25

Tess, que estaba muy ocupada con el bordado, no se enteró al principio de que Josquin no permanecía en casa todo el día. Daba por supuesto que era un inválido; él había mencionado que tenía amigos, pero pensaba que venían a verlo a él y no al revés. Sólo cuando advirtió que Gaida nunca iba a la compra y que siempre había comida en casa, comenzó a sospechar que Josquin tenía toda una vida fuera de casa.

Si el tiempo lo permitía, salía a diario. Llevaba más de cinco años fuera de circuito como heraldo, pero aún conocía a media Segosh. En sus tardes libres, Tess empezó a acompañarlo al mercado o a la Sala de Archivos o a la Librea Moteada, donde bebían los miembros provectos de la Hermandad de Heraldos.

Si no tenía libre la tarde, enseguida aprendió a conseguirla diciéndole a Gaida: «Josquin me ha pedido que…».

—Por supuesto —respondía Gaida—. Ve.

Josquin conocía a los maestros de la Academia ninysh.

—Cuando eres un milagro de la medicina y la ingeniería —le explicó a Tess mientras lo seguía por el mercado con la cesta de la compra—, es natural que todos quieran echarte un buen vistazo. Yo debía haber muerto, si no por la herida, por la infección. Entre el doctor Belestros y santa Blanche, he sido tema puntero en más de veinte conferencias.

Tess lo miró de soslayo.

—¿Puntero? Eso suele dejar de ser novedad rápidamente.

—Desde luego, pero santa Blanche es un encanto y no puedo reprocharle nada. Además, es importante. Gracias a mi beneplácito como paciente, se salvarán otros. Es bajo el precio que hay que pagar.

No lo dijo en voz alta, pero Tess lo entendió: una milagrosa cura de serpiente haría innecesarios el trabajo de ellos y los sacrificios de él. Eso no lo invalidaba, sólo… lo simplificaba más de lo que parecía.

Tess limpió una manzana en su jubón.

—¿Podríais conseguirle una invitación a Tespuco para hablar?

—Puedo informar a Tespuco, si ese es su verdadero nombre, de que el Supremo Gran Maestro Pasiofloria desea que le hagan las peticiones por escrito.

Cuando llegaron a casa, Tess se puso directamente a ello, invadiendo el escritorio de Josquin. El apenas tuvo tiempo de esconder su poesía.

—El que se va a comer deja sus versos leer —dijo Tess mientras Josquin le arrebataba notas, correspondencia y poemas repletos de comentarios garabateados.

En realidad, no estaba muy interesada en sus poesías, que sin duda no eran más que lamentos por la pérdida de Seraphina; lo único que pretendía era tomarle el pelo.

—¿Qué letra usaría Tespuco? —se preguntó—. Alguna audaz y masculina.

A modo de prueba, escribió con diversas caligrafías: «Me lancé y me abrí camino a través de Iboia».

—¿Cuál es tu letra? —inquirió Josquin mientras ordenaba su trabajo en diferentes estantes.

—Todas.

Tess eligió la más masculina y se puso a trabajar.

Firmó su larga petición con: «Tespuco el Explorador».

—Pareces un personaje de un cuento infantil —bromeó Josquin, pero Tess no desistió.

El maestro Pasiofloria respondió dos días después, expresando ligeras dudas sobre su historia. Tess le envió una escama del Gran Escalofrío del tamaño de un tazón, un boceto de Santi Prudia y las cavernas de debajo, y al final, como añadido, un dibujo de Anazzuzzia de lo más deficiente.

Una semana tardó en contestar el Supremo Gran Maestro, y Tess ya pensaba que su solicitud había sido denegada. Sin embargo, cuando llegó la respuesta, decía que se le había reservado un hueco para que diese una conferencia ante la asamblea en el Gran Odeón dentro de tres semanas. Escribió una amable nota de aceptación con la mejor letra formal de Tespuco y, de manera menos formal, bailó alrededor del cuarto de Josquin; él la observó con una chispa de afectuosa diversión en los ojos.

Josquin había recurrido a sus viejos camaradas de la Hermandad de Heraldos para entregar las misivas.

—Necesitamos el trabajo —le dijo a ella cuando se dirigían a la Librea Moteada—. Ahora que los zmibs se han vuelto tan comunes, nuestras filas están disminuyendo. Seguimos acompañando a los dignatarios, pero ya no somos la forma más rápida de transmitir noticias.

