22

Recorrieron la caverna alrededor de la curva y bajaron por una pendiente escarpada, hacia el centro de la tierra. Pequeñas galerías secundarias se ramificaban a intervalos regulares, y Tess percibió que Piztka se detenía a olfatearlas, aun cuando la serpiente nunca podría haberse metido a presión en ellas.

—¿Sigue Kikiu aquí abajo? —preguntó Tess al figurarse qué era lo que estaba olfateando.

—Ya no —respondió Piztka, aunque olisqueó una prolongada última vez—. Confío en que te des cuenta de que he intentado localizarla, Tez. Hice un esfuerzo de buena fe y casi morí por ello.

La costilla rota hacía que a la chica le doliera al hablar, así que se limitó a asentir.

—Kikiu se ha ido —explicó Piztka al llegar a la parte del techo situada sobre la cabeza de Tess—. Ko se está volviendo más antinatural a propósito. Ya viste esa dentadura metálica. Ahora se ha hecho unos cuernos de hierro. Si ko ha decidido actuar como un monstruo, no sé qué más puedo hacer yo. Lo he intentado.

A Tess le costaba contener la respiración, como si llevase un corsé apretado, pero no podía dejar pasar eso sin comentar:

—No a… su debido tiempo, Piztka; no antes cuando… te necesitaba.

La cola de Piztka dio una brusca y serpentina sacudida de reproche. Después avanzó haciendo aspavientos por el techo, sin pronunciar palabra.

pi

Una hora más tarde, la linterna de Tess se quedó sin aceite, de modo que siguieron andando a la luz titubeante de la lengua de Piztka. Le latían las costillas y le constreñían la respiración; necesitaba descansar cada poco. Piztka esperaba con ella, aunque cada inclinación de sus espinas delataba irritación e impaciencia. Él podía recorrer las cavernas sin luz de ninguna clase.

Dos horas después, divisaron más escamas, similares a las que llevaba en el hatillo aunque mucho más grandes. Lo suficiente para que sirvieran de trineo en invierno. Tess, que ya estaba demasiado dolorida y agotada para continuar, se ovilló y se durmió en una de ellas. Piztka permaneció en vela.

Sin embargo, cuando se despertó, Piztka no se encontraba allí.

La chica esperaba que simplemente hubiera decidido adelantarse a explorar. Seguro que volvería. Se incorporó con cuidado en la oscuridad más absoluta y le llamó en voz baja:

—¡Piztka!

Su voz reverberó, como un mapa acústico que era incapaz de interpretar. Silbó, y gracias a eso se hizo una idea de la amplitud del espacio, por lo que experimentó un inesperado escalofrío y sintió que se le erizaba la piel.

No de miedo. De excitación.

Para intentar orientarse, buscó a tientas el borde liso de la escama en cuyo interior había dormido, desplazándose despacio. Se sentó con las piernas colgando por fuera para respirar (dolorosamente) y reflexionar. No temía que fuera a golpearse la cabeza con el techo abovedado. Suponiendo que no se hubiese dado la vuelta mientras dormía —en realidad, no era propensa a revolverse—, habría llegado por su derecha.

El avance hacia la serpiente debía de ser por su izquierda.

En su bolsa encontró pasas y la cantimplora, casi vacía: los límites de su supervivencia. Dio un sorbo y comió un poco, volvió a guardarlo todo y se puso de pie. ¿Caminar o gatear? Su caja torácica eligió por ella, oponiéndose a que sus brazos cargaran peso. Se enderezó con precaución y echó a andar como un bailarín en una danza, tanteando el suelo con la punta del pie antes de dar cada paso.

El miedo todavía no se había apoderado con ella, pero eso no era tan distinto de como había estado viviendo desde que se fue de casa. Si no podía ver adonde se dirigía en la caverna, bueno, tampoco vería el final del Camino. De hecho, decidió que eso formaba parte del Camino. El Camino de la Serpiente. Las cualidades más útiles para el que caminaba eran la flexibilidad y la disposición a improvisar.

Acababa de pensar aquello —y decidir que le gustaba— cuando empezó a cambiar la oscuridad frente a ella. Se detuvo y miró; los ojos le informaron gozosamente que delante había luz, un levísimo resplandor. Discernía la boca de una galería. Quizá. A no ser que se lo estuviera imaginando.

Unos cien metros más allá, se hizo inconfundible. La negrura fue convirtiéndose despacio en gris oscuro, como el momento en que, antes del amanecer, el cielo comienza a pensar en el día y las siluetas de los árboles se vuelven visibles, negro contra algo menos negro. Tess distinguió la forma de su mano. Apretó el paso. Anazzuzzia había brillado; no era imaginación suya. Piztka debía de haberla alcanzado, lo cual explicaba por qué no había regresado.

El suelo tembló. Tess se cayó y se agarró a una roca. Llovió arena sobre su cabello y se produjo un ruido tan bajo que no lo oyó tanto como lo sintió en el pecho. Su corazón y sus pulmones vibraron en sintonía. Las costillas, barómetro delicado de agonía, la dejaron sin aliento, con la frente perlada de sudor.

Cuando la tierra se calmó, continuó andando, sujetándose el costado, con la respiración irregular. Anazzuzzia debía de estar delante. Seguro que nada más podía hacer un ruido así, ni siquiera la misma tierra.

La galería giraba a derecha e izquierda, el resplandor espectral aumentaba con cada revuelta. La luz prefiere líneas rectas, de manera que sólo le llegaba una media luz en las curvas, un recuerdo de iluminación, un ensueño diurno del día. Al final la galería se abría a una sala tan vasta que Tess no veía el extremo opuesto. En realidad, no veía mucho aparte de la luz.

El suelo era un cráter enorme y en el centro había una esfera que emitía un frío fulgor azul, un color ahora familiar. Nada daba sensación de escama; la bola podría ser del tamaño de una casa.

No había ninguna serpiente; Vaciló al borde de la cuenca y después dio un paso indeciso.

—¡Tez! —exclamó una piedra junto a sus pies. Tess estuvo a punto de pisar a Piztka; había permanecido inmóvil, pero ahora bailaba alrededor de ella; al parecer, había olvidado su anterior enfado.

—¡Es el nido de Anazzuzzia! —exclamó—. Ese es su huevo. ¿No es extraordinario?

Lo era. Tess intentó decirlo, pero Piztka brincaba de forma tan cómica que tuvo que poner todo su esfuerzo para no reír. Reír era un suplicio. Se agachó y Piztka se restregó contra ella.

—Lo ha dispuesto ante mis ojos. Debe de ser su antigua cuna.

—¿Dónde está ahora? —susurró Tess, y echó un vistazo en derredor. ¿Era peligroso invadir el nido de una serpiente? El instinto maternal podía volver feroces incluso a los seres plácidos.

—Se ha ido —resonó la voz cascada de Piztka; por lo visto, no compartía su inquietud—. Tal vez en busca de alimento. Poner huevos consume energía.

Tess apenas podía apartar los ojos del huevo. Su luz parecía remolinar y cantar, como la superficie de un río.

—Es su sangre la que lo hace refulgir —dijo Piztka, anticipándose a la pregunta de Tess—. Probablemente se irá apagando a medida que se seque.

Observaron en silencio.

