7

Gracias por ayudarme a escapar —dijo el macho adulto Piztka en el pajar del corral de las cabras, una vez que hubieron comido su escasa cena—. Es la segunda vez que me nombras la vida.

—¿Que te qué? —preguntó Tess deteniéndose, con la polvorienta manta a medio sacar de su saco.

Nombrar tiene un matiz diferente en quootla, disculpa. Quiero decir que es la segunda vez que me salvas la vida.

—¿Iban a matarte? —inquirió Tess horrorizada.

—Con el tiempo —respondió Piztka—. Tal vez no en sentido literal. No sé cuánto tiempo habría podido resistir frente a ellos o cuándo habría decidido que no valía la pena luchar por mis convicciones.

Tess sacudió la manta, la extendió y se tumbó, echándose una parte por encima y dejando una orilla para que Piztka se tendiera. Este se acurrucó a su lado como un perro caliente y espinoso.

—¿Así que te salvé la vida aquella vez en el sótano? —murmuró Tess con la mirada perdida en la oscuridad. En realidad, sabía que le había salvado la vida, pero quería oír que había hecho algo bueno de niña. «Si fuiste capaz de hacer algo bueno, no pudiste nacer mala».

Piztka estaba de cara a ella, con el hocico escamoso pegado a su nariz.

—No lo dudes. Aquel último güevo era demasiado grande para poder expulsarlo; yo sabía que lo iba a ser incluso cuando se estaba formando la cáscara. Me puse a ponerlo solo porque creía que moriría si no, y no quería darle a Karpez esa satisfacción.

—¿Karpez? —preguntó Tess mientras se apartaba del fétido aliento de Piztka.

—Mi hermano. —Piztka se retiró—. Karpez era… ¿Cómo se llama el que es profundamente creyente y no puede dejar de hablar de ello?

—¿Sacerdote? —sugirió Tess perpleja—. ¿Filósofo? Los dragones y los naturalistas también…

Filózofo —dijo Piztka, satisfecho con la palabra goreddi—. Nos no tenemos una palabra concreta para eso; «quigutl» solía ser suficiente. Hubo un tiempo en que todos éramos filózofoz, pero las cosas han cambiado. Vamos a la deriva y la más ligera brisa puede mandarnos a donde quiera.

Tess reconoció esa última sentencia como una cita de Dormidio y sonrió para sus adentros. Cuando era pequeña, a Piztka y a ella les fascinaban los cuentos; Tess había intercambiado relatos de Dormidio por los antiguos mitos quigutl sobre enormes serpientes bajo tierra.

—Está visto que las ideas de Karpez resultan pegadizas; se adhieren a mis hermanos como una segunda capa de escamas. Cuando terminó la guerra y el ardmagar Comonot legalizó la venta de nuestros artilugios en las Tierras del Sur, Karpez decidió que era nuestra oportunidad. Podíamos acumular dinero y volvernos más como los saar —explicó Piztka, apartándose inquieto de Tess. Empezó a pasear de un lado a otro en el pajar—. Seríamos implacables, lógicos, dominantes, mezquinos. Acaparadores. Sin compasión con los débiles. De este modo los saar lograron poder mientras nos nos arrastrábamos en la sombra, alimentándonos de basura.

«Pero mírame: pequeño para mi edad, nunca el más fuerte. Sin embargo, mi mente y mi corazón se mantenían imperturbables; discutí mucho con mi hermano y hubo quienes coincidieron conmigo.

»Karpez me tendió una emboscada y me llenó de güevos, a sabiendas de que ponerlos podía matarme.

—¡Por los huesos de los Santos! —exclamó Tess, horrorizada de que su amigo hubiera sufrido un acoso violento (por parte de un hermano, nada menos) y hablara de ello con total naturalidad, como si no fuera algo insólito.

—No me hubiera importado morir —dijo Piztka, que había malinterpretado el espanto de Tess—, pero ko habría invitado a todo el mundo a verlo y fzepme en juicio.

Piztka demostró el fzep con un punzante coletazo a la pierna de Tess.

—¿Vino Karpez a Puentefé? —preguntó Tess.