Tess reparó en los pronombres en primera persona. Todavía se consideraba un heraldo en el fondo de su corazón.

Llevar las cartas le brindó una excusa a Josquin para pasar una tarde con los veteranos, aunque no necesitaba ninguna. Además de poesías, estaba escribiendo una historia sobre los heraldos ninysh, por lo que acudía varias veces a la semana a tomar notas y beber cerveza alrededor de las endebles mesas verdes.

A Tess le gustaba ir a escuchar. Los viejos heraldos habían recorrido todos los caminos de Ninys, y había algo reconfortante y familiar en sus historias. El Camino los llevó de aventura en aventura; conocieron personajes curiosos, los dejaron atrás y los volvieron a encontrar. Tess casi podía ver la trama y la urdimbre de un gran tapiz, el mundo, entretejiéndose a medida que hablaban.

En ocasiones, los relatos se ponían procaces. La presencia de Tess no parecía disuadir a nadie de contar tales historias; ella sólo esperaba que Josquin no advirtiese que se sonrojaba. De hecho, las narraciones obscenas de Josquin eran en cierto modo las peores. No porque entrase en detalles lascivos (él no era de los que se regodeaban hablando de senos henchidos o nalgas voluptuosas), pero era indefectiblemente franco. Si se hubiera pintado a sí mismo como un héroe romántico, ella habría podido imaginar que estaba hablando de otra persona. Su transparencia le hacía sentirse incómodamente conmovida.

—Dime una cosa —le dijo un día mientras volvían a casa a hacerle la cena a Gaida. Por encima de ellos, el cielo de finales del otoño formaba un arco claro y azul—. ¿Has tenido muchas amantes?

—¿Cuántas son muchas? —preguntó él—. ¿Más de seis? ¿Menos de ocho? En ese caso, sí. La mayoría de ellas después del accidente, si esa es tu verdadera pregunta.

Tess lo miró boquiabierta; tenía que haber sabido que sería sincero y directo.

—Pero… ¿tienes hijos bastardos? Seguro que sí.

—¡Por favor! Espero que no. Nadie me ha dicho nunca que los tuviera —comentó, y levantó ligeramente las cejas como si nunca se le hubiera pasado por la cabeza—. Eso es bastante fácil de evitar.

Tess arrugó el entrecejo al oír la palabra «fácil».

—Recuérdame un día que te muestre la «canastilla de bebé» de Rebecca —añadió él—. Las parteras saben de estas cosas; ella siempre tenía una montaña de hierbas…, resina de pesario porphyriana, como la llamáis.

Tess no habría sido capaz de nombrar nada de eso y se sintió un poco perpleja de que él mencionara esas cosas con total despreocupación, como si fueran de lo más corriente. En el fondo de su alma, ardió una pequeña llama de ira. Habría podido utilizar esa información, tiempo atrás, si alguien hubiera considerado oportuno comunicársela. Frunció el ceño, pero no tenía intención de recordarle que le mostrara la canastilla.

Y sin embargo…

Como la metafórica gata que era, acuciada por la curiosidad, al final venció su mortificación y se lo pidió. Josquin le mostró todo lo que había en la canasta y le explicó para qué servía. Tess aprendió palabras nuevas y se puso roja como una remolacha; Josquin fingió bondadosamente no darse cuenta.

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Fue inevitable que Tess comenzara a sentir algo por Josquin que preferiría no haber sentido.

No era sólo porque fuese tan sincero respecto a sus amantes y estuviera tan dispuesto a contestar a sus preguntas, aunque sin duda eso contribuía. Tess veía a Josquin desnudo casi todos los días. Era guapo, no se podía negar, aunque sus piernas fuesen delgadas y su equipo, extravagante. Esto no era un eufemismo: tenía diversos aparatos que lo ayudaban a vivir (bragueros, tubos, catéteres) diseñados e instalados por santa Blanche. Al principio, Tess había fingido no verlo, pero al cabo de un tiempo ya no le parecía más grotesco que cualquier otra cosa que mostrara un cuerpo normal: tendones, sangre o huesos. Había poesía en ello, y comedia, y mucha menos tragedia de lo que ella habría imaginado.

