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Piztka era el que había caído al suelo.

Tess se lanzó de rodillas sobre el fango a su lado y le buscó el pulso caliente en la garganta, rezando a todos los santos que conocía (excepto a su hermana) para que no hubiese muerto. Piztka se estremeció y después aspiró una enorme bocanada de aire, aunque tenía la mirada perdida. En la bolsa de su garganta se veía un tajo de más de siete centímetros por el que sangraba copiosamente.

Tess le protegió con su cuerpo de la violencia que continuaba por todos lados. Reg profería obscenidades, Philomela blandía el atizador y Rowan gritaba incoherencias. Entonces los aldeanos bajaron en masa, convocados por la campana, con sus bieldos en alto.

La madre Philomela ordenó a los lugareños que apresaran a Reg y lo llevaran a la picota.

—Iré a verlo más tarde —aseveró—, y lamentará verme. —Se acercó a Rowan con precaución, como si fuera un oso que rugía de dolor, y trató de sacudirse al quigutl atenazado a su muslo—. Estate quieto o tendré que dejarte sin sentido —soltó con un tono de inapelable autoridad.

Rowan se esforzó en reducir sus rugidos a meros lamentos y sus sacudidas, a estremecimientos.

—Amiguito —le dijo la madre Philomela al segundo quigutl—, si lo sueltas, ¿su arteria femoral sangrará y lo matará? Si es así, aguarda.

El quigutl abrió la boca con cuidado y se apartó, dejando la pierna de Rowan presa de un artilugio de acero, un juego de mandíbulas falsas tan fuertes y puntiagudas como un cepo para lobos.

—Tez —la llamó Kikiu—, dile que se desangrará en cuanto alguien lo suelte,

—¿Qué es eso? —exclamó Tess—. ¿Y qué estás haciendo tú aquí?

—Un potenciador de mordiscos —respondió Kikiu con calma, como si no se tratase de un artilugio de muerte atroz. Se acercó y aplicó su lengua hueca a cada ojo de Piztka para detectar algún signo de vida en el quigutl—. Y mi historia puede esperar. Mi madre-utl necesita atención más urgente.

Las monjas echaron a Piztka y a Rowan en sendas literas y los metieron en el hospicio. Tess ayudaba cuanto podía, sin quitarle ojo a Kikiu. ¿Por qué habría vuelto la cría con una trampa de hierro en la boca si no era porque tenía la intención de volver a morder a Piztka?

Kikiu, como si pudiese leer las sospechas de Tess, ladeó las espinas de su cabeza con sarcasmo y le dio un fzep en las rodillas al tiempo que se volvía para seguir a las monjas al interior.

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Las hermanas estaban especializadas en cuidados paliativos, pero también sabían cómo actuar en la sala de operaciones. Con Rowan calmado fue fácil; hacia el final del día, le habían cosido y encadenado con su compañero en la picota del pueblo. El cargo oficial fue «conspirar para cometer violencia contra las religiosas». Reg y Rowan serían procesados cuando dispusiera el señor del lugar; el pueblo entero de Turbulencia del Melindroso estaba dispuesto y deseoso de testificar.

Piztka necesitaba intervenciones de más envergadura. Aparte de la perforación de la bolsa de su garganta, tenía una conmoción cerebral y un brazo dorsal dislocado.

—Tal vez tarde semanas en poder viajar —dijo Philomela, que nunca estaba dispuesta a suavizar las cosas—. Pero eres libre de quedarte hasta que se haya repuesto.

Así que Tess acabó quedándose entre las monjas más tiempo del que había previsto. No lo hacía a disgusto y sorprendentemente no se aburría. Exploraba Turbulencia del Melindroso, los campos y las colinas de los alrededores, los zarzales a lo largo del río. Les contaba cuentos a Griss y a los demás pacientes del hospicio. Hacía mucho tiempo que no permanecía en un sitio con lo suficiente para comer y sin prisa por llegar a donde fuera. Al parecer, ella también necesitaba descansar.

Se sentía un poco culpable por las heridas de Piztka. Seguir a Reg y a Rowan y poner a Griss a salvo había sido sólo decisión suya; Piztka había participado a regañadientes y había pagado un alto precio. Tenía que resarcirle. Si podía localizar una cueva grande en las proximidades, quizá su amigo lograra realizar su kemzikemzlutl, soñar con Anazzuzzia y llamarla.

