Una bicicleta en Mallorca
No siempre había sido así. Mallorca solía ser la isla con menor índice de criminalidad de toda Europa. Cuando regresé con mi familia poco después de la Segunda Guerra Mundial, aún podía uno colgar la cartera de un árbol y volver tres meses más tarde para encontrar su contenido intacto. A no ser, claro, que alguien que necesitase cambio hubiese cambiado los billetes pequeños por uno más grande del mismo valor.
Estoy perdiendo esta mañana en los fríos pasillos del juzgado de Palma por culpa de una bicicleta que le fue «sustraída» a mi hijo Guillermo. Se la prestó a su hermano menor Juan, hace un año, cuando la bicicleta de Juan... Pero olvidemos la bicicleta de Juan por el momento y concentrémonos en la de Guillermo. Importamos las dos de Inglaterra. Los españoles, desde luego, saben montar en bicicleta; son héroes de las carreras ciclistas, y la mortandad entre los más destacados de la profesión es bastante más alta que entre los toreros. Detrás del Club Ciclista de Palma hay un nicho en el cual han colocado una capilla en memoria de uno de sus miembros, muerto en una carretera de montaña durante la Vuelta a España; los pedales y sus zapatos están colgados bajo una imagen de san Cristóbal, y los cirios están siempre encendidos. Otros miembros del club fallecidos en competiciones de menor importancia, no son objeto de tan solemne conmemoración. Pero nosotros, los ingleses, al menos sabemos como fabricar bicicletas. Me apresuro a decir que no estoy criticando la destreza de los españoles, pero da la casualidad de que los británicos son expertos en esta industria en particular, e incluso exportan enormes cantidades de bicicletas a los remilgados norteamericanos. Claro que el gobierno español no quiere admitir que haya nadie en el mundo capaz de hacer las cosas mejor que los españoles, y no pongo en duda que fomentar la fe en la habilidad industrial de la nación sea obligación del gobierno. Sin embargo, esta actitud hace que le resulte difícil a un español o a un residente extranjero en España —y ahora llego al meollo de la cuestión— importar bicicletas inglesas, sobre todo cuando las reservas españolas en libras esterlinas están bajas. Dicha persona tiene que rellenar quince impresos por quintuplicado, dando sus estadísticas personales vitales así como las de sus parientes, al menos de los más cercanos, y demostrarles que existe un motivo justificado por el que se le tendría que permitir la posesión de una bicicleta británica (a pesar del impuesto aduanero, que es del ciento por ciento) en lugar de una máquina mucho mejor, fabricada localmente, que puede adquirirse a mitad de precio. Después de esperar quince meses una respuesta, mientras las reservas en libras esterlinas han continuado bajando, cabe la posibilidad de que la respuesta sea: lamentamos informarle de que el cupo de importaciones del año pasado ya ha quedado completado; en consecuencia, le aconsejamos que rellene los impresos necesarios por quintuplicado para el cupo del año en curso», año que, por cierto, ha finalizado tres meses antes. Así pues, la forma menos penosa de importar una bicicleta británica, como luego aprendí gracias a un simpático secretario del Ayuntamiento, es llegar con ella a la frontera, dispuesto a pagarles el impuesto de las aduanas en metálico, e insistir en la entrada.
—Si va acompañado de niños —dijo el simpático secretario—, no creo que haya problema. Todos los españoles se hacen cargo del cansancio de los padres de familia que han hecho un largo viaje en tren.
—¿Y si, por mala suerte, encuentro la excepción?
—Entonces pruebe en otro puesto fronterizo de los Pirineos, uno que quede más retirado. Algunas veces, los funcionarios de los puestos más remotos no tienen información sobre el arancel que deben aplicar a los residentes en España por la importación de bicicletas. Si el viajero resulta ser un padre de familia cansado, podrían muy bien aconsejarle (esto, de hecho, ya ha ocurrido) que frote un poco de fango sobre la máquina, convirtiéndola así en una bicicleta vieja. Su hijo podría pasar montado como un turista de verano.