—El cuerpo es siempre un deshonor para cada uno de nosotros —decía Josquin cuando el suyo se ponía difícil—. Estoy trabajando en un poema al respecto: «Somos flatulencias del Cielo, benditas sean nuestras escurridizas entrañas».

A continuación, Tess cantaba: «La carne no es más que un costal de Dios», y Josquin reía a carcajadas. Aquella risa lo valía todo. En esos momentos, lo habría besado.

Se esforzaba mucho para no hacerlo.

No porque temiese que no le gustara; le aterrorizaba que lo hiciera y no ser ella lo bastante fuerte o no mostrarse lo bastante entera para evitar que el pasado levantara la cabeza y la mordiera, Volvería a tener de repente trece años (contra su voluntad) y cruzaría esa última línea, incapaz de respirar…

Aplastó tales pensamientos antes de que fueran más lejos. En el oubliette de su cerebro, aún medraban algunas pesadillas y no estaba preparada para asomarse. Nunca lo estaría.

Aun así, Josquin ocupaba sus pensamientos más de lo que ella quería. Soñaba despierta. Josquin le tocaba casualmente la mano al servir la cena… O necesitaba que lo ayudara a desabrocharse una hebilla problemática del jubón y… O ella se ofrecía a frotarle la espalda, pero dejaba caer el cepillo, y entonces…

¿Qué contenían esas elipsis? No se atrevía a poner en palabras lo que venía a continuación.

La cura para los pensamientos pecaminosos, sabía ella bien, era la Invocación de san Vitt: «Contra los demonios de la carne». Había tenido que aprenderla de memoria, aunque mamá afirmaba que sólo los hombres la necesitaban de verdad.

—Puede que tu futuro marido no la conozca —le había advertido mamá—. Quizá te toque a ti enseñársela.

Decía así: «San Vitt, sálvame, pues he pecado con el pensamiento. El placer es engaño, el deseo es egoísmo y la lascivia nos aparta de nuestro propósito, la mayor gloria del Cielo. Soy carne, y la carne es para los gusanos; no merece desear. Pongo en tus manos mis deseos para que los destruyas sobre el Yunque de la Virtud».

Y seguía una triste retahíla de recriminaciones y remordimientos. Tess rara vez pasaba del Yunque de la Virtud, que le provocaba un incontrolado ataque de risa por lo gracioso que era. La risa le traía cierto alivio, pero no el suficiente. No podía dormir.

Entonces, un día Josquin tiró su tintero a la bañera; la culpa fue de Tess, que lo puso junto a su codo en la tabla del baño sin advertirle que estaba allí. Había querido anticiparse a dárselo antes de que lo pidiera. El caso es que se derramó en el agua, lo que hizo que urgiera sacar a Josquin antes de que se tiñera de color azul oscuro. Tess retiró rápidamente sus papeles de escritura y la tabla sin percance. Él salió por sí mismo de la bañera, pero necesitó ayuda para secarse. Josquin, que sabía encajar los contratiempos, reía mientras Tess le frotaba las partes difíciles de alcanzar.

A la hora de acostarse, sola en su habitación, todavía lo secaba en su mente. Su textura era reciente y vívida, así como el peso, la flexibilidad, la tensión. También su olor, y recordaba la risa resonando en sus oídos, la calidez. Se imaginó besando esa boca (lo había anhelado en el momento, lo había tenido muy cerca); lo suaves que serían sus labios, lo dulces…

Lo deseaba. Ahí estaba, el pensamiento impensable.

Por los Santos del Cielo, no podía seguir así. No podía bajar corriendo y abalanzarse sobre él, y la Invocación de san Vitt era inútil. Por lo general, resolvía o eludía esa lucha interna, pero su confuso deseo por Josquin la hizo retroceder; su naturaleza sórdida siempre se enfrentaba a su deseo de ser buena. Se estuvo revolviendo desesperadamente en la cama como una trucha fuera del agua, hasta que le vinieron de golpe dos recuerdos a la vez.

El primero era la madre Philomela diciendo: «Nunca hay sólo dos opciones. Eso es una mentira para impedir que pienses demasiado a fondo».

Y el segundo era lo que Querida Dulsia había dicho antes de que los dolorosos recuerdos de Tess la interrumpieran. Estaba demasiado molesta para escuchar y, sin embargo, había retenido las palabras, porque ahí estaban, surgiendo en el instante de necesidad: «Tu cuerpo es tuyo, su disfrute es tuyo y nunca debes permitir que nadie, ni siquiera un santo, te prive de él».

