Tomó tierra ayer
Después de recoger el correo de mi familia a las cinco de la tarde en Mallorca, donde vivo, me detuve frente al café del pueblo y observé que todo el mundo estaba alterado y agitado. Pregunte qué era lo que andaba mal.
—Ha muerto el conde de Deiá —me dijo Catalina desde el otro lado del mostrador.
Ella y su marido, al ser propietarios del café, siempre estaban enterados de todo. Vi que había estado llorando.
—Pero ¡si me encontré con él hace tan sólo unas horas! —exclamé—. Parecía estar en perfecto estado de salud y con ganas de broma, como siempre, aunque quizás eran bromas un tanto tristes.
—¿Y eso dónde fue, don Roberto?
—En el camino cerca de la Roca del Asno.
—¿A qué hora?
—Justo después del Ángelus.
—Entonces usted debe ser la última persona que le vio con vida. ¿Qué dijo?
—Me pidió un cigarrillo. Yo le dije que no tenía tabaco rubio, sólo negro. «Tanto mejor. No me gusta fumar paja», me dijo. Le alargué mi vieja petaca de piel de foca y un librillo de papel de fumar. Nos sentamos juntos sobre una roca. Se lió un cigarrillo y yo le ofrecí cerillas, pero él se excusó y utilizó un pequeño vidrio de quemar para encender su cigarrillo. Dijo que eso era más económico y que, además, el sol era su amigo.
—¿Hizo algún otro comentario? —preguntó Catalina.
—Que, en realidad, el sol era el único amigo que le quedaba.
—¡Pobre señor!
—Yo llevaba vino en mi cesta y se lo ofrecí. Él tomó un sorbo y luego tuvo la delicadeza de pasar un pañuelo limpio por la boca de la botella. Después de hablar sobre un poeta romano al que los dos admirábamos, nos dimos la mano, y seguidamente él continuó su camino cuesta arriba, diciéndome que esperaba que pronto le hiciera una visita.
—Le encontraron en el embalse de la Roca del Asno a las tres... ¡Que su alma encuentre la paz! El padre Julián fue corriendo hacia allí, seguido del médico, que intentó la respiración artificial. El conde se había atado una piedra grande al pie, pero don Julián, que es un cura muy bueno, siempre dispuesto a darles a los pecadores el beneficio de la duda, insistió en que se había tratado de un método mal aconsejado para llegar al fondo del embalse, en busca de una moneda, o de algún otro objeto caído. Dijo que en realidad el pobre caballero había sido víctima de un accidente. Indicó que el conde había colocado su reloj de oro y su billetero sobre la pared para no estropearlos. Entonces, aunque el médico por fin le declaró muerto, don Julián no se lo quería creer. Se inclinó sobre el conde, rogándole que hiciera un acto sincero de contrición. No obtuvo respuesta alguna, pero don Julián dice que la cara del conde expresaba un sentimiento de humildad, y que, en consecuencia, se sentía justificado al darle la absolución. El difunto será enterrado mañana, con los ritos habituales, pues el juez ha firmado ya un certificado de muerte por accidente.
—Un gran consuelo para la familia del conde —dije.
—¡Para lo que queda de ella! Tiene una tía nonagenaria en Madrid y una prima segunda que es monja de clausura en Cartagena. El título, que tiene setecientos años, quedará por fin extinguido.
—¿Habrá un velatorio esta noche en su casa?
—Sí, don Roberto. Mi marido y yo esperamos verle allí luego.