Es una larga historia... Pero en fin, la cuestión es que conseguimos la bicicleta de Guillermo con bastante legalidad. Eso fue en 1949, y no se produjo ninguna complicación inmediata. La bicicleta británica fue muy admirada por la solidez de su cuadro y por ser la única en la isla con llantas y varillas de acero inoxidable, frenos que frenaban de verdad, y un eficiente cambio de marchas con tres velocidades. Luego, allá por 1951, los viajeros británicos, franceses y americanos aceptaron la fantasía de Mallorca como Isla del Amor, Isla de la Calma, el Paraíso donde siempre brilla el sol, y donde uno puede vivir como gallo de pelea con un dólar diario, bebidas incluidas. Una gigantesca ola de prosperidad rompió contra estas tierras, y aunque las estadísticas demuestran que sólo un tres por ciento de los buscadores del Paraíso regresan a él, siempre hay varios millones más en el lugar de donde provienen. Esto significa, naturalmente, que ladrones, mendigos, vendedores de drogas, chantajistas, gigolós, aventureros, pervertidos, invertidos, desvertidos y circunvenidos también entran en tropel, procedentes de todas partes del mundo, de los cuales nada menos que un noventa y siete por ciento se queda en la isla. Sus enrevesadas actividades ponen un peso exagerado sobre los hombros de los apacibles guardias civiles. Repito: «apacibles». Los guardias civiles son, por regia general, apacibles y nobles, correctos, probablemente los únicos españoles que no sienten el complejo de inferioridad nacional por no ser toreros, cosa que sienten incluso los ciclistas. Les recomiendo muy seriamente que no se burlen de los sombreros que llevan los guardias civiles y que no les llamen sombreros de «ópera cómica», aunque sean de charol y tengan una forma muy curiosa. Este casco antiguo, por regla general, cubre auténticos hombres.
Detrás de nuestro piso en Palma hay un cuartel de la Guardia Civil. Las condiciones allí dentro son bastante austeras y las viviendas se parecen mucho a las de la cárcel demolida recientemente cerca de Boston... ¿Cómo se llamaba? Aquella en la que hubo tantos motines, ¿recuerdan? Conozco a dos o tres de los guardias que viven allí, y mi familia goza de una invitación permanente a su fiesta anual del primero de marzo (día del Ángel de la Guarda), que es algo digno de ver. Así que cuando, una tarde de 1952, robaron la bicicleta de Guillermo en el portal de nuestra casa de pisos —nosotros vivimos en la segunda planta— me fui directamente a ver a un guardia a quien recordaba de los días en que era un bebé gordito y sucio allá por 1929, y le pedí que se procediera a una acción inmediata. Llamó a un compañero suyo, que era guardia de los que visten de paisano y cuyos hijos habían ido al colegio con los míos, y lo mandó al campamento gitano que hay junto a la fábrica de gas. (Uno de los primeros indicios de la prosperidad mallorquina fue una afluencia de gitanos indisciplinados y sucios hasta lo pintoresco, procedentes del sur de España.) El campamento, constituido por unos cobertizos bajos de piedra, sin cemento ni puertas, con tejados de madera recuperada del mar y alguna que otra plancha vieja de metal oxidado, es donde normalmente se buscan las bicicletas robadas. Esta vez no se encontró ni rastro. Pero cuando el guardia volvía de su caminata y estaba llegando al cuartel —con el «Todo por la Patria» inscrito en la entrada— una bicicleta descontrolada cruzó la calle a toda velocidad, rozó al guardia y acabó hecha un montón de hierros al chocar contra una farola. Su conductor, un joven menorquín medio chiflado, quedó herido de gravedad, al igual que la bicicleta de Guillermo. Al no estar acostumbrado al sistema del cambio de marchas, el pobre hombre había intentado aumentar la velocidad al pasar delante del cuartel, sin dejar de pedalear, rompiendo así un diente de la caja de cambios, y entonces perdió la cabeza, el equilibrio, el conocimiento y la libertad. Tuve que firmar una larga denuncia contra el menorquín y además jurar que me pertenecía la bicicleta antes de que me permitieran llevármela.