—Karpez murió —declaró Piztka con un tono que impedía seguir haciendo preguntas—. Pero subsisten las ideas de ko y, cuando me opongo a ellas, obtengo cosas peores que un mero fzep.

—¿Por qué te encadenarían y te obligarían a quedarte? ¿No habría sido más grato para todos que te marcharas?

—Esa —empezó Piztka— es una historia para otro momento. Prefiero con mucho oír lo que has estado haciendo tú estos seis últimos años a revivir mis peores recuerdos de Puentefé en una noche. —Se sacudió como un perro y a continuación metió el hocico en la axila de Tess—. No me equivocaba: has tenido un niño. No lo niegues; tengo el olfato más fino de la naturaleza.

—En realidad, no puedes notar olor a niño debajo de mi brazo —replicó ella en un tono forzado de ligereza, luchando contra la agobiante pesadez que le iba invadiendo las tripas.

—Es el tejido mamario. Cambia cuando…

—Vale. Déjalo —le cortó Tess. De repente, le asomaron lágrimas en los ojos. Se rodeó la cabeza con los brazos como para contenerlas.

No se atrevió a llorar. Tres años de dolor contenido habían acumulado presión, como el agua en una presa, y no podía soltar sólo un poco. Irrumpiría sin control, la hendiría en dos y la mataría, igual que intentar poner un huevo demasiado grande.

Piztka le olfateó la cabeza con inquietud.

—¿Qué te ocurre?

—Lo siento —se disculpó Tess—. Lo siento. Ya… me controlo. Estaré bien en un minuto.

—No; lo siento yo —dijo Piztka atropelladamente—. No huelo a niño pequeño en ti. No había considerado lo que eso implica. No tienes que contarme la historia si te hace daño.

No obstante, Tess necesitaba decir algo o la historia se apostaría entre ellos como un sapo malévolo, envenenando el aire mismo. A lo mejor resultaba un alivio contárselo a alguien como Piztka. Seguro que él no la juzgaría. Pero no quería sentir nada mientras lo contaba, lo cual era un reto.

Se devanó los sesos componiendo una versión oficial y objetiva. La única manera era juzgarse a sí misma.

—Fui estúpida.

—Eso no me lo creo —dijo Piztka, acariciándole el pie.

Tess aspiró una profunda bocanada de aire cargado de olor a cabra.

—Necia, entonces. Después de la guerra, empecé a frecuentar San Bert a escondidas y a asistir a clases de filosofía natural. En parte, atraída por tus viejas historias de la Serpiente del Mundo. —Otra profunda bocanada—. Quería saber más sobre esa y otras maravillas que pudiera esconder el mundo. —Y se había aburrido y enfadado con su madre. No tenía sentido entrar en todo eso.

—¿Ves? —exclamó Piztka—. Querías aprender las leyes de la naturaleza. ¡De estúpida nada!

Tess sonrió con melancolía ante su ingenua fe en ella, pero no le contradijo. Si se interrumpía, perdería impulso.

—Conocí a un joven, Valliant de Affle, y…

¿Qué podía decir de Val que no doliese?

«¿Que era apuesto y cuidaba de mí?».

No.

«¿Que prometió casarse conmigo?».

Dos veces no.

«¿Que algún día viajaríamos juntos en busca de la Serpiente del Mundo?».

Ja.

Piztka le ofreció una interpretación:

—Lo amabas, como la princesa amaba a Dormidio.

Tess reflexionó. Estaba todavía tan furiosa de que la hubiera dejado, tan humillada y mortificada, que ni siquiera recordaba haber sentido amor. Probablemente lo sintió. Qué más daba.

—Lo amaba e hice todo lo que mi madre me había dicho siempre que no hiciera.

—¿Quién sino tú para decidir lo que no se podía hacer? —dijo Piztka con sensatez.

—S-sí. —No era exactamente eso lo que había pasado con Val, pero daba a la historia una lógica limpia y hacía recaer la culpa justo donde correspondía—. Yo era el gato al que acabaría matando la curiosidad, solía decir Seraphina. En cualquier caso, aprendí que la que no escucha a su madre acaba embarazada.

Era inútil aparentar frivolidad; las lágrimas amenazaban otra vez. Soltó el aire como la matrona Chessey le recomendó durante el parto.