¿Cuánto sabía yo sobre el conde, después de un simple trato amistoso de cuatro o cinco meses? En realidad, no mucho. Era lo que podríamos llamar un personaje. Mi madre siempre me aconsejaba que procurase no convertirme en un personaje. Recuerdo que una vez, cuando le pregunté qué significaba ser un personaje, ella me contestó: «Es ser como esas personas que dan de comer a los pájaros en los jardines públicos, y normalmente tienen dos o tres posados sobre la cabeza». Pero el conde jamás hubiese hecho algo tan obvio y tan vulgar. Buitres, en un cementerio, quizás. Era un hombre pulcro, pequeño y feo, de unos cincuenta años, siempre vestido con la misma chaqueta y pantalón de pana gris, con un chaleco de caza francés, y sus manos hirsutas, aunque bien cuidadas, casi siempre jugaban nerviosamente con los eslabones de su gruesa cadena de reloj, de oro. Nunca llevaba sombrero, y su cabeza calva estaba recubierta de pecas. En su forma de arrugar la nariz mostraba un desdén humorístico por este mundo, y la furia que ardía en sus ojos negros me atraía; los mallorquines, por regla general, son flemáticos, infantiles y serviciales. El conde hablaba un castellano hermoso, y un mallorquín más hermoso todavía. La aristocracia de nuestra isla conversa en mallorquín àulic, un dialecto cortesano propio, parecido al provenzal, y que se distingue por sus numerosas formas del siglo XIII que han desaparecido del mallorquín plebeu, el lenguaje del pueblo. Me enteré de que el conde había enviudado hacía poco y que no tenía hijos. Sabía que conocía admirablemente el latín, y que era una autoridad sobre el tema de la sublevación de los payeses a finales del medievo; hablaba de publicar una monografía sobre Cristóbal Colón, demostrando que fue un forajido mallorquín que había huido a Genova después de que confiscaran las propiedades de su familia al ser sofocada la sublevación. El conde vivía solo, atendido únicamente por un criado, en Ca'n Deiá, una casa del siglo XVI pegada a la iglesia, con su escudo grabado en el dintel. Apenas si tomaba parte en la vida del pueblo, exceptuando alguna que otra partida de truc en el café, con el alcalde, el maestro y el médico. Parecía asustar a las mujeres y a los niños, aunque yo no logro comprender por qué, ya que nunca levantaba la voz ni hacía escenas.
Todas las personas más importantes del pueblo fueron a decirle su último adiós aquella noche. El conde contaba como vecino del pueblo, porque era dueño de Ca'n Deiá, pero el hogar familiar era el palacio Deiá, en Palma, y hasta que vino a establecerse entre nosotros, sólo seis meses antes de su muerte, Ca'n Deiá había permanecido vacío durante generaciones, aunque la casa se abría y se encalaba puntualmente una vez al año, por Pascua. Los muebles, los cuadros y la porcelana sugerían los comienzos de la década de 1730 como fecha de su última ocupación. Según el sacristán, que era un entendido en las viejas tradiciones del pueblo, uno de los antecesores colaterales del conde —«uno que tenía unas costumbres muy poco decentes»— habitó la casa por aquel entonces, vigilado por dos sirvientes, para ahorrar a su familia el bochorno de tenerlo en casa y la vergüenza de mandarlo a un manicomio. El sacristán explicó que al desgraciado joven tenían que coserle la ropa, una vez puesta, para evitar que se la quitara en público, en especial durante la misa. «Vino aquí durante las guerras carlistas —me dijo un día— el mismo año en que el hambre obligó a los habitantes del pueblo a comer algarrobas. Fue él quien inventó aquellas siluetas que cuelgan en las paredes de los pasillos del templo. ¿Verdad que son curiosas?» Las siluetas eran intrincados recortes, hechos de papel blanco: una palmera, escenas de cacería, galanes fumando en pipa con ropas extravagantes, diseños heráldicos, enormes palomas, flores, sirenas y unicornios, todas yuxtapuestas sin ton ni son sobre papel de envolver azul, pero con unos marcos sencillos y dorados que daban un tono formal al conjunto.
El difunto conde yacía arriba, entre rosas blancas y lirios, ataviado con su traje de cortesano, que estaba adornado con espléndidas condecoraciones. El perfume de las flores casi sofocaba el del alcanfor, y unos pétalos de rosa, colocados con ingenio, escondían (como descubrí más tarde) los agujeros más visibles (¿polillas, ratones?) en el terciopelo negro de su traje, que no había tenido ocasión de ponerse desde la abdicación de Alfonso XIII, más de veinte años antes. La comadrona había maquillado muy bien la cara del conde, y todo el mundo estuvo de acuerdo en que tenía un aspecto tranquilo, como un niño; la comadrona no había disimulado su característica media sonrisa en la comisura de la boca.
Cuando entré, un recuerdo hizo que también mi boca sonriera tristemente.
—¡Oh, señor muerto! —murmuré.
Se trataba de una broma que el propio conde me había contado sobre una representación teatral a la que un día había asistido. Un paje fiel, al descubrir el cuerpo de su señor feudal asesinado, debía haber exclamado: «¡Oh, señor! ¡Muerto está! ¡Tarde llegamos!». Pero el actor se había aprendido el papel con un ejemplar sin acentos ni puntuación, así que entró en escena dando brincos, y exclamó alegremente: «¡Oh, señor muerto, esta tarde llegamos!».