Tess se dedicó a indagar. Si había cuevas grandes cerca, habría leyendas. Seguro que las vacas se caían en ellas alguna que otra vez o que alguna joven pareja se había perdido en ellas. Tanto las monjas como los aldeanos le daban la misma respuesta: debía visitar el Gran Escalofrío, una cueva tan grande que se había tragado un castillo entero.

Le habló de dicha cueva a Piztka después de que hubiese pasado un par de semanas en la enfermería; aún parecía sufrir muchos dolores, y pensó que podía necesitar un estímulo.

—Sólo está a unos tres kilómetros —le contó Tess. Estuvo a punto de decir «a una hora a pie», pero no estaba segura de cuánto tardaría en andar ni lo deprisa que lo haría.

Piztka, ovillado en el nido de mantas que las monjas le habían hecho, no respondió.

—¿Todavía no has encontrado tu monstruo subterráneo? —inquirió con burla Kikiu, que acababa de surgir de dondequiera que durmiese por las noches.

Tras dos semanas, Kikiu aún seguía allí y sólo se separaba de Piztka para dormir. Al principio Tess miraba a la cría con escepticismo, sin saber qué se proponía, pero no hizo ningún movimiento amenazador. Las religiosas habían guardado el potenciador de mordiscos en una caja fuerte, lo que tranquilizaba considerablemente a la chica.

Piztka levantó la cabeza por Kikiu, al menos.

—¿Lo has conseguido? —jadeó. El agujero de su garganta hacía que le costase hablar,

Kikiu se inclinó sobre Piztka y le enseñó los dientes. Le destellaron fríamente.

—¡No te atrevas! —gritó Tess, casi antes de comprender lo que estaba viendo.

Kikiu llevaba puesto el potenciador de mordiscos.

La joven quigutl giró los conos oculares con taimada expresión, pero Piztka intervino:

—No pasa nada. He pedido a ko que… me lo enseñara. Quería… comprender.

—Pero la dentadura estaba guardada bajo llave —añadió Tess, que todavía no se fiaba.

—La cerradura no era muy fuerte —comentó Kikiu con astucia. Se volvió otra vez hacia Piztka y abrió sus horribles mandíbulas para dejar que su madre las examinara desde distintos ángulos—. Les di la fuerza de unas buenas cizallas —explicó—. Se cierran de golpe. No se oxidan ni se atascan.

Piztka levantó un dedo cauteloso; Kikiu se quedó quieta y le dejó tocar el acero dentado.

Tess se encogió, aunque no tenía por qué; parecían estar congeniando.

—He hecho lo que me dijiste —susurró Kikiu—. Tenías razón respecto a Puentefé. Era un nido falso. No pude volver.

—¿Qué es lo que te dije? —preguntó Piztka con esfuerzo—. ¿Que buscaras tu verdadera naturaleza?

Kikiu asintió enérgicamente con la cabeza.

—Creo que aprobarías cómo he estado viviendo. Sin dinero, sin…

—Si eso es verdad —siseó Piztka con rencor, arqueando el lomo—, ¿por qué el… potenciador? Te estás… volviendo antinatural a ti misma.

Kikiu se encogió ante la ferocidad de Piztka, con un gesto tan avergonzado e incómodo que Tess no pudo más que sentir pena.

—¿Por qué has regresado… en realidad? —rugió Piztka, y la perforación de la bolsa añadió un resuello silbante a su pronunciación.

—¿Adonde iba a ir si no? —replicó Kikiu con vehemencia.

—Pero ¿cómo… me has encontrado? —jadeó Piztka.

Kikiu apartó los ojos para evitar su mirada, murmurando algo que Tess no pudo oír.

—No es así —dijo Piztka—. Sabías… dónde estaba. —De repente, se lanzó con fiereza y mordió a Kikiu en la cara, el hocico entero, la nariz y la boca, de modo que no podía hablar ni respirar.

Kikiu se debatió e intentó zafarse, con los ojos desorbitados de pánico. Rodaron juntos por el suelo, Piztka ignorando sus heridas abiertas, Kikiu agitándose con la energía frenética de quien cree que puede ser su última pelea.

—¡Piztka, detente! —gritó Tess horrorizada. Cogió la banqueta en la que había estado sentada y la descargó sobre su cabeza.