—Piztka —dijo Tess por fin—, tengo miedo… Tengo que irme…

—Aguarda hasta que regrese. Mira a los ojos a Anazzuzzia y después dime si aún tienes ganas de estar en otro lugar.

Tess se removió con un gesto de dolor.

—No lo entiendes. He caído aquí… sin estar preparada. Casi se me ha terminado el agua. Quiero…, no quiero morir de sed.

—Oh, ¿eso es todo? —dijo Piztka, animándose—. Espera aquí. Buscaré una salida a la superficie.

Cuando regresó, el resplandor del huevo casi había desaparecido. Piztka había tenido el detalle de hacer una antorcha para su amiga.

—He encontrado una subida que no requiere reptar por el techo. Sígueme.

La condujo a una galería que, para sorpresa de Tess, parecía artificial; una escalera cincelada que ascendía en espiral.

—A lo mejor antes esto era una mina —especuló Piztka—. La sala podría haber contenido minerales provechosos. ¿Salitre? ¿Es eso lo que se usaba en el fuego de san Ogdo?

Tess carecía de erudición caballeresca y no estaba segura. Subió sola la escalera.

Surgió, con las piernas de trapo después del prolongado ascenso, a una gruta decorada. Encima del arco de la entrada había tallada una antigua inscripción: «PUERTA DE PAU-HENOA».

Conocía ese nombre: era el dios pagano tramposo, el que había bajado a las profundidades de la tierra a buscar el sol. Quizá se trataba del lugar donde el mundo había engendrado la luz.

O quizá los paganos habían vislumbrado un huevo de la Serpiente del Mundo.

A pesar de la inscripción, la gruta se había transformado por completo en un santuario de santa Prue —santi Prudia en ninysh—, con su altar, bajorrelieves sobre la historia de su vida y flores secas en el suelo. Un símbolo pintado a mano prohibía a todos, menos al abad y los priores, descender por la escalera, oscura y resbaladiza, y conducía a una cámara de meditación que no contenía ninguna clase de tesoro. Tess se preguntó si aquella última declaración hizo que la gente quisiera mirar y cerciorarse. En el mundo había inconformistas, y ella debería saberlo.

Por lo visto, también había monjes que conocían la existencia de Anazzuzzia, lo cual era mucho más sorprendente.

En el exterior se alzaba imponente el enorme monasterio, circundado por un muro. Tess divisó un huerto al otro lado y más dependencias exteriores de las que se molestaría en contar. La campana que convocaba a los monjes a sus tareas empezó a repicar, y oyó ruido de pisadas y fragmentos de cánticos. Rodeó el complejo en dirección a poniente hasta que llegó a las puertas y vio que el monasterio, al igual que el santuario, estaba dedicado a santi Prudia. Aquellos monjes serían historiadores y archiveros, pero, si ella tenía hambre, seguro que no le prohibirían la entrada.

La tierra gruñó otra vez. Tess se sujetó, apretando los dientes por el dolor de costado, y a continuación llamó a las soberbias puertas de bronce del monasterio.

Un panel se deslizó lateralmente y un par de ojos color avellana y largas pestañas escrutaron a Tess a través de la rejilla.

—¿Habéis llamado? —preguntó una voz nasal de tenor—. ¿O ha sido la tierra?

Tess adoptó un ademán piadoso.

—Alabado seáis, hermano. Pasaba por aquí… y estaba…

—¿Aterrado por los temblores de tierra? Hombre sensato. Volved por donde habéis venido. —El panel se cerró de golpe.

Tess, irritada, volvió a llamar. El panel se abrió muy despacio, ahora sin ojos visibles; sólo oscuridad en el fondo de la portería. Cuando Tess se acercó más para atisbar la penumbra con ojos entornados, apareció de repente el monje, sobresaltándola.

—Largaos. A la tercera no seré amable.

—¡No habéis sido amable ni una sola vez! —Tuvo que contener la respiración—. ¿Es así como vuestra orden trata a… los indigentes y los hambrientos? ¿A compañeros clérigos? Soy… seminarista.

Los ojos parpadearon y Tess oyó una exclamación en voz baja, algo similar a «maldición». La puerta se abrió con un golpe y allí plantado se hallaba un monje flaco y encorvado, quizá cinco o seis años mayor que ella, con una sotana azul. Su nariz afilada habría parecido decidida si el resto de su rostro no hubiese reflejado tanta resignación; era la única discrepancia, y una un tanto decepcionante.

—Pasad, entonces. Y para que conste: no parecéis seminarista. Parecéis un sabihondo. —Dio un paso a un lado para dejar que entrase—. Yo soy fray Mohosi, para cuando informéis de mí al abad. ¿Cómo os llamáis vos, hermano?

—Jacomo. —Tess le tendió la mano y fray Mohosi frunció el ceño. Sólo entonces advirtió que tenía la manga derecha vacía, atada con un nudo para que no le estorbara—. Os ruego que me disculpe. —Y enseguida le ofreció la mano izquierda en su lugar. El aceptó el ofrecimiento, sin abandonar su expresión escéptica en ningún momento. Tess hizo una mueca: su brazo izquierdo conectaba directamente con sus costillas doloridas.

Lo único que quería era un poco de comida y agua, pero fray Mohosi no quiso ni oír hablar de darle una hogaza y dejarle seguir su camino. No, no; no podía tratar a un seminarista de manera tan poco hospitalaria (salvo a los de San Abaster; a esos pájaros mejor ahorcarlos). Tenía que ofrecerle una cama, al menos. Tess protestó —Piztka se preocuparía si pasaba toda la noche fuera—, pero pronto quedó claro que no tendría comida a menos que permitiera a fray Mohosi mostrarle primero los dormitorios. Le siguió por las profundidades del monasterio hasta una angosta celda.

—Tenemos todas las dulces exigencias de la vida monástica: catre estrecho, ventana sin cristales, reclinatorio sin acolchado —declaró, señalándolos—. Aquí no somos grandes auto flagelantes, pero puedo conseguiros una cuerda con nudos si la necesitáis.

Tess soltó una risita dolorida; fray Mohosi le lanzó una mirada cortante.

—Lo siento. —Se puso colorada—. Creía que estabais bromeando.

—Supongo que sí —respondió él en tono sombrío—. No estoy acostumbrado a que nadie lo encuentre gracioso.

Hicieron un breve alto junto al pozo para que Tess pudiera lavarse —tenía sucias la cara y las manos, y arenilla en el cabello— y después fray Mohosi la condujo al refectorio, una amplia sala donde los monjes efectuaban sus comidas en común. La campana había tocado media hora antes para la cena, pero nadie había empezado a comer todavía. El abad, sentado a la cabeza de la estancia con los priores y los monjes más antiguos, aún peroraba sobre las Disquisiciones de santi Prudia.

—«Forjamos historia de nuevo cada día», dice santi Prudia, pero ¿qué significa? —estaba diciendo el abad cuando entraron.

Fray Mohosi avanzó entre los bancos repletos de monjes, guiando a Tess hacia el otro extremo de la estancia. Los únicos asientos vacíos estaban detrás de los novicios, que se negaron a desplazarse y dejar que Mohosi se sentase delante de ellos. Siguió un forcejeo silencioso, el cual perdió Mohosi. Hizo un brusco corte de mangas a sus arrogantes subalternos, con cuidado de que no lo viese el cabeza de mesa, y se sentó en el fondo con Tess, a regañadientes.

