Los chinos perdidos

Jaume Gelabert era un muchacho mallorquín de diecisiete años, corpulento, de aspecto descuidado y carácter hosco. Su padre había muerto en 1936 durante el asedio de Madrid, pero en el bando derrotado y, en consecuencia, sin dejar gloria ni pensión; su madre murió unos años más tarde. Vivía solo en una casita desmoronada cerca de nuestro pueblo de Muleta, donde cultivaba unos cuantos bancales de olivos y una huerta de limoneros. Cuando yo bajaba a las rocas a nadar (un descenso de noventa metros), solía atajar por las tierras de Jaume y, si por casualidad nos encontrábamos, siempre le ofrecía un cigarrillo americano. Entonces él me preguntaba si iba a bañarme, a lo que yo respondía, o bien: «Has acertado exactamente el motivo», o si no: «Sí, los médicos dicen que es bueno para mi salud». Una vez comenté casualmente que los tejanos me iban demasiado ceñidos, y que, en lugar de tirarlos, pensaba que tal vez le irían bien para hacer los trabajos del campo.

—Quizás me podrían servir —me contestó, tocando la resistente tela de algodón.

Decir «gracias» hubiese sido como aceptar una caridad y hubiese puesto en peligro nuestra amistad, pero al día siguiente me dio un cesto de cerezas, con la excusa de que su árbol estaba demasiado cargado y que no valía la pena llevar las cerezas de julio al mercado. Así pues, nos convertimos en buenos vecinos.

Era el mes de junio de 1952, justo antes de que Willie Fedora apareciera en Muleta y alquilara una casita. El gobierno de los Estados Unidos le pagaba a Willie una subvención modesta por incapacidad, reconociendo «una neurosis de ansiedad, agravada por los servicios prestados en la guerra de Corea», subvención con la cual se mantuvo cómodamente hasta que la marea del turismo hizo que se dispararan los precios. El coñac sólo costaba entonces doce pesetas el litro, no treinta y seis como ahora, y el coñac era su gasto principal.

Nuestra pequeña colonia extranjera, en su mayoría pintores, al principio aceptó a Willie. Pero aquí viene siendo tradicional que, en lugar de beber, jugar al bridge, tomar el sol y discutir los problemas maritales, como ocurre en los puntos turísticos caros, con playas de fácil acceso, aquí, repito, los extranjeros trabajan. Sólo nos reunimos por las tardes, alrededor de una mesa del café, cuando llega nuestro correo. Algunas veces se dan fiestas, y otras alquilamos el autobús del pueblo para una corrida del domingo, pero aparte de esto cada uno se ocupa de sus cosas. A Willie le disgustaba esta forma de vida antisocial. Solía venir de visita bajo pretextos triviales, después del desayuno, justo cuando estábamos a punto de ponernos a trabajar, y siempre trayendo consigo, colgada del hombro, una garrafa de cuatro litros con funda de mimbre —que él llamaba su «samovar»— llena de coñac barato, con lo que quería demostrar su independencia. Darle con la puerta en las narices a Willie hubiese sido una grosería; animarle, nuestra destrucción. Normalmente, nos escabullíamos por la puerta trasera y esperábamos hasta que se hubiera vuelto a marchar.

Willie escribía obras de teatro o, mejor dicho, trabajaba laboriosamente con la misma obra en verso durante meses y más meses, hablando sobre ella sin cesar, pero sin hacer progreso alguno. El héroe de Vercingetorix (el propio Willie disfrazado con una toga) era uno de los capitanes de estado mayor de Julio César en la guerra gala. Cada vez que Willie empezaba su trabajo diario con su Vercingetorix, tenía que tragarse un cuarto de litro de coñac, debido al sentimiento terrible de culpabilidad que pesaba sobre él y que formaba el tema de su drama romano. Por lo visto, a finales de la guerra de Corea un oficial había puesto a Willie al mando de quinientos chinos comunistas capturados, pero cuando más tarde los hizo desfilar hacia la cárcel, quedaban escasamente trescientos. Los demás no podían haber sido asesinados, ni se habían podido suicidar, ni tampoco escapar; sin embargo, habían desaparecido. «¡Desaparecieron como por encanto!», repetía trágicamente, inclinando su samovar. Cualquier sugerencia de que estos chinos sólo hubieran existido sobre el papel —un 3 escrito con prisas, en plena batalla, podría fácilmente confundirse con un 5, le decíamos nosotros— le ponía furioso.

—¡Maldita sea! —gritaba, dando un golpe sobre la mesa—. Yo pedí víveres y mantas para quinientos. ¿Cómo se explica esto?

Muy pronto le cerramos las puertas a Willie. Que acabe su obra en lugar de hablar de ella, dijimos, y ninguno de nosotros se sentía responsable por sus chinos perdidos. Sin embargo, cada noche le perseguían en sueños y a menudo los vislumbraba, ocultos detrás de un árbol o de un granero, incluso durante el día.

En Muleta existe la vieja costumbre de ayudar a las misiones católicas de China, y el «día de los chinitos» los niños de la escuela se pintan las caras de color amarillo y unas cejas oblicuas; luego visten con ropas orientales, de origen incierto, que la madre superiora de nuestro convento franciscano saca de un arca alargada, profunda y alcanforada. Se pasean en un carro cubierto y recogen bastante dinero, aunque es un misterio saber quién se beneficia de él en última instancia, pues (como le expliqué a la incrédula madre superiora) hace ya años que ninguna misión extranjera está permitida en China. Desgraciadamente, estos jóvenes chinitos golpearon una tarde con los nudillos en la ventana de la casita de Willie y le dieron un susto de muerte. Y luego Willie entró tambaleándose en el café, golpeó accidentalmente su samovar contra un barril de vino y cayó redondo al suelo de la terraza. Cuando se sintió mejor, le recomendamos un médico de Palma.

—¡Os podéis arrojar por un precipicio! —gimió—. Estoy harto de vosotros. Me voy a volver indígena.

