macho de más edad ridículamente ataviado, trajo a Tess una oleada de nostalgia. Se acercó más, no para comprar nada, sino para oírles hablar. Había aprendido quootla por su cuenta para comunicarse con Piztka. No tenía las piezas bucales adecuadas para hablarlo, como es natural, pero Piztka comprendía a los goreddi. La mayoría de los quigutl de Goredd lo comprendían; no tenían otra alternativa.

Al lado de Tess, un opulento individuo con un jubón de color rosa y un bonete en forma de pan de azúcar agitó una caja de zmibs y dijo:

—Cuarenta y siete es demasiado. La última caja de transmisión que compré no tenía el alcance que asegurabais. No quería volveros a comprar nada, porque tendéis a estafar a las personas honradas, pero la parienta insiste en favorecer la industria local. La semana próxima voy a estar en Villa Lavonda y me propongo ver lo que están vendiendo allí los quigs.

Tess se sintió ofendida. A los quigutl no les gustaba que se refiriesen a ellos como quigs, que también significaba «basura» en mootya; pero los goreddis insistían en ser despreciativos o ignorantes perezosos.

La hembra giró un cono ocular hacia el patriarca, que se lamía la nariz. Alzó entonces la máquina traductora como si fuera un acordeón sobredimensionado, manipuló con rapidez las teclas de un extremo y ajustó los bajos.

—Cuarenta y siete —jadeó una voz— y añadimos una burra gratis.

De las vigas descendió una pértiga y por ella bajó oscilando una criatura mecánica, un mono con cabeza de perro, cuya mandíbula funcionaba frenéticamente. Tess había visto burras antes; servían para coger frascos de estantes elevados y limpiar el polvo en los rincones inalcanzables. A menudo mordían a la gente.

El cliente arrugó su sensible y respingona nariz. Tess se preguntó si habría asistido a la boda de su hermana; daba la impresión de ser alguien importante. En cualquier caso, no pudo resistirse a murmurar detrás de él:

—Pedid un gusano de puerta en vez de eso. Son mucho más útiles.

El hombre retrocedió como si la joven oliese mal, lo que de hecho podría ser el caso, y frunció el entrecejo.

—¿Qué es un gusano de puerta?

Los ojos de Tess se agrandaron con aire de inocencia, estrategia que empleaba a menudo para cautivar a las viejas damas de la corte.

—Si perdéis vuestra llave, introducís el gusano en la cerradura y él os abre la puerta.

El gusano de puerta también podía destruir la cerradura y a veces la puerta, la pared y el suelo; excavaría sin parar hasta que se rompiera, y algunos granujas eran demasiado duraderos. Sin embargo, el individuo estaba sopesando las posibilidades. Por lo visto, todo el mundo tenía una puerta que le gustaría abrir; por lo general, una a la que no le estaba permitido asomarse. El gusano era una forma muy poco sutil de entrar, pero de eso se daría cuenta demasiado tarde.

Por supuesto, no estaba bien jugarle una mala pasada a un desconocido incauto, aunque se lo mereciera. Tess tenía que admitir que estaba gozando con aquello. Luchó con su conciencia y estuvo a punto de retractarse de su sugerencia, pero el hombre alzó una barbilla como la proa de un barco y dijo:

—Si añadís un gusano de puerta, pagaré cuarenta y cinco.

La hembra volvió sus conos oculares hacia el patriarca, cuya bolsa gular se hinchó al punto en repuesta.

—Sin duda, tus regateos nos van a arruinar —resolló la máquina mientras la hembra siseaba al joven de las vigas—: Tira un gusano, Azla.

El hombre se marchó muy ufano con su regalo. Sólo un ojo avezado podía apreciar que el quigutl se mostraba igual de satisfecho, con las espinas de la cabeza en un ángulo arrogante.

—¡Cuarenta y cinco es un montón! Podemos comprarte una gola, Kazt —gorjeó el joven.

—Le sentaría mejor a Fuza —dijo la hembra, lanzando una mirada al viejo macho, que tamborileaba distraído con los dedos sobre la caja del dinero—. Ko tiene el cuello más largo.

Ko era el pronombre que utilizaban los quigutl para los demás, aunque Tess nunca se había atrevido a usarlo. Con las piezas bucales humanas costaba pronunciarlo correctamente, aunque lo más desagradable era que se trataba de una palabra neutra. En su opinión, ello hacía referencia a un objeto o, en el mejor de los casos, a un animal. Le parecía irrespetuoso.