Abajo, en la sala enlosada, los que formábamos el velatorio ocupábamos una larga hilera de sillas bajas encordeladas, de esas que guarda toda familia mallorquina para bautizos, funerales, bodas y primeras comuniones. Pero éstas las habían pedido prestadas en casa del sacristán, la casa de al lado; Ca'n Deiá sólo contenía enormes butacas señoriales de terciopelo rojo descolorido, y unas sillas altas de cuero negro, con clavos de bronce octogonales. Se sirvieron galletas y café solo. Sobre la mesa, que tenía siete centímetros de grueso, había una caja de puros abierta. Como yo era la última persona que vio con vida al conde, tuve que relatar mi historia varias veces. Por cortesía, la adorné con recuerdos de sus comentarios sobre la generosa hospitalidad que le habían demostrado los dignatarios del pueblo; el devoto cura, el correcto juez de paz, el sabio maestro y el infatigable médico. Pero guardé para mí un comentario genuino y muy enigmático del conde, por temor a que pudiera herir los sentimientos de alguien. Eran palabras que me había dicho, por encima del hombro, cuando ya se dirigía hacia el embalse. «Es que ella tomó tierra ayer, ¿comprende? No lejos de aquí. Por eso he de dejarle.»
Nuestra reunión solemne se volvió algo más acogedora alrededor de las once, cuando la luz eléctrica se apagó y volvió a encenderse tres veces, como aviso de que media hora más tarde la cortarían hasta el día siguiente. A esta señal, casi todos se despidieron. Los que quedamos allí formamos un círculo con nuestras sillas alrededor de la mesa, y el fornido criado del conde, nuestro anfitrión, encendió unos largos cirios eclesiásticos colocados en unos candelabros de peltre. Sobre una bandeja aparecieron dos botellas de coñac y una de anís, y pronto empezamos a hablar libremente. Éramos siete: Guillermo, el criado; el maestro, que tenía pretensiones literarias; el demacrado sacristán; María, la comadrona; don Tomás Eons y Pons, el abogado de la familia del conde, a quien yo no había conocido con anterioridad; el marido de Catalina, que, además de ser el conductor de nuestro autobús, es el propietario del café, y yo.
—Una reunión compuesta con mucho acierto —dijo el maestro, con una amplia sonrisa—. Más, en número, que las Gracias, y menos en número que las Musas.
—Sí —dijo el sacristán—, pero precisamente igual, en número, a los que honran lo suficiente la memoria del difunto caballero que yace arriba, como para velarle toda la noche.
—No he visto ni rastro de ningún miembro de la nobleza por el pueblo —dijo el marido de Catalina—. No deja de ser extraño porque la noticia de este accidente debió de llegar a la capital hace ya horas.
El abogado acarició el bigote blanco, se aclaró la garganta y explicó:
—Muchos se encuentran fuera de la ciudad, y los demás están en la ópera italiana. Pero seguro que vendrán representantes de todas las grandes familias al funeral de mañana. No pueden omitir este acto de cortesía con alguien que no sólo era el noble con más antigüedad de Mallorca, sino que además había heredado el título de portador de la bola olorosa para su majestad el rey de España.
—¡Los muy hipócritas, cómo odiaban a mi amo! —exclamó de pronto el criado—. Su padre se enamoró de una hermosa muchacha campesina de Costitx en las matanzas de cerdo de San Martín, y tuvo la sensatez de casarse con ella en lugar de seducir a la inocente criatura y echarle cien pesetas en la falda, como hubieran hecho muchos de ellos. La vieja condesa era una mujer de mucho carácter, y devota hasta el exceso. Aquellos degenerados se empeñaron en desdeñar a nuestro conde y tratarle como el vástago de un casamiento desigual; sin embargo, ¡cómo le envidiaban sus conocimientos, su valor y su espíritu independiente! A todos ellos les hubieran ido bien unas cucharadas de saludable sangre campesina en las venas. La vieja condesa murió cuando mi amo tenía cinco años, y él adoraba su recuerdo; es más, algunos dicen que eso fue la perdición del desafortunado caballero.
—¡Vamos, hombre! —le soltó María, la comadrona—. ¿Cómo puede la adoración por el recuerdo de una madre ser la perdición de nadie?
Guillermo recurrió al abogado.
—Don Tomás —le dijo—, corríjame si estoy equivocado, pero ésta es la historia tal como se cuenta en las habitaciones del servicio, y nosotros, los sirvientes, somos muy meticulosos en lo que respecta a la exactitud de los hechos.
—Cuéntelo a su manera, Guillermo —dijo el abogado.