Efectivamente, Willie se volvió indígena. Sorprendiendo a todo Muleta, él y Jaume Gelabert se hicieron amigos. Jaume, que ya estaba marcado como el hijo de un «rojo», se había ganado la reputación de persona violenta durante la última fiesta de San Pedro, patrón de Muleta. El hijo del alcalde, que no tenía pelos en la lengua y era dueño de una motocicleta y jefe de los atlots, los jóvenes del pueblo, hizo de Jaume su víctima.

—¡Ahí tenéis al «Señor de La Coma»! —se burló Paco.

Jaume palideció intensamente.

—Eso de «Señor de La Coma» no deberías decirlo tú, Paco, ¡descarado mujeriego! Tu propio tío fue quien le robó a mi madre viuda su parte de la propiedad, y todo el pueblo lo sabía, aunque son tan cobardes que no protestaron.

Entonces Paco improvisó un copeo, un verso satírico de los que se cantan el día de San Pedro:

Señor de La Coma, qué pena me das. Ya no comes gambas ni bebes champán.

Un grupo de allots se unió al coro, bailando en círculo alrededor de Jaume:

Ay, sí; ay, no,

¡Ya no comes gambas ni bebes champán!

Jaume arrancó un poste de la valla del panadero y atacó a ciegas, derribando a Paco y a un par más de allots antes de que los guardias civiles le desarmaran y lo arrojaran sin ceremonias al calabozo del pueblo. El juez de paz, que era el padre de Paco, obligó a Jaume a comparecer ante el magistrado después de una severa amonestación. En Muleta ningún hombre honrado utiliza la fuerza: toda lucha se desencadena con ayuda de la lengua o del dinero.

Los dos hombres, ambos desterrados de la sociedad, se hicieron muy buenos amigos, y esto nos libró de futuras responsabilidades por la salud de Willie. Decidió aprender mallorquín con Jaume. Esta lengua antigua, que se parece bastante al provenzal, se habla en familia en toda la isla, aunque el gobierno no la apruebe. Willie tenía un don lingüístico natural, y en tres meses ya charlaba perfectamente en mallorquín, el único extranjero en Muleta (aparte de mis hijos que fueron allí a la escuela) que logró tal proeza. Willie, como agradecimiento, insistió en enseñarle a Jaume a escribir obras de teatro, pues se había especializado en composición dramática en una universidad del Medio Oeste, y mientras tanto dejó a un lado su Vercingetorix. Cuando llegó la primavera, Jaume ya había terminado La madre indulgente, una comedia mallorquina basada en la vida de su tía abuela Catalina. A cambio, había obligado a Willie a tomar comida sólida, como habas cocidas y pa amb oli, y a beber más vino tinto que coñac. Jaume no puso en duda el relato de los chinos perdidos de Willie, pero sostenía que estar al mando de quinientos prisioneros debió de ser una carga demasiado pesada para un joven soldado como Willie, y que en su omnisciencia Dios había hecho sin duda un milagro al reducir la cantidad.

—¡Suponte que alguien me diera quinientas ovejas! —le dijo—. ¿Cómo podría cuidar de ellas yo solo? Cien sí, doscientas sí, trescientas quizás, pero quinientas serían demasiadas.

—Pero, si es así, ¿por qué siguen persiguiéndome esos demonios amarillos?

—¡Porque son paganos y blasfeman contra Dios! ¡No les prestes atención! Y si alguna vez te atormentan, ¡come en lugar de beber!

En 1953, Muleta sufrió una crisis económica. El mal tiempo echó a perder las previsiones de aceite, heló la flor de los frutales y causó el derrumbamiento de numerosos bancales. Además, don Enrique, nuestro cura párroco, había encargado su altar nuevo y había reedificado el presbiterio a un precio extravagante, descuidando el tejado de la iglesia, parte del cual se vino abajo en una noche de tormenta. Una de las consecuencias fue que el pueblo no pudo permitirse el lujo de alquilar al Grupo Teatral Palmesano para su tradicional velada de teatro del día de San Pedro. Pero don Enrique se enteró de la existencia de la obra de Jaume, la leyó, y prometió que encontraría el reparto de actores entre las muchachas de la Acción Católica y sus novios, si Willie pudiese ser el director de escena y si Jaume se brindaba a entregar las ganancias a la Colecta para el Tejado.

Naturalmente, este plan encontró una fuerte oposición entre los más viejos del pueblo, pues Willie, a quien llamaban ahora don Coñac, y Jaume, el Rojo violento, les parecían unos autores poco acertados. Sin embargo, don Enrique había sentido cierta solidaridad con Jaume por su uso del poste, y además se había dado cuenta de la feliz mejoría de Willie bajo los cuidados de Jaume. Hizo un largo sermón contra los santurrones y los faltos de caridad y, habiendo conseguido sus propósitos, tuvo la buena ocurrencia de ofrecerle a Paco el papel principal de galán joven. No obstante, para evitar cualquier posible escándalo, dejó bien sentado que los ensayos deberían seguir unas normas estrictas de decoro: las madres de las niñas tendrían que acompañarlas o mandar una sustituta. Él también estaría presente.

La madre indulgente, que combinaba lo ridículo con lo patético, en un estilo explotado por Menandro, Terencio, Plauto y otros maestros de la antigüedad, obtuvo un clamoroso éxito, aunque por mucho que se esforzaran Willie y don Enrique, directores de escena conjuntos, no pudieron evitar que los actores dieran la espalda al público, entraran con retraso y les acometiera la risa en los momentos más dramáticos. La Colecta para el Tejado reunió mil quinientas pesetas, y con la rifa de un reloj alemán (que alguien se había dejado en la playa dos años antes) se consiguieron ochocientas pesetas más. El Baleares publicó un párrafo sobre el extraordinario joven escritor don Jaume Gelabert, con este titular: «Misa parroquial solemne en Muleta. Grandiosos acontecimientos populares». Paco y su novia, la actriz principal, también obtuvieron una mención en el periódico.