Uno de los novicios, con los ojos desorbitados de indignación, levantó la mano para pedir la palabra.

—El saber no es nada —dijo el abad, ignorando la mano. Un monje veterano de cabello gris y rostro arrugado se levantó, exhalando un profundo suspiro, y se dirigió al fondo de la sala; el sermón continuaba, imparable—: La interpretación da valor al saber, pero debe evolucionar conforme emerge nuevo saber…

—¿Qué haces aquí? —siseó el monje veterano, que de inmediato identificó a fray Mohosi como el problema—. Tienes servicio en la puerta.

—Un visitante —susurró Mohosi sonoramente, y señaló a Tess—. ¿Tendría que haber dejado que se muriera de hambre?

El monje veterano se sentó al lado de Mohosi y mantuvieron una conversación con la mirada hasta que acabó el sermón. Tess los observaba fascinada. La expresión del anciano monje iba de severa admonición a preocupación paternal; la del más joven decía «vete al infierno» y luego, cuando el anciano se alejó, dejó traslucir desesperación.

—… de mil verdades incompletas, un todo más grande. Así sea —concluyó el viejo abad.

—Así sea —repitió reverentemente toda la sala, y a continuación sacaron la comida, más de la que Tess había visto desde la boda de su hermana: asado de venado, de cordero y de jabalí, cada uno con su salsa; pan blanco, verduras guisadas, delicado repollo con manzanas.

—Presenta a tu invitado, fray Mohosi —le instó el monje mayor mientras se servía chirivías.

Mohosi sacó su puntiaguda nariz de la copa de vino y la dirigió hacia Tess.

—Hermano Jacques do Mort, seminarista.

Tess sonrió otra vez, pero no sabía si bromeaba o había olvidado su nombre de verdad.

—Hermano Jacomo —le corrigió.

—Bienvenido. Yo soy fray Lorenzi, archivero mayor —declaró el monje más anciano, inclinando un poco la cabeza. En la calva de su coronilla tenía manchas de vejez—. Después de cenar, os mostraremos nuestra biblioteca.

—Es la joya de Santi Prudia —intervino fray Mohosi, arrastrando las palabras.

Tess se encogió ante su tono; si fray Lorenzi captó el sarcasmo, no dio muestra ninguna. Con el ceño fruncido, fray Mohosi cambió su copa vacía por otra llena de un novicio. Tess conocía esa artimaña.

—¿A qué seminario asistís? —preguntó fray Lorenzi. Tomaba la comida a pequeños mordiscos y masticaba a conciencia, como un conejo viejo.

—Al de Santa Gobnait, en Villa Lavonda —respondió Tess. Seguro que habían identificado su acento.

—¡Ah, naturalmente! —dijo el archivero con inesperado entusiasmo—. ¿Todavía es prior allí mi sobrino Bastien o se ha retirado?

Tess vaciló, haciendo que fray Mohosi se quedara congelado, con la mano junto a la copa de fray Lorenzi. Estaba a punto de hacer el cambio, pero todo dependía de que ella lo distrajera. La miró con ojos desencajados.

—Ah-h-h. —Tess alargó la exclamación, tratando de sostener la mirada del archivero—. No se había retirado cuando me fui, pero llevo meses de viaje, de modo que es posible… —Movió las manos con elocuencia; Mohosi hizo el cambio. Quizá eso la había hecho sonreír un poco.

—¿Adonde viajáis? —inquirió fray Lorenzi, sin percatarse de las triquiñuelas de Mohosi.

—En realidad, estoy siguiendo los consejos del prior Bastien —respondió—. Había perdido la fe, así que…

—¿Vuestra fe o vuestra vocación? —inquirió fray Lorenzi mientras juntaba las yemas de sus huesudos dedos.

Ella sabía que la pregunta era un precipicio sobre un profundo océano filosófico.

—¿Las dos?

—Es una cuestión personal, disculpadme —dijo el viejo archivero—; pero la vocación es algo sobre lo que medito mucho. Cuando se encuentra, ¿a qué se debe? ¿Acude antes de la obra o es una buena obra, hecha con generosidad, la que comienza a llamarnos poco a poco?

Fray Mohosi volvió los ojos con dureza, luego parpadeó como si hubiera tensado algo.

Resultaba evidente que se trataba de una vieja disputa entre ellos. Tess escuchaba sólo a medias el bordoneo de fray Lorenzi sobre el amor y el trabajo; estaba ensimismada con la expresión de Mohosi. Era una absoluta máscara de desdén y, a pesar de eso, adivinaba torbellinos detrás —de desesperanza y de desesperación— con tanta claridad como si fuese transparente. Sus ojos enrojecidos no se encontraron con los de Tess.

Era una ruina, la versión humana de la Vieja Guarida. La chica se sentía como si estuviera viéndose a sí misma en la boda de Jeanne, pero peor. Como una caricatura. Aunque esperaba no haber llamado tanto la atención.

Mohosi miró la copa de Tess. Esta la deslizó hasta él mientras el archivero se servía salsa. Mohosi hizo una mueca de desdén, pero la apuró de un trago.

Un temblor hizo que se tambalearan los candelabros y mandó la salsera al otro extremo de la mesa. La sala se quedó muda un momento, y luego los hermanos siguieron comiendo y debatiendo las menudencias de la historia como si nada hubiese ocurrido.

Anazzuzzia habría regresado ya a su nido; Piztka se preguntaría por qué ella no.

—Gracias por la comida y por la buena compañía —dijo Tess a los presentes—, pero tengo que irme.

Fray Lorenzi se mostró decepcionado.

—¿No pretenderéis dormir a la intemperie? Quedaos hasta mañana, al menos.

Le dolían las costillas; una noche bajo techo le haría bien. Además, Piztka estaría embelesado con Anazzuzzia y, ahora mismo, no la echaría de menos. Tess accedió, lo cual alegró manifiestamente al anciano monje. Mandó a un novicio refunfuñón a relevar a fray Mohosi en el servicio de la puerta y después acompañó a Tess a la cabecera del refectorio. Fray Mohosi los siguió, taciturno y con paso inseguro.

El archivero mayor le presentó al abad, padre Livian, tan viejo y frágil que el cráneo parecía brillarle a través de la piel.

—Quedaos el tiempo que queráis, hermano Jacomo. —Los priores le ayudaron a ponerse de pie—. Pero no os sorprendáis si nuestra biblioteca os inspira para uniros a nuestra orden. Es la más selecta en las Tierras del Sur.

Al parecer, la biblioteca era un destino habitual después de cenar; fray Lorenzi condujo a Tess junto con una multitud de monjes que marchaban en la misma dirección. Llegaron a una cámara octogonal de techos altos llena de pupitres, un scriptorium, que era la primera sala de la biblioteca. Los hermanos se sentaron en sus sitios dispuestos a reanudar su trabajo. Muchos se habían llevado la copa de vino sin terminar y la colocaron junto al tintero. La chica se preguntó si se habrían equivocado de recipiente alguna vez al ir a beber y si, en tal caso, les importó.

Fray Mohosi consiguió abrir el tintero con una mano, incluso borracho. Afiló su plumilla contra una piedra y no miró a Tess.

El archivero mayor le hizo dar una vuelta por cuatro habitaciones abovedadas, resplandecientes con rico y oscuro enmaderado, doradas columnas y vidrieras de colores.