—Pero tenga presente —dijo el teniente— que esta máquina tendrá que presentarse como prueba cuando el ladrón comparezca ante el tribunal. Como le conocemos bien, puede quedársela de momento, ¡pero cuídela mucho!
La ola de prosperidad había producido un atascamiento tan tremendo en la actividad judicial que el caso aún está en lista de espera. A los prisioneros les dejan libres bajo fianza, pero el menorquín no podía siquiera pagar los daños causados a la bicicleta de Guillermo, así que, si no ha sucumbido a sus heridas, supongo que alguna que otra cárcel le alberga todavía hoy. Todo lo que puedo decir es que la prensa local guarda silencio sobre el tema. Un joven amigo mío inglés vio el lado malo de la cárcel de Palma no hace mucho, pues le acusaron de estar borracho y de llevar encima un arma mortífera. Cuando el capitán general ordenó su libertad a cambio de no sé qué misterioso favor en el consulado británico, oí hablar mucho de aquella prisión. Un prisionero podía ganarse el perdón de un día de la sentencia por cada jornada completa de trabajo voluntario, que consistía en trenzar los cestos de hoja de palmera y luego bordar las palabras «Souvenir de Mallorca» y unas cuantas flores con rafia de colores, para los turistas. También se les perdonaban dos días por horas extras en domingos y festivos. Sólo había otro prisionero, además del inglés, que se negaba a trabajar; era un ratero valenciano, acusado de varios delitos y con un montón de sentencias que sumaban ciento ochenta años. A juzgar por la descripción de mi amigo, se trataba de una cárcel bastante primitiva en lo concerniente a acomodación, instalación de cañerías y condiciones sociales: «auténtico siglo XVIII, una pieza de coleccionista». Pero estaba prohibido jugar a las cartas, así como el alcohol, los libros no edificantes (no devotos) y los cigarrillos americanos. No figuraba ningún mallorquín entre los once delincuentes con quienes compartía la celda —tenían que ocupar las tres únicas camas por turno— porque los mallorquines casi nunca cometen delitos (a no ser que el contrabando se considere como tal, cosa que debe permanecer como una cuestión abierta a debate) y siempre puede pagarles la fianza algún pariente cercano o lejano.
Pues bien, cuando se anuncie el juicio por el incidente de la bicicleta, quizás este mismo año, y le otorguen diez años de condena al menorquín, éste ya los habrá cumplido y será de nuevo un hombre libre, con un oficio aprendido y dinero en el bolsillo: el pago acumulado al uno por ciento por cada cesto trenzado, menos descuentos por alguno que otro café o afeitado. Mientras tanto, hemos hecho reparar la bicicleta, que había perdido una barra de pedal, y le hemos hecho colocar un faro y un guardabarros españoles, pues los originales formaban parte de las pérdidas. El cambio de marchas ya no es lo que era antes, pero la bicicleta aún corre, a pesar de otros accidentes que pronto se relatarán.