—Pues bien —continuó el criado—, don Ignacio, el único hermano del conde, dos años menor que él, conducía un coche veloz por la carretera de La Puebla. Había llovido y el asfalto estaba resbaladizo, debido al fango de los carros de patatas. Su mujer iba a su lado y los dos se mataron cuando el coche derrapó y chocó contra un árbol. Su linda hija de ojos verdes, doña Acebo, que entonces tenía trece años, quedó bajo la tutela de mi amo (no tenía ninguna tía ni otro familiar más adecuado por ninguno de los dos lados de la familia) y como él era soltero esto le violentó un poco. Pero aceptó la responsabilidad, y como descubrió que la muchacha era, por desgracia, muy ignorante, aunque no le faltaban ni inteligencia ni humor, la sacó del convento donde había estado estudiando y se convirtió en su tutor. Vivían en el palacio Deiá. Le enseñó a doña Acebo historia, heráldica, geografía, botánica, francés y latín. Pronto dejó ella de tener amistad con sus compañeras de colegio, porque ninguna de ellas compartía sus intereses ni disfrutaba de su misma libertad, y mi amo la mantuvo alejada de la sociedad palmesana. «Por si le diera por convertirse en una mujer moderna y disoluta», como decía él. Sólo estudiaba tres horas al día, pero eran como treinta horas en un convento, pues él enseñaba como un ángel y el trabajo les parecía más bien un juego. El capellán de la familia atendía, naturalmente, a sus necesidades religiosas. Mi amo se llevaba a doña Acebo a todas partes con él, a teatros, conciertos, corridas, peleas de gallos y combates de lucha libre, pero ambos disfrutaban mucho más con las diversiones que se inventaban ellos mismos. Eran unos bromistas formidables, y a cualquier hora salían del palacio disfrazados de gitanos, o de borrachos, o de vendedores ambulantes o campesinos, y les ocurrían mil aventuras de lo más cómico en los callejones de Palma.
—Dénos un ejemplo —dijo el maestro—. ¡Hablar de «mil aventuras de lo más cómico» no es forma de relatar una historia!
—Bueno, pues una vez apostaron a ver quién sería el primero en sacarle cincuenta pesetas a un desconocido mediante un fraude descarado. Yo les cronometraba. Mi amo, con boina, una barba postiza y gafas, entró en una librería de segunda mano, donde pagó cinco pesetas por un libro sobre apicultura. Luego añadió un cero a la cifra escrita en la hoja de guarda, envolvió el libro en papel de empaquetar, entró disimuladamente en un café para buscar un periódico, y miró las esquelas de defunción en la segunda página de La Última Hora. Al descubrir que cierto don Fulano de Tal, un importador de tuberías de uralita, había muerto a unas calles de distancia, fue con el libro a aquella casa y preguntó por don Fulano. «¡Por desgracia, ha muerto!», sollozó la viuda. «La desgracia es doble —coreó el conde—. Don Fulano, que era un amigo a quien yo tenía en mucha estima, me encargó este ejemplar hace una semana, y acabo de conseguirlo en Barcelona.» Hizo como que se marchaba tristemente y entonces la viuda le pidió permiso para examinar el libro. «¡Ah, un tratado práctico sobre el cuidado de las abejas! —dijo tiernamente—; Ahora comprendo que el pobrecillo debió de considerar la idea de una vida tranquila de campo, en la que tantas veces yo le había insistido, suplicándole que vendiera su negocio antes de que fuera tarde. ¡Mire usted cómo yo tenía razón! Se lo ha llevado un corazón agotado. Tengo que comprar esto en recuerdo de su afecto. ¿Cuánto le costó?» Mi amo le enseñó el precio marcado en la hoja de guarda y comentó que había, además, cinco pesetas de gastos de correos. Dadas las circunstancias, estaba dispuesto a dejar de cobrar su comisión y la viuda no se opuso, dándole además las gracias por la nobleza de su corazón. El juego tardó menos de media hora en completarse, pero doña Acebo ya había ganado el concurso. Vendió dos billetes de lotería caducados para la rifa de un automóvil a unos turistas alemanes y había llegado a casa antes de que mi reloj marcara los cinco minutos.
—¡Continúe con su historia, hombre! —dijo María, la comadrona—. Mencionó antes el amor devastador del conde por su difunta madre.