Piztka soltó su presa.

—¿Estás loco? —farfulló Kikiu, y retrocedió de espaldas hacia la pared, alejándose de Piztka.

—Ahí tienes —respondió Piztka, jadeando de dolor. Se había desgarrado de nuevo la bolsa de la garganta y supuraba—. Lo necesitaba… una vez más. La fatlukez no funcionó…; todavía estábamos ligados. Por fin… libre.

A Kikiu le sangraba el hocico. Podía haber atacado a Piztka con sus mandíbulas de metal —como temía Tess—; en lugar de eso, dijo con acritud:

—Todavía no seremos libres, ya verás. Entre nosotros hay y siempre ha habido algo mal. —Echó a correr hacia la puerta.

Tess miró frenética a Piztka, consternada por lo que acababa de pasar, pero este no hizo el menor amago de ir tras su hija.

Tess sabía que los quigutl se mordían unos a otros y que parecía más cruel de lo que era, pero eso era distinto. Así lo indicaba la reacción de Kikiu y el hecho de que Piztka podría haber matado a la cría.

No estaba segura de que la hubiese soltado de no haber llegado a darle con la banqueta en la cabeza.

Corrió al patio detrás de Kikiu. Las puertas de delante estaban cerradas. Kikiu había trepado arriba del todo y estaba a punto de saltar. Cuando Tess gritó «¡espera!», ella se detuvo, con las espinas bajas como un perro escarmentado.

—Piztka no es él mismo —empezó Tess, trotando hacia la puerta—. Todavía está herido. No piensa con claridad. Le conozco y esto no es propio de él. Estoy segura de que no pretendía… —Hizo una pausa para recuperar el aliento y pensar en la retahíla de excusas no solicitadas que dar para la violencia de Piztka. Al final, dijo débilmente—: ¿Te encuentras bien?

—Nunca me he encontrado bien —contestó Kikiu con voz normal—. No sé si lo creerás, pero he venido confiando en que ko se sentiría orgulloso de mí. Me estoy abriendo camino a través de la selva, a través de mis propias pesadillas. Pero ¿de qué sirve? Ko no tiene el menor interés.

—¿Pesadillas? —preguntó Tess con un destello de esperanza en la voz—. Estás soñando, sin tus compañeros de nido alrededor. ¿Has soñado con la serpiente? Cuéntaselo a Piztka. Creo que él…

—¿Me daría otro mordisco injusto? —concluyó Kikiu, que escrutaba a Tess desde arriba como un gato en un árbol—. Escucha esto, humana: yo he soñado siempre, incluso allá en Puentefé. Me esforcé mucho para hacerme un sitio allí, seguir las normas y encajar. Y todavía soñaba, incluso con mis hermanos amontonados alrededor de mí, como si fuese vieja y senil. Me sentía avergonzada.

»Después, Piztka tuvo el sueño ese, esa llamada, y fanfarroneaba al respecto como si fuese un milagro y no la prueba de que también ko estaba irremediablemente solo.

—Pero entonces es algo que tenéis en común —razonó Tess. Sin duda, era un malentendido. Piztka no había pretendido ser cruel, no lo habría sido si hubiese estado al tanto—. Vuelve y habla con él. Todavía podéis ser cobijo el uno para el otro.

—Jamás lo hemos sido —sentenció Kikiu—. Y jamás lo seremos.

—Si sueñas con la serpiente, es porque te ha llamado —insistió Tess, ahora suplicante—. Estás con nosotros en la búsqueda de la Más Sola.

Yo soy la más sola —siseó Kikiu—. Tal y como me hizo mi madre. —Con un movimiento serpentino de su cola, se dio media vuelta y saltó de las puertas, fuera del hospicio, y se alejó.

Tess se quedó mirando el sitio donde había estado. La palabra «madre» la había golpeado como una bofetada; y por fin veía lo que había estado ahí desde siempre: Piztka, su mejor amigo en el mundo, había sido un progenitor totalmente inadecuado.

Kikiu, concebida con violencia, cuyo nacimiento casi mató a Piztka, habría sido devorada si Tess no lo hubiera impedido. Piztka no había querido ni apreciado a Kikiu; tampoco había sido un cobijo para ella. Tess no sabía qué se consideraba una buena madre quigutl, pero, si Kikiu había estado tan sola como para soñar, Piztka no había cumplido como debía.

