11
ada mañana, como se había prometido a sí misma en Puentefé, tomaba la decisión de vivir. Ya se le iba haciendo más fácil, aun cuando robar era difícil y peligroso, y no le hacía ninguna gracia. Tenía a Piztka y disfrutaba caminando.
Esa excéntrica búsqueda era una peregrinación, pensó. Piztka no lo había dicho de forma tan explícita, pero Anazzuzzia era algo más que megafauna para él. Se trataba casi de una diosa, lo que resultaba asombroso si uno sabía algo sobre los quigutl. No eran tan racionalistas como los grandes dragones, pero no era previsible que los reptiles tuvieran ninguna clase de religión. A Tess le habían enseñado de pequeña que la fe era exclusivamente humana.
La religión de los quigutl habría podido dar ocasión a una conferencia asombrosa en el Collegium. En ocasiones se imaginaba en el estrado frente al mural de santa Fredricka, dejando a todos mudos de asombro. Spira estaría en una esquina boquiabierto de incredulidad. Ondir (de manera inverosímil) se habría desmayado y Val…
Como siempre, en cuanto apareció Val se le cortó la imaginación; volvió al mundo real, donde Piztka zigzagueaba alegremente delante de ella.
Pese a los años de separación, Tess no había olvidado lo vivaracho y bullicioso que era Piztka, que no paraba de moverse. Le recordaba, de manera dolorosa, a Rafy, no porque él fuese ninguna mascota —idea ofensiva para un quigutl— o se pareciese físicamente al sabueso de patas largas y flancos estrechos. Juntos habían sido un trío de puros diablillos, retozando por el patio, explorando túneles bajo la ciudad. Habían formado un continuo, con Rafy en el extremo animal, Tess en el humano y Piztka demostrando de manera concluyente que no había gran distancia entre los polos.
—Si tienes personalidad, es que eres persona —le había dicho una vez Seraphina a Anne-Marie en defensa de la dragonidad. A Tess se le había quedado grabado. Para ella, tanto Rafy como Piztka eran personas; la principal diferencia radicaba en que Piztka podía hablar.
Piztka entendía el goreddi y tenía la suficiente idea del alfabeto sureño para deletrear algo de forma improvisada. Tess logró comprender el quootla rápidamente sin la ayuda de Seraphina.
Lo que venía muy bien, porque a Seraphina, espinosa como un cardo, no le gustaban los quigutl.
—No soporto oírlos —había dicho mientras afinaba su ud y sin mirar apenas a Tess—. Su lengua no es más que el mootya mal ceceado; me saca de quicio.
—No es mootya para nada —había replicado Tess con malhumor—. Tienen su propio idioma y se llama quootla; y tú no entiendes nada.
Aquella vez Tess llevaba toda la razón, y la embriagadora sensación que le produjo le había incitado a aprender el caso contradictorio, el futuro perfecto, las palabras secretas que los quigutl jamás pronunciarían delante de los dragones —lo que fuera que Seraphina no supiese—. Seraphina se lo tomó a mal; ella siempre tenía que saber más. Tenía que estar más enterada.
Mamá tenía la respuesta moral. Y Tess siempre estaba equivocada.
Cuanto más se alejaba, más incongruente le parecía.
Caminar estaba bien en sí; era bueno, justo y necesario. El camino le proporcionaba satisfacciones nada insignificantes. Todos los días veía algo nuevo: los tejados blancos y cónicos de los secaderos de lúpulo, una zorra con sus crías, un color desconocido en el cielo del crepúsculo. Cualquier cosa podía surgir en la siguiente revuelta; podía caminar eternamente y no llegar nunca al final.
El camino era posibilidad, del estilo que había creído que no se le volvería a presentar en la vida, y la misma Tess era movimiento. El movimiento no tenía pasado, sólo futuro. Cualquier dirección en la que caminaras era hacia delante, y así debía ser.
Seguir caminando se convirtió en su credo; se lo repetía cada mañana tras decidir levantarse y existir un día más.
Sus días empezaban antes del alba, cuando las aves comenzaban a discutir. Tess tomaba cualquier resto de comida que le hubiera quedado mientras escuchaba la animada conversación pajarera de su alrededor.