Mientras tanto, Willie, a quien el Baleares desgraciadamente llamó «Don Guillermo Coñac, autor de teatro transatlántico», había celebrado el debut de Jaume con demasiado entusiasmo, cantando canciones espirituales negras por las calles del pueblo hasta bien pasada la medianoche. Cuando quedó por fin sin sentido, Paco y los demás atlots le quitaron la ropa y lo colocaron en cueros sobre un panteón del cementerio, con el samovar bajo su cabeza. Allí fue descubierto por un grupo de viejas beatas que iban a la misa del alba. ¡Un escándalo terrible! Jaume se había marchado temprano a su casa, en seguida después de caer el telón, para escapar de las felicitaciones. No obstante, a la mañana siguiente pudo reconstruir los hechos, basándose en las habladurías del pueblo; entonces cogió a Paco en la puerta del café y lo echó al torrente, donde se rompió un tobillo. Esta vez Jaume hubiera sido juzgado en la capital por intento de homicidio, si no llega a intervenir Willie.

—Si castiga a Jaume —le dijo al alcalde— me obligará a hacer lo mismo con su hijo. Tengo testigos que pueden dar fe de su desvergonzada conducta, y el gobierno de los Estados Unidos me respaldaría.

Jaume y yo continuamos siendo amigos.

—Jaume —le dije—, desde mi punto de vista actuaste correctamente. Nadie que se precie de ser un buen amigo podría haber hecho menos ante tal provocación.

El invierno y la primavera pasaron velozmente y ya teníamos encima otro día de San Pedro. Willie fue a visitar a don Enrique a la casa parroquial y se ofreció para dirigir una nueva obra de Jaume: El marido difícil. No llegó borracho pero sí (como dicen en Irlanda) «habiendo bebida tomado», y cuando declaró que esta comedia tenía méritos que un día le merecerían la fama mundial, tampoco podemos culpar a don Enrique por excusarse. Dijo que una viuda, la señora de La Coma, acababa de dejar a la Iglesia, al morir, una pequeña fortuna, a raíz de lo cual sus parroquianos esperaban que volviera a contratar al Grupo Teatral Palmesano como en años anteriores.

Malas noticias agravaron este contratiempo, A Jaume le llegó la hora del servicio militar. Había contado con que le destinaran a una batería antiaérea que estaba a cinco kilómetros de distancia, y en la cual hubiese disfrutado de frecuentes permisos; es más, el comandante de este cuerpo había prometido arreglar el asunto. Pero algo falló —quizás el padre de Paco le dijera algo al oído al capitán— y Jaume tuvo que ir al Marruecos español.

Willie, llorando a lágrima viva, prometió regarle la huerta de limoneros, plantar las habas cuando cambiase el tiempo, y esperar pacientemente el regreso de Jaume. Pero doscientos fantasmas chinos se aprovecharon de su soledad para acecharle entre los árboles y golpear en la ventana de su cocina. El samovar de Willie se llenó y se vació, se volvió a llenar y se volvió a vaciar, cuatro o cinco veces por semana; descuidó la huerta, dejó de esforzarse por comer, y cerró su casita con llave para no recibir visitas, pues ante todo tenía que terminar una traducción al inglés de El marido difícil. Un día me lo encontré en casa del cartero, enviando un paquete a los Estados Unidos. Le vi tan delgado y tan desorientado que, al encontrarme con el alcalde, le dije que deberíamos tomar alguna medida.

—Pero ¿qué quiere que haga yo? —exclamó el alcalde—. No está cometiendo ningún crimen. Si está enfermo, ¡que vaya a que le visite el médico!

Aquella tarde, Willie vio a Toni Coll que estaba cavando un hoyo para basuras cerca de la casita de Jaume; convencido de que se trataba de su propia tumba, buscó refugio en la galería del órgano de la iglesia, donde bebió hasta quedar sin sentido, y no le encontraron hasta veinticuatro horas más tarde. Don Enrique y su madre le llevaron en brazos a la casa parroquial, donde le cuidaron hasta que la Embajada pudo arreglar su traslado a los Estados Unidos. En Nueva York, Willie fue recibido por un comité de veteranos y lo enviaron a un hospital militar en Pittsburg. El día de Año Nuevo de 1955, se rompió el cuello al caer por una ventana, sin duda perseguido por sus opresores chinos. Me sentí un poco culpable.

Si Muleta no esperaba saber nada más de la comedia de Jaume, Muleta se equivocó. Justo antes de que los cohetes se dispararan en honor de San Pedro, Mercurio, el cartero (que también hacía el trabajo de telegrafista), me tiró de la manga.

—Don Roberto —me dijo—, aquí tengo un telegrama de Nueva York para un tal William Schenectady. ¿Conoce a este individuo? Llegó hace tres días, y ninguno de sus amigos reconoce el nombre. ¿Cree que podría tratarse de algún turista de paso?

—No, se trata de nuestro malogrado don Coñac —le dije.

En España sólo cuenta el nombre del medio, que es el apellido patronímico, y en su pasaporte Willie había figurado como William Schenectady Fedora.

—Una triste historia —suspiró Mercurio—. ¿Cómo pueden los telegramas beneficiar a los muertos que ni siquiera pueden firmar el recibo? Y no hay forma de remitir el mensaje...

—Ya firmaré yo, si es eso lo que le preocupa. Probablemente contiene felicitaciones de cumpleaños de alguna anciana tía que aún ignora su suerte. Si es así, lo romperé.

Cuando terminaron los festejos, me acordé del telegrama. Decía así:

WILLIAM SCHENECTADY FEDORA / MULETA / MALLORCA / ESPAÑA

MAGNÍFICO BRAVO BRAVO BRAVO STOP MAÍDO DIFÍCIL SENSACIONAL FUSTO LA OBRA NECESARIA PARA BIRDWAY CON NEUMANN DIRECCIÓN HARPVIVKE PEPEL PRINCIPAL STOP MANDO CONTRATO AVIÓN STOP PROPONGO ENTE VISTA CUMPLIMENTARÍA CON VISITA PERSONEL CONTASTE ANTES POSIBLE STOP SALUDOS.