—El cuerpo quiere lo que quiere —anunció sabiamente Piztka.

Eso la irritó. El deseo carnal no le había anulado el discernimiento; Piztka lo estaba mal interpretando. No obstante, discutir implicaba ahondar más en la historia y… no podía. Iba siendo hora de recoger ese recuerdo y encerrarlo en el rincón más oscuro de su cabeza, fuera de la vista.

—He echado a perder mi futuro —dijo Tess lacónicamente para abreviar. Esa era la historia completa, la verdadera historia—. Jeanne ha conseguido ser la mayor y casarse con un duque. Yo he tenido que servirla en la corte.

Tess se lanzó a relatar el noviazgo de Jeanne y su boda, cosas que por lo menos podía contar con humor. Piztka la escuchó embelesado: graznó con simpatía ante las humillaciones de Tess y meneó la cola de excitación cuando le dio el puñetazo en la nariz a Jacomo.

—¡Eso es! —gritó Piztka como si hubiese estado esperándolo—. Después de todo, sigues siendo la misma.

—¿Qué? ¿Una abusona de curas?

—No, no. —Le dio un topetazo en las costillas a Tess—. Temía que tus infortunios te hubieran quitado el gusto por la aventura, que hubieras decidido adoptar una vida insignificante y limitada, como la penitente Julizima Roza.

Julissima Rossa había sido una de las amantes del pirata Dormidio. El remordimiento le había llevado a renunciar a las aventuras, y después, como Dormidio no la dejaba en paz, se había quitado la vida, hundiendo «el centelleante cuchillo en su pecho de ébano».

De niña, Tess había encontrado esa descripción enormemente romántica, pero hacía años que dicha historia no le venía al pensamiento. Ella no tendría una muerte tan bonita; todo lo que hacía salía mal.

—Seguro que te fugaste para correr aventuras, como nos decíamos siempre —insistió Piztka.

Tess soltó una risa amarga,

—Piztka, cariño, podría salir de aventuras tanto como podría volar. Una cosa era soñar con eso cuando era pequeña y no sabía nada. Ahora que tengo más sensatez sobre lo que es posible (y lo malas que pueden ser las consecuencias), sé que esa no es una opción. Incluso en las historias de Dormidio, las mujeres jamás salen solas en busca de aventuras. Es demasiado peligroso.

Piztka ladeó la cabeza.

—Julizima Roza luchó junto…

—¡Julissima Rossa se quitó la vida! —exclamó Tess—. Julissima Rossa confirma la regla; mujer más aventura igual a desastre.

Piztka se quedó callado, como si estuviese evaluando su vehemencia.

—¿Por qué te has ido de casa, entonces?

—Porque estas botas parecían pedírmelo —bromeó Tess sin convicción—. No tenía ningún plan, aparte de escapar de mi familia y eludir el convento.

—Emprendiste el camino a alguna parte. No puedes huir de un sitio sin avanzar al mismo tiempo hacia otro lugar.

Tess soltó un bufido.

—En el caso de que consiga llegar a donde sea sin que me asalten, me roben, me den por muerta y me abandonen en la maleza, creo que… tenía idea de dirigirme al sur, a Ninys.

Piztka dio un brinco de entusiasmo, incapaz de contenerse.

—¡Yo voy al sur! El mundo te ha traído a mí por una razón. No quería ir solo; ningún quigutl debería estar siempre solo.

—¿Que vas adonde? —preguntó Tess perpleja.

—¡De vuelta al principio, de vuelta a la fuente de mi pueblo, a Anazzuzzia! —exclamó Piztka—. ¡Anazzuzzia, Anazzuzzia, Anazzuzzia!

Tess se incorporó. La luz de la luna se filtraba por las grietas del paramento de tablazón, y Piztka bailaba dentro y fuera de ella, apareciendo y desapareciendo de súbito como un antiguo espíritu, como una criatura salida de un mito.

—No te referirás… —dijo Tess entre risas.

Piztka interrumpió su danza y le cogió la cara. Tess sintió el calor de sus acolchadas manos ventrales en las mejillas.

—La Serpiente del Mundo. La que está debajo de nuestro continente, la que nos devolverá nuestro ser. Soñé que estaba bajo un campo de trigo ondulante, en las altas planicies ninysh.