El canto de los pájaros era un lenguaje, sin discusión. Distinguía las llamadas de las respuestas, la agresión y la capitulación, y la seducción. Advertencias. Arrebatos. Se preguntaba cuánto tardaría en aprender ese lenguaje sin las ventajas que había tenido con Piztka,
«Si hubieses prestado tanta atención a la familia y al deber como se la prestas a los estúpidos animales —dijo la voz de su madre en su cabeza—, tal vez no habrías sido una hija tan decepcionante».
Esa clase de pensamiento era la señal para ponerse en marcha.
—Ahora pongámonos en marcha —le dijo Tess a la mamá-de-su-cabeza, y echó tierra con el pie sobre las cenizas de la víspera—. Creo que voy a vivir un día más.
Había dormido en un huerto y las flores de los manzanos habían derramado sus pétalos sobre todas las cosas como una nevada. El intenso rocío había hecho que se le adhiriesen a la manta y al hatillo.
No veía a Piztka; a menudo se levantaba antes que ella e iba en busca de comida. Emprendería la marcha. Piztka siempre la encontraba.
El sol empezaba a asomar de verdad; a Tess le encantaba cómo iluminaba primero las copas de los árboles, transformando las hojas en oro blanco. Detrás, el cielo era de un azul cálido, y al oeste la luna creciente se demoraba en las ramas como un pez atrapado en una red.
Como un delicioso secreto. Tess le lanzó un descarado beso.
El sol estaba muy alto y la luna se había ocultado cuando llegó a un caserío. Para una chica de ciudad como ella, no se trataba de un pueblo. No había iglesia ni taberna, ni fuente ni plaza del mercado, sino una serie de casas-establo en las que la gente vivía bajo el mismo techo que los animales, agrupada alrededor de un prado común. Los campos se cultivaban en largas franjas, de modo que ningún aldeano poseía la mejor tierra. Debajo del prado habría una antigua cámara abovedada, un lugar donde esconderse en caso de un ataque dragontino, ahora utilizado para almacenar el heno. Era una medida anticuada, al viejo estilo feudal.
En una esquina del prado se alzaba el horno comunal, como un cuenco de barro vuelto del revés, con el añoso encalado manchado de hollín. Eructaba humo igual que un pequeño dragón.
Tess hizo una pausa, ya con ardor de estómago. Si caminar era la mejor parte del día, robar era la peor, y lamentaba tener que hacerlo tan pronto. No se atrevía a pasar de largo por ese lugar. ¿Quién sabía cuánto tardaría en presentársele la siguiente oportunidad?
Piztka todavía no la había alcanzado y eso le preocupaba. Si estaba por ahí sangrando en una caverna él solo, se iba a enfadar de verdad. Tenían un pacto.
Un pacto tácito, cayó entonces en la cuenta. Tendría que cambiarlo.
Con aire sombrío, inició la aproximación al horno. La mayoría de los campesinos, vestidos con capote y zuecos, trabajaban en las largas franjas de sembradío: esparciendo estiércol (la brisa lo confirmaba) y escardando plantas de repollo. Sin duda, habría alguien al cuidado de las ovejas del prado y echando un ojo al horno. Tess todavía no veía a nadie.
La aldea era un laberinto de cercas de piedra. La chica avanzó agachada, pegada a ellas, aunque era un inconveniente que no tuviesen portillo, sino sólo escalones de piedra salediza, ya que eran difíciles de subir discretamente. Asomó la nariz por encima de un muro, como un topo estudiando la situación del mundo de arriba, y a continuación se aplastó contra la parte superior y rodó a la siguiente parcela. De este modo cruzó tres muros sin divisar al pastor.
Al rebasar el cuarto, sin embargo, vio a dos chicas más o menos de su edad al otro lado del prado comunal. Habían estado sentadas a la sombra del muro, conversando animadamente, y ahora se ponían de pie con unos cayados.
La vieron en el instante preciso en que Tess las vio a ellas.
Tess saltó y gateó a toda velocidad. Dobló una esquina y se escondió antes de que las muchachas llegaran a la linde del prado.