—Ya llegamos a eso. La inocente camaradería entre el conde y doña Acebo no podía durar para siempre, porque, al hacerse ella mayor y más llenita, empezó a parecerse tanto al retrato de su abuela, la vieja condesa cuyo nombre de pila había heredado, que podrían haber sido gemelas. En pocas palabras, al llegar a los quince años mi amo se enamoró de ella, cosa que le alarmó y le confundió. ¿Qué podía hacer? Se sentían tan profundamente unidos al haber convivido solos en aquel gran palacio, con la única compañía del capellán y de nosotros, los criados, que formábamos el coro de su incesante comedia, que parecía un crimen mandarla lejos. Pero ¿no sería peor si se quedaba? Después de mucho examinar sus sentimientos, y con el consentimiento dudoso del capellán, decidió casarse con ella. Claro que, aunque una boda entre tío y sobrina puede ser aprobada por la Iglesia, por respeto al bien conocido precedente de los Evangelios, tales uniones son muy poco frecuentes. Aquí, en este pueblo, si un tío le diera pruebas indebidas de afecto a una sobrina, los vecinos harían sonar las conchas de mar toda la noche alrededor de su casa y le dejarían basura en la puerta. Pero a un conde de Deiá le está permitido todo, dentro de un límite. ¿Acaso sus antepasados no desempeñaron un papel importante al disuadir al clero de que se aliara con los antipapas de Aviñón? No obstante, fue asunto muy caro y penoso, incluso para mi amo, el conseguir la dispensa del Vaticano; para empezar, el obispo de Palma tenía que facilitar una carta dando cuenta del asunto y explicando la naturaleza peculiar del caso, y el obispo puso dificultades técnicas.
—¡Basta, Guillermo! —interrumpió el abogado—. ¡Deje las complejidades de la ley canónica a los canónigos, y aténgase a los hechos! El conde y doña Acebo se casaron y no resultó un matrimonio feliz.
—Esta es la verdad —acordó el criado—. Al principio, doña Acebo, que sólo tenía entonces dieciséis años, consideró la boda como otra de sus locas y escandalosas bromas, una broma que le proporcionó una envidiable posición social; así que se marcharon de luna de miel a San Sebastián muy animados. Luego, al darse cuenta de que iba en serio lo de convertirse en la mujer de su tío, que tenía que serlo de hecho y no sólo de palabra, y que tendría que darle un heredero, sintió cierto disgusto e incluso, ¿quién sabe?, quizá también ciertos escrúpulos, aunque su unión había sido completamente legitimizada.
—Oí decir algo de esto —dijo la comadrona, esforzándose por contener la risa—. Rechazó sus caricias, pero de un modo muy afectuoso.
—«Afectuoso» es la palabra justa, doña María —respondió el criado gravemente—. El conde tenía muchas cosquillas y en cuanto él intentaba cualquier muestra de ternura que sobrepasara las del papel de tío, le hacía cosquillas en los costados hasta hacerle morir de risa y de rabia.
El abogado volvió a interrumpir:
—¡Qué historia tan trágica! El conde, desesperado, dándose cuenta de que había cometido un grave error, pero al mismo tiempo empeñado en darle una lección a su condesa, solicitó la anulación (que resultó ser tan problemática y costosa como la licencia matrimonial) sin el consentimiento ni el conocimiento de ella. Un buen día, al despertarse, vio que no llevaba puesto el anillo de boda, y al protestar clamorosamente, Margalida, la criada, le informó, tal como se lo habían mandado, de que ya no necesitaba para nada aquella bisutería.
—Doña Acebo se tomó tan a pecho esta broma —dijo el criado, asintiendo con la cabeza para darle más énfasis a sus palabras—, que la pareja nunca más volvió a jugar alegremente como antes, y ella no tardó en escapar con un joven director de orquesta colombiano a quien había conocido en el bar Tito's. Desde cada ciudad que visitaban para cumplir él sus contratos, ella mandaba tarjetas postales al conde con dibujos de amantes, algunos sentimentales, otros groseramente cómicos, y todos ellos de muy mal gusto. El conde se fue volviendo cada vez más hosco y se quedaba en la cama sin querer ver a nadie. Cuando por fin recobró la salud, le encontramos muy cambiado y víctima de un extraño sentimiento de obligación hacia algunos juegos sin sentido. Por ejemplo, si íbamos a misa a Santa Eulalia, donde el suelo forma un diseño con cuadros de mármol blancos y rojos, tenía serias dificultades para llegar hasta el altar, pues siempre había beatas arrodilladas en los cuadros rojos que él creía que debía pisar. «Perdone, buena mujer —murmuraba—, ¿le importaría correrse unos veinte centímetros hacia la derecha?» Ellas le miraban muy enfadadas, pero él siempre se salía con la suya. El cura que decía misa palidecía cuando le veía, porque una vez que había conseguido llegar a los escalones, el conde se retorcía las manos y emitía unos gemidos en voz baja: «¡Oooo, ooo!», a la más mínima falta de pronunciación o error gramatical del latín.