EVERETT SAMSTAG EMPIRE STAT ENTERPRIXES NEW YORK

Fruncí el entrecejo. Mi vecino Len Simkin siempre estaba hablando de Sammy Samstag, el empresario de Broadway, e incluso le había prometido a Willie que conseguiría interesarle en el Vercingetorix, pero algo me decía que aquel cable no era una broma. ¿Quién iba a gastarse diez dólares para tomarle el pelo a un muerto? Por otra parte, si no se trataba de una broma, ¿por qué Samstag no había mandado un cupón de respuesta pagada?

Le hice esta observación a Mercurio y éste admitió que, efectivamente, había llegado uno de estos formularios con el telegrama de don Coñac, y añadió:

—Pero como don Coñac ya no existe, quizás otro extranjero pueda aprovecharlo para enviar un telegrama.

Así pues, telegrafié a Samstag:

INTERESADO EN SU INTERÉS STOP ACONSEJARÉ AUTOR MARIDO DIFÍCIL ACTUALMENTE DE SAFARI CEDERLE OPCIÓN SI ECONÓMICAMENTE EQUIVALENTE A SU TRIPLE BRAVO STOP SALUDOS

Explicarle que Willie ya no estaba disponible y que la tarea de proteger a Jaume había quedado en mis manos, hubiese excedido el precio de la respuesta pagada, así que firmé «Fedora». «Actualmente de safari» era, en lenguaje telegráfico, como decir: «En el momento presente está cargando con su fusil por el norte de África, pero regresará la semana próxima» y sonaba mucho más opulento.

En el café me encontré con Len, el viejo-joven fabricante de móviles abstractos. En una ocasión había representado un papel pequeño en una obra fuera de Broadway, pero era el único contacto que tenía Muleta con el gran mundo del espectáculo.

—Es una lástima que el pobre Willie haya muerto —le dije, cuando hubo acabado sus críticas mordaces sobre la representación que había dado el Grupo Teatral Palmesano la noche anterior—. A lo mejor te hubiese conseguido un papel hablado en esta nueva obra de Broadway. Willie siempre admiró tu declamación.

—No le veo la gracia —gruñó Len—. ¡Aquel chiflado me horripilaba! Era uno de aquellos «artistas creativos» que crean el caos. Unos cuantos tragos de su samovar y ¡hasta a mí me hacía ver a aquellos malditos chinos! Apuesto a que se han metido en su ataúd, cerrando la tapa sobre sus cabezas.

—Si vas a tomar mis noticias de primera plana de este modo, Len —le dije—, ¡ni siquiera tendrás trabajo como extra!

—Aún no te entiendo,...

—Bueno, pero pronto lo harás... en cuanto Sammy Samstag aparezca por aquí cargado con una enorme caja de puros habanos y tú te quedes en un rincón fumando tus asquerosos Peninsulares.

—¿Dices que lo dirige Neumann? ¿Y que Hardwicke hace el papel de protagonista de Vercingetorix?

—No, el título no es Vercingetorix. Es El marido difícil. En lo demás has acertado.

—Muy gracioso, ¿eh, mister? —dijo Len, marchándose con paso airoso.

Luego dio media vuelta airadamente, y soltó una estupenda frase de mutis final:

—Si quieres mi opinión, ¡los chistes sobre americanos muertos apestan!

Cuando Jaume bajó del autobús Palma-Muleta, más corpulento y más hosco que nunca, nadie le sacó la alfombra de bienvenida. Aquella noche le encontré solo en su casita, preparándose un potaje de habas y morcilla sobre el fuego de leña y acepté su invitación a compartirlo con él. Jaume me pidió detalles sobre la muerte de Willie y lloró cuando le conté lo de la ventana abierta.

—¡Era como un hermano para mí! —sollozó—. ¡Tan magnánimo, tan considerado! Y como él no podía cuidar de esta pequeña propiedad solo, le había pedido a Toni Coll que cuidara de los árboles a cambio de ir a medias con los limones y el aceite. Toni acaba de pagarme dos mil pesetas. Aunque no somos amigos habría quedado mal ante el pueblo si hubiera descuidado mis tierras mientras yo hacía el servicio militar. Incluso reparó el bancal que se cayó antes de marcharme.

Yo había traído una botella de vino tinto de Binisalem para celebrar el telegrama de Samstag.

—Pobre Willie, se hubiera vuelto loco de alegría —suspiró Jaume cuando se lo leí—. ¡Y cómo hubiese bebido y caneado! Esto llega demasiado tarde. Willie siempre quería que yo disfrutara de los éxitos que él no podía obtener a causa de su precaria salud.

—¡Que descanse en paz!

—Yo no tenía ninguna ambición teatral —continuó Jaume, después de una pausa—, Fue Willie quien me obligó a escribir primero La madre indulgente y luego El marido difícil.

—¿Tardaste mucho en escribirlos?

— La madre indulgente, sí. Con la segunda no tuve que devanarme los sesos. Fue como un regalo.

—Sin embargo, el señor Samstag, una persona importante, encuentra el resultado magnífico. Esto es sin duda un triunfo. ¿Tienes algún ejemplar de la obra?

—Sólo en mallorquín.

—¿Te das cuenta, Jaume, de lo que pasará si El marido difícil gusta en Broadway?

—¿Cree que me pagarán?

—¿Pagarte, hombre? ¡Naturalmente! Quizá con un cinco por ciento de los ingresos brutos, ingresos que podrían significar cincuenta mil dólares por semana. Suponte que estuviera en cartel durante un par de años, recogerías..., deja que lo calcule. Bueno, algo así como doscientos cincuenta mil dólares.

—Como si me hablara en ruso. ¿Cuántos dólares entran en una peseta?

—Escucha: si las cosas van bien podrías ganar doce millones de pesetas. E incluso si la obra fuera un fracaso, te darían doscientas mil, por el mero hecho de venderle a Samstag los derechos para ponerla en escena.

—Tanto hablar de millones me confunde. Yo hubiese aceptado quinientas pesetas por este trabajo.

—Pero también aceptarías doce millones, ¿no?

—¿Acaso está loca esta gente?

—No, son hombres de negocios muy listos.

—¡No se burle de mí, don Roberto!

—No lo hago.

—Entonces al menos está exagerando, ¿verdad? Lo que yo quiero saber es si este telegrama me ayudará a comprarme un burro y cambiar el tejado de mi casa.