—Te hemos pillado espiando, Mumpinello —gritó una de ellas—. No puedes esconderte de nosotras en nuestra casa. Te haremos salir.
—Y después te atizaremos con un bastón —voceó con entusiasmo su compañera más baja.
Las jóvenes, que conocían bien su oficio, se subieron al muro y echaron a andar por encima, cayado en mano, inspeccionando los cercados.
Tess gateó frenéticamente; la única manera de esquivarlas era seguir adelante. Llegó a un callejón sin salida y luego a otro, hasta que sus únicas opciones fueron un albañal lleno de barro (que le estropearía la jaqueta) y una pocilga donde había una cerda amamantando a sus cochinillos. Las cerdas —hasta una chica de ciudad lo sabía— tenían fama de feroces. Y aunque no la mordiera, se pondría a chillar y la descubriría.
Había perdido aquel juego del escondite. Lo único que podía hacer era no empeorarlo.
Se incorporó, con las manos en alto en señal de rendición.
Las campesinas corrieron hacia ella por encima de los muros, con pies firmes como las cabras. Se acercaron riendo, lo que ella interpretó como buena señal.
—Oh, vaya; no es Mumpinello —dijo la muchacha más alta y corpulenta, recogiéndose las enaguas tejidas en casa y saltando abajo para acercarse a Tess—. Confesad por qué entráis a escondidas, forastero. —Se echó las rubias trenzas a la espalda—. Y someteos a nuestro inflexible juicio.
—Este es el tribunal de las pastoras —intervino la más baja y morena con desparpajo. Se quedó en lo alto del muro, con el cayado a la altura de la cabeza de Tess—. Comportaos, villano. No quisiera tener que llamar a gritos a mi padre.
—Os puedo asegurar… —empezó Tess, pero la canija le atizó en la cabeza.
—Nada de palabras untuosas —atajó la moza que estaba junto a ella, que se llevó las manos a sus anchas caderas—. Las preguntas las hacemos nosotras. ¿Por qué nos espiabais? Si era con intenciones lascivas, os lo advierto, os colgaremos.
—De las pelotas —chilló la pastora del muro; el perro pequeño que ladra más fuerte.
—Os puedo asegurar —el instinto ayudó a Tess a esquivar otro viaje del cayado— que no tengo ningún propósito ruin hacia vuestras personas.
En ese punto, las pastoras parecieron decepcionadas. Tess pestañeó desconcertada.
—Sólo quería un poco de pan. Tengo hambre.
—¡Así que pensabais robarnos! —exclamó la pequeña desde arriba, agitando amenazadoramente el cayado.
—Nuestro padre nos agradecerá que hayamos pescado a un bastardo robando —dijo la más alta junto al codo de Tess, casi susurrándole al oído—. No nos vais a convencer, ni a Blodwen ni a mí, de que os soltemos.
—En realidad —replicó Tess, cuyo padre era abogado—, habría sido hurto, no robo. El robo implica violencia, y yo no estoy preparado ni mucho menos para usar violencia.
Blodwen, sobre la cerca, alzó las manos; la chica que estaba al lado de Tess resopló con desagrado. Estaban intentando jugar a algo, comprendió Tess de improviso. Su captura era de lo más emocionante —como Mumpinello, quienquiera que fuese— y ahora las tenía decepcionadas.
—P-porque he abandonado mis antiguas maneras violentas —añadió Tess al punto, improvisando—. Después de matar al hombre aquel. Juré no volver a ser violento nunca más y me ordené sacerdote.
Las muchachas aguzaron el oído e intercambiaron una mirada significativa.
—El viejo padre Martius —dijo Blodwen desde el muro, y asintió con teatralidad—. Puede que sea un asesino él también, Gwenda.
—Muchos curas tienen un pasado secreto —dijo esta, arqueando sus cejas trigueñas con tristeza—. Pero ¿qué hicisteis, padre? ¿Fue un crimen pasional o estaba calculado a sangre fría?
Tess, divertida porque la llamaran «padre», moldeó un gesto solemne con la boca con cierta dificultad.
