20

Tess corrió a su tienda. Oyó cómo Gen mandaba a todos que cerraran la boca y volvieran al trabajo, y a continuación un golpe suave de la solapa al entrar alguien.

Alzó la vista desde su catre, con la cara empapada, pero no era Gen quien la había seguido; tampoco se trataba de Félix (su segunda conjetura). Era Gran Arnando.

Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas junto a la cabecera del catre hasta que se calmaron sus sollozos. Entonces se pasó una mano por el cabello entrecano y dijo:

—Les decía a esos idiotas, Félix y Mico, que no parecía que te hiciera gracia ir con la damaelle, que tal vez eras daanita, como yo, y no querías decirlo. No me han hecho caso, y eso es lo que pasa. Félix tiene buen corazón, aunque le falta cabeza. Habría venido aquí corriendo, pero he pensado que quizá no querías verlo todavía.

—Gracias —respondió Tess. No le apetecía volver a ver a Félix jamás y esperaba que cayese en una sima.

Arnando bajó la voz:

—Gen anda rondando para mantenerlos a todos alejados. Nadie puede oírte. Cuéntame lo que sea, compañero, si eso te sirve de ayuda. Dulsia no te ha obligado a hacer nada en contra de tus inclinaciones, ¿verdad?

Tess negó con la cabeza, pero se echó a llorar otra vez. Arnando le cogió la pequeña mano recién encallecida con una de las suyas enormes y ásperas.

No le pidió más explicaciones, pero Tess quiso darle una. El recuerdo se había desatado en su interior, y estaba demasiado hundida para dominarlo y volver a enterrarlo. La única manera de liberarlo era pronunciarlo en voz alta.

No era la clase de cosa que se le cuenta a un extraño y, sin embargo, el hecho de que Arnando no fuese un amigo era un consuelo. Sería como confesarse con un párroco o, de acuerdo a su tamaño, con una montaña. Su instinto le decía que podía transmitirle su dolor. Deseó hacerlo.

—Ha hecho que me acordara de mi bebé —soltó Tess, y acto seguido se encontraba fuera del catre, en brazos de Arnando, llorando contra su poderoso pecho.

Pero él no dijo: «Un momento, ¿eres mujer?» ni «Entonces, ¿no te llamas Tespuco?». No se habría convertido en el capataz de la cuadrilla de la jefa Gen a menos que la hubiera impresionado, y no lo habría hecho si no fuese inteligente.

Arnando acunó a Tess contra sí, una roca en su mar tormentoso.

—Cuéntame tu historia.

pi

La abuela Therese fue un alivio durante el embarazo de Tess, pero Chessey, la partera, fue dura como el granito. En sus revisiones semanales en el panóptico dormitorio de los querubines, no paraba de trabajar. Cuando decía «Quítate el vestido», Tess obedecía. Chessey la pinchaba y palpaba con manos devastadoramente competentes, escuchaba su abdomen por medio de un tubo, y medía la longitud y la latitud de su barriga.

Si Tess sentía lástima de sí misma y empezaba a sollozar —como ocurría algunas veces—, Chessey le espetaba:

—Nada de eso. Puede que te hayas portado como una perra encargando este bebé, pero serás una princesa dándolo a luz. No es ningún desastre, y no es ilegítimo, diga lo que diga tu familia. El Cielo nos trae a todos a este mundo, y no me dirás que el Cielo no sabe lo que se hace.

La noche que murió la abuelita Therese fue la noche en que empezaron las contracciones, con tres meses de antelación. Ahora el recuerdo era borroso; Tess empezó a chillar en el jardín. El tío Jean-Philippe la llevó a la casa; enviaron a todo correr a un pinche al pueblo en busca de la partera; alguien debió de meter dentro el cuerpo de la abuela, pero Tess no se enteró de nada. La trasladaron a la habitación de los querubines, donde los criados bordoneaban a su alrededor como abejas, trayendo toallas y agua hirviendo. Para cuando llegó Chessey, la habían envuelto como una momia.

—No —ladró Chessey, y echó fuera a la gente para rescatar a Tess del lío de ropa blanca. Posó las manos sobre su vientre y lo exploró con los dedos—. Esto parece serio —murmuró, retirando el camisón.

Tess estaba demasiado atormentada a causa de las contracciones para protestar.

Chessey meneó su avejentada cabeza.

—¡Por los juanetes de los Santos! Estás a punto de tener el niño ahora mismo. No me gusta, pero se ha adelantado tanto que el té no lo va a detener. Incluso podría acelerarlo. ¿Puedes ponerte de pie con un brazo alrededor de mis hombros?