—¿Soñáis los quigutl? —inquirió Tess. Los grandes dragones no lo hacían.

—Sólo cuando estamos solos. No cuando estamos juntos en un nido… y, aun así, yo lo hice. Por eso es importante: porque es imposible.

No, sólo era excéntrico. Imposible era una mujer sola recorriendo los caminos a pie. Si viajaba con Piztka, no obstante, no estaría sola.

—Piénsalo —dijo él cuando Tess se recostó. Se enrolló formando un círculo cerrado y le echó su cola en la cara—. Hace mucho tiempo, propusiste ir en busca de las Serpientes del Mundo. Este sueño significa que Anazzuzzia está lista para ser hallada.

Tess había estado realmente deseosa de emprender esa búsqueda, antes de que Val le arrebatara el futuro, todo su coraje y entusiasmo. Posó una mano sobre la arqueada espina dorsal de Piztka, quien sentía de plomo sus huesos debido al cansancio.

—Duerme, amigo. Decidiremos por la mañana.

Esa no era la única decisión que estaba aplazando hasta entonces.

Piztka se durmió con la barbilla apoyada en el tobillo de ella y no tardó en empezar a roncar.

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No hay ronquido que se parezca al de los quigutl. Los grandes dragones roncan, claro, pero resuenan tan profundamente que el sonido es más táctil que auditivo. Los quigutl roncan con acordes, como tristes y desinflados acordeones con varias teclas trabadas, una canción que hace rechinar los dientes y pone la carne de gallina.

Seraphina habría podido identificar las notas exactas; Tess, por desgracia, tenía que soportarlo en la ignorancia.

Aunque no al principio. Estaba tan exhausta que se durmió con la respiración jadeante de Piztka…, por no hablar de sus nudosos pies en la cara, la cabeza espinosa sobre una pierna y su temperatura corporal, que era como la de un horno portátil.

Una vez que hubo dormido lo suficiente para vencer el cansancio, los ronquidos la despertaron y se le disipó el sueño. Reflexionó sobre las palabras de Piztka. «Después de todo, sigues siendo la misma», había dicho, como si le preocupara que se hubiese convertido en algo diferente durante los años en que no se habían visto.

Desde luego que lo había hecho. Una no sufría una caída tan dura como la que había sufrido ella y salía ilesa. Cuando era pequeña —cuando Piztka la había conocido—, aún tenía esperanzas de que, si se esforzaba, podía ser lo bastante buena para ver la Casa Dorada y vivir para siempre con Todos los Santos y Jeanne. De que tal vez su madre —o alguien, fuera quien fuese— estaría algún día orgullosa de ella e inclinada a decir: «Tess no era la dulce ni la inteligente, pero se las ingenió para ser digna a su manera».

Pegarle a un sacerdote no había sido digno ni bueno, ni siquiera del todo razonable; luego, ¿qué había colegido Piztka? ¿Que era tan infantil e impulsiva como siempre? ¿Que todavía aspiraba neciamente a ser como Dormidio, que respondía al mundo con los puños?

Pero Dormidio no siempre había resuelto las dificultades a puñetazos. Podía ser astuto cuando tenía que serlo, o cortés o escurridizo. La principal virtud de Dormidio era el ingenio. «Nunca hay que conformarse con intentar un único recurso, camaradas», solía decir.

Tess se giró, dejándole la manta a Piztka. Ya no quería seguir siendo Tess; Tess no equivalía a más que problemas. ¿Por qué no podía ser Dormidio a cambio? Allí y a las tantas de la madrugada, no le parecía una aspiración tan infantil. Ciertamente era mejor que morir.

Si Dormidio veía ante sí caminos imposibles, infranqueables, ¿se asustaría y temblaría y se echaría a llorar? Por supuesto que no. Buscaría algún otro recurso.

Tess se quitó de encima las partes de Piztka que aún la cubrían —un brazo dorsal, la cola— y se descolgó por la escala de mano del pajar. Abrió despacio la puerta del establo, encogiéndose con las protestas de los goznes, y salió muy rápido. Aunque persistía una fina luna cerca de la línea del horizonte, que proporcionaba algo de luz, no se hacía idea de la hora. Cruzó deprisa el patio de grava en dirección a donde recordaba haber visto ropa tendida.