—Tenemos más de cinco mil volúmenes —anunció con modestia.

Era magnífica y, si Tess no hubiese visto nunca la biblioteca del castillo de Orison, que contenía las colecciones de san Ingar, habría estado de acuerdo con la afirmación del abad.

—Nuestros escribas copian cada libro que entra —explicó fray Lorenzi—. A los viajeros les gusta dictar sus aventuras. Tenemos libros que no existen en ningún otro lugar.

Tess tenía historias dignas de ser contadas. No sabía si ofrecérselas.

—Decidme —añadió fray Lorenzi, bajando la voz y mirando hacia el scriptorium—, ¿conocíais a Mohosi de antes?

—¿Antes de que perdiera el brazo? —susurró Tess sin pensar, especulando.

—No —respondió el archivero, desconcertado—. Bueno, sí; pero me refería… ¿No sois un viejo camarada de sus días de soldado?

Tess debió de parecer tan estupefacta como se sentía, porque fray Lorenzi sacudió la cabeza frunciendo el ceño.

—Disculpadme, Pensé que era posible, dado que os ha traído a cenar. Se supone que los huéspedes de vuestra condición comen en la cocina. Además, le habéis sonreído y… la gente no suele reaccionar así ante Mohosi.

Fray Lorenzi se esforzó por sonreír, aunque con los hombros hundidos. Cuando acompañaba a Tess de vuelta al scriptorium, la biblioteca sufrió una sacudida lo bastante fuerte para hacer danzar las arañas del techo y derribar gruesos libros de los estantes superiores. Fray Lorenzi arrugó el entrecejo ante tal contratiempo y colocó en una balda más baja los libros caídos.

Ningún monje hizo comentario alguno sobre el temblor; debían de sufrir esos seísmos a menudo, y la leyenda encima de la escalera llamaba al nido «sala de meditación». Probablemente había volúmenes sobre Anazzuzzia en la biblioteca.

—¿Cuántos años tiene este monasterio? —le preguntó a fray Lorenzi en alto para que lo oyeran todos.

—Quinientos once —contestó con orgullo.

Varias docenas de ojos se alzaron para mirarla. Lo sabían. ¿Hombres dedicados al conocimiento viviendo encima de una serpiente inmensa durante quinientos años y llevando meticulosos registros escritos? No podían ignorarlo; la única duda era si hablarían con ella al respecto.

Con seguridad, no habían compartido su conocimiento con el mundo exterior. Val habría dado un riñón por entrevistarse con uno de los hermanos, de haber sabido de su existencia.

Pero Val no estaba allí. Estaba Tess. Y sonreía absurdamente para sus adentros.

Lo mejor era, sin duda, abordarlo de manera directa y respetuosa:

—Hermanos, he llegado aquí a través de las cavernas. Sé quién las ha hecho y quiero saber más. ¿Qué podéis decirme sobre la serpiente gigante que tenéis debajo?

—¡Ja, ja! —prorrumpió fray Mohosi.

El resto de la sala guardó silencio, no tanto enojados u hostiles como cautelosos. Fray Lorenzi escrutó el rostro de Tess.

Tess probó de nuevo:

—Es evidente que queréis guardar el secreto, y lo respeto. No obstante, he encontrado a ese ser por mi cuenta, siguiendo los socavones que ha hecho. Sólo quiero saber algo más sobre ella… Seguro que lo comprendéis, y debéis de saber más que nadie.

—Un momento, ¿qué? —Mohosi miró a sus hermanos con cara de espanto.

Los novicios parecían igual de confundidos, pero los monjes más viejos observaron a fray Lorenzi como si esperaran instrucciones.

El archivero parecía afligido.

—Los novicios aún no han accedido a esa información —dijo, dirigiendo a Tess una sonrisa triste y pesarosa. Les hizo un gesto a los nuevos reclutas para que salieran, incluido fray Mohosi, que debía de ser demasiado joven o demasiado irresponsable. No obedeció por las buenas; ofreció resistencia, chocando con atriles y taburetes. No apartó los ojos de fray Lorenzi en todo el trayecto’—. La llamamos la Señal de santi Prudia —continuó mientras conducían a Mohosi a la puerta—. Regresa a intervalos irregulares, acompañada de temblores de tierra…

—Alto, no; un momento —soltó Mohosi. Se sentó para bloquear la puerta, negándose a dar un paso más. Sus escoltas le tiraban del brazo, pero no se atrevían del todo a sacarlo a la fuerza—. Habíais dicho que la tierra desperezándose era una Señal de santi Prudia. Nada de lo que alarmarse.

—En efecto, nada de lo que alarmarse —repitió fray Lorenzi con calma.

—¡Por el diablo, cómo que no! —exclamó Mohosi, y liberó su brazo de la prensión del otro monje. En el scriptorium, sus hermanos se besaron los nudillos contra el mal—. ¿Una serpiente que provoca cataclismos y hace socavones? ¿Cuándo ibais a hablarme de eso?

—Una vez que hubieras demostrado que lo merecías —respondió fray Lorenzi—. Tenía absoluta confianza en que, con el tiempo, lo conseguirías.

Mohosi se levantó de un salto y esquivó la acometida de su escolta, que cayó sobre una librería.

—¿Qué hace ahí abajo? ¿Qué come? ¿Qué quiere? —Con cada pregunta elevaba la voz media octava.

—Hablaremos de esto más tarde, cuando te hayas calmado —sentenció el archivero mayor.

Varios monjes más trataron de sacar a Mohosi a la fuerza. Por borracho y flaco que estuviera, lo habían adiestrado para la lucha en otro tiempo y era sorprendentemente ágil. Derribó a un hermano, esquivó a tres más y, no se sabe cómo, acabó encima de los pupitres, saltando de mesa en mesa y desparramando los montones de páginas manuscritas. Los pergaminos volaban como hojas en un vendaval; los monjes se precipitaron a recogerlos.

¿Estaba alterado por la serpiente o intentaba alterar a los demás? Tess no estaba segura del todo.

Fray Mohosi acababa de optar por subirse los hábitos y menear sus desnudas posaderas ante la sala (lo que contestaba a la pregunta no formulada de Tess), cuando se abrieron las puertas y entró el abad, el padre Livian, en brazos de dos priores. Se hizo el silencio en el scriptorium; incluso Mohosi se quedó petrificado en mitad de un meneo, con la cara hasta el suelo. El padre Livian, vetusto como era, abarcó de una mirada la estancia (pergaminos, caos, nalgas, todo) y dijo en voz baja:

—Fray Lorenzi, si sois tan amable, quiero hablar un momento con vos.

Fray Lorenzi tuvo suficiente presencia de ánimo para indicar primero a uno de los monjes jóvenes que atendiera a su huésped y, para su consternación, acompañaron de nuevo a Tess a su celda, donde le dieron las buenas noches.

pi

La despertó la campana llamando a maitines (en realidad, no había sueño que la resistiera) y se levantó sólo para descubrir la puerta cerrada por fuera. La aporreó y gritó en vano, así que se volvió a la cama con la esperanza de que fuese un sueño y que las cosas fueran diferentes al levantarse.

El desayuno la despertó la segunda vez: una bandeja por debajo de la puerta. Tess se vio obligada a admitir que estaba encerrada y no tenía idea de por qué.