Tess ya se había dado la vuelta y se alejaba del puesto, cuando la máquina traductora le voceó:

—Joven doncella, ¿qué vais a comprar? ¿Zmibs, zmirs, juguetes, herramientas, artículos especiales?

—No, gracias —contestó, desandando los pasos con las manos levantadas—. No tengo dinero.

Los dos adultos fruncieron sus picudas bocas con remilgo, pero el pequeño descendió por la pértiga cabeza abajo y gritó:

—¿Cómo vive sin dinero? ¡Decíais que era imposible! —Acompañó la exclamación de una mirada acusadora a Kazt.

—No es fácil —intervino Tess con la esperanza de evitar una pelea. En general, los quigutl no tenían reparo en enzarzarse como gatos, pero esos dos eran atípicos y en el tenderete estaba repleto de objetos que podrían romperse—. No me ha faltado durante mucho tiempo y espero remediarlo pronto, pero…

Dejó de hablar porque los tres quigutl la estaban mirando boquiabiertos.

—¡Entiende el quootla! —gritó el pequeño, que era dado a gritar excitado.

—¿Cómo conocez nueztra habla, humana? —preguntó la hembra con recelo, sin la máquina.

—Me la enseñó una amiga quigutl. Se llamaba Piztka —contestó Tess.

—¡Piztka! —cacareó el chaval, Azla—. Piztka vive con nozotroz en la Caza Grande. Deberíaiz venir a vizitarko. Kazt, ¿puede venir a caza a conocer a todoz?

A ella le dio un vuelco el corazón. No había visto a Piztka desde hacía años, desde antes de la Guerra de santa Jannoula; la pequeña quigutl había desaparecido sin dejar rastro. Cuando la guerra forzó a los ciudadanos de Villa Lavonda a refugiarse en los túneles, Tess se había atrevido a bajar a los subterráneos de Quigatera, donde los quigutl tenían sus nidos (llevando consigo a una aterrada Jeanne). Ningún quigutl supo decirle adonde había ido Piztka. Si estaba aquí, en Puentefé, tenía que verla.

Kazt, la hembra, continuó:

—Zí, ve a ver nueztra caza. Noz compramoz una caza, ¿comprendez? En una calle. La caza de un quigutl máz grande de Goredd. Noz fuimoz aztutoz al mudarnoz aquí, donde laz cazaz zon barataz. Todoz loz quigutl de Puentefé viven en nueztra caza o debajo de ella. Hazta Piztka, que tiene guztoz anticuadoz y de vez en cuando ze ezcabulle por laz cloacaz. Fuza tuvo que romperko el brazo dorzal para hacerko obedecer.

Fuza, en el fondo del puesto, gruñó asintiendo.

—Pero ahora ko vive en caza y hace cozaz maravillozaz —intervino el pequeño Azla alegremente, como si Kazt no acabara de decir algo terrible.

—Comprendo —respondió Tess, ahora preocupada.

Los quigutl podían ser crueles; la madre de Piztka le había mordido en la cara; pero nunca antes había visto utilizar ese tipo de violencia para imponer disciplina. Decidió no formarse un juicio hasta ver cómo lo estaba llevando Piztka; había aprendido hacía mucho que lo que importaba era la opinión de Piztka, no las pusilánimes normas humanas.

El patriarca, que había estado departiendo con Kazt por medio de señas con las manos, hizo un gesto de asentimiento. En el alero, el chaval profirió un hurra, saltó abajo y tomó a Tess de la mano con las yemas de los dedos de las suyas ventrales.

—¡Fuza dice que podemoz!

—Te sigo —dijo Tess, desasiéndose con suavidad. No estaba bien caminar por la ciudad de la mano con un quigutl, ni siquiera en estos tiempos liberales y tolerantes. Además, tenía la mano pringosa, así que se limpió disimuladamente en la saya.

El chico brincaba delante, volviéndose de vez en cuando para asegurarse de que no se había escabullido. Tess no haría eso; era incapaz de portarse de manera grosera con un quigutl. Los dragones eran otra cosa —al saar no le importaba—, pero los quigutl tenían sentimientos, por mucho que los naturalistas lo negasen. Ni los estudiosos dragones ni los humanos habían dedicado tantas horas a la observación como ella.

La Casa Grande se encontraba, en efecto, «en una calle» en el sentido de situarse en una avenida principal. Tenía cinco plantas, con vigas vistas, y ventanas de cristales romboidales y alegres contraventanas amarillas. Las macetas de los alféizares contenían plantas, a pesar de ser aún pronto para las flores, y las golondrinas anidaban en los aleros.