—¡Puedo asegurarte una avalancha de burros!

Dos días más tarde llegó el contrato, dirigido a Willie. Sus treinta páginas cubrían todas las posibilidades de mutuo y recíproco fraude por parte del autor y del productor, previstos por el cauteloso Gremio de Dramaturgos de la Liga de Autores de América, y se ocupaba de puntos menores tan divertidos como por ejemplo los Derechos de Giras de Segunda Clase, las Versiones Reducidas, las Versiones para Giras de Concierto, las Representaciones en Lenguas Extranjeras, y la Venta de muñecos y otros juguetes basados en personajes de la obra...

Aquella tarde yo estaba hojeando el documento en la terraza del café, cuando entró Len.

—Hay un hombre en casa —dijo con voz sofocada—, llamado Bill Truscott, ¡que dice ser el agente de Willie! Bill y yo estudiamos juntos en Columbia. Es un tipo simpático. Parece algo extrañado de no encontrar a Willie... Oye, tú, ¿no será que el otro día iba en serio lo de su show en Broadway, verdad?

— Yo nunca bromeo. No tengo sentido del humor.

—¿Ah, no? Bueno, en fin, le dije a Bill que a lo mejor podrías ayudarle. Anda, ¡ven conmigo!

Bill Truscott, un bostoniano desgarbado, nos saludó efusivamente.

—Hace días mandé El marido difícil a la oficina de Samstag —nos dijo—, y un espía que tengo allí mandó decirme que el muy bastardo se estaba saltando mis derechos. No le gustan los agentes; prefiere el contacto dilecto. Pero pongamos las cosas en claro: ¿es cierto que Fedora está muerto? Mi espía jura que le mandó un telegrama desde este lugar.

—Correcto. Está muerto. Sin embargo, prometió encontrarse con Samstag para discutir este documento —le di unos golpecitos al contrato— que quizás usted debería examinar. Dígame, ¿habla usted español? Jaume Gelabert no habla inglés ni francés.

—¿Gelabert? ¿Quién es Gelabert? Nunca he oído hablar de él.

—El autor de El marido difícil. Fedora no es más que el traductor.

—¿Sólo el traductor? ¿Está seguro? ¡Qué situación tan extremadamente tensa! Esto lo cambia todo. Yo lo interpreté como obra del propio Fedora... ¿Qué clase de hombre es este Gelabert? ¿Tiene algún éxito teatral anterior?

—Obtuvo un éxito grandioso con La madre indulgente —le dije, dándole una patada a Len por debajo de la mesa—. Es una persona sencilla, un hombre solitario.

—¿Sabe usted si había algún convenio entre Fedora y Gelabert sobre los honorarios del traductor?

—No creo que llegaran a hacerlo. Fedora bebía, y realizó este trabajo para hacerle un favor a Gelabert, que le había estado cuidando... ¿Está preocupado por su comisión?

—¡Vaya si lo estoy! No obstante, Gelabert necesitará un agente, y al fin y al cabo Fedora mandó la obra a mi oficina. Len responderá por mí, ¿verdad, Len?

—Estoy seguro de que lo hará, señor Truscott —le dije—, y usted responderá por él. Len necesita que respondan por él.

—Me arrodillo ante usted, don Roberto —gimoteó Len, humillándose graciosamente ante mí.

Le dejé seguir con la comedia un rato, y luego pregunté a Truscott:

—Pero ¿no reconoció Fedora a Gelabert como autor de la obra en una carta aclaratoria?

—Sí, ahora recuerdo que mencionó a un genio local que le había defendido contra unos chinos y que ahora se iba a luchar contra los moros, mientras él se quedaba a vigilar su huerta de limoneros, y me pedía que intentara interesar a Samstag en la obra adjunta; pero eso fue todo lo que dijo, excepto unos párrafos en una lengua extranjera rarísima, llena de equis y de íes griegas.

—Según tengo entendido, la carta ha desaparecido, ¿no es así?

Truscott asintió tristemente con la cabeza.

—Es decir, que usted no puede demostrar ser el agente de Fedora, y mucho menos el de Gelabert, ¿verdad?

No respondió. Yo me metí el contrato en el bolsillo y me lié un cigarrillo, tomándome un tiempo innecesariamente largo. Por fin dije:

—Quizá Gelabert le nombre su agente, pero es un hombre difícil de tratar. Será mejor que me deje hablar a mí.

—Es muy amable por su parte... Lo aprecio de veras. Supongo que habrá visto algún ejemplar de El marido difícil, ¿no?

—Aún no.

—¡Pues entonces ya somos dos! Verá: después de leer la carta chiflada de Fedora, entregué el manuscrito, sin haberlo hojeado siquiera, a mi secretaria Ethel May, quien, a pesar de ser la operadora más boba de la calle Treinta y Ocho, tenía unas piernas muy bonitas y unas costumbres muy finas. No podía soportar tirar nada, ni siquiera las peticiones benéficas. Lo archivó con una nota que decía «Probar Mr. Samstag». Ethel May se casó y dejó la oficina. Luego, un día, yo me puse enfermo con la gripe, y aquella misma noche Sam quería que le mandara un manuscrito con urgencia, algo de un autor muy conocido a quien yo representaba. Llamé a la sustituta de Ethel May desde mi cama y gruñí:

—¡Mande el manuscrito a Samstag en seguida! ¡Por mensajero especial!

»La pobre muchacha parecía un pajarillo asustado y no quería confesar que no tenía ni la más remota idea de lo que le estaba pidiendo. Así que pió: "¡Muy bien, jefe!", y fue a buscar en los archivos.

»La verdad es que aquel manuscrito estaba aún en mi cartera; la gripe le hace malas pasadas a la memoria. Escarbando aquí y allá, el pajarillo se encuentra con El marido difícil y se lo envía a Samstag. ¡Un toque de genio! He de subirle el sueldo. Pero a Sam le falla la ética. Ha pasado por alto mi oficina y ha telegrafiado al difunto Fedora, esperando que firmaría en el lugar indicado y que recordaría demasiado tarde que me tenía que haber pedido consejo sobre un contrato que, a buen seguro, es de los más enrevesados. ¡Vaya con el ladronzuelo!