El abad la visitó al mediodía, con los priores asomando detrás de él, y le explicó que la Señal de santi Prudia era un misterio sagrado y, por lo tanto, no era posible dejar que se fuera. Sin embargo, podía ingresar en la orden y una vez que hubiera adquirido suficiente antigüedad…

Tess le cerró la puerta en la cara; tal vez no fue la idea más inteligente, ya que volvieron a echar el cerrojo de inmediato. La joven se dejó caer sobre la cama y allí permaneció todo el día. La ventana, aunque sin cristales, era demasiado estrecha para escurrirse por ella.

Se despertó sobresaltada para descubrir a fray Lorenzi sentado a los pies de su camastro. Traía un rollo de pergaminos bajo el brazo y llevaba gafas. La luz que entraba por la ventana se había vuelto anaranjada; el sol casi se había puesto, Tess se incorporó rígida, con dolor en el costado, y trató de sacudirse el embotamiento.

—Perdonad que os despierte, hermano Jacomo —empezó hay Lorenzi—, pero necesito vuestra ayuda, y creo que vos necesitáis la mía.

—No puedo entrar en vuestra orden —contestó Tess, dispuesta a explicar el porqué si eso la sacaba de allí.

Al monje se le hicieron más profundas las arrugas de la frente.

—Bueno, podríais si quisierais; aunque yo discrepo con nuestro abad en que ser testigo de la Señal de santi Prudia signifique que se haya hecho la elección por vos. —Bajó la voz, como si el padre Livian pudiera oírle—. Nuestra obligación es conservar e interpretar el saber, no ocultarlo. ¿Por qué el mundo no debe conocer la maravilla que habita bajo nuestros pies? ¿Somos los únicos dignos de vislumbrar la majestad del Cielo? No puedo aceptarlo.

»Sin embargo, sí no os sentís llamado, no se os debe forzar a quedaros. Ambos sabemos que no sois seminarista. —Sonrió un poco ante la turbación de Tess—. No más fingimientos, Jacomo. Mi primo Bastien no ha sido nunca prior. Es el archivero mayor; viene de familia. —Sacó una complicada llave de su faltriquera y la depositó sobre el catre, entre los dos—. Esta llave abre todas las cerraduras del monasterio. Obviamente, la puerta principal estará vigilada, pero también está la cancela del huerto, donde cargamos barriles de sidra, y el portillo del fondo de la capilla, en caso de incendio. Hay varias más; daréis con el camino. —Se pasó el rollo de pergamino a las manos, apretándolo con nerviosismo—. Dejad la llave en el santuario. La encontraré.

—Gracias —dijo Tess con incredulidad—. Pero ¿por qué me ayudáis?

—Porque hay alguien más a quien parece que no puedo ayudar —respondió con tristeza fray Lorenzi. El brillo de sus lentes le ocultaba los ojos mientras desenrollaba los pergaminos sobre el fino cobertor.

Eran páginas extirpadas de libros, todas escritas por una misma mano (la izquierda, notó Tess). Al principio pensó que quería que las leyera, pero pertenecían a textos diferentes y los pasaba demasiado deprisa.

Los márgenes estaban poblados de innumerables dibujos excéntricos.

—Mira este. —El hombre señaló un perro que llevaba una mitra de obispo.

Tess lanzó una mirada al viejo archivero, tratando de averiguar si esperaba que se horrorizara o se sorprendiera. Su expresión permanecía neutra; aun así, sus ojos brillaron al mostrarle el dibujo de fray Mohosi: una batalla entre ejércitos de cangrejos y de ranas. Tess concluyó que el anciano admiraba esos dibujos, aunque era demasiado circunspecto para confesarlo.

Había una monja poniendo huevos, un noble con cabeza de pez, un reconocible padre Livian que recogía fruta de lo que sólo podía describirse como un árbol de testículos. Eran horribles e hilarantes, e hicieron que a Tess le doliera algo en el corazón.

El viejo bibliotecario apretó sus secos labios.

—En un primer momento, le mandé rehacer todo. Como eso no le hizo desistir, enseñé sus garabatos al abad, que lo encerró en el agujero de la bodega. A Mohosi no parecía importarle; pero finalmente fui incapaz de seguir. Dejé de denunciar, dejé de arrancar hojas. Hay demonios fálicos, gaitas con forma de trasero, todas las cosas escandalosas que podía concebir, diseminadas por toda la biblioteca para edificación de los futuros estudiantes, que el Cielo les asista.

—Entonces… ¿queréis detenerle? —inquirió Tess, que se esforzaba por comprender.

Fray Lorenzi se sobresaltó.

—No, no. Paró en cuanto se dio cuenta de que no lo iban a castigar más. Todo ese talento feroz y escandaloso le importa un higo. Quería un correctivo y ha encontrado otras formas de ganárselo. —El bibliotecario alisó las páginas sobre su rodilla—. Ya casi no me habla. Esperaba, cuando le sonreíste, que quizá descifrarais su interior. Que trabarais amistad con él. No obstante, os vais.

—Así es —confirmó Tess, estudiando su rostro.

—Bien —dijo Fray Lorenzi lacónicamente mientras volvía a enrollar los pergaminos—. Sólo permitidme reiterar: esa llave abre las cerraduras de aquí. Todas. No tendréis problema.

No era muy sutil. Tess tomó la llave y simuló abrir el aire.

Todas. Incluso el agujero del sótano. —Fray Lorenzi se levantó; se detuvo con una mano en la puerta, y el semblante apenado y lleno de esperanza—. Gracias —susurró—. Él es el hijo que nunca tuve. No sé qué más hacer.

Se marchó. Tess se calzó las botas, recogió sus cosas y se escabulló por el corredor de los dormitorios; luego cruzó las cocinas abovedadas y entró en la bodega. No encontró ningún «agujero»; sólo barriles, cuévanos y una oscura escalera a los subsótanos. Se adentró más a través de más salas de almacenamiento, y se disponía a desistir cuando descubrió detrás de un tonel de cerveza una depresión en el suelo cubierta por una reja. Al acercar la lámpara, asomaron unos dedos sucios entre los barrotes como tímidos renuevos de primavera.

—¿Fray Lorenzi? —llamó una voz acongojada.

—Me envía él a liberaros —explicó Tess, arrodillándose junto al agujero y metiendo la llave en el candado.

Las bisagras chirriaron al retirar la reja hacia atrás. Los ojos de Mohosi reflejaron la luz de la lámpara como los de un animal asustado. Tenía el mentón verdoso por la barba de un día.

—Dadme la mano —dijo Tess, y alargó la suya hacia él.

—¿Que os la dé? No tengo de repuesto, no como otros —replicó Mohosi, sin hacer amago de levantarse. De hecho, se aplastó para que Tess no lo alcanzara—. No voy a salir. No hace falta que os molestéis.

Tess se tumbó bocabajo, con los brazos cruzados junto al borde del hoyo, fascinada. Su petulancia no iba dirigida a ella y probablemente no había nada que Tess pudiera hacer para remediarlo; sin embargo, eso la atrajo como la llama a una mariposa nocturna.

—¿Estáis enfadado porque no ha venido Lorenzi? —conjeturó—. Ha pensado que no querríais hablar con él.

—Probablemente no lo habría hecho —contestó Mohosi a regañadientes—. Soy un ingrato incorregible.

—Amargo como la hiel —replicó Tess. Lo reconoció, aunque no veía la causa—. ¿Es porque perdisteis el brazo?