Y hablemos ahora de la bicicleta de Juan, también importada legalmente... o casi. Elegimos una de color rojo buzón, para que fuese bien llamativa, porque la ola de prosperidad seguía creciendo y no queríamos que nos la robaran. Como era un perfeccionista, Juan cuidaba de aquella bicicleta como de un tesoro, como si fuera la niña de sus ojos, repasándola cada día con un trapo aceitoso, otro trapo para el polvo y jabón para cuero. En mala hora le apuntamos en el colegio —llamémosle de San Rococó— conocido como el mejor colegio para niños de Palma. Juan es protestante, y los respetables curas encargados de este colegio esperaban guiarle hacia el redil del catolicismo, tal como habían guiado a un pequeño danés, a dos pequeños alemanes y a otro pequeño inglés. Pero Juan, que ha heredado una amarga sangre protestante de ambos lados de la familia, permaneció inflexible. Los curas, perplejos, retiraron su protección paternal y pronto Juan fue asaltado por un grupo de compañeros de clase. Dio la casualidad de que Inglaterra acababa de ganar a España en un partido de fútbol, por cuatro goles a uno, y esos muchachos patrióticos acusaron a los delanteros ingleses, y a Juan, de juego sucio. De una patada sacaron dos varillas de su bicicleta, luego tiraron la tapa del timbre al otro lado de la valla, estropearon la dinamo y se llevaron la bomba. Aquí se hace necesario aclarar debidamente que no se trataba de mallorquines, sino de hijos de los gallegos de la ola de prosperidad, recientemente instalados en Palma, y que el portero del equipo español era gallego.
—La juventud, ya se sabe —suspiró el padre Blas cuando yo me quejé—. Sería virtualmente imposible descubrir los nombres de los culpables, porque en San Rococó no alentamos a los chivatos. Además, la falta de cooperación de su hijo en las devociones cristianas...
Así pues, tuvimos que cargar nosotros con los gastos de reparación de la bicicleta de Juan. Pero un lunes por la mañana la robaron en el aparcamiento de bicicletas que había dentro del recinto del colegio, mientras él estaba en clase. Aquella misma noche fui a protestar. El padre Blas sonreía ampliamente y se negaba a tomar en serio la cuestión. No dudaba de que uno de sus alumnos bromistas le estaba gastando una inocentada a mi hijo. La solución —¡Dios lo quisiera!— aparecería al día siguiente y yo no tenía por qué preocuparme, ya que el aparcamiento quedaba bajo la responsabilidad de un seminarista de confianza.
—Si no aparece mañana —le dije—, por favor, den parte del asunto a la Guardia Civil sin demora. Mi mujer y yo volamos esta noche a Madrid y no podemos encargarnos personalmente. La bicicleta de Juan es muy característica, y aunque la pintaran de nuevo...
—¡Ni una palabra más, querido señor! Lo que usted dice es muy lógico —exclamó el padre Blas.
La bicicleta roja de Juan no fue devuelta por ningún alumno bromista. Al lunes siguiente robaron otra bicicleta, y el lunes después cinco más, todas ellas máquinas no protestantes. A mi regreso de Madrid fui a ver de nuevo al padre Blas para pedirle noticias. El padre Blas admitió no haber tomado aún ninguna medida práctica, ya que el colegio estaba muy ocupado con un curso intensivo de ejercicios espirituales (un golpe de refilón por la falta de cooperación de Juan), pero mañana, sin falta, el seminarista de confianza notificaría a la Guardia Civil las misteriosas desapariciones.
Yo dije con firmeza que si antes de diez días no le devolvían a Juan la bicicleta británica legalmente importada, el colegio de San Rococó tendría que devolverme el importe de su valor, que ascendía a dos mil pesetas, aduanas incluidas, es decir, cincuenta dólares. El padre Blas me estrechó la mano efusivamente al salir; me escribiría inmediatamente después de deliberar con sus reverendos colegas. Su respuesta llegó justo antes del fin de curso, incluida en el recibo del colegio: una escueta nota en la que me informaba que, según la opinión meditada de los abogados consultados por el colegio San Rococó, dicho colegio no incurría en responsabilidad alguna por la desaparición de bicicletas en su aparcamiento, ya que no se les había cobrado nada a los estudiantes por el privilegio de guardarlas allí durante las horas de clase.