—Sí —le dije—, si Fedora hubiese sido el autor y si usted hubiese sido su agente, tendría derecho a quejarse. Pero seamos realistas, usted no tiene en esto ni voz ni voto. Así que cálmese. Sugiero que visitemos a Gelabert. Probablemente, nos dará de cenar.

Había caído la noche con viento, después de un día de chubascos poco usuales en aquella época del año, y el camino que lleva a casa de Jaume no es fácil ni siquiera cuando el tiempo es bueno. La tierra estaba fangosa y llena de charcos; el agua caía en cascadas de los árboles. Le presté una linterna a Thiscott, pero tropezó dos veces con las raíces de los olivos y se cayó. Llegó a la casita (cocina, establo, pozo y dormitorio) en muy mal estado. Le di a Jaume una idea general y resumida de la situación y pronto compartíamos con él su pa amb oli: rebanadas de pan mojadas con aceite sin refinar, restregadas con medio tomate y rociadas con sal. Un poco de cebolla cruda, aceitunas amargas y un vaso de vino tinto mejoraron el plato. El pa amb oli fue algo así como una prueba para Truscott, pero salió de ella airoso, aparte de dejar caer aceite sobre sus pantalones enfangados.

Me pidió que felicitara a Jaume por su «cómoda cabaña».

—Dígale que le envidio. ¡Dígale que nosotros, los hombres de ciudad, a menudo olvidamos lo que es la vida natural auténtica! —Luego se puso a hablar de negocios.— Por favor, dígale a nuestro anfitrión que sólo le han mandado un contrato básico. Pero me sorprende la cantidad del adelanto: tres mil al firmar... ¡y dos mil más la noche del estreno! Sam debe de creer que tiene algo bueno entre manos. No obstante, mi larga experiencia como agente teatral me dice que podemos mejorar estas condiciones fácilmente, además de exigir cierto número de acuerdos especiales. Fedora está muerto; podríamos hacerle pasar en el contrato como autor. A diferencia de Gelabert, era un ciudadano americano no residente, y por tanto no tenía que pagar ningún impuesto sobre la propiedad. Quizás aún podamos hacer que figure así...

—¿Qué está diciendo? —preguntó Jaume.

—Quiere ser su agente para tratar con el señor Sam Samstag, de quien no se fía. El resto del discurso no tiene ningún interés.

—¿Y por qué he de fiarme de este caballero más de lo que él se fía del otro?

—Porque Willie eligió al señor Truscott como su agente, y Samstag obtuvo la obra a través de él.

Jaume tendió la mano solemnemente a Truscott.

—¿Usted era amigo de Willie? —le preguntó, y yo traduje.

—Era un cliente muy estimado.

Pero cuando Truscott sacó un contrato de agente de su cartera, dirigí a Jaume una mirada de advertencia.

Jaume asintió con la cabeza.

—Solamente firmo lo que puedo leer y entender —le dijo—. Mi pobre madre perdió su parte de la herencia de La Coma por fiarse de un abogado que le largaba palabras enrevesadas. Busquemos un notario de confianza en la capital.

Truscott protestó:

—Yo no pienso representar a Gelabert hasta que tenga asegurada mi comisión.

—¡Ya está bien! —le corté—. Usted está tratando con un campesino a quien no se puede intimidar ni engatusar.

Llegó un telegrama de Samstag: llegaba en vuelo Swissair al día siguiente. Mercurio le preguntó a Lea, que casualmente estaba en casa del cartero, por qué corrían de aquí para allá tantos telegramas pródigos, a lo que Len respondió:

—Representan una riqueza inmensa para el joven Gelabert. Su comedia, la que don Enrique rechazó hace dos años, va a ser representada en Nueva York.

—Desde luego, aquí hay más moralidad que en Nueva York —Comentó Mercurio—, pero los dólares son los dólares, y ahora Jaume podrá reírse de todos nosotros, sean cuales fueren los desmerecimientos de su obra.

Len trajo el telegrama a casa y me hizo sentir incómodo al pagarme una vieja deuda de doscientas pesetas (que ya había olvidado) con la esperanza de que pudiera meterle en este juego de Broadway.

—No necesito mucho —suplicó—. Sólo un papelito chiquitín...

¿Para qué quitarle la ilusión? Metiéndome las doscientas pesetas en el bolsillo, le aseguré que su amigo Bill le recomendaría a Samstag.

Las noticias de la buena suerte de Jaume corrieron por el pueblo, dos o tres veces, aumentando cada vez en extravagancia. La versión final convirtió a Samstag en un primo segundo millonario de Venezuela quien, al leer lo de La madre indulgente en el Baleares, le había nombrado su heredero. Le pedí a Jaume que se limitara a decir que estaba considerando la oferta americana, pues podría ser que aún resultara inaceptable.

Truscott y yo fuimos al aeropuerto de Palma para recibir a Samstag. Al vislumbrar a Truscott entre la multitud, se adelantó precipitadamente, haciendo caso omiso del guardia civil que guiaba a los recién llegados por las aduanas, y le cogió las dos manos.

—¡Por todos los cielos, Bill! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¡Esto aclara nuestro gran misterio! ¿Así que aquel paquete anónimo lo mandaste tú?

—Así es, Sammy —dijo Truscott— y, como todos los paquetes que te he enviado, llevaba impreso el sello de mi oficina.

—Es cierto; mi secretaria pensó que podría ser tuyo y te llamó en seguida, pero estabas enfermo y no pudieron confir...

En aquel momento, el guardia civil descolgó su fusil y utilizó la punta del cañón para empujar a Samstag —un tipo pequeño, moreno y rechoncho— de nuevo hacia la fila. Por fin salió con su equipaje y dijo que imaginaba que yo era William Fedora. Cuando Truscott le sacó de dudas, se mostró mucho más frío en su trato hacia mí. Pero pronto ellos dos fueron... uña y carne, aunque no por eso menos recelosos el uno del otro. Al meternos en nuestro taxi, Samstag encendió un habano y me dio la espalda, así que yo decidí imponerme como principal interesado en el negocio.