—¿Perderlo? —exclamó él—. Jamás. ¿No existe en goreddi la expresión «daría mi brazo derecho»? Yo di el mío para liberarme del sometimiento de los Archipiélagos. Me arrojé a los pies de un caballo.

Tess hizo una mueca, imaginando la desesperación que hacía falta para llegar a algo así.

O el valor.

—Fue un intercambio estúpido; había dado por supuesto que podría regresar a casa —explicó fray Mohosi, cada vez más tranquilo—. No comprendía que era una simple moneda en manos de mi padre, el baronet. Destinarme a la guerra reportaba escaso beneficio, pero tenía que emplearme en algo. Yo no tenía voz ni voto en el asunto. Me redestinó aquí y decidió que mi hermano pequeño se hiciera soldado en mi lugar.

—Os preocupa que hieran a vuestro hermano —sugirió Tess, buscando aún a tientas la explicación.

Espero que le hieran —corrigió Mohosi desde lo hondo del agujero—. Le gusta matar y se le da bien. Recuerda mis palabras: si arden los Archipiélagos, el causante habrá sido Robinót, y su patético hermano Mohosi será el responsable en última instancia. Debíamos haber sido un soldado débil y un sacerdote terrible; era nuestro destino como segundo y tercer hijos de un baronet, y no habría detrimento ninguno salvo para mi espíritu. —Se le quebró la voz—. Ahora el mundo tiene que sufrir a un monje incompetente y un teniente hachero discutiblemente bueno, lo que es muchísimo peor.

—Vos no sois un simple monje —intervino Tess en tono alentador—. Sois historiador. Si hay problemas en los Archipiélagos, como decís, puede que algún día el conocimiento que tenéis de vuestro hermano os permita escribir la definitiva…

El zapato de Mohosi fue directo a la oreja de Tess, donde rebotó hacia el agujero y le acertó a él en la cara.

—Maldita sea —se quejó, frotándose la mejilla—. No, no soy historiador. Estoy atrapado, tanto como lo estaba antes, pero sin un miembro de sobra que roer.

«Fray Lorenzi dice que, si estudio, los hilos de la verdad se unirán en un tapiz numinoso y brillante, o en nada. Pero ¿sabéis cómo veo yo la historia? Mi madre llorona y mi padre atrabiliario; mi dulce hermano mayor, daanita, obligado a azotar a sus siervos y engendrar un heredero; mis hermanas casadas con manirrotos sólo para unir sus tierras a las nuestras; y un pequeño demonio que ha cambiado los sermones por la alabarda gracias a mi egoísmo.

»La verdad es esta, hermano Jacomo: la historia es un agujero en cuyo fondo hay un maloliente sumidero, un suelo húmedo y un monje licencioso que no ve cómo salir de la oscuridad.

Tess tardó un momento recuperar el habla; la palabra «egoísmo» resonaba en su interior, evocando recuerdos y remordimientos. La antigua amargura nunca había desaparecido del todo.

—Yo he vivido en ese agujero —reconoció en voz baja—. Y os aseguro que no es lo único que existe. El mundo es diferente de lo que pensáis.

Mohosi produjo un sonido grosero con los labios.

—Aun así —continuó Tess, levantándose del suelo y sacudiéndose la suciedad del jubón—, no puedo obligaros a salir. Fray Lorenzi confía en que os vayáis; yo sólo quiero que tengáis la opción.

A Mohosi se le debilitó la voz:

—¿Irme… del monasterio? ¿Adonde iría?

—Podríais venir conmigo —sugirió Tess, sin estar muy segura. Fray Mohosi sería un compañero de viaje deplorable, aunque tal vez esa opción fuera mejor que no tener ninguno. Piztka había concluido su búsqueda; Tess aún no había asumido lo que eso significaba—. Tengo que ocuparme de ciertos asuntos en la caverna; después, me dirigiré a Segosh.

—¿A ese estercolero? —exclamó él, recobrando el desdén con fuerza renovada.

—¿Acaso es peor que en el que estáis? —replicó Tess.

El silencio pareció intensificarse mientras fray Mohosi lo sopesaba.

—Buena pregunta —dijo al fin, y se sentó—. Segosh es ciertamente peor. Está claro que mi destino es seguir rodando cuesta abajo.

Se puso en pie tambaleándose. Tess vaciló y luego dijo:

—¿Podéis trepar?

—¿Qué creéis? —ironizó Mohosi. Alargó la mano para que lo ayudase.

Se sacudió la sotana de detritos de la bodega y a continuación la guio por silenciosos pasadizos hasta los jardines; se detuvieron junto al pozo para que Mohosi bebiese y se echase un cubo por la cabeza, algo de agradecer, pues olía fatal. La puerta del huerto era la más cercana, así que salieron por ella y la cerraron. Tess avanzó por la ondulante hierba hacia el santuario, con Mohosi pisándole los talones. Dejó la llave en el altar para fray Lorenzi mientras Mohosi estudiaba la inscripción pagana sobre la puerta de abajo, meneando la cabeza.

—Tengo que volver a bajar antes de irnos —dijo Tess.

Mohosi arrugó la nariz.

—Abajo… con la serpiente gigante. A propósito.

Había subestimado su terror en la biblioteca.

—Si tenéis miedo, podéis aguardar aquí; pero antes o después fray Lorenzi vendrá a buscar la llave y no sé lo que tardaré. He recorrido un largo camino… —Varias vidas, le parecía—. Después de lo que he pasado para llegar aquí, tengo que ver a la serpiente. Y no puedo dejar a mi amigo ahí abajo sin despedirme.

Mohosi se miraba los zapatos mientras Tess hablaba; cuando levantó la barbilla, sus ojos tenían un brillo inusual.

—De acuerdo entonces. Visitemos a ese monstruo. ¿Y por qué no también al diablo?

Descendieron. A mitad de camino, un tremendo temblor sacudió la escalera y la hizo ondear como el océano. Se arrojaron al suelo y se agarraron a los escalones con todas sus fuerzas. Tess rogó a santa Prue (porque parecía prudente) para no ser enterrada viva en el hueco de la escalera.

Cesaron las sacudidas, y Tess se levantó, pero fray Mohosi no podía mantenerse en pie; temblaba como si el seísmo siguiera en sus propios huesos. No todo su miedo había sido una actuación, Tess le cogió la mano, le ayudó a levantarse y lo sujetó durante el resto del descenso.

Así fue como Tess, de la mano con un monje, entró en la gran cámara y lo vio.

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El mundo era diferente de lo que cualquiera de los dos había pensado.

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Tras aquello, Tess siempre sintió que las palabras no podían describir ni de lejos ese momento.

No es que no lo intentase, sino que describirlo era como pretender transportar un río en una taza de té. O aún peor: la experiencia era como una perfecta capa de hielo, fina como el papel, en la superficie de un estanque, y cada palabra de la descripción se asemejaba a una fuerte pisada, que destruía lo que pretendía esclarecer. La serpiente era, en verdad, zmepitlkikiu, la muerte del lenguaje.

La única aproximación era mediante analogías, aunque Tess no conocía muchas buenas.