Dos mujeres de su viaje: polos opuestos, ¿o no? Ambas trabajaban con cuerpos y daban consejos; había más similitudes entre la monja y la prostituta de lo que hubiera imaginado. ¿Y si esos polos no fueran excluyentes? ¿Qué pasaría si los opuestos pudieran combinarse y trascender, aceptada la paradoja, una vida entera vivida de forma contradictoria?

Parpadeó y por un segundo lo vislumbró de nuevo, una impresión en la retina de fuego azul pálido. La vida en la ciudad la tenía tan atareada que había olvidado esa otra sensación, la de ser libre de elegir.

Esa vez tenía licencia para dejar que su cuerpo actuara y tuviera lo que quería. No había desterrado a Josquin con aquella reflexión; regresó a ella, lleno y glorioso y resplandeciente como el sol. Tocó lo que requería que se tocase y dejó volar su imaginación a donde quisiera.

El punto final no se pareció a nada que hubiera esperado; era como toda la belleza del mundo canalizada de golpe por su columna. Como ser alcanzada por un relámpago hecho música. Sintió que se derretía hasta las extremidades.

Las lágrimas afluyeron a sus ojos. Nadie se lo había contado. Era el cuerpo. Todo. Nada.

Ahí.

Después, aunque sentía su cuerpo placenteramente a la deriva, no podía dejar de pensar (nunca se había considerado una filósofa; la inteligente era Seraphina). Eso, comoquiera que se llamase (Josquin probablemente lo sabría, si se hubiera atrevido a preguntárselo), era una forma más de recomponerse, como caminar o voltear heno. Bueno, más placentero que voltear el heno.

Mamá había sido bastante clara: los hombres podían disfrutar de sus deseos corporales, pero el destino de la mujer era el deber y el dolor (pese a que, era de suponer, una obtenía placer cumpliendo con el deber y sabiendo qué recompensas le esperaban más tarde). Tess se preguntaba si su madre había experimentado eso alguna vez. No pudo. ¿Cómo habría dejado de mencionarlo si lo hubiese sabido?

Era posible tener hijos y, sin embargo, no saberlo. Ella misma era la prueba.

Cuando ya se estaba quedando dormida, le vino de improviso, de manera hilarante, la idea de que debería contárselo a su madre. Debería contárselo a todos, predicar la palabra en las esquinas. Aquello era absurdo, por supuesto. Era más personal incluso que Anazzuzzia. Tampoco tenía el descaro de mencionar ese santo misterio en público.

En todo caso, todavía no.

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Dos semanas antes del Año Nuevo, Tess dio su conferencia en la Academia.

Josquin le prestó su mejor jubón. Estaba un poco pasado de moda (se excusó él; Tess, como goreddi, nunca había visto ninguno similar), pero tenía buen corte, de terciopelo marrón oscuro con mangas acuchilladas, bajo cuyas aberturas se veía un satén rojo. Uno podía casarse llevando puesto un jubón así. Tess puso la cabeza hacia abajo sobre un cubo y se cortó el cabello un poco más; Josquin lo llevaba largo, pero también tenía barba y una fuerte mandíbula.

Josquin chascó la lengua, no porque se trasquilara el pelo, sino por insistir en presentarse como Tespuco.

—No lo comprendes —le espetó ella, sacudiendo la cabeza y mirándose en el espejo. Parecía revuelta por el viento de un modo dramático, lo que la dejó bastante satisfecha—. Es mejor que siga fingiendo que soy un hombre. Ya he sido antes la única chica entre naturalistas. Jamás me tomaron en serio o, si simulaban hacerlo, buscaban algo a cambio.

—No todos son así —comenzó Josquin, pero se interrumpió cuando Tess le dirigió una mirada.

—Muy bien, digamos que no. Aun así, yo no soy extrovertida y sociable como tú. Tespuco es un escudo tras el que esconderme mientras hablo. Me da valor.

—Para eso podrías probar con una copa de vino —sugirió Josquin, y se quitó una pelusa de la manga.