Había llegado la hora, pensó, de su propia muztapcia.

La ropa estaba tiesa a causa del rocío. Encontró corpiños, calzones y una jaqueta acolchada, pero no camisas. Daba igual, eso serviría. Volvió aprisa al establo y se puso el atuendo sustraído.

—Yarr —masculló como un pirata al enfundarse los calzones. Le quedaban ceñidos en el trasero, pero se abrochaban con hebillas ajustables, y eso servía.

Solucionó el problema de la camisa con su pequeño cuchillo, haciendo una incisión a su propia enagua a la altura de la mitad del muslo y rasgando la tela al bies. Sus años de costura no habían sido en balde. Se metió la camisa en los pantalones y se probó la jaqueta. Era mullida y entallada, la mejor gala de alguien para los días de fiesta, y le comprimía y aplanaba los pechos de manera alentadora. Nunca habían sido nada del otro mundo y tras el parto se le habían reducido aún más. No los echaría de menos.

«El pecado está impreso en la figura misma de la mujer», le gustaba decir a san Vitt.

Al demonio su figura, entonces. Sería una persona nueva con un cuerpo diferente.

Subió la escala del pajar con el cuchillo y la ropa sobrante, preguntándose qué hacer con su cabello. Los hombres solían llevarlo largo a menudo, sobre todo en Ninys. Pero ella no tenía una barbilla lo bastante prominente. Sus ondas oscuras le daban un aspecto demasiado suave y femenino.

Estaba sentada en el pajar, con las piernas colgando y el pequeño cuchillo en la mano…, y vacilaba. Era un paso serio; cruzado el límite, no habría vuelta atrás. Nunca se había considerado ligada a su trenza, pero por lo visto conllevaba una carga simbólica. Sería otra persona sin ella.

«Bien».

Tomó aire —¡determinación!, ¡decisión!— e intentó segar la maldita trenza. Cortó unos pocos mechones con renuencia, pero era como tratar de talar un bosque con una hachuela. Tess perseveró con obstinación.

Un gallo cantó en el patio de la granja. El tiempo pasaba y había progresado poco.

—Déjame a mí —la sobresaltó la voz de Piztka junto a su hombro.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Tess, y bajó las manos—. ¿Arrancármela de un mordisco?

Piztka le deshizo la trenza con destreza y Tess no tardó en sentir el olor acre a pelo quemado. Estaba utilizando su llameante lengua quigutl.

—No te muevas —dijo entre llamaradas.

El cabello caía como nieve blanda y humeante. Piztka, delicado y preciso, cogía los mechones de uno en uno, soplaba entre los cabellos y separaba la parte chamuscada próxima a la cabeza. En ningún momento Tess notó que la llama le rozara siquiera el cuero cabelludo.

Cuando Piztka hubo terminado, Tess se llevó las manos temblorosas a la cabeza. Parecía un melocotón aterciopelado. Acostumbrarse le iba a llevar su tiempo.

—Debía haber robado un gorro.

—No necesitas gorro —dijo Piztka de manera categórica—. Estás preciosa.

Eso sí que no se lo podía creer nadie. Tess se dejó caer sobre el montón de pelo, riendo.

—Agradezco tus palabras —respondió por fin, secándose los ojos.

La puerta del establo chirrió al abrirse; Tess se incorporó alarmada. Un muchacho espigado, de un cabello pardo-ratón más enhiesto y despierto que cualquier otra parte de él, entró adormilado en el establo, arrastrando los pies.

Alzó una linterna y miró con ojos entrecerrados a través del polvo que había levantado Tess.

—¿Quién se está riendo? —dijo.

Piztka había trepado a las vigas del techo y se había escondido en las traviesas, dejando a la chica sola a la luz de la lámpara, inútilmente petrificada. Vaciló al borde de un ataque de pánico, pero sólo durante un instante. El muchacho era demasiado joven y escuálido para infundir temor. Se parecía a Neddie, aunque estirado; estaba claro que su cabello había pasado la noche corriendo aventuras sin él.

Creería que era su igual, y no una joven asustada y vulnerable. Necesitaba interpretar ese papel.