—No me iría mal uno de ésos —le dije, alargando el índice y el pulgar.

Samstag se sobresaltó y me ofreció su caja.

—Tome un par —me rogó.

Tomé cinco, los olfateé, los pellizqué y descarté tres de ellos.

—No os preocupéis por mí, muchachos —dije, perdido en una fragante nube de humo—. Vosotros podéis discutir los acuerdos especiales, y yo me ocuparé del resto.

Al recordarle nuestro pacto, Truscott empezó rápidamente a explicar la gran influencia que yo tenía sobre Gelabert, asegurándole a Samstag que sin mí no llegaría a ninguna parte. Samstag le respondió con un incomprometido «¿Ah, sí?» y luego volvió al tema de la posibilidad de hacer representaciones en provincias antes de un posible estreno en Londres. Justo antes de que nuestro pueblo asomase al doblar la curva en la carretera, le di una palmadita en el brazo a Samstag y le dije:

—Oiga usted, Sam, ¿qué fue lo que le hizo comprender que El marido difícil era un regalo de Dios para Broadway?

—No fue algo, sino alguien —me respondió alegremente—. Fue Sharon, ¡naturalmente! Sharon siempre lo sabe. Me dijo: «Papaíto, créeme, las entradas se venderán como churros calientes». Así que telegrafié a Fedora y volé. Sólo tiene catorce años, mi Sharon, y aún está estudiando en el colegio de Santa Teresa. Tendría que ver qué notas me trae: ¡horribles sería decir poco! Sin embargo, siempre acierta... Coge un manuscrito, lo olfatea, lee tres líneas por aquí, cuatro por allá, se pasa un par de minutos con el segundo acto, salta hasta el telón... Y entonces... —Samstag bajó la voz y acabó con un solemne susurro—, entonces, maldita sea, ¡se pronuncia!

—¿Usted tampoco ha leído la obra? Así ya somos tres. ¿Qué le parece si le echamos una ojeada después de cenar? O para ganar tiempo y no cansarnos la vista, podríamos pedirle a Len Simkin (otro compañero tespiano suyo, Sam) que nos la lea en voz alta, ¿qué me dice?

—Si insiste... Quizás el señor Gelabert tenga un ejemplar. Yo no me he traído ninguno; vine aquí para negocios, no para escuchar una lectura teatral.

El hecho era que nadie tenía un original. Pero eso no impidió que Samstag y Truscott discutieran los acuerdos especiales juntos en la posada del pueblo durante el resto de aquel día, hasta que todo pareció haber quedado bien ligado. Se dieron la enhorabuena mutuamente diciendo que el encuentro con el señor Gelabert no sería más que pura fórmula.

Jaume llegó a la cita con el pelo lleno de brillantina, los zapatos relucientes, su traje de domingo y mostrando una impresionante sangre fría. Los problemas de infancia, la mala suerte y la dura vida de cuartel en Melilla habían hecho de él un hombre. Después de copiosas felicitaciones, que Jaume minimizó, Samstag mandó venir el taxi del pueblo y nos invitó a los dos a cenar en Palma. Len, decepcionado, quedó atrás. Elegimos el restaurante más selecto de Palma, el Aquí Estamos, donde Samstag no hacía más que darle palmadas en la espalda a Jaume y exclamar: «¡Amigo!» que intercalaba con «¡Magnífico!», y me pedía que le tradujera los comentarios elogiosos de Sharon sobre la obra, uno de los cuales era: «El papel titular es tu vivo retrato, papaíto». Al oír estas palabras Jaume, lleno ya de gambas, espárragos, pavo asado, fresas silvestres y champán, sonrió por primera vez aquella noche. Acabamos sobre las tres de la madrugada, bebiendo más —aunque peor— champán, al son del flamenco en una sala de fiestas de gitanos. Truscott y Samstag, que tenían que tomar juntos el avión de vuelta a las ocho de la mañana, se habían dejado llevar por el ambiente y su despedida no pudo ser más cariñosa.

Sin embargo, Jaume había seguido en sus trece, rehusando comprometerse hasta poder leer el contrato enmendado y que lo aprobase un notario de confianza. Tampoco quería anticipar su buena suerte comprándose siquiera un cerdo, y mucho menos un burro.

Cuando por fin Truscott me mandó el documento, Len se ofreció a darme gratis su consejo de experto; sabía todo lo que había que saber sobre contratos de Broadway, y podía ver a simple vista si alguna cosa estaba mal.

—Quizá Bill y Sammy hicieron un trato juntos, un trato poco limpio —me sugirió—. Claro que es un viejo amigo mío, pero en el mundo del espectáculo...

Me quité a Len de encima y fui con el contrato a casa de Jaume.

—Hay una carta adjunta del señor Samstag —le dije—. ¿Quieres que te la lea primero, o que primero te traduzca este documento?

—Primero el documento, por favor.

Leí: «Mientras que el Autor, miembro del Gremio de Teatro de la Liga de Autores de América Inc. (en adelante denominado "Gremio"), ha estado preparando el libreto de cierta obra u otra propiedad literaria titulada El marido difícil. Y mientras que el Productor, etc., desea producir dicha obra en los Estados Unidos y en el Canadá, etc... Por consiguiente, ahora, en consideración de las premisas y de las promesas mutuas y convenios contenidos en el presente escrito y otras consideraciones buenas y valiosas, se acuerda:

»Primero: Por el presente, el Autor a) garantiza que es autor de dicha obra y tiene derecho a entrar a formar parte de este acuerdo...»

Jaume interrumpió:

—¡Pero si no soy miembro del Gremio!

—No importa, puedes solicitarlo.

—¿Y si no aceptan a un extranjero?

—¡No te preocupes! El señor Truscott lo arreglará. Sigamos: «El Autor b) recuerda, en conformidad con este contrato...».

—Quizá, don Roberto, deberla traducir primero la carta.

—Muy bien, pues... Aquí dice que el señor Samstag disfrutó muchísimo de su estancia en Mallorca y que está contentísimo de que firmes el documento adjunto, y que el señor Truscott, tu agente, está de acuerdo con él en las condiciones.