Era comprensible y una deshonra lacerante.

Tess volvió a entrar trastabillando, dominada por una especie de vértigo, preguntándose si habría algo que pudiera hacer.

La impaciencia de Piztka por ponerse en marcha iba muy por delante del proceso de curación, y cuatro días más tarde, una cálida y despejada mañana, emprendieron el camino hacia el Gran Escalofrío, antes de que se encontrase en condiciones de viajar.

Tardaron medio día en hacer los tres kilómetros porque paraban cada vez que la respiración de Piztka se volvía demasiado fatigosa. Tess iba cargada con todas sus cosas, además de las provisiones que las monjas habían tenido la amabilidad de prepararles, esperando no tener que regresar al hospicio, pero Piztka andaba tan despacio que empezaba a arrepentirse de no haberse quedado una semana más. Hasta media tarde no divisaron las ruinas en lo alto de la loma.

Los habitantes de Turbulencia del Melindroso, que tenían un talento especial para poner nombre a las cosas, llamaban a los restos de la fortaleza el «Viejo Encantado». Parecía un suflé desinflado, doblado sobre sí mismo, hundido y encogido por el centro. Los muros de piedra se inclinaban y pandeaban de forma peligrosa. Las enredaderas reptaban por las paredes y afloraban brotes nuevos de las grietas de las almenas. Las cavernas de debajo del castillo se habían derrumbado un siglo atrás.

¿Habrían advertido algún indicio los moradores del castillo o habrían caído de improviso en un socavón y habían muerto? Puede que en las cuevas todavía hubiera huesos o tesoros. Tess sintió un rudimentario remusgo pirata.

La entrada más accesible del Gran Escalofrío, tal y como habían insistido las monjas, estaba al sur de la fortaleza, un pozo de quince metros cubierto de vegetación. Era un descenso difícil para Tess, incluso con rocas y enredaderas donde agarrarse, lo cual le hizo sorprenderse de esas monjas. Debían de ser ágiles como cabras.

Incluso herido, Piztka aventajaba a la chica. Para cuando ella alcanzó el fondo, dolorida, arañada y orgullosa, él ya estaba preparándole una antorcha.

—Acabé estos… la noche de la tormenta —dijo Piztka con el áspero e irritado susurro en que se había convertido su voz. Con cuidado, sacó de su garganta lo que parecían un par de cucarachas enormes. Eran zmibs con una tosca forma lunar; Tess había confundido los cables sucios con las patas—. Sólo con manos y lengua. Sin herramientas —carraspeó Piztka, asombrado de sí mismo.

Tess se guardó el bicho —todavía lo encontraba insectoide— bajo la pechera de su jubón. Piztka encendió la antorcha y descendieron juntos hacia la húmeda y fría negrura.

Esas cuevas eran de una escala diferente a las que habían recorrido antes, y caminaron durante horas. Piztka escogía pasadizos grandes, en busca de un lugar lo bastante profundo y majestuoso para hacer su llamada. Insistía en que lo reconocería en cuanto lo viera. Encontraron un lago enorme que horrorizó y fascinó a Tess, y descubrieron salas llenas de maravillas cristalinas: cascadas congeladas, bolas de yeso, débiles agujas de piedra… Pero nada le parecía apropiado a Piztka.

Llegaron a una cámara similar a la nave de una catedral, cuyo techo y paredes estaban mucho más allá del alcance de la antorcha. Cerca del centro había una enorme roca plana, como un estrado; había caído del techo invisible un siglo atrás.

—Aquí —anunció Piztka con un gesto de aprobación—. Ayúdame, Tez. —Hizo una pausa, con la mano en la garganta, hasta que se le pasó el dolor.

—Por supuesto —respondió Tess amablemente, encajando la antorcha entre dos rocas para tener las manos libres—. ¿Qué necesitas?

—Pínchame la arteria. —Señaló un punto blando debajo de su brazo—. Recoge la sangre. Viértela alrededor mientras yo duermo.

Según parece, las cuevas son increíblemente silenciosas cuando estás demasiado pasmado para hablar.

—Utiliza tu cuchillo —añadió Piztka con dulzura, como si le hablara a un niño asustado—. Tu cazo. Yo no puedo hacerme… el corte si está demasiado duro. —La bolsa de la garganta le temblaba al hablar.