—Pasional, por supuesto.
Las pastoras aplaudieron y sonrieron con morboso regocijo. No se iban a dar por satisfechas hasta haberle sonsacado el último detalle del asunto. Carraspeó.
—Es una historia muy larga y os la podría contar mejor si no tuviese la garganta tan seca.
Las muchachas captaron ansiosas la indirecta. Blodwen brincó por el muro para llevarle algo de beber y Gwenda la guio por el paso de cerca al redil, donde podían sentarse a la sombra y seguir al cuidado de los corderos mientras Tess hablaba. Blodwen regresó con una taza toscamente tallada con poca agua —una no sabía bien si los curas tomaban cerveza—, pero estaba fresca y deliciosa, y Tess no pudo quejarse.
Tess se lamió de los labios las últimas gotas. Había tenido tiempo para pensar en una buena historia.
—Me enamoré de Julissima Rossa, esposa del duque de Barrabú, y ella de mí.
Era una aventura de Dormidio el Pirata; en el campo no habrían importado los libros de cuentos porphyrianos. Las chicas escucharon embelesadas cómo Tess se había vuelto medio loca y había atacado al duque con su espada mientras desayunaba, sólo para hacer que Julissima Rossa se arrepintiera de su infidelidad al ver al anciano desangrándose sobre sus gachas.
«Hombre terrible y cruel —había exclamado Julissima Rossa, poniendo la punta de una daga enjoyada sobre su pecho de ébano—. Habéis matado a mi esposo y me habéis deshonrado, y por eso os maldigo».
Las pastoras ahogaron un grito ante el suicidio de Julissima Rossa y se llevaron las manos al corazón, apiadadas, al oír que su familia le había negado la entrada al funeral.
—El hijo del duque aún me persigue —finalizó Tess—. Y llegará a los confines del mundo hasta obtener venganza, una deuda que pagaré con mi sangre.
—¿No os protegerá la iglesia, padre? —preguntó Blodwen con lágrimas en sus castaños ojos—. ¿No significa nada que os hayáis arrepentido?
—Importa un comino —dijo Tess con la voz algo entrecortada, afectada por sus propias figuraciones—. No se puede deshacer lo que ya se ha hecho. Un yerro momentáneo en una decisión y te has perdido para siempre. Tal vez debería arrojarme a una zanja y esperar a que me alcance mi destino.
—¡Nunca! —exclamó Gwenda con tal vehemencia que tres ovejas que pastaban cerca se sobresaltaron y se alejaron trotando—. Blodwen, tráele al padre…, umm…
—Padre Jacomo —la ayudó Tess con amabilidad, sintiéndose un poco ridícula por invocar al cuñado de Jeanne una vez más. Necesitaba una reserva más abundante de nombres de emergencia.
—Vamos a traerle algo de pan al padre Jacomo —dijo Gwenda, y se levantó con gran esfuerzo—. Sé qué provisiones no echará de menos tía Dee.
Se fueron volando y regresaron con pan, huevos y un tarro de remolachas encurtidas, todo envuelto en una pañoleta limpia. Tess sintió una punzada de culpabilidad: era un gran regalo de gente que no podía prodigarse demasiado. Empezó a tartamudear una disculpa, pero las muchachas no quisieron ni oírla. Acompañaron a Tess hasta el límite de la aldea, mirando en una y otra dirección del camino como si de un momento a otro esperasen ver venir atronando a la carga hacia ellas al joven duque de Barrabú.
—Ah —añadió Tess, llevándose pesarosa una mano al corazón—, si las cosas hubiesen sido distintas y no me hubiera ordenado, os daría un beso a cada una por vuestra generosidad.
—¿Habéis ingresado en una orden de celibato? —exclamó Blodwen, decepcionada al parecer.
—Pues claro, tonta —dijo Gwenda, y le dio un cachete—. Es un penitente auténtico y su crimen fue pasional a la par que violento.
—Pertenezco a san Vitt —declaró Tess, y esbozó una doliente sonrisa—. Para mí no hay medias tintas.
—Como debe ser, padre. —Gwenda hizo una inclinación de cabeza—. Que el Cielo proteja vuestro camino.