—Por supuesto que no —replicó Tess, que tenía sus razones. Le cogió impulsivamente la mano y se la apretó—. Si tomara el suficiente vino para dominar mis miedos, se me olvidaría el discurso por completo.

Josquin le devolvió el apretón.

—Ojalá pudiera ir contigo y ser tu vino.

La forma en que lo dijo le llenó de júbilo el corazón, y fue igual de bueno.

Él no podía ir porque habían caído las primeras nieves y a su silla mecánica no le gustaba subir la cuesta resbaladiza. Tampoco a Tess le gustaba mucho. Contrató a un joven mozo de cuerda con trineo para que le llevara los accesorios y dibujos a través de la ciudad, y ella fue a su lado, llena de entusiasmo, dando puntapiés a las pellas de nieve.

A diferencia de la de San Bert, la Academia ninysh no era una iglesia reconstruida, sino que se había erigido para albergar a los pensadores y sus experimentos. Contaba con un gran anfiteatro y un salón de baile, laboratorios con relucientes mostradores de esteatita, una biblioteca, una colección de animales raros, una cafetería (que proporcionaba sustento a cerebros eruditos) y un anfiteatro más pequeño para los debates (el Debatidero, lo llamaban algunos, a pesar de que era un nombre estúpido). Una cúpula enorme, pura racionalidad expresada en piedra, coronaba el edificio. Cada peldaño de la entrada tenía incrustada una virtud científica con mármol diferente: «Razón», «Escepticismo», «Empirismo», «Diligencia». Parecían admoniciones bajo los pies; de hecho, resultaba difícil pisar nombres tan portentosos sin sentirse una inepta.

Tess titubeó ante los peldaños, como muchas almas sensibles antes, calibrando su mérito para ascender. Se pegó a un lado y subió sin pisar ninguna de las palabras.

Con ayuda de Josquin, había preparado dibujos y diagramas en grandes lienzos, visibles desde el fondo del anfiteatro: una versión del mapa que le envió al maestro Pasiofloria, una pintura que intentaba captar cómo había brillado Anazzuzzia en la oscuridad y un diagrama de la cámara completa con dimensiones inventadas. Podría tener kilómetro y medio de profundidad, ¿no? Parecía plausible para ella, que se había perdido alguna conferencia sobre la importancia de la medición y la instrumentación precisas. Llevaba también la última escama pequeña y un colgante que sus compañeras bordadoras habían hecho para ella, que representaba el dibujo de la piel de Anazzuzzia con colores chillones.

Como no había pronunciado nunca una conferencia formal, la había escrito entera y la había memorizado. Se había tomado muy en serio algunas sugerencias de Josquin y había omitido no sólo a Piztka, sino también a fray Mohosi y cualquier cosa que hiciera pensar que no iba con el único propósito de buscar a la serpiente. Eso conseguía que la historia estuviera más centrada, aunque la hiciese menos variada, profunda y veraz.

Más tarde, Tess no se acordaba de la conferencia propiamente dicha, sólo que le palpitaba el corazón y le sudaban las axilas. La voz le tembló al principio; después, cobró firmeza. Recordaba los rostros de la primera fila, ancianos filósofos con puntiagudas barbas de chivo, una mujer mayor con un vestido con un estampado de rombos que le recordaba a unas escamas. Evocó cómo todos contuvieron la respiración en un momento dado y cómo parpadearon las velas de la gran araña cuando soltaron el aire al unísono.

En ese relato, ella era un explorador trapacero, un Dormidio actual tras la pista de la bestia con nada más que su pericia y su astucia innatas. La había rastreado a lo largo de Goredd, acertando al deducir que determinados grandes socavones podían ser obra suya. Se hizo pasar por un peón caminero para indagar más y había conocido a un brillante geólogo que le facilitó la pieza que faltaba del rompecabezas (fue vaga respecto a esa pieza, pero al final repitió varias veces «Nicolás» con la esperanza de incrementar su reputación en la Academia; había olvidado que él despreciaba la institución).

Sólo vaciló cuando llegó la hora de describir a la serpiente, al percatarse de que el momento era todavía muy personal incluso sin Mohosi, incluso como Tespuco. Cierto que su impresión principal (que ella no era nada, y el consuelo que le había aportado) era inexpresable ante tan filosófica asamblea. Su conclusión era opuesta a la ciencia; era especulativa, subjetiva, y no estaba demostrada.