En Mallorca, uno aprende pronto a no presentar demandas por cosas de tan poca importancia como una bicicleta. Yo sabía que cualquier acción judicial costaría mucho más que el valor de la bicicleta, y que pasaría un año o dos antes de que el pleito llegara ante los tribunales. Además, como me comentó mi barbero cuando discutí el asunto con él, la Iglesia siempre gana, y siempre ha sido así, excepto durante los inicuos regímenes liberales de principios del siglo XIX y bajo la también inicua República. Así que me limité a sacar a Juan del colegio y escribirle una carta al padre Blas dándole las gracias por la atención con la que había colmado la educación de mi hijo, y omitiendo pagarle el recibo. El detalle tenía su doble filo, pues San Rococó no podía denunciarme jamás, ya que esto les costaría mucho más que el valor de las cuotas del colegio, y si yo les denunciaba a mi vez por lo de la bicicleta, ello no le haría ningún bien al colegio, sobre todo si nuestro abogado mencionaba los otros seis robos como prueba de negligencia.
Desde entonces, Juan ha estudiado principalmente en casa, pero toma clases de francés en la Alliance Francaise. Y Guillermo, que ahora estudia en Inglaterra, le ha prestado su bicicleta durante el curso.
—Y si alguna vez te olvidas de ponerle la cadena y el candado cuando yo no esté, ¡te mato!
Esto nos lleva al mes de febrero de 1957, cuando di una serie de conferencias en los Estados Unidos. Mis amigos mallorquines estaban preocupados por mi viaje al país de los gángsters, de los neuróticos, de los pieles rojas y de los sheriffs con sus «muchachos», que tan familiares les resultaban en el cine; los más devotos, según tengo entendido, ofrecieron cirios por mi seguridad a sus santos predilectos. Recibí una clamorosa acogida cuando llegué a casa con mis paquetes —caramelos, prendas de nilón, discos de rock-n-roll, películas Polaroid, zapatillas de ballet, una cabeza reducida del Panamá— y un respetuoso saludo en la prensa local. Con gran alivio por mi parte, encontré la bicicleta de Guillermo asegurada con el candado y encadenada al poste de la barandilla, al pie de nuestra escalera.
A la mañana siguiente, a las ocho, mientras me vestía sin prisas para el desayuno (al que seguiría una revisión de los ejercicios de latín de Juan, hechos durante mi ausencia), me sobresalté al oír un chillido y un tremendo estruendo. Supuse que Juan había estado celebrando la llegada de la cabeza reducida con una auténtica orgía india y que había derribado accidentalmente el armario de la vajilla.
—¡Ya está bien! —grité.
Juan apareció, con cara asustada.
—Es ahí fuera —dijo—. Creo que se están peleando otra vez.
Hacía dos años, la escalera de nuestro bloque de pisos había servido de escenario para una sangrienta batalla. Un respetable matrimonio que vivía en la cuarta planta se había quejado de que la criada de una señora no mallorquina, que vivía en el piso de abajo, cantaba flamenco constantemente. En Mallorca nadie canta o baila flamenco, a no ser los gitanos y las chicas del barrio chino y alguna que otra turista americana que compra castañuelas y asiste a la (llamémosla así) Academia de Baile Español de Pascualita Pastís, para justificar las mantillas, las peinetas y los pendientes que se ha comprado en Sevilla. El matrimonio mallorquín insultó a la cantaora de flamenco. Ella se arrojó contra ellos, mordiendo la mano de la mujer hasta el hueso y rompiéndole el tobillo al marido. Los señores de la criada, que odiaban al matrimonio mallorquín, pues la venerable máquina de coser de su vieja tía hacía temblar el techo de su piso hasta bien cerrada la noche, y su niño pequeño jugaba todo el día a los bolos, no hicieron nada para disuadirla. El incidente dio muy mala reputación a nuestra calle.