La incisión era en un sitio que Tess había perforado, desde luego, pero no el único sitio. Era demasiado grotesco llenar el cazo de sangre, como si fuera a hervirla para hacer una morcilla de quigutl. ¿Qué más tenía para recoger la sangre? El pellejo de agua estaba lleno. Las monjas les habían mandado un tarro de col fermentada. No podía comérsela tan deprisa.

Echó una mirada alrededor con frustración y advirtió dos extrañas piedras blancuzcas a cierta distancia. Eran idénticas, curvas como cuencos no muy hondos, en forma similar a unas uñas y del tamaño de dos manos ahuecadas. Nunca había oído hablar de semejantes formaciones en ninguna clase de geología.

Eso sí, tendrían capacidad para un goteo de sangre.

—¡Tez! —exclamó Piztka—. Ahora. Rápido.

Ya estaba sangrando. Tess cogió los cuencos de piedra, uno con cada mano, y fue a recoger la sangre plateada,

—¿Qué son? —preguntó Piztka con el brazo sangrando.

Tess examinó de nuevo los cuencos de piedra. Aunque en realidad no parecían de piedra. Eran demasiado ligeros en sus manos, lechosos y traslúcidos y… ¿flexibles? ¿Un poco?

—A decir verdad, parecen uñas. —Aquel comentario le pareció ridículo.

Piztka, con cierta dificultad, pasó el brazo que no sangraba por encima de su cuerpo y tocó el borde de uno de los cuencos.

—Ooooh —suspiró—. Tienes razón, Tez… Eso ha sido materia viva.

—¿Una concha? —inquirió ella, porque la otra materia viva con aquella forma que le vino a la cabeza era demasiado extraña. No podía ser. Los cuencos eran bastante pequeños.

—Anazzuzzia —dijo Piztka con voz entrecortada, como si el nombre se llevara todo lo que tenía.

—¿Una escama desprendida? —No había modo de que proviniera de una gran serpiente—. Es muy pequeña.

—Ha sido joven… muchas veces. Se regenera… Partenogénesis. Ha debido de pasar por aquí… hace mucho.

Tess desconocía la palabra «partenogénesis» —ni en quootla ni en goreddi—, pero sí sabía cuándo estaba sufriendo su amigo.

—¿Es suficiente con esto? —Hizo girar la sangre en ambos cuencos.

—Es probable. Sólo es una suposición —respondió Piztka. Se cauterizó la herida con la lengua flameante y a continuación se desplomó otra vez sobre la piedra plana, exhausto—. Espera a que me haya dormido.

—¿La vierto sobre ti o a tu alrededor? —Tess trató de no sonar aterrorizada.

—Prueba las dos cosas —contestó débilmente—. Sigue tu instinto. Haz lo que mejor te parezca. La intención es más importante… que los detalles. Probablemente.

Tess se sentó con cuidado, con un cuenco —¿una escama?— lleno de sangre en cada mano, y esperó a oír sus ronquidos. Salieron como un hilillo, luego un rugido.

Antes de que se decidiera a empezar a asperjar la sangre, esta comenzó a brillar. Los cuencos desprendían un resplandor azul claro en sus manos. Otras esferas empezaron a brillar por toda la caverna, como un centenar de lunas reflejadas en el lago, impresionantemente hermosas. La sala estaba repleta de esas… ¿escamas?

Sin duda, Piztka había acertado con su suposición. ¿Qué, además de las escamas de la Serpiente del Mundo, brillaría por afinidad con el sueño de un quigutl? Tess, recordando su cometido, se levantó con torpeza y giró la piedra de Piztka, vertiendo la sangre alrededor de él. Cada salpicadura formaba una constelación.

Roció las últimas gotas sobre su cuerpo y entonces también Piztka empezó a refulgir.

Tess cayó de rodillas justo cuando se apagó la antorcha. La luz azul claro de un centenar de escamas brillantes bañaba todo y era suficiente. Fluctuaba sobre Piztka como los Faros del Sur, resplandeciendo encima de la bolsa de su garganta, su brazo dorsal, su cráneo.

Ante sus ojos, el orificio de la garganta de Piztka se cerró de golpe.

La chica contemplaba todo como hipnotizada. Después, la luz comenzó a desvanecerse, tan despacio que Tess no sabía si aún persistía el resplandor o era una imagen accidental en su retina.