—Una vez le estuve observando durante media hora en la feria de Ramos de Palma —agregó el marido de Catalina—, unos tres meses después de que se marchara doña Acebo. Estaba apoyado en el mostrador de la caseta de tiro al blanco y detrás de él esperaba una cola de niños pequeños a quienes hizo cuadrarse, como soldados. Después de haber hecho unos cuantos disparos preliminares para calibrar el punto de mira exacto del cañón de su escopeta, compró un montón enorme de fichas y tiró, con una monotonía insistente, al mismo plato de hierro. ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac! A cada acierto, se abría de pronto una puerta y salía una muñeca, vestida de camarera, con una bandeja en las manos y sobre la bandeja una botella en miniatura de algo que llamaban «vermut». Le entregaban la botella, la descorchaba, y vaciaba el contenido en la garganta del niño que estaba delante; luego le mandaba a la cola y reanudaba sus demostraciones de puntería. El propietario le lanzaba insultos, pero no podía hacer nada más.
—¿Por qué se marchó del palacio? —preguntó el sacristán—. ¿Acaso para evitar los tristes recuerdos de su matrimonio?
—Quizás —dijo el criado—. Lo que dijo fue que se había refugiado del enemigo, aquí en las montañas. Cuando yo le pregunté qué enemigo, me respondió: «Aquellos que fuman tabaco rubio; los que llenan nuestras tranquilas playas mallorquinas de carnes humanas rojas y despellejadas; los que conducen a toda velocidad por la isla en coches extranjeros de diez metros de longitud; los que prefieren las ollas de aluminio a las de barro, y el plástico al cristal; los que derriban el casco antiguo de Palma para edificar agencias de viajes, tiendas de souvenirs y hoteles altos con aspecto de cuartel, sobre sus ruinas; los que dejan la radio encendida a todo volumen a la hora de la siesta, ¡los que tragan Caca-Loco y cerveza embotellada!». El colmo para él fue el cierre del bar Fígaro, que frecuentaban todos aquellos que tenían un poco de personalidad en Palma, y que se convirtieron en las oficinas palaciales de Messrs. Thomas Cook & Son. Allí se había sentado casi todas las mañanas, en una mesa del rincón, jugando al dominó con el Guisa-Gatos.
—Quizás —dijo el criado—. Lo que dijo fue que se había refugiado del enemigo, aquí en las montañas. Cuando yo le pregunté qué enemigo, me respondió: «Aquellos que fuman tabaco rubio; los que llenan nuestras tranquilas playas mallorquinas de carnes humanas rojas y despellejadas; los que conducen a toda velocidad por la isla en coches extranjeros de diez metros de longitud; los que prefieren las ollas de aluminio a las de barro, y el plástico al cristal; los que derriban el casco antiguo de Palma para edificar agencias de viajes, tiendas de souvenirs y hoteles altos con aspecto de cuartel, sobre sus ruinas; los que dejan la radio encendida a todo volumen a la hora de la siesta, ¡los que tragan Caca-Loco y cerveza embotellada!». El colmo para él fue el cierre del bar Fígaro, que frecuentaban todos aquellos que tenían un poco de personalidad en Palma, y que se convirtieron en las oficinas palaciales de Messrs. Thomas Cook & Son. Allí se había sentado casi todas las mañanas, en una mesa del rincón, jugando al dominó con el Guisa-Gatos.
—Y ése, ¿quién era? —pregunté yo.