«Pero no puede tratarse de otra pelea», pensé yo, mientras me ponía rápidamente las zapatillas. La cantaora de flamenco y su dueña se habían marchado hacía tiempo, y todo el edificio volvía a ser de lo más respetable. Éramos los únicos no mallorquines que quedaban, que yo supiera.
Salí corriendo del piso y me quedé allí, en el rellano. Al tocar la barandilla de metal, me cayó una gota de sangre en la mano y oí un ruido gorgoteante sobre mí. Miré hacia arriba. Un joven de rasgos deformados, ojos de mirada feroz y frente ensangrentada, se balanceaba sobre la barandilla del piso superior. Estaba a punto de saltar por segunda vez. Yo le grité en castellano:
—¡Bájese de ahí y compórtese como un cristiano!
Pero él chilló y saltó. Yo intenté agarrarlo en su rápida bajada. Pesaba demasiado; siguió bajando hasta el fondo del hueco, dándose contra la bicicleta con el mismo estruendo que me había sobresaltado hacía tan sólo un minuto. Luego se dio la vuelta y permaneció quieto.
Este segundo intento de suicidio parecía haber tenido éxito; mis únicos conocimientos sobre primeros auxilios son cómo aplicar un torniquete sobre una herida de bala en una extremidad —lo aprendí durante la Primera Guerra Mundial— y cómo administrar morfina si ocurre algo peor. Así que corrí escaleras abajo, luego salí por el portal, doblé la esquina y llegué al cuartel de la Guardia Civil. Di parte, jadeando, al guardia que estaba de servicio:
—Un hombre acaba de intentar matarse en la puerta de mi piso. Por favor, llame a un médico.
—Un momento, señor. ¿Quiere usted formular una denuncia? Si es así, tendrá que esperar hasta que abran la oficina; el sargento aún no ha desayunado.
—¡No, hombre, no! Puede estar muriéndose y, aunque lamento interrumpir el desayuno del sargento...
—¿Conoce usted personalmente a ese individuo?
—No.
—¿Parece forastero?
—No se lo puedo decir. Lo importante es encontrar un médico.
—De eso no me puedo encargar. ¿Quién le pagaría? Oiga, ¿por qué no llama usted mismo a un médico? Pruebe en la clínica, allí, más abajo. Seguro que sería más rápido que despertar al sargento y pedirle que despierte al teniente.
Comprendí la fuerza de su argumento y corrí a la clínica. Por casualidad, acababa de llegar un coche con un letrero que decía médico. Abordé al conductor en cuanto salió.
—Por favor, doctor, venga en seguida a mi casa..., sólo está a cien metros de aquí. Un hombre ha saltado desde el tercer piso y ha caído sobre el suelo embaldosado.
—Permítame que alerte a las monjas —dijo—. Un servidor no es más que un anestesista. Mis estudios médicos quedaron atrás hace ya muchos años.
Le di las gracias por su amabilidad. «Bueno», pensé, «será mejor que coloquemos al loco sobre un colchón y bajo una manta, si es que aún está vivo.» Al regresar al escenario del incidente, encontré un gran gentío formado por vecinos que hablaban confusamente, pero la víctima no estaba. Por lo visto, se había recuperado lo suficiente como para volver a subir, aunque con dificultad, los dos pisos, y volver a realizar un tercer intento valeroso de suicidio desde el rellano, pero mientras tanto Juan había llamado al resto de la familia y le habían sujetado hasta que llegó ayuda. Entonces la comadrona que vive en nuestro bloque y tiene mucha experiencia con maridos nerviosos, se encargó del asunto.
Cuando todo se había vuelto a tranquilizar, llegó una pareja de la Guardia Civil. El supuesto suicida resultó ser un respetable tendero mallorquín y achacó su caída a una repentina pérdida de conocimiento causada por una inyección anticatarral que le había puesto un médico francés en Marsella hacía unos días. Así pues, el sargento pudo dar parte del incidente describiéndolo como una desdichada pérdida de equilibrio que le sobrevino a don Pedro Tal y Cual mientras descendía por las escaleras, después de una visita de negocios a unos conocidos en la tercera planta.