Aun así, había contado la historia hasta ahí con tal vehemencia y entusiasmo que, cuando se quedó de repente sin palabras, no pareció importarle al público. Muchos habían aplaudido, conmovidos por su pasión. Estaban con ella; esperaron.

—Ahí la encontré —añadió Tess, con voz espesa y sobrecogida—. Debajo de la biblioteca del monasterio de Santi Prudia. Y caí de rodillas y lloré.

El anfiteatro estalló en un estremecedor aplauso.

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Comoquiera que fuese, logró contar una historia convincente. Después, cuando los maestros de la Academia se acercaron a felicitarla y estrecharle la mano, cuando la mencionaron en la misma frase junto a las celebridades de la exploración ninysh, Nemadeaux y el capitán Foille, empezó a asimilar que la habían creído. Muchos académicos se habían mantenido escépticos respecto a que los viajes al sur (como el liderado por la Maestra Honoraria Margarethe, condesa Mardou) resultaran fructíferos y ahora parloteaban con entusiasmo. Anazzuzzia sólo era el comienzo. Se decía que había siete criaturas de esas, y Ninys podría ser la primera tierra en descubrirlas todas.

—Sólo sus poderes curativos lo convierten en el mayor descubrimiento de nuestra vida, tal vez del siglo —declaró el maestro Pasio-Horia—. ¿No os emocionan las implicaciones, doctor?

Quizás el médico al que se dirigía fuera un saar, porque se limitó a levantar una ceja.

—Está por ver… y por probar.

—Si pudiéramos embridarla de alguna manera —intervino un excitable erudito—, podríamos…

—Oh, hum. No —dijo Tess con cierta preocupación—. No es la clase de animal que se pueda embridar, caballeros. Es una fuerza de la naturaleza. Sería más fácil embridar la luna.

Todos rieron al oír esto y dejaron el asunto.

Uno de los maestros, un joven de cara chupada llamado Emmanuele, se resistía a dar crédito a la historia de Tess.

—No vamos a dar credibilidad a este goreddi, ¿verdad? Nos toma por necios. ¿Qué clase de nombre es Tespuco para un hombre de ciencia? Huele a impostura, y lo voy a demostrar.

—Haced lo que queráis —contestó Tess con arrogancia—. Los monjes de Santi Prudia pueden corroborar mi historia. Preguntad por fray Mohosi o por el padre Livian, el abad. Ellos os lo dirán.

Tal vez el abad se enfadara por haberlo contado, pero ya no era su secreto para seguir manteniéndolo. Pensó que Mohosi lo comprendería.

—Es lo que voy a hacer —confirmó Emmanuele con desdén. Se alejó ofendido, apartando el aire con sus codos puntiagudos.

Cuando Tess volvió a casa, ya era de noche. Había dejado las ilustraciones, que eran lo mejor. Ningún mozo habría podido seguirla danzando y brincando de regreso a casa de Gaida.

La habían creído, habían sentido lo mismo que ella. Y apenas podía creérselo.

Entró; se habría dirigido al piso de arriba de no ser por la luz bajo la puerta de Josquin. Probablemente estuviera leyendo o escribiendo, pero llamó para ver si necesitaba algo.

Abrió un poco la puerta. Estaba echado en la cama, leyendo a la luz de la lámpara.

—Ya estás aquí. —Levantó la vista del libro. Ella se lo tomó como una invitación a entrar—. ¿Cómo ha ido?

—Menos aterrador de lo que me temía —respondió Tess, y cerró la puerta tras ella. Se quitó el elegante jubón y lo colgó en una pequeña percha junto a la mesa—. Sus expediciones polares han resultado infructuosas, así que soy la primera exploradora en encontrar una, Josquin. La primerísima. —Hizo una cómica reverencia.

—Eso debe ser gratificante. —Le tendió una mano.

Ella se sentó en la cama a su lado. El se movió hacia la pared para hacerle sitio. Impulsivamente, Tess se echó junto a él sobre la colcha, con la cabeza en la almohada; la forma en que solía tumbarse junto a Jeanne para sus conferencias nocturnas.

La forma en que se acomodaba con desparpajo junto a Val… Era una posición con historia variada.