Al final, la oscuridad fue total. Piztka dejó de roncar y el silencio fue completo también.

Por un momento, Tess se imaginó que no existía. Era sorprendentemente tranquilizador.

—¡Tez, Tez, Tez! —gritó Piztka justo a su lado—. ¡Lo hemos conseguido! ¡He soñado con ella! Nos está esperando. Me cuesta creer que haya funcionado…

El torrente de entusiasmo fue sustituido momentáneamente por el ruido de sus arcadas. Su voz sonaba más fuerte.

—¿Estás bien? No veo nada —dijo Tess, tanteando alrededor.

Piztka volvió a prender la antorcha y vomitó otra vez. Tess advirtió lo que el sonido de su voz le había hecho esperar: volvía a tener la garganta entera. Se arrodilló a su lado y alzó una mano vacilante; Piztka se quedó quieto y dejó que le tocara la piel, el brazo, la cabeza, todos los sitios que le habían brillado con un resplandor extraordinario. Todo él estaba entero.

Val suponía que las serpientes podrían sanar —los mitos paganos y pelagueses daban esas pistas—; aun así, ver la evidencia era impactante.

—¿Cómo es posible? —Tess acarició todas las cicatrices de Piztka—. ¿No ha sido algo…, algo sobrenatural?

—No, amiga —respondió él con dulzura—. Si existe en la naturaleza, es natural, no zobrenatural. Tal vez el mundo es diferente a como piensas tú. Nosotros los quigutl somos las serpientes, Tess, hechos de sus sueños y sus huesos, y ellas son nosotros. Nos han enviado tras los grandes dragones para traerlos de vuelta. Pero nunca formamos un hogar, no sé por qué. Hemos olvidado quiénes éramos, y sospecho que las serpientes se han olvidado de nosotros. ¿Cómo llamas a esa cosa que haces para recordarles a tus zantos que existes? Pronuncias palabras especiales, algo así como agitar una bandera para que ellos te encuentren.

—¿Oración? —preguntó Tess—. ¿Acaso esto era una oración a Anazzuzzia?

—Yo soy la oración —afirmó Piztka, repitiendo la palabra goreddi—. A la Más Sola en nombre de mi pueblo.

Ese era el Piztka que adoraba, lleno de ilusión, sabiduría y entusiasmo. La serpiente no sólo había sanado su cuerpo, también su espíritu.

Si alguna vez había un momento para sacar a colación a Kikiu —la otra más sola—, sin duda era ese. Kikiu sufría, llevaba años sufriendo; Piztka se preocuparía si conseguía hacérselo ver.

—Kikiu me dijo algo antes de partir —dijo Tess—. ¿Sabías que sueña?

—¿Por el camino? Pues claro —replicó Piztka—, sin el nido para acallarlos…

—No, no. Empezó antes, en Puentefé, antes de que lo hicieran los tuyos. Le daba vergüenza contárselo a alguien. Creía que sólo revelaría lo perdida y desconectada que estaba.

Piztka observaba a Tess con intensidad sin decir nada.

—Pensaba que debías saberlo —insistió ella—. Tenéis esa particularidad en común. Si contactaras con ella, los sueños podrían ser un puente entre vosotros, una manera de ser nido para…

—Yo he sido llamado —espetó Piztka—. Soy el único que ha estado solo, desde el momento en que murió Karpez. Soy el único que ha vivido con dolor. Kikiu no tiene nada de qué quejarse.

Era una réplica insensible y áspera, como la que podía haber dado mamá. Su agudo sufrimiento —verdadero sufrimiento, Tess no podía pretender otra cosa— siempre la había cegado respecto al de los demás.

Por la disposición de sus espinas, la chica supo que ahora no era el momento de hablar de eso.

—Debemos continuar hacia el sur —dijo Piztka con acritud. Su cola se sacudía de lado a lado con mal disimulada irritación—. Anazzuzzia dice que el mundo nos conducirá a ella y tengo fe en que lo hará. He sido llamado para encontrarla.

Tess se tragó su decepción y metió los cuencos de escamas en su hatillo, por si acaso volvían a necesitarlas. Piztka la guiaba en furioso silencio por el laberinto de cuevas hacia alguna lejana salida que sólo él podía distinguir.