»Entonces, espera un momento... Entonces cambia el tono de la carta. Aunque sigue pensando que la obra es estupenda, el señor Samstag sugiere unos cambios radicales en el tratamiento. Dice que de momento no se le puede llamar, ni mucho menos, buen teatro. Por ejemplo, el marido difícil es un personaje demasiado estancado; sus actos son demasiado previsibles, como lo es también la victoria final de la mujer. En una obra sofisticada, tiene que desarrollarse la personalidad del protagonista, y este desarrollo tiene que ir acompañado de un diálogo ágil. Aquí, el marido debería mostrarse cada vez menos difícil, más humano, al ir desarrollándose la acción. Además, debería concedérsele alguna pequeña y ocasional victoria sobre su mujer...

Jaume echaba humo por los ojos.

—¿Conque eso dice el muy imbécil?

Intenté tranquilizarle.

—Al fin y al cabo —le dije—, la gente del mundo del espectáculo entiende mejor el mercado. Lo estudia año tras año.

—¡Siga leyendo!

—Insiste en que hay que cambiar la escena en la que la pareja se pelea por las cuentas domésticas. En lugar de esto, ella ha de dejar que el marido le enseñe a manejar otra cosa, algo visible, por ejemplo, un televisor, o un cubo triturador de basuras. «En el teatro nos gusta ver las cosas», escribe. Y sigue: «luego, cuando la mujer consigue su permiso para hacer un largo crucero y finge que se ha marchado, aunque en realidad se queda en tierra para salvar el dinero del hogar, ¡esto no tiene nada de convincente! Que se vaya por motivos de salud, que se vaya de verdad, y ¡que se enamore de un apuesto aventurero en el barco! Su marido podría entonces ponerse cómicamente celoso, al principio del tercer acto...».

—¡Pare! —rugió Jaume—. ¿Por qué este tipo manda primero un telegrama diciendo que mi obra es magnífica, y ahora la quiere cambiar totalmente, aunque sigue ofreciéndome la misma inmensa suma de dinero?

—¡Paciencia, Jaume! Telegrafió diciendo: «¡Bravo!» porque no había leído tu obra. Ahora escribe diciendo lo contrario, porque tampoco la ha leído aún. Sabiendo que eres inexperto, es natural que confíe El marido difícil a sus ayudantes, que son unos excelentes cirujanos de teatro. Las sugerencias que tanto te disgustan provienen de estos doctores. Si no quieres volver a escribir la obra, esta tarea les corresponderá necesariamente a ellos, o a alguien que trabaje bajo su dirección.

—¿Y entonces ya no será mía?

—Oh, sí, ¡claro que sí! Tú estás protegido por el contrato. Tu nombre se iluminará en luces de neón rojas, verdes y amarillas en la fachada del teatro, y te darán todo aquel dineral. Los médicos no reciben más que sus salarios. Ellos no saben escribir obras de teatro; sólo saben escribirlas de nuevo.

—¡Willie jamás hubiera aceptado!

—¿Estás seguro?

—¡Willie no hubiese cambiado una sola palabra! Tenía un carácter muy tozudo.

—Bueno, he de admitir que esta carta no parece decir más que tonterías y no es que haya leído El marido difícil... Pero tendrás que tomar una determinación. O bien luchas por cada palabra de tu obra, y tendrás suerte si consigues salvar una de cada diez, o bien niégate a firmar el contrato.

—¡Basta, don Roberto! Ya estoy decidido. ¡Al cuerno con el contrato! Si los ayudantes del señor Samstag quieren volver a escribir mi obra, ¡pues muy bien! Que tiren una moneda al aire para ver quién será el autor, venderé El marido difícil directamente, sin condición alguna, excepto que el señor Samstag me pague una suma, en pesetas y ¡puf! ¡Ya está! ¿Qué podría pagarme?

—Afortunadamente, no se trata de comprar tu nombre; sólo te está comprando el relato. Como la señorita Samstag cree tanto en su éxito, fácilmente podrías alcanzar la cifra de diez mil dólares, más o menos medio millón de pesetas. Eso no es nada para un productor como Samstag.

Jaume dijo lentamente:

—Como todavía no he firmado ningún acuerdo con el señor Truscott, aún puedo hacer lo que quiera. Mandemos un telegrama al señor Samstag, diciéndole que si vuelve a tomar otro avión hacia aquí le esperará un contrato de una página en casa del notario.

—¿Y el señor Truscott?

—Por trescientas mil puedo convertirme en Señor de La Coma, que en estos momentos está en venta, y puesto que el señor Truscott me envidia tanto esta casita, se la puede quedar, y que le aproveche. Añadiré un bancal o dos, para redondear la propiedad. Y en cuanto a la huerta de limoneros y los olivares, que valen mucho más, son suyos, don Roberto.

—Muchas gracias, Jaume, pero yo sólo quiero tu amistad.

Tres días más tarde, Samstag llegó en otro avión a Mallorca, y se alegró muchísimo al ver que Truscott no estaba por allí.

—Los agentes crean complicaciones innecesarias entre amigos, ¿no le parece? —nos preguntó.

Se llegó a un acuerdo en seguida para un contrato de un solo folio, y Samstag ya había preparado las pesetas necesarias. Éstas fueron depositadas directamente en una cuenta que Jaume abrió en el Banco de España.

Mientras volvíamos en coche de Palma, Jaume pronunció la última palabra sobre el tema:

—¿Qué se puede hacer con un hombre que se queja de que una obra de teatro es teatralmente mala, antes incluso de leerla? El marido difícil, como saben muchos mallorquines, aunque quizá pocos americanos, tuvo muchísimo éxito en el Cine Moderno hace algunos años. Mi pobre madre me llevó a verla. La película estuvo en cartel durante tres semanas enteras. Sólo un imbécil pensaría en cambiar el argumento. Se llamaba —¿cómo se llamaba?—, ah, ya me acuerdo: Mi vida con papá. ¿Cómo se diría esto en inglés, don Roberto?