Se giró para mirar a Josquin de frente; estaba muy cerca. Los cautivadores ojos azules, la boca tierna, la absurda barba roja. Se puso de costado, le acarició la mejilla y le besó en la frente. Él no retrocedió ante su caricia ni ante el beso, así que a continuación buscó su boca y encontró un puerto acogedor.

La realidad superó todos sus sueños. Se sintió iluminada.

—Comprendo —dijo Josquin cuando ella hizo una pausa para recuperar el aliento—. Es así, ¿verdad?

Tess respondió con más besos. Él sonrió contra su exigente boca.

—Tess —dijo, ablandándose. Entonces apartó la cara para poder hablar—: ¿Qué me estás pidiendo, cariño?

Ella interrumpió su asalto y apoyó la frente contra la suya.

—Ya lo sabes.

—Sí, pero ¿y tú? —Tomó su rostro entre sus manos y la obligó a mirarle a los ojos.

—Por supuesto —aseguró Tess, vibrantemente enardecida, abalanzándose otra vez sobre él y besándole su barba mullida. Era como estar ebria, pero mejor, todo más nítido en lugar de embotado.

—Espera, espera. Escúchame, cielo —dijo Josquin, amable—. Comprenderás, espero, que me tome esto muy en serio. Si es tu primera vez, es una responsabilidad que yo…

—No es mi primera vez —atajó Tess, sonrojándose. Odiaba confesarlo, pero no podía, en conciencia, dejar que la creyera mejor de lo que era.

Sus pálidas pestañas aletearon con confusión.

—Tus preguntas del otro día, sobre las hierbas de Rebecca, me hicieron pensar que eras inexperta.

Fue grosero citar a su exnovia en la cama. Tess sintió que se cerraba la caja fuerte donde guardaba su corazón. Se apartó, y él pareció deducir que había cosas de las que no le importaba hablar.

—Puede que me equivocara —añadió, y posó una mano sobre su antebrazo—, pero eres diez años más joven que yo, Tess. Si te hiciera daño, aun sin querer, tu hermana…

—Comprendo —respondió Tess, zafándose de su mano—. No has terminado con Seraphina.

Josquin emitió una breve carcajada.

—¿Terminar con ella? Es una de mis más queridas amigas. Analiza mi poesía mejor que nadie. ¡No permita el Cielo que termine con ella! Quería decir que me mataría si te hiciera daño. Me daría caza, y mi incapacidad no iba a ganar la menor clemencia de sus manos.

Seraphina no había dado caza a Val, recordó Tess con amargura, después de que él hubiese… La cuestión no era lo que le había hecho. La había herido, y nadie la había ayudado. Entre él, Seraphina y Rebecca, había demasiada gente en la cama.

Tess se retorció y se frotó los ojos como si estuviera cansada para que Josquin no viera brotar las lágrimas.

—Ha sido un error. Tienes razón; no estoy preparada. He pasado por muchas cosas. No sabes ni la mitad.

—No me las has contado —susurró él.

—Ni lo haré —dijo ella, volviéndole la espalda—. Pensaba que tal vez era el momento y podría curar esas viejas heridas. Parecías bastante inofensivo.

—¿Inofensivo? —exclamó él, y luego la agarró.

Lo que sucedió a continuación sucedió tan rápido que, por un segundo, Tess no comprendió lo que había hecho. Estaba de pie, mirando a Josquin, que se tapaba la nariz. Ella había gritado; todavía podía oír el eco.

Su cuerpo había actuado sin ella. Otra vez. Después de todo su trabajo y su diligencia, su lucha por controlarse, ¿por qué seguía ocurriendo? ¿Cómo podía seguir acechándola así el pasado? Se tambaleó con desesperación. No iba a terminar nunca.

Se oyeron pasos fuera y apareció Gaida, con el gorro de dormir y el camisón, gritando:

—Josquin, ¿qué le has hecho a la pobre chica?

—No pasa nada, madre —dijo Josquin con voz nasal. Se apartó la mano para mostrar la sangre que goteaba sobre su labio superior—. La he alarmado, pero ya iba a buscarme un pañuelo y luego se acostará.

Los ojos de Gaida bailaron del uno al otro, como si no pudiera decidir si la nariz sangrante era la causa de la alarma de Tess o su efecto.

—Te espero fuera, Tess —dijo la anciana.