—Cuando pasen vuestros enemigos a preguntar, les diremos que no sabemos nada —saltó Blodwen cuando Tess se volvió para irse—. No os hemos visto por aquí.
Tess caminó de espaldas, despidiéndose con la mano, y después enfiló otra vez cara al sur.
Desaparecida la diversión de las pastoras, Tess se sintió extrañamente infeliz, una comezón en el fondo de su alma. Los campos de ranúnculos asintieron bajo el cielo del mediodía; ella pasó de largo, inadvertida, desenredando los sentimientos incómodos como deshace una tejedora su tejido.
Había estado tan metida en su historia que sin darse cuenta les había contado a las muchachas algo que era verdad: importaba un comino que se hubiese arrepentido. Un yerro momentáneo en una decisión y su futuro se había perdido para siempre.
Las pastoras, sin embargo, habían perdonado sus delitos —o más bien los delitos del padre Jacomo—. Había matado a un hombre en un arrebato de pasión; era un asesino, pero en él el pecado era adorable porque no había sido su intención, pobrecito. Era víctima de la intensidad de sus propias emociones, lo cual le hacía terriblemente romántico.
Y lo peor era que Tess también lo había sentido así. Había estado tan atrapada como las pastoras —de hecho, era su antigua historia favorita—, sólo que al mismo tiempo había cambiado algo. Una parte de ese cuento la incomodaba. Tenía la sensación de haber estado mirando con dos ojos diferentes: un ojo lleno de estrellas que aún veía el aspecto romántico y otro nuevo que había adquirido por el camino, un ojo lleno de…
Lleno de fuego, entendió. Su segundo ojo veía cómo se consumía la carne de la historia, sostenía los huesos de su propia narración y percibía la injusticia.
Ella también había cometido un crimen pasional, pero el suyo había creado vida, mientras que el del padre Jacomo —en realidad, Dormidio el Pirata— la había arrebatado. En realidad, si hacía la cuenta exacta, el pirata tenía dos vidas en su posesión: había empujado a Julissima Rossa a quitarse la suya.
Así que ¿por qué Dormidio podía ser perdonado y Tess no?
Esa pregunta la sumió en una efervescente espiral de rabia. Arrojó el tarro de remolacha contra un árbol, y se hizo añicos, desparramando pulpa roja por doquier como si fuesen sesos, o como su corazón. Era un derroche tremendo, pero no le gustaba la remolacha, en cualquier caso, y quería ser despilfarradora.
O quería dilapidar… algo. Lo que fuera. Todo.
Piztka la encontró poco después y le aseguró que no había estado sangrando bajo tierra. Tess no escuchó más allá de eso. Se sacudió sus ruidosas preguntas y caminó entre brumas, sin apenas ver el camino. Cuando por fin se hizo de noche, se acomodó junto al fuego, todavía echando humo.
Piztka se dispuso a dormir, pero ella no podía. Las historias fundacionales de su vida le habían traicionado; el interior de su cabeza tintineaba con disonancia. ¿Quién tenía la culpa? ¿Sobre quién podía descargar su ira?
Probablemente la culpa era suya por ser ingenua. Eso sólo la sacó más de quicio.
De súbito, se le ocurrió que aún tenía el anillo de peltre. Cuando consiguió suficiente comida, dejó de llamarla para que regresara a casa, por lo que casi se había olvidado de él. Hurgó en su equipaje, lo encontró y le dio vueltas entre los dedos, deseosa, pero sin atreverse. Era noche cerrada, el momento más intempestivo para despertar a su hermana. Seraphina no iba a perder los estribos, no era propio de ella, pero seguro que diría algo que haría saltar a Tess, y luego ella tendría que gritarle a alguien.
Eso le haría sentirse mejor.
Accionó el mecanismo. El zmib canturreó en su mano. Una vez, dos veces. Media docena de veces.
Al final, estalló una voz:
—¿Sisi?
No era Seraphina. A Tess se le hizo un nudo en la garganta.