Tanto el maestro como el marido de Catalina querían contarme lo del Guisa-Gatos, pero el sacristán consiguió tomar la palabra. Por lo visto, este conocido personaje había sido el cocinero del viejo obispo, que murió, y el nuevo obispo cometió el error de criticar una de sus salsas. Aunque guardó silencio, su orgullo había sido herido, y en un banquete al que el nuevo obispo invitó al capitán general y a su estado mayor, sirvió un delicioso ragoût de conejo. Cuando le llamaron al comedor para felicitarle exageradamente, dijo: «Sí, ¡no hay duda de que soy el mejor cocinero de Mallorca! Puedo lograr que un gato callejero tenga el mismo sabor que el más tierno conejo. Y ahora, mi señor obispo, he terminado..., ¡y les deseo a usted y a sus invitados muy buenas noches!». Tiró al suelo su gorro alto de chef y salió con aire triunfal. Después de este incidente, deambuló por Palma recogiendo colillas tiradas por los turistas y aceptando cafés de gente palmesana que admiraba su tenacidad. No guisó ni una sola comida más. Cuando se produjo la tremenda escasez de cocineros, debido a las numerosas edificaciones de hoteles, al Guisa-Gatos le iban detrás con ofertas fenomenales —hasta de cien mil pesetas anuales— por sus servicios culinarios. Él, por toda respuesta, se limitaba a escupir.
—¿Qué hizo el conde respecto a las postales persecutorias de la condesa? —pregunté.
Era una pregunta violenta. Tres de mis compañeros de velatorio se movieron incómodamente en sus sillas, pero guardaron silencio, siguiendo la advertencia de la mirada ceñuda del abogado.
María, la comadrona, se apiadó de mí
—El conde tenía sangre campesina, don Roberto —me dijo—. Se sabe que, en su desdicha, fue a consultar con una mujer sabia de Andraitx. No se puede decir nada seguro sobre qué consejo le dio ella, pero de todos modos la persecución terminó cuando murió doña Acebo, a principios del año pasado.
—¿Cómo murió, doña María?
—También ahogada. El nuevo transatlántico en el que viajaban ella y su joven director de orquesta desde Brasil hasta Argentina, se estrelló contra una roca y se fue a pique.
Don Tomás cambió rápidamente de tema.
—El conde tenía un corazón muy bondadoso —explicó, subiendo el tono de voz—. Un día, abrumado por su sentido neurótico de la obligación, intentó pasar de una punta a otra de la calle San Miguel esquivando a las personas que se le acercaban, de derecha a izquierda, alternativamente. Esto le obligó a realizar un baile peligroso, porque era un sábado por la mañana muy ajetreado, y los granjeros, como siempre, se agolpaban en la calle y llenaban las mesas exteriores del café Suiza. Una Vespa pasó estrepitosamente y el conde se cruzó en su camino, intentando sortearla por la derecha. La Vespa dio contra el pie del conde, se cayó el conductor y se cayó la moto, aunque su motor continuó latiendo en la acera. Un mozo de panadería montado en bicicleta, que sostenía una enorme bandeja de pastas sobre la cabeza, chocó contra la Vespa, y todas las pastas cayeron al suelo. «Joven —exclamó el conde, dirigiéndose al conductor de la Vespa, que estaba examinando la magulladura que se había hecho en un codo—, ¿cómo se atreve usted a conducir su peligrosa máquina por la calle San Miguel, un sábado por la mañana?» Una vendedora de lotería, ciega, que estaba sentada en la acera, notó cómo se le levantaban las faldas con el aire del tubo de escape de la Vespa, y dio un chillido. Inmediatamente, el conde pagó al mozo del panadero y luego consoló a la pobre vieja, le besó la mano, le compró cinco billetes de lotería que después rompió, pues su alma estaba muy por encima de los asuntos monetarios, y la acompañó al interior del Suiza, donde la mujer rápidamente apuró varios coñacs. El mozo del panadero recogió las pastas, les quitó el polvo con sus pantalones, volvió a colocarlas sobre la bandeja, y siguió su camino montado en su bicicleta y con cien pesetas de más en el bolsillo. El difunto tenía sus defectos, ¿quién no los tiene? Pero no creo que volvamos a conocer a otro tan bueno como él, ¿no les parece?
Seguimos hablando y bebiendo hasta las cinco de la mañana, y luego nos preparamos para marcharnos. Subimos para dedicar nuestra última despedida al conde, antes de dejarlo en compañía de su mejor amigo, que ya doraba la cima de las monrañas. —La afición española al terciopelo negro —comentó el maestro sentenciosamente, contemplando el traje cortesano del conde— se interpreta a menudo como el reflejo del lado triste de nuestro carácter nacional. Esto es un error. Nuestros antecesores se vanagloriaban de la planta del añil, la única capaz de proporcionar un tinte negro que contrastara con la brillante blancura de sus puños y sus gorgueras de algodón. Guillermo obró acertadamente al elegir estos lirios y estas rosas para establecer un contraste. Los momentos más negros de la vida de nuestro amigo siempre se avivaban con destellos del más puro blanco.