Tess respondió con una negativa, o lo intentó, pero lo único que le salió fue un agudo chillido de pánico como el silbido de una tetera. Chessey le embutió un trapo en la boca.

—Calla y atiende —soltó en un tono que no admitía discusión—. Puedes dar a luz de la manera más espantosa y atroz o puedes hacerlo de manera algo menos terrible. La segunda implica escuchar y hacer lo que yo diga. ¿Qué decides?

Tess, por cuyas mejillas caía un torrente de lágrimas, señaló apresuradamente a Chessey.

—Bien. Ahora deja de gritar. Malgastas unas energías que vas a necesitar más adelante. Ponte de pie. —Levantó a Tess de un tirón y le arrancó el trapo de la boca—. Es menos aterrador estando de pie, te lo prometo. Camina conmigo, no te dejaré caer, y cuando llegue el momento, lo afrontarás erguida, como una joven orgullosa, y no tumbada de espaldas como una perra acobardada.

Caminaban, se detenían por el dolor, caminaban un poco más, volvían a pararse. Cada vez que hacían una pausa, cada vez que Tess empezaba a flaquear y a tener miedo, Chessey le susurraba:

—Tú eres la viajera que lleva a cabo esta aventura. Eres la heroína que escribe la historia. Cuando el tramposo Pau-Henoa vagaba bajo la tierra, ¿qué encontró?

—El sol —resolló Tess cuando se le pasó la contracción y pudo hablar.

—Correcto —afirmó Chessey—. Incluso los paganos lo sabían: vagarás por los oscuros lugares bajo la tierra, pero regresarás con el sol.

La imagen del sol, la idea de la luz, la sostenía. Andaba cuando podía y esperaba cuando tenía que hacerlo mientras Chessey la guiaba por el laberinto de dolor.

Para cuando llegó el bebé, Tess había caminado por sí misma hacia una dama joven y orgullosa, y dejado atrás hacía rato todo vestigio de perra aterrada y sometida. Chessey recibió al bebé, como si recibiera generaciones de estrellas de mar, cortó el cordón umbilical y bañó al niño. Tess —que, después de luchar y triunfar, pudo acostarse al fin— acomodó sus exhaustos miembros sobre la cama; y con todo, no se sintió completamente exhausta. Su corazón se reanimó con una euforia inesperada, como si pudiera hacer cualquier cosa, como si nada fuera a hacerle daño nunca más.

Chessey le trajo el envoltorio y ella contempló por primera vez aquella cara diminuta y arrugada como una pasa. Tenía las manos perfectas. En su pecho se extendió una calidez, el amor más puro y doloroso que había sentido en toda su vida. El bebé estiró el cuello como una tortuga, con los ojos cerrados, buscándola a tientas con la boca, y ella pensó que iba a morir de felicidad.

—Estoy aquí —susurró contra su húmeda y dulce cabellera—. Siempre, Dormidio, corazón.

pi

Su respiración no era normal. Cada aspiración era ronca e irregular; Tess sentía el sonido como cortes en su piel.

—¿Qué le ocurre, Chessey? —clamó Tess, pero la partera meneó la cabeza con gravedad.

—Ha venido demasiado pronto —respondió—. Como el pan que se saca mucho antes del horno. Está sin terminar por dentro.

A instancias de Chessey, Tess probó a darle el pecho: «No es que tengas mucho que dar todavía, pero vamos a ver si puede mamar». Su boca era tan débil y diminuta que se atragantó y se puso azul. A Tess le entró pánico, pero Chessey, sin alterarse, lo reanimó. Había traído leche de cabra del pueblo y enseñó a Tess a mojar la punta de un pañuelo y dejar caer gota a gota en su boca. Algunas entraron, otras se salieron. Dormidio no abrió los ojos ni se durmió, sino que gimoteó de forma quejumbrosa como un gatito.

Al día siguiente, sus extremidades, que nunca habían sido fuertes, eran como de trapo; la piel, nada lustrosa, estaba demasiado gris. El tío Jean-Philippe envió un jinete veloz a Villa Lavonda en cuanto se puso de parto; mamá llegó sin papá, Jeanne ni Seraphina, y el poco sol que Tess había conseguido retener se apagó. Mamá entró como un temporal, como un nubarrón, y miró la cama echando chispas.

—Es una suerte —dijo por fin—. Le he rezado a san Vitt para que abortases, pero eso servirá.

—Hablas como si ya estuviera muerto. —Tess estrechó a Dormidio contra su pecho.