—¿Tess, eres tú? —Se trataba de Jeanne, su vocecita lastimera—. Seraphina me dijo que tenías tú la pareja del anillo, pero llamo y llamo, y nunca contestas. Por favor, ¿dónde estás? Estamos muy preocupados. Lloro todas las noches imaginando lo que puede pasarte por esos mundos. Mamá dice que te demos por muerta, aunque…
Tess arrojó el anillo lejos de sí, como si le quemase. El suelo arenoso impidió que rebotara. Le puso el tacón encima, lo aplastó y lo machacó, con la respiración acelerada e irregular. La voz de Jeanne crepitó y se desvaneció.
Una fría oleada de arrepentimiento la golpeó con fuerza. ¿Por qué era tan impulsiva? Debía haber hablado con su hermana. Jeanne lo estaba pasando mal y la culpa era suya; podía haberla tranquilizado, pero ese arrebato de rabia había… ¿Por qué había…?
«Mamá dice que te demos por muerta». Ahí estaba el porqué. Podía aliviar a todo el mundo haciéndolo realidad.
De pronto, Piztka saltó a la palestra gritando:
—¡Destrúyelo! —Enfocó su llama sobre el zmib machacado hasta convertirlo en un charco brillante de metal fundido. Las hojas secas que había alrededor se prendieron. Piztka ejecutó una danza grotesca sobre sus patas traseras, saltando entre las llamas, como la antigua pintura de un espíritu salamandra, con malicioso regocijo—. ¡Abajo los falsos y desalmados zmibs! —gritó hacia la oscuridad—. ¡Abajo los repugnantes beneficios que nos alejan de nuestra verdad y nuestro modo de vida! ¡Construyamos sólo lo que nos dicta nuestra naturaleza y seamos fieles a nuestra naturaleza por encima de todo lo demás!
Tess se sentó rígida, aterrada de sí misma y perpleja ante la reacción de su amigo. Este sopló aire frío sobre la masa fundida, solidificándola, y se la guardó en la bolsa de la garganta. Advirtió la mirada atónita de ella y añadió en tono tranquilizador:
—Has hecho bien en destruir el zmib. Los fabrican en cantidad para venderlos en el mercado, como si pudiésemos comprar la estima humana si tuviéramos suficientes monedas. Yo te haré un artilugio mejor, dos artilugios mejores. Una vez que descubramos cuevas más profundas, querremos buscar cada uno en una dirección y así nos encontraremos otra vez. —Sostuvo la mirada de Tess—. Aunque eso no era por lo que estabas enfadada, ¿verdad?
—No precisamente —dijo Tess, ahora malhumorada y arrepentida. ¡Querida y triste Jeanne! Había tenido la posibilidad de darle consuelo, incluso de decirle una o dos palabras amables, pero había actuado antes de que su cerebro pudiera…
Era igual que darle patadas al mendigo de debajo del puente. En su interior seguía bullendo algo terrible, fuera de su control. Jamás desaparecía, ni siquiera mientras caminaba en silencio. Caminar sólo refrenaba su perversidad innata. No era un remedio. Tal vez no había ningún remedio. Había nacido mala, y arrastraba su malvada carcasa por el desierto en vano.
Se dejó caer con pesadez sobre la manta, desmoralizada, con la sensación de haber regresado de vuelta al principio. Mañana le iba a costar obligarse a seguir caminando.
Piztka seguía a su lado; le rozaba la mejilla con sus dedos tiernos.
—¿Es por ese muchacho? —le preguntó sin venir a cuento.
—¿Qué muchacho? —dijo Tess. Le dio un cachete en las manos, a pesar de que su tacto era un consuelo. No merecía consuelo.
—Al que querías, el que te abandonó —respondió Piztka—. Llevas furiosa todo el día, desde mucho antes de que te llamara Jeanne. ¿Es él el manantial de tu ira?
Tess estaba segura de no haber dicho que Val la había abandonado. Ni siquiera utilizaba esa palabra cuando pensaba en Val; siempre decía que desapareció.
—Estás haciendo suposiciones.
—Deducciones —la corrigió Piztka—. Y por supuesto. Es mi deber como amigo.
Tess se retorció; había una piedra bajo la manta.