Muy al norte, en el continente de Iboia, había un abismo, un tajo en la faz del mundo tan profundo y ancho que no se veía el fondo, ni siquiera el lado opuesto en un día brumoso. El borde, donde la roca era frágil y quebradiza, suponía un verdadero peligro de caer y rodar cerca de dos kilómetros, rebotando y maldiciendo. Sin embargo, la gente se acercaba atolondradamente, boquiabierta; no daba crédito. El abismo era demasiado grande para concebirlo.

Tess, por desgracia, no tenía acceso a esa metáfora.

Al final de la Guerra de santa Jannoula, cuando san Cazuela Astrosa se levantó del pantano y rodeó Villa Lavonda, despidiendo tierra y rocas y árboles y resplandeciendo con la luz del mismo Cielo, la gente cayó de rodillas, se prosternó y lloró de gozo y de terror. Su presencia era tan sublime que escapaba a la comprensión del entendimiento humano.

Tess, que estaba en los túneles cuando se levantó san Cazuela Astrosa, tampoco pudo hacer esa comparación.

Lo más que podía alcanzar eran las estrellas. En cierta ocasión, Kenneth le había explicado que, aunque parecía que el cielo se arqueaba arriba y que abajo la tierra descansaba sólidamente, arriba y abajo eran meras convenciones.

—En realidad, estamos anclados a una esfera —había dicho—. Desde algunas perspectivas, arriba es hacia la tierra y abajo, hacia el cielo; y todo, personas, caballos, catedrales, sueños, está suspendido en el vacío incesante, apenas colgando.

Después de aquello, Tess había mirado las estrellas de otra forma, tumbada con la espalda bien pegada a tierra, y había sentido la emoción y el pánico de que la gravedad por capricho pudiera dejarla caer al cielo, y caer eternamente.

Anazzuzzia le hizo revivir ese terror y esa alegría. La cámara entera dolía de vida vibrante mientras su sangre luminiscente latía bajo escamas lechosas y translúcidas. Sus inmensas sinuosidades y espiras se curvaban de manera imposible, como arcos de piedra hechos de cielo meridiano, abiertos con fuego en la negrura de la noche. Tess tuvo que entornar los ojos porque la luz era excesiva. Todo en Anazzuzzia era excesivo.

Y Tess era evanescentemente pequeña.

Todo desaparecía. Val. Dormidio. Mamá.

«Todos tus fracasos y esperanzas, tu sufrimiento y tu esfuerzo —parecían decir las grandes espiras— son insignificantes comparados con esto. No son nada.

Tú no eres nada».

Era un consuelo no ser nada; producía una sensación profunda y hermosa y verdadera.

Lloró.

Junto a ella, Mohosi sollozaba por sus propios motivos. Tal vez por los mismos. Tess no le soltó la mano. No advertían el paso del tiempo.

Todo era nada. Exactamente como debía ser.

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Mohosi rompió el hechizo al cabo de lo que podrían haber sido horas.

—La luz necesita el gran alivio de la oscuridad —dijo, y pese a que los pensamientos de Tess habían ido en otras direcciones, lo comprendió—. Las semillas brotan en la oscuridad. Se conciben los hijos y el sol renace. La muerte nos devuelve a ella. La oscuridad no es…, no es mala.

Estaba llorando otra vez. A Tess no se le ocurrió otra cosa que abrazarlo, con la cabeza apoyada en su hombro. Él se aferró a ella con furia hasta que se le sosegó la respiración.

—Vos no sois malo —susurró Tess entre su cabello. Le besó impulsivamente la coronilla.

Experimentar la nada le había dejado un inesperado sentimiento de plenitud.

Mohosi se incorporó y se secó la cara con el extremo de la manga. La luz azulenca le daba un aspecto fantasmal.

—Espero que no os decepcionéis demasiado, hermano Jacomo, pero… tengo que volver. Yo… —Se le quebró de nuevo la voz, pero se serenó por sí mismo—. No puedo creer lo que voy a decir, pero he oído la llamada.

—¿Vuestra vocación? —susurró Tess, feliz por él.

Mohosi se encogió de hombros con timidez y esbozó la primera sonrisa que Tess había visto en él, un poco exigua, irónica y desacostumbrada.

—Son palabras solemnes, y significan que al fin uno advierte lo que tenía justo delante de él. Pero la Admonición de santi Prudia estaba pintada con letras kilométricas. «Oh, ignorante», decía, «tu vida no es una tragedia. Es historia, y es tuya». —Dirigió una mirada de disculpa a Tess—. Tenía un terrible aunque tranquilizador sentido del momento. Las palabras no son…

—Lo sé —respondió la joven—. Yo también he tenido un momento así.

—¿Os importaría hablarme de él? —preguntó con timidez fray Mohosi.

Pero antes de que ella pudiera responder, Anazzuzzia hizo un movimiento. Rozó el techo, y rodaron rocas desprendidas por encima su cuerpo refulgente como granos de arena. Un pedazo del tamaño de una casa de labranza se estrelló y se desintegró con un ruido como el fin del mundo, A lo largo del techo oscuro surgió una grieta más oscura, como un relámpago negro, que iba creciendo y ramificándose según se extendía.

Tess y Mohosi se abrazaron atónitos, olvidados de poner a salvo sus vidas, hasta que surgió una silueta de entre las sombras y los empujó hacia la escalera.

—¡Marchaos! —gritó Piztka—. ¡Salid! ¡Se está cayendo!

Tess fue la única en comprender las palabras. Agarró a Mohosi del brazo y lo arrastró hacia la escalera de caracol. El suelo se agitaba con tal violencia que apenas podían mantenerse en pie. Ascendieron interminablemente, con las paredes desmoronándose a su alrededor. La linterna se estrelló contra las rocas; pero siguieron avanzando a oscuras hasta que emergieron a otra espléndida noche otoñal.

Sólo las estrellas permanecían inmóviles.

La llanura ondulaba. Las manzanas se desprendían en el huerto zarandeado. La torre del campanario osciló, haciendo sonar las campanas, como si la agitase una mano invisible, y a continuación la biblioteca de Santi Prudia pareció derretirse cuando se hundió bajo ella la cámara de Anazzuzzia. Una nube de polvo se elevó de la sima.

Fray Mohosi se detuvo, tambaleante sobre sus pies.

—¡Dulce hogar Celestial! —murmuró—. Muchas veces he rezado por que desapareciera este lugar, Jacomo. Pero no así.

Tess lo siguió en medio de la nube de polvo, tosiendo y ahogándose, y gritando el nombre de Piztka cuando cogía aire. El pequeño quigutl no respondía.

Cuando lo alcanzó, Mohosi daba instrucciones a sus hermanos aquí y allá, organizando a los atribulados monjes en cuadrillas para quitar vigas del techo y liberar a los frailes atrapados. Él era el único puntal de serenidad en esa tormenta de pánico, tocando las mejillas húmedas y tiznadas de sus hermanos y susurrándoles al oído.

Tess sólo lo vio vacilar cuando miró hacia el precipicio. Al principio, pensó que se debía a su impresión de ver a Anazzuzzia de nuevo, no como el signo revelador de su vocación, sino como el monstruo que acababa de destruir su hogar…, y sin duda luchaba con esta terrible paradoja. Pero Tess siguió su mirada y descubrió que la superficie de la serpiente, su resplandor perceptible en el crepúsculo, estaba cubierta de piedras, estanterías rotas, miles de libros y los cuerpos destrozados de quienes se hallaban en la biblioteca.