—Por favor, no —rogó Tess, mirando a Josquin a los ojos. Detener su hemorragia nasal no era suficiente; también había una hemorragia en su amistad. Aquello les llevaría algún tiempo.

Gaida se marchó, murmurando. Tess le acercó a Josquin el pañuelo solicitado y se apresuró al patio en busca de un carámbano. Él la dejó ocuparse de su nariz; no parecía rota, lo que era un triste consuelo. Tess no alcanzaba a comprender lo ocurrido, y menos aún saber qué decir. Se había vuelto de costado, él la había agarrado y un pánico, como la descarga de un rayo, le había recorrido el cuerpo entero. Al parecer, le había golpeado la nariz con la parte posterior de su cabeza antes de saltar fuera de su alcance.

—¿Sientes a veces como si tu mente estuviera llena de trampas? —preguntó Josquin con voz penosamente nasal.

—¿De trampas? —repitió Tess, sin comprender.

Él cerró los ojos, presionando lo que quedaba del carámbano contra un lado de su nariz.

—Hace mucho tiempo, iba buscando a los santos ninysh con tu hermana (con la que no he terminado), cuando divisamos la casa de santa Blanche la Mecánica al otro lado de un claro. No nos dimos cuenta, hasta que estuvimos en medio, de que el claro era cualquier cosa menos un claro. Lo entrecruzaban cables invisibles, cada uno conectado a una trampa. Hachas y troncos se precipitaron hacia nuestras cabezas, bajo mis pies se abrió un hoyo y tu hermana se enfrentó a arañas del tamaño de ovejas.

Tess le había oído contar esa historia a Seraphina; pero le había dado una sensación de leyenda, no de algo que hubiera acontecido a personas reales.

—Así que mi teoría es —continuó Josquin, dándole la vuelta al pañuelo para encontrar una esquina limpia— que nosotros tendemos trampas en nuestro cerebro de igual manera. Nadie puede ver los cables que las activan, ni siquiera quienes los han colocado, hasta que a alguien se le engancha un dedo del pie y las hace estallar.

»Creo —sostuvo su mirada de manera elocuente— que ahora mismo tú y yo nos hacemos volar el uno al otro. Con gusto me explicaré primero. Sé lo que ha pasado conmigo… —Tragó saliva con dificultad, subiendo y bajando la nuez en su garganta—. Me has llamado «inofensivo», pero mi cerebro ha entendido «roto».

—No lo decía en ese sentido —se apresuró a decir Tess, aunque era mentira. Sí lo había dicho, aunque no era todo lo que había querido decir.

Josquin sonrió lánguidamente.

—Lo ridículo es que soy inofensivo. Era inofensivo antes del accidente; pregúntale a tu hermana. Simplemente odio la implicación de que estoy impedido y emasculado. De que no podría hacer daño a nadie. En ese terrible instante, quería recordarte que soy lo bastante fuerte para hacerte daño si quiero. —Le brillaban los ojos; sangrar por la nariz no le había hecho llorar, pero sí confesarse—. Me avergüenza haber sentido la necesidad de demostrártelo. Lo siento.

—Lo siento —dijo Tess, y se sentó de nuevo. Pensó en besarlo, pero temió darle en la nariz. Se conformó con cogerle la mano y besarle los nudillos.

Él la miró expectante; le tocaba a ella a ayudarlo a comprender. Le temblaban los labios. No estaba segura de cómo iba a reaccionar. El momento de la descarga de un rayo… había tenido lugar en algún otro momento. Su cerebro había soltado amarras a tiempo, como el de Griss.

—No me gusta que me sorprendan por detrás —comentó ella al fin, débilmente.

Josquin asintió con seriedad.

—Lección aprendida, créeme. —Extendió un brazo, como para invitar a Tess a echarse y dejarse abrazar: de cara a él o como prefiriera. Tess vaciló, luego apoyó la cabeza sobre la almohada. Él se puso de lado y le acarició el cabello en silencio.

Tess se secó los ojos y se incorporó.

—Debería irme a dormir. —Su tono era sombrío. Se sentía como si hubieran transcurrido un millón de años desde su conferencia en la Academia y hubiese perdido toda la exuberante energía de sus miembros.

—Puedes dormir aquí —anunció Josquin—. No tienes por qué hacerlo, pero sabes que puedes.

Tess besó con cuidado esa boca fina y amable, y subió la escalera.