—Ármate de valor. Iré a buscar a un sacerdote para que traiga su salterio a fin de escoger un santo que interceda para que entre en el Cielo, sin que tenga en cuenta tus pecados. Necesitamos ponerle nombre.

—Ya se lo he puesto —contestó Tess con frialdad—. Se llama…

Pero, cuando cayó en la cuenta, no pudo decir «Dormidio». No podía decir que le había puesto ese nombre a su hijo por los relatos de aventuras que mamá no había aprobado nunca, que la habían empujado a meterse en problemas. Sabía lo que pensaría mamá; no podría soportarlo, así que se quedó sentada allí, boqueando como un pez, tratando de dar rápidamente con uno en sustitución,

—Julián —dijo Tess al final—. Como tu abuelo, el conde,

—¿Ese viejo demonio? —replicó Anne-Marie con el ceño fruncido, pero no propuso otro, así que se quedó con Julián.

Llegó el cura y se decidió el santo del bebé: san Polipus, el artero, a propósito para Dormidio y el conde Julián. Después, como tranquilizado de haber conseguido un buen abogado para su entrada en el cielo, el pequeño Dormidio empezó a desvanecerse. Su piel se volvió casi transparente, su respiración se hizo tan leve y somera que apenas se oía, y a la mañana del tercer día expiró en brazos de Tess.

No era capaz de… recordar cómo se dio cuenta. Sólo que estaba acostada y lo estrechaba contra su pecho, esperando contra todo pronóstico que aquello hubiera sido un sueño y que, conforme a la lógica de los sueños, se fundiese en su corazón.

—Has sido agraciada con un regalo, aunque no seas consciente —susurró su madre, tomando el diminuto cuerpo de sus brazos. (¿De dónde había salido? ¿Cómo se había enterado?)—. Hemos tenido que ocultar este embarazo, pero no hará falta mantener en secreto a ese molesto bastardo.

Tess no pudo replicar; no le quedaban fuerzas ni ganas.

—Cuando estés lo bastante repuesta para viajar, regresaremos a casa y te irás con tu hermana a la corte. Te necesita para mantenerse en el buen camino, puesto que ahora ya lo conoces. Puede que un día los santos escuchen tus plegarias y tu penitencia haya sido suficiente.

Ninguna penitencia podía ser más terrible que esa. Su corazón mismo estaba muerto.

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—Me quedé aturdida. —Tess levantó la cabeza del hombro de Gran Arnando—. Veía mi dolor desde fuera y comprendí que me iba a matar, así que no me permití sentir. Me lo amputé; todo me lo amputé, como si cogiera un cuchillo de carnicero y me mutilase yo misma…

El pie. Como en ese sueño en el palacio de verano de la reina, salvo que en el sueño había sido un acto de coraje, no de cobardía.

—Hiciste lo que tenías que hacer para sobrevivir —dijo Arnando, apretando su mejilla contra la frente de la chica. Olía igual que los campos polvorientos—. Si he aprendido algo sobre el dolor, es que es como una deuda con un prestamista: puedes demorar el pago, pero al final te toca saldarlo con intereses.

—¿Envían a alguien a romperte los dedos? —preguntó Tess, pensando en los Belgioso.

Arnando rio ligeramente.

—Ya buscas tú la manera de rompértelos por tu cuenta. —Hizo una pausa para dejar que ella reflexionara sobre lo que implicaba; Tess se hacía cierta idea—. En el corazón tengo un cuarto lleno de facturas sin pagar —continuó—. Todos tenemos uno. Es conveniente entrar de vez en cuando y repasar unas cuantas.

Tess se separó y se secó los ojos.

—Entonces, ¿la he pagado? ¿He terminado con Dormidio? —Se le quebró la voz al pronunciar su nombre y supo que no.

—Esa es muy grande, así que lo dudo —dijo Arnando, con la tristeza visible en sus ojos azules—. Puede que tengas que pagarla a plazos, pero ahora sabes que eres capaz. No te matará. Tienes los medios, Puco. —Se interrumpió, avergonzado por haberla llamado «cabeza de chorlito».

—Tess.

—Tess —aceptó, cogiéndole la mano y estrujándosela—. Eres más fuerte de lo que eras cuando ocurrió.

Ella asintió, aspirando con el último sollozo. Estuvieron sentados en silencio un momento y luego dijo:

—Me gustaría ponerme a trabajar ahora.

—Bien. —Arnando se levantó y le ofreció una mano—. Siempre hay cosas que hacer.

La ayudó a ponerse en pie y juntos salieron al sol abrasador del mediodía.