Las casas adyacentes estaban en venta, observó Tess con pesar, aunque poco sorprendida.

El chico la escoltó al interior y ella se detuvo en el recibidor, respirando aceleradamente por la nariz para adormecer su sentido del olfato. La planta baja estaba desierta, aunque el crío insistía en abrir todas las puertas para enseñarle su colección de mobiliario humano refinado: exquisitas sillas de madera noble, divanes con patas en forma de garra, biombos decorados, mesas taraceadas, sacabotas y percheros caprichosos, aparadores del tamaño de islotes, retratos de condes samsameses, armaduras de la antigua dragomaquia en posturas realistas…, más muebles y obras de arte de los que Tess podía asimilar de una vez, y menos identificar, hacinados de la manera más absurda.

—Cuatro zalonez —dijo el pequeñín, ladeando sus espinas—. ¿Alguien máz tiene cuatro?

—Por supuesto que no —respondió Tess. Las residencias de Rocamarog y de la reina no contaban—. Aunque no puedes sentarte en ellos. Esa es la razón de ser de los salones, a mi entender: sólo para estar en ellos.

—Noz no podemoz zentarnoz en zillaz de eza forma —atajó el pilludo—. Zon por zi vienen invitadoz.

Subieron al primer piso, donde se encontraban los talleres de confección de artilugios. Los pisos de los dormitorios estaban más arriba, le había dicho el crío; Tess no tenía necesidad de verlos. Los quigutl habrían construido sus nidos para dormir amontonados; la casa apenas parecería casa ahí arriba. Tess siguió al chico por un corto pasillo hasta una habitación soleada provista, curiosamente, de mobiliario de diseño quigutl: divanes o bancos que les permitían tumbarse bocabajo con las manos libres para trabajar. Varias de las criaturas alagartadas estaban en plena actividad. Algunas se habían ajustado lentes de aumento en la abertura de sus conos oculares para hacer delicadas filigranas sobre los zmibs. Otras confeccionaban objetos más grandes: burras, grogletes, sardinas, dopillos…, o soldaban las junturas con el chorro de fuego de la punta de sus lenguas huecas. Hacia el techo ascendían volutas de un humo caliente y metálico.

En el otro extremo, un quigutl más bien pequeño giró un ojo en dirección a Tess, después el otro; a continuación alzó verticalmente la parte anterior de su cuerpo y exclamó:

—¡Tezi!

Tess se quedó estupefacta. Ese quigutl era un macho, con listas rojizas en el cuello; no podía ser la misma Piztka que ponía huevos cuando Tess la vio por primera vez. Y con todo, el quigutl sabía su nombre (Tess sólo percibía el notorio ceceo quigutl cuando intentaban pronunciar palabras del goreddi; su nombre era un reto). Reconoció la voz y, a pesar de que sonaba como una garza atragantada con una rana —un croar el doble de fuerte, por decirlo así—, se le hizo un nudo en la garganta.

¿Qué otro quigutl podría conocer su nombre o alegrarse de verla? Al menos… parecía que se alegraba. No había hecho ademán alguno de abandonar su diván.

—Piztka, ¿de verdad eres tú? —consiguió decir Tess.

—Yo podría preguntarte lo mismo. Has crecido mucho —dijo Piztka, con las espinas de su cabeza bamboleándose alegremente—. Pero acércate para que pueda olerte. No puedo dejar el banco.

Tess se abrió paso entre los trabajadores quigutl, que la ignoraron, y vio que Piztka no exageraba: tenía un grillete alrededor del tobillo con una cadena que lo sujetaba al banco de trabajo. Tess se arrodilló junto a él, con un brazo extendido para que lo olfateara, y mientras lo hacía estudió su cara escamosa. Efectivamente, era Piztka: tenía rota una espina de la cabeza y una cicatriz detrás de la oreja, donde la había mordido su madre.

La madre de él. ¿La madre de ello?

—Túúúúú —dijo Piztka con un largo suspiro— has estado corriendo aventuras sin mí.

—Ninguna que merezca ese nombre —replicó Tess con una sonrisa de disculpa.

—Tonterías. Eres madre: lo huelo. ¡Enhorabuena!

Ella retiró el brazo, avergonzada. Habían pasado muchas cosas desde la última vez que se vieron; de repente, sintió que se abría un gran lapso de tiempo y experiencias entre ellos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Tess, cambiando repentinamente de tema—. ¿Cómo es que ahora eres un macho?