Tess enderezó los hombros y dijo con altanería;

—¿Existe alguna ley que prohíba reír en los establos? No debemos reírnos en la iglesia, pero en un establo deberíamos ser libres de reír cuando nos plazca.

Habló con su acento más pomposo, esforzándose en adoptar un tono campanudo. Estaba elaborando mentalmente un personaje, alguien que llevara esas calzas y esa jaqueta con las botas. Las botas acapararon su atención. Con unas botas así, una situación ridícula no representaba ningún obstáculo. Podía despachar lo que fuera con una patada.

El chico, que tendría unos quince años, parecía confundido.

—¿Por qué estás ahí arriba?

—En realidad, estaba a punto de irme. Pensaba marcharme antes del alba. Me he escapado de casa y preferiría que no me viesen.

Los ojos bovinos del muchacho se agrandaron, como si él mismo hubiera pensado en esa posibilidad y sintiese cierto respeto hacia dicho asunto.

—¿No vas a echar de menos a tu madre? —preguntó un poco más sosegado. Estaba claro que el punto de fricción para él era su propia madre.

—Mi madre es Elga, duquesa de Pfanzlig —dijo Tess, poniendo cara fúnebre—. Apuesto a que no me echará de menos, la vieja arpía.

Su espectador mostró el correspondiente asombro ante el parentesco de Tess o ante su audacia al insultar a la duquesa. Sin embargo, por sus ojos pasó una sombra de duda y Tess temió haberse sobrepasado. De hecho, iba vestido de campesino, no como un hijo de duque.

No obstante, no era su ademán lo que tenía desconcertado al muchacho, sino una prenda concreta.

—¿Por qué llevas puesta mi jaqueta?

¡Por san Daan en un batán! Desde luego que la llevaba, y desde luego que él la había reconocido hasta con briznas de paja y de pelo adheridos. En primer lugar, era a rayas. Le dieron ganas de arrojársela a la cara, pero temía que descubriese que era chica, incluso en la semioscuridad. Su camisola era demasiado ligera para esconder lo evidente; la jaqueta era fundamental para su disfraz.

—La he visto fuera —dijo, manteniendo la voz severa—. Y me ha gustado su aspecto, así que la he cogido. Comprenderás que puedo hacerlo. Soy hijo de duque. Joven duque, si quieres.

El chico asintió con la cabeza, sin atreverse a llevarle la contraria, y durante un vertiginoso segundo Tess pensó: «Qué fácil ha sido. ¿Qué más podría llevarme por la cara?».

Una joven malintencionada podría haber exigido dinero o tributo. Una joven práctica podría haberle hecho jurar que guardaría silencio. Sin embargo, Tess era… un chico bondadoso. Le conmovió el inmerecido temor de sus ojos.

—Escucha —dijo suavizando la ampulosidad—, la necesito. He perdido la mía en un terrible percance de mi ropa exterior y no hay vuelta atrás. Pero mi padre el duque no querría que ningún molinero fuera sin jaqueta. Tráeme pergamino, pluma y tinta y le escribiré, ordenándole que te la retribuya.

El muchacho pareció horrorizarse y Tess se preguntó en qué se había equivocado. Él enseguida se lo aclaró, tartamudeando:

—Yo no… soy molinero, mi señor. Na más soy el que acarrea el grano.

Un criado. Le había visto durante la cena, ahora que lo pensaba, sirviendo a los hijos mayores del molinero. No podía traerle recado de escribir sin sustraérselo a sus amos.

—Entonces no vale —dijo Tess, y arrugó el entrecejo—. ¿Tienes un salterio de tu propiedad?

—Mi madre sí —respondió el chico.

Lo más probable es que fuera la cocinera.

—Corre y tráelo, entonces. Sin duda, los Santos me dejaron media página en blanco en la que escribir.

El chico se dio la vuelta para irse.

—Y trae algo de pan —reclamó Tess—. O alguna sobra de venado. O cualquier cosa comestible, en realidad. No soy tan melindroso como cabría esperar en un noble.

Tess no tenía con qué escribir, aunque el chico le trajese una hoja en blanco.

—Eh, Piztka —gritó hacia el canalón—. Puedes quemarme el pelo, pero ¿podrías hacerme algo de carbón?