El archivero mayor, reconocible por su pelo acerado y sus delgadas extremidades, yacía en una actitud dislocada. Fray Mohosi cayó de rodillas. Tess se apresuró a su lado en un instante.

No sabía qué decir, por lo que se sentó junto a él en silencio. Fray Mohosi dejó escapar un fuerte suspiro y se pasó la mano por la cara.

—¿Estáis bien? —susurró por fin Tess.

—No, claro que no. —Le temblaba la boca—. Pero estoy acostumbrado, Jacomo. Ellos no lo están. Creo que puedo mostrarles el camino de salida. Ahora comprendo que no es una cuestión de fe o de esperanza; existe y podemos encontrarlo. Aunque tardaremos algún tiempo.

Echó una última y larga mirada al cuerpo destrozado de fray Lorenzi y se llevó la mano al corazón, como si presionándolo pudiera conservarlo.

Luego se levantó tembloroso, agarrándose al brazo de Tess, y regresó a donde lo necesitaban.

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Fray Mohosi no paró en toda la noche, tranquilizando a sus conmocionados hermanos e impartiéndoles instrucciones prácticas. Indicó amablemente a un grupo de bibliotecarios, que no cesaban de lamentarse, que el refectorio aún seguía en pie; entonces, dejaron de quejarse y se dedicaron a trasladar allí a los heridos. Como soldado, Mohosi había aprendido a vendar una herida y fajar un esguince, pero no podía apañarse con una sola mano; instruyó con calma a un novicio y este enseñó a otros. El padre Livian había recibido un golpe en la cabeza y parecía desorientado; Mohosi lo llevó con los aturdidos priores, los cuales salieron de su perplejidad y organizaron una especie de nido para él en la cabecera de la estancia.

Al poco, todos los supervivientes estaban cuidando de los heridos, siendo atendidos o rescatando las provisiones y artículos a los que podían llegar sin peligro. Tess se había unido a los encargados de vendar. Le dolían las costillas de manera atroz. Durmió un poco debajo de una de las mesas del refectorio y, cuando se despertó, fue otra vez en busca de Mohosi para ver qué más se necesitaba.

Lo encontró en la periferia de una reunión de monjes decanos, sentado como un perro pastor; los había juntado él y los vigilaba para que no se dispersaran. En cuanto la vio, se escabulló silenciosamente y la llevó a lo que quedaba del huerto.

—¿Ha sobrevivido vuestro amigo? —preguntó—. Supongo que era él quien nos empujó escaleras arriba.

Tess desvió la mirada; había estado evitando pensar en el destino de Piztka.

—Lo era. Y no lo sé.

—Bajad a buscarlo —dijo fray Mohosi, mirándola fijamente—. Y después debéis emprender el camino hacia Segosh, si es que tenéis intención de ir.

—Aún necesitáis ayuda aquí —empezó Tess, pero el pequeño monje alzó la mano.

—Habéis ayudado, y os lo agradezco de todo corazón —replicó—, pero en ningún momento os habéis planteado ingresar en nuestra orden; si vais a iros, para mí será más fácil que lo hagáis ahora.

Tess se tambaleó al levantarse, golpeada por una repentina oleada de afecto. Su cerebro repasó una serie de argumentos pueriles, tratando de idear una manera de quedarse, pero era imposible. Ese no era su sitio. No habría podido abrazar la orden aunque hubiese sentido la llamada.

De todas formas, no era esa clase de afecto. Podía marcharse y llevarlo consigo. El tiempo no haría mella en él ni lo apagaría la distancia.

Lo rodeó con sus brazos, todo dolorido. Pudo percibir la sonrisa en la voz de fray Mohosi cuando dijo:

—Presentad mis disculpas a Segosh, pero aquí tengo mi propio estercolero del que ocuparme.

Tess le dedicó una última mirada. Ahora fray Mohosi parecía más cansado que desesperado; su decidida nariz había encontrado al fin su lugar. Dio media vuelta pata irse antes de que le flaqueara el valor para hacerlo.

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Con gran nerviosismo, regresó al santuario de Santi Prudia. La llave de fray Lorenzi se encontraba en el suelo, entre cascotes. La escalera de caracol parecía sorprendentemente intacta, así que emprendió el descenso.

Cuando se derrumbó la caverna, Piztka estaba justo detrás de ellos. Lo rememoraba una y otra vez en su mente. Pero ¿lo había aplastado o había conseguido apartarse y se había librado?

Le daba miedo averiguarlo.

El pie de la escalera estaba obstruido por los escombros, pero consiguió salir por una estrecha grieta cercana al techo, con las costillas clamando de dolor. El otro lado, la caverna que ahora era un pozo, era amplio y luminoso, inundado por el sol de mediodía; un puñado de páginas sueltas revoloteaba atrapadas en una corriente de aire. Trepó por montañas de libros y rocas, que se deslizaban, desplazaban y desmoronaban bajo sus pies.

—¡Piztkaaaaaaa! —lo llamó. No obtuvo más respuesta que su eco.

La cuenca del nido de Anazzuzzia se había llenado de escombros; la misma serpiente estaba medio enterrada, cubierta de polvo y piedras. Apenas era perceptible su fosforescencia, pero aún irradiaba calor. Tess, embotada por el agotamiento y la preocupación, se sintió empujada a seguir entre los escombros, por encima de un último montón de libros destrozados. La serpiente, o al menos los anillos que no estaban enterrados, se alzaba como un muro viviente, temblando de aliento y esperanza. De una herida en la parte superior fluía un hilo de sangre resplandeciente, ya casi seca.

Tess se acercó, hipnotizada, y presionó con la palma de la mano el reguero de sangre pegajosa del costado. Un fuego azul le subió por el brazo; no habría sabido decir si literal o figurado. Gritó, pero el dolor ya había pasado; sólo le quedaba una imagen oscilante, un calor suave que inundaba su cuerpo. Dejaron de dolerle las costillas, dejó de dolerle el alma, y se llenó de inesperada confianza; «Soy Piztka».

Apartó la mano instintivamente. Había oído la voz en su cabeza. Imposible.

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Anazzuzzia refulgía delante de ella, inescrutable,

«¿Soy Piztka?». No había muerto, estaba segura, aunque podría haber sido… ¿subsumido? ¿Absorbido o devorado? La voz había sido tan tranquilizadora que no temía por él.

Era lo que él había deseado. El fin del singular-utl, lo que quiera que significase eso. Le sobrevino, y no por primera vez, la idea de que daba igual cómo había intentado definir el viaje de Piztka: búsqueda, ritual, peregrinación, religión; Piztka siempre había borrado las huellas y la había eludido. En realidad, había tomado un camino que ella no podía seguir ni comprender.

Estaba bien. Tenía que estarlo.

—Cuida de él —le dijo a la serpiente, como si su exhortación pudiera tener algún peso. Era tan razonable como dar órdenes a una montaña.

Se limpió la mano con las hojas de un libro destrozado y a continuación emprendió el camino de vuelta a la escalera, con menos precaución que antes.

Casi había llegado al pie cuando una hoja suelta voló hasta su tobillo y se le quedó adherida. La cogió y vio, junto a un relato de una antigua guerra, el dibujo garabateado de un monje tocando lo que sólo se podría como describir gaitas con formas de trasero. Tess se echó a reír y a llorar, ambas cosas a la vez, y luego guardó el dibujo en su bolsa y siguió andando.