Piztka chasqueó la boca, la risa quigutl, y le explicó:

—Me convertí en macho hace tres años. Tenía un retraso y los demás me incitaron: «¿Quieres poner otra nidada de huevos, después de que casi te matara la anterior?». Aunque temía el dolor que podía producirme la muztapcia.

Tess no conocía la palabra «muztapcia»; pocos no-quigutl la conocían. Ni siquiera los grandes dragones de Tanamoot, que pasaban toda su vida con un mismo sexo, acababan de entenderlo. Los quigutl no podían transformarse en humanos como los saar, pero conservaban el impulso de cambiar. Mudaban de macho a hembra y viceversa varías veces a lo largo de su existencia y, evidentemente, muztapcia era como llamaban a ese proceso. Se parecía a la metamorfosis de una oruga en crisálida; aunque la oruga, que era más una aficionada, sólo lo conseguía una vez.

Tess archivó la palabra para más tarde.

—Pero ¿cómo viniste a Puentefé? Te marchaste sin despedirte y nadie sabía adonde te habías ido. —Las palabras le salieron acusadoras como si, de no haber desaparecido, su vida hubiese sido distinta. Sin duda, Piztka la habría mantenido libre de problemas.

Tess confundía los recuerdos: Piztka siempre fue más propensa a meterla en problemas que a sacarla.

—Ellos lo sabían —declaró Piztka—. Vinimos al este un nido entero. Estábamos hartos de la ciudad y nos contaron que la vida era más sencilla en Puentefé.

Los demás quigutl de la sala, que habían estado escuchando sin disimulo, aplaudieron con la cola en señal de aprobación.

—¿Más simple en qué sentido? —inquirió Tess, que observaba insegura a los otros. Piztka era el único encadenado a la mesa de trabajo; era evidente que las cosas no habían salido como esperaba.

—No puedo hablar por el resto —dijo—, pero yo quería escapar de la tiranía del dinero.

Los demás quigutl se removieron incómodos, deseosos ahora de hacer como que no escuchaban.

Piztka continuó en un tono demasiado alto para ignorarlo:

—Hubo un tiempo en que usábamos nuestras manos, cabezas y lenguas fogosas para disfrutar. Cuando seguir nuestra naturaleza era la recompensa en sí. Ahora vamos incesantemente detrás del dinero. Y me parece vacía tal existencia.

En la habitación, el lenguaje corporal de los quigutl se elevó e intensificó como una ola. Aunque ella era una experta interpretándolo, hacía tiempo que no se enfrentaba a tantas muestras a la vez. Allí había un escéptico movimiento de hombros; allá, un arqueo irritado (¿o desasosegado?, le faltaba práctica) de espina. Los enfadados agitaban la cola de un lado a otro con rápidas sacudidas, con actitud firme y deliberada.

Tess dedujo por aquella sinfonía de movimientos que la sala se había puesto de pronto tensa y a la defensiva. Piztka los había ofendido a todos.

—Simplificas demasiado nuestra historia y la embadurnas de nostalgia —graznó una vieja hembra desde el otro lado de la estancia—. Omites generaciones de quigutl a los que los dragones forzaron a trabajar en sus artesanías; la forma en que humanos y dragones se quedaban con el fruto de nuestro trabajo; cómo nos despreciaban porque vivíamos como bestias, sin los refinamientos de la civilización.

Los reunidos hincharon sus sacos gulares y expresaron su conformidad.

Cierto. Ahora tenemos dinero, un bien tangible. Deben respetarnos y tomarnos en serio.

Piztka giró un cono ocular hacia Tess y lo meneó con cierto sarcasmo.

—Y de este modo los quigutl de su edad confunden el respeto con la perplejidad; la tolerancia, con el resentimiento; y el placer, con el dinero.

—Mientras que tú confundes la realidad con los sueños —replicó la hembra vieja—. Nos devolverías a la impotencia y la sumisión con tal de convertirte en leyenda. ¿Qué placer hay en eso?

—Hermanos, es la hora de cenar —anunció una hembra mucho más joven asomándose a la puerta.

—Sí, vamos —les voceó Piztka a los demás, que se deslizaron de los bancos y echaron a correr hacia la puerta—. Comer a su hora. Dormir a su hora. Hacer caca a su hora.

—Deja de atosigarlos, madre —dijo la joven quigutl que les había anunciado la cena.