—Tengo un poco en la bolsa de la garganta —respondieron las sombras—. Es bueno para el estómago revuelto.

—¿Los quigutl sentís náuseas? —preguntó Tess, divertida con la idea—. Coméis basura. Seguro que tenéis unas tripas de hierro.

—En efecto —dijo él secamente mientras descendía por la pared—. Pero en estos tiempos modernos en que nos atraen los atavíos de la civilización, ponemos a prueba nuestra digestión con alimentos humanos. Con el queso, por ejemplo. Por lo general no comemos secreciones mamarias.

—¿Por qué no me dijiste en todos estos años que te estaba envenenando? —chilló Tess, medio consternada, medio enfadada con él.

—Porque me gusta el queso.

Tess había empaquetado los bártulos, recogido el carbón de Piztka y bajado del pajar cuando regresó el chico. Este le dio una hogaza del día anterior y longaniza seca; luego le tendió el libro de su madre. Tess miró primero la contracubierta, pero estaba ocupaba por un árbol genealógico trazado a mano. Aquel muchacho campesino —Florian, según lo consignado en el libro— era descendiente de condes samsameses por parte de madre, seis generaciones atrás. Tess se preguntó si le daría rabia saberlo.

Hojeó las páginas y encontró un espacio encima al dorso del cántico final a san Eustaquio, patrón de los difuntos, que tenía más páginas de poesía que la mayoría.

Cuando Tess y Jeanne se preparaban para damas de compañía, la clase más sorprendente había sido la de caligrafía; conocer diferentes tipos de escritura la capacitaba a una para pasar notas en la corte. Tess, que rápido comprendió las posibilidades para la artería y la intriga, había aventajado con creces a su gemela al aprender diecisiete caligrafías frente a las ocho de Jeanne. Sabía exactamente cómo redactaría una carta el hijo de un duque, así que escribió con su letra masculina más elegante:

A mis reverendos padres, los duques de Pfanzlig de Ducana:

Ruego entreguéis al portador del presente libro dos jubones y tres pares de calzas nuevas (o su valor monetario equivalente) en recompensa a su gentileza conmigo durante el viaje. He dado fe de vuestra generosidad y cuento con ella.

Vuestro afectuoso y honorable hijo

Tess dudó con qué nombre firmar, pero supuso que sólo podía ser Jacomo, quien pronto emprendería el regreso al seminario de Villa Lavonda. Jacomo, resolvió, era la suerte de aguafiestas sin sentido del humor que mantendría su firma proporcionada y recta.

Sintió no poder falsificar la de Heinrigh, que probablemente utilizaría docenas de florituras. A Tess le gustaban las florituras.

—Hagas lo que hagas —le advirtió al muchacho, devolviéndole el libro—, no les digas a mis padres que estaba escondido en vuestro corral para las cabras. Si te piden una explicación, les dices que me caí del caballo, pero que ya estoy mejor y camino del seminario, que no tienen de qué preocuparse.

El joven Florian miró la nota con escepticismo.

—¿Entiendes lo que pone? —le preguntó Tess.

—No. Para mí, lo mismo puede poner que me ahorquen. —Era analfabeto pero astuto. Tess se la leyó, señalando cada palabra con el dedo. Los jubones eran más bonitos que las jaquetas e iba a recibir más de lo que le había cogido.

Aún no parecía muy convencido.

—Le pediré al padre Barnard que la lea antes de llevarla, con perdón de vuestra alteza.

—Eres prudente y juicioso, Florian —dijo Tess afectuosamente, imbuida de fraternal ternura—. Haces bien en no confiar en lord Jacomo por la sola razón de su dignidad.

Florian regresó a sus quehaceres; Tess y Piztka salieron a las brumas del amanecer.

—Ha sido inteligente —comentó Piztka tras recorrer cerca de un kilómetro y medio por la carretera del río. El sol había disuelto la niebla; la grava crujía bajo sus pies—. De haber sido necesario, le habría mordido, pero es mejor así, no era más que un crío.

Tess se llenó los pulmones con el aire limpio de la mañana. No había dormido demasiado, pero estaba encantada con su indumentaria nueva y su nuevo yo.