—¿Te acuerdas de la historia de Julissima Rossa? ¿De cómo se quitó la vida, arrepentida de su infidelidad, mientras que Dormidio, que había matado a su marido, andaba detrás de un tesoro como si no hubiera pasado nada?
—¿Adonde quieres llegar? —inquirió Piztka.
—¿Por qué perdonamos a Dormidio? —La voz de Tess sonaba como las ascuas del fuego.
—No comprendo la pregunta. ¿Quién perdona a Dormidio?
—Todo el mundo —contestó Tess—. Nadie dice: «Por los Santos del Cielo, este hombre es horrible», y deja de leer a partir de ahí. Si podemos perdonarle por haber matado a un anciano, ¿por qué no podemos…, por qué…? —No podía terminar, no si quería mantener la compostura.
Piztka, confundido, ladeó la cabeza.
—Yo no puedo perdonar a Dormidio. Le mordería, pero a mí no me ha hecho daño, así que… la idea no tiene sentido.
Tess se dio cuenta por primera vez de que Piztka había dicho «perdono» con un marcado acento goreddi, como si no hubiera una palabra equivalente en quootla.
—¿No es un concepto quigutl?
—Nosotros nos mordemos unos a otros —explicó Piztka—. Viene a ser lo mismo. Elimina el veneno de tu organismo, de manera que deja de devorarte.
—¿Y si no puedes morder a quienes te han hecho daño? —preguntó Tess desconcertada—. ¿Y si… no sabes dónde están?
—¿Y si han muerto o son humanos? —dijo Piztka—. Entonces estás mordiendo-utl. Lo cual puede llevarte a la muerte: a la tuya, si tienes suerte, o a la de otro. Si no puedes morder a quien tienes que morder, acabas mordiendo a quienquiera que se te acerque.
Tess comprendió de pronto que ella había hecho eso. En la boda había sido la mordedora más mordedora, porque la persona a la que quería morder en realidad era… No. No iba a pensar en él.
Se había portado de un modo horrible. Se sintió peor de lo que se había sentido desde hacía semanas, como si todo se le viniese encima otra vez. En ese preciso momento, le hirió la voz de su madre, más adentro que nunca: «¿Arruinas la noche de bodas de tu hermana y después eres incapaz de intercambiar dos palabras con ella? ¿Qué tal duermes por las noches?».
Desde luego, esa noche no dormiría.
—Piztka —medio murmuró Tess—, ¿qué haces si eres tú mismo la persona a la que más desesperadamente necesitas morder?
—Pues te muerdes —respondió él—. Con el pensamiento.
—¿Que me flagele, quieres decir? —dijo Tess con amargura—. ¿Que recite mi larga letanía de arrepentimientos? Lo hago constantemente.
Le hacía desear estar muerta. Se envolvió la cabeza con los brazos.
No, no es eso —replicó Piztka. Su aliento le quemaba el cuello—. Me refiero a que te sujetes a ti misma. Reprímete. Aguanta con todas tus fuerzas. —El fuego crepitaba; los grillos cantaban—. Y luego suelta —le dijo el caliente aliento al oído.
Ella no contestó. Piztka regresó reptando al otro lado del fuego. Tess esperó hasta que le oyó roncar; entonces dejó correr las lágrimas.
Las críticas de mamá eran demasiado dolorosas para aferrarse a ellas y demasiado primordiales para dejarlas pasar. Eran la roca que había estado empujando montaña arriba toda la vida y tenía el pálpito de que aquello no podía resolverse en una sola noche. Ni aproximarse siquiera.
Pero había muchas otras cosas que podría analizar con detalle si se lo proponía. Comportamientos concretos en que había sido horrible. Cosas concretas que había hecho.
«Val».
Val aparecía en su cabeza de vez en cuando y ella siempre le hacía retroceder a las sombras. Fue una etapa de su vida que prefería olvidar. Había sido estúpida e ingenua y…
Su misma renuencia sugería que era importante. Debía aferrarse a los recuerdos que no quería rememorar.
Y entonces, quizá, podría soltarlos al fin.
Invocó a Val en su cabeza deliberadamente por primera vez en mucho tiempo.