—Tez —dijo Piztka con un gesto hacia la pequeña—, ¿te acuerdas de Kikiu?

La jovencita se encabritó y cruzó los brazos ventrales sobre su pecho en una actitud muy humana. Tess no la reconoció, ni a ella ni su nombre.

Ko es mi cría —explicó Piztka—, la que sobrevivió. La que me convenciste de que conservara.

Tess pestañeó con incredulidad; había medio olvidado aquella discusión, en parte porque no había vuelto a ver a la cría.

—¡Al final no te la comiste! Pensé que estabas siguiéndome la corriente.

—Podría habérmeko comido, a pesar de mi promesa —dijo Piztka socarrona—, pero ya me había comido siete y tenía la tripa llena.

Kikiu bufó con tanto desdén como cualquier adolescente humano.

—Así que la culpa es de este humano.

—¿Que ella tiene la culpa de que estés viva? Sí, pobre de ti. Seguro que ha sido espantoso —soltó Piztka.

Las fosas nasales de Kikiu expelieron volutas de humo y mantuvo un ojo suspicaz sobre Tess mientras decía:

—Voy a traerte la cena, madre. Hay estofado de cabra y pan recién traído de la panadería.

—Quiero hongos —replicó Piztka de mal humor—. Y estiércol.

Nos ya no comemos eso —contestó Kikiu, levantando el hocico.

—Y por eso siempre te muestras dispéptica.

Kikiu se marchó con un altivo meneo de la cola, dejando a Tess y a Piztka a solas.

—¿Aún te llama madre, incluso ahora que eres macho? —preguntó la joven, que se esforzaba por entender los matices.

—Puse su huevo —espetó Piztka—, así que soy su madre. Eso no se puede cambiar. —Se apartó la tripa y adujó la cadena sujeta a su pata—. Deprisa, Tezi, cierra la puerta y atráncala con algo. Me alegro de que estés aquí; necesito que me ayudes con esto.

Tess hizo lo que le pedía, arrastrando un banco de trabajo hasta la puerta.

—¿Qué estás…? —empezó, pero no le hizo falta terminar; Piztka estaba aplicando la llama de su lengua sobre uno de los eslabones de la cadena y tiraba para abrirlo.

No cedía.

—Estúpido hierro —gruñó—. Estúpido alto punto de fusión.

—¿Qué puedo hacer? —inquirió Tess.

Piztka no podía responder, ya que tenía otra vez la boca ocupada. Señaló con una de sus manos dorsales. Tess cogió el martillo indicado.

Piztka sostuvo la cadena tirante sobre el puño de su banco de trabajo, la llameó hasta que emitió un resplandor naranja y entonces le indicó a Tess dónde debía martillar. Dio un golpe débil que levantó una lluvia de chispas. Piztka redobló la llama; el metal alcanzó el rojo blanco y el banco empezó a arder. Tess apretó los dientes y volvió a golpear, aplanando el eslabón, pero sin romperlo.

Les llegaron voces cavernosas del otro lado de la puerta y llamadas a continuación. Piztka temblaba por el esfuerzo de mantener una llama tan potente. Tess buscó frenéticamente una herramienta mejor y encontró unas tijeras de podar de aspecto atroz. Con dificultad, partió en dos el eslabón incandescente.

El hierro tintineó en el piso de madera, el cual empezó a humear. Piztka aspiró con fuerza, tirando para liberarse; todavía tenía el grillete en el tobillo, pero se había soltado del banco.

Detrás de Tess, la puerta crujió y se astilló bajo un fuerte impacto.

—Por aquí —gritó Piztka, saltando al marco de la ventana. Podía descolgarse sin esfuerzo por la pared, y no perdió un segundo en hacerlo. Tess asomó la cabeza; abajo, el callejón estaba lleno de desperdicios y era una altura considerable. Estudió el muro a ambos lados, buscando la manera más segura de bajar, y localizó unos puntos de apoyo a su izquierda. Había pasado mucho tiempo desde que se descolgó de una ventana; sólo le había traído problemas.

Saltaron los goznes de la puerta. El banco de trabajo la contuvo, pero una grieta en la parte de arriba permitió que los quigutl irrumpieran en tropel por el techo. Tess hurgó en su escarcela, agarró las últimas monedas que le quedaban y las arrojó a la habitación, confiando en que su debilidad natural por los metales, o su reciente codicia civilizada, los mantuviera ocupados un minuto o dos.

Después elevó una apresurada plegaria y se descolgó detrás de Piztka.