—¿Has vuelto a pensar en Anazzuzzia? —preguntó Piztka, que la adelantó de un brinco y giró en círculo—. ¿Qué has decidido? ¿Qué, qué, qué?

Era pura gesticulación: arqueaba la espalda, subía y bajaba la cabeza, agitaba las espinas de la cabeza con optimismo (o tal vez quejumbrosamente) y sacudía la cola. A eso se le sumaba una gran emoción. Debía de haber un nombre quigutl para designar ese estado, un término muy peculiar y semipoético, como «cuando no puedes encontrar tu nido porque tus hermanos lo han cambiado de sitio para gastarte una broma, o cuando se rompe la cáscara y adviertes que el mundo es demasiado grande».

Tess sentía lo mismo que él, aunque no daba con el término goreddi.

No, no lo mismo que él. Piztka estaba preocupado de manera muy trascendental, como si fuera a hacerle estallar.

Tenía miedo de que Tess le dijera que no.

¿Tan importante era este viaje para él? Eso parecía. La joven no había captado la gravedad y no terminaba de comprender sus motivos, pero daba igual. Por supuesto que se prestaría.

Después pretendería convencerse a sí misma de que era una decisión bien meditada, de que había evaluado metódicamente las ventajas de viajar en compañía, además de satisfacer su inveterada e insaciable curiosidad, y una lucecita de esperanza de encontrar una Serpiente del Mundo antes que Val (dondequiera que estuviese, que el Cielo le diera un sopapo en su cara petulante); aunque todo eso no eran sino razonamientos retroactivos.

Piztka, su amigo más antiguo, que la había conocido cuando aún era ella misma, la necesitaba. Respondió con el corazón:

—De acuerdo. Vamos a buscarla.

Tess casi esperaba que Piztka echara a correr en círculo, presa de una incontenible alegría quigutl. En su lugar, se quedó paralizado, sus tripas produjeron una convulsión, un gorgoteo, y a continuación vomitó a los pies de ella.

Tess retrocedió de un salto, alarmada. Piztka volvió a regurgitar, y luego una tercera vez.

—¿Qué te pasa? —exclamó—. ¿Es el queso?

—No, no —jadeó el quigutl—. Sólo es —chof— el exceso de emoción. —Glup—. A vosotros os pasa algo parecido cuando sentís demasiada alegría. Os sale por los ojos.

Tess le miró estupefacta.

—Te refieres a… ¿llorar? ¿Estás llorando?

—Claro que no estoy llorando —exclamó Piztka cortante, cada vez de peor humor a causa de las arcadas—. Es la analogía más afín. El cuerpo ya no puede contener más.

Calmaron sus accesos; se llevó un puñado de arena y grava a la boca, hizo gárgaras con él y lo volvió a escupir. Tess se situó, protectora, junto a él, aunque no venía nadie por la carretera. Siguieron caminando cuando Piztka estuvo en condiciones.

—Seguro que quieres una explicación —dijo tras coronar otra cuesta.

—No tienes que decirme nada si te es demasiado doloroso —concedió Tess al recordar lo que tan cariñosamente le había contado él la noche anterior.

Las entrañas de Piztka experimentaron otro espasmo, como si le estuviera volviendo la náusea, pero se le pasó.

—Se trata de Karpez y de cómo ko murió. Siempre que recuerdo la historia, me pongo así y no puedo…

—Comprendo —susurró Tess—. No pasa nada.

—En lo respectivo al ahora, te diré que me salvas la vida por tercera vez.

—Si esto fuese un cuento infantil, la tercera vez significaría que se me concede un deseo.

—Por supuesto. —Piztka echó a correr camino arriba por delante de ella.

A pesar de que sabía, o creía saber, que el pequeño quigutl estaba siguiéndole la corriente, la joven se llevó una mano al corazón (notaba los latidos incluso a través de la jaqueta de Florian) y pidió un deseo con todas sus fuerzas. No los clásicos recursos piratas —venganza, fama o fortuna—, sino poder desprenderse del pasado como de una piel y seguir caminando sin nada, limpia y nueva.

La brisa le cosquilleó en la cabeza recién pelada, como en respuesta. Parecía una buena señal. Continuaría un día más.