Las exequias del conde tuvieron lugar a las diez, y todas las casas nobles de Palma mandaron a sus representantes. La plaza de nuestro pueblo estaba repleta de elegantes coches americanos e italianos. Los visitantes se reunieron en un grupo apretujado y silencioso, y lograron que yo me sintiese como el más campesino de los campesinos. Durante toda la ceremonia, que celebró el propio obispo con la ayuda de varios secundarios, incluyendo a don Julián, yo me iba repitiendo: «Ella tomó tierra ayer, ¿comprende? No lejos de aquí. Por eso debo marcharme». ¿Quién había tomado tierra aquel jueves? ¿Dónde? «Ella» no pudo haber sido doña Acebo, y era cosa bien sabida que ninguna otra mujer había formado parte de la vida adulta del conde. María, la comadrona, había insinuado que recurrió a la brujería, pero como la brujería es un tema que los mallorquines no discuten nunca con los extranjeros, llegué a la conclusión de que lo mejor sería dejar a un lado esta cuestión.
Al día siguiente, dio la casualidad de que Jack y Gloria Stonegate —Jack es un astuto hombre de negocios retirado, del norte de Inglaterra, y Gloria es un genio arreglando porcelana antigua— nos habían invitado a comer con ellos en Paguera, que está a unos kilómetros de Andraitx. Paguera goza del clima más soleado de Mallorca, lo que significa, claro está, lluvia insuficiente y, en consecuencia, una carencia perpetua de agua. Pero por otra parte tiene una bonita playa de arena y bosques de pinos, y se puede nadar allí a partir del mes de marzo.
—¿Ha pasado algo nuevo por aquí desde la última vez que vinimos? —le pregunté a Jack mientras tomábamos unas copas.
—Nada de particular, muchacho, sólo dos accidentes de moto, un ahogado, escasez de gasóleo, una pelea entre unos holandeses en una tienda de comestibles, y un ataúd que el mar arrojó al islote hace tres días.
—Lo del ataúd parece lo más interesante.
—¡Sí que lo fue! En su interior había una muñeca de madera tallada, de unos noventa centímetros de largo. Era sin duda el retrato de alguien real y llevaba puestos un traje de novia y un velo. ¿Qué le parece? Colgado del hombro llevaba una bolsa de cartero en miniatura, con los colores de la bandera española, y dentro de la bolsa encontramos toda una colección de tarjetas postales amorosas, bastante cursis, de todas partes del mundo: Tánger, Honolulu, Blackpool, Atlantic City, Copenhague. Alguien había borrado cuidadosamente el nombre y la dirección de la persona a quien iban dirigidas, raspándolas con una hoja de afeitar, y no había ningún mensaje en ninguna de ellas; sólo la firma «A».
—¿Qué tamaño tenía el ataúd?
—Era de tamaño humano. Debió de estar mucho tiempo en el agua. Yo me fijé en las postales. La última procedía de Río de Janeiro, con un matasellos de hace dieciocho meses. De una de las asas del ataúd colgaban un par de metros de una cuerda deshilachada, que debió de servir para sujetar unas piedras y conseguir que la caja permaneciera en el fondo del mar, pues el forro de plomo no pesaba lo suficiente. Luego la cuerda debió de partirse durante la gran tormenta de la semana pasada. Los guardias y el cura lo estaban examinando cuando yo me acerqué. El cura parecía impresionadísimo, e incluso los guardias parecían estar afectados. ¿Qué sentido le ves tú a esta historia, muchacho?
—¡Oh, pues que no es más que una broma de mal gusto! —le dije a Jack para tranquilizarle—. Te sorprenderían las cosas que llegan a hacer algunos mallorquines para reírse...
—A eso le llamo yo un sentido macabro del humor —refunfuñó Jack—. Pero claro, yo soy inglés.
Por favor, no me pregunten si, en mi opinión, la muerte en el mar de doña Acebo fue pura coincidencia. Conténtense con los hechos. La muñeca del ataúd tiene que aceptarse como testimonio de que el conde, con la ayuda de una bruja, intentó conseguir la muerte de doña Acebo por medios mágicos. Extraoficialmente, mis vecinos del pueblo no dudan de que lo consiguió. Condenan su acción por anticatólica, naturalmente, pero es que la provocación fue tremenda. Y ¿de qué otro modo podía haber actuado el conde de Deiá, que a fin de cuentas era hijo de una campesina? Oficialmente, están de acuerdo con el cura: fue una triste coincidencia. Oficialmente, yo también.