—Cualquier daño importante que haya recibido su máquina —me dijo el sargento—, se lo pagará, naturalmente, el propio desafortunado señor, contra el cual, espero, no querrá presentar ninguna denuncia.
—No, no —le contesté—. Después de todo, es vecino nuestro y un palmesano, un hombre a quien no se le pueden sospechar intenciones criminales.
—Aguantan mucho castigo estas bicicletas inglesas —dijo el herrero con admiración, mientras enderezaba la horquilla—. Si hubiese sido una de las nuestras aquel tendero no habría rebotado en el cuadro, ¿cómo está el pobre hombre?
—Me han dicho que le duele la cabeza y tiene una herida en el codo.
—¡Un milagro!
—Esta bicicleta ya es histórica —le dijo Juan al herrero—. Ha enviado a un hombre a la cárcel y a otro le ha salvado la vida.
No había transcurrido ni una semana cuando robaron la bicicleta en el aparcamiento de la Alliance Francaise, durante una de las clases nocturnas de Juan. Éste fue en seguida al cuartel de la Guardia Civil para dar cuenta de la pérdida.
—Vete, muchacho, eres demasiado joven para poner una denuncia —le dijeron—. Además, la oficina de denuncias está cerrada hasta mañana por la mañana. Dile a tu profesor que pase por aquí a eso de las diez.
Juan regresó a casa cabizbajo y llegó tarde para la cena.
—Han robado la bici de Guillermo —logró balbucir entre sollozos—, y Guillermo dijo que me mataría...
—¿No la habías asegurado con la cadena?
—No, esto es lo malo. Camino de clase recordé que me había olvidado la cadena y el candado, así que volví, pero entonces no me acordaba qué era lo que me había dejado, y corrí otra vez con la bicicleta a clase, esperando que no se tratara de nada importante. ¡Pero sí que lo era!
Le dimos unas salchichas y café, y luego nos marchamos apresuradamente al puerto. El barco de la noche aún no había zarpado con rumbo a Barcelona. Le pregunté al sargento de la Guardia Civil, en la barrera, si por casualidad había pasado una bicicleta de aspecto británico.
—Acaban de robárnosla —le expliqué—. Dicen que algunas veces los ladrones roban bicicletas y luego corren a llevarlas a bordo en el último minuto, porque saben que a estas horas de la noche no se pueden formular denuncias oficiales.
—No, señor. Por esta barrera no ha pasado ninguna bicicleta así. Pero le han informado mal. Ahora, con esta era de prosperidad, los del puesto de salida hacia Barcelona sólo estamos interesados en motos robadas.
—Nunca volveremos a ver aquella histórica bicicleta —se lamentaba Juan—. No podré enfrentarme a Guillermo cuando vuelva a casa por Pascua.
Puesto que algunas veces sucede que se toman prestadas las bicicletas para dar un paseo recreativo y luego se abandonan, fuimos a la oficina de Objetos Perdidos del Ayuntamiento, que es donde las llevan los policías municipales. Sin suerte.
El encargado de la oficina me aconsejó que no diéramos cuenta de la pérdida a la Guardia Civil.
—Si encuentran su bicicleta, es posible que no se la devuelvan nunca. La guardarán para presentarla como prueba cuando se vea el juicio ante los tribunales.
—Más valdría esto que no recuperarla nunca, ¿no cree? —le pregunté.
—Me temo que ésta es una distinción sin diferencia, señor —me respondió con aire pesimista.
¡Ojalá hubiera seguido su consejo! Aunque por entonces el guardia civil se había olvidado del prisionero menorquín y solamente asoció la bicicleta con el intento de suicidio, me hicieron dar cuenta por escrito de la pérdida. Y justo al día siguiente, el mejor amigo de Juan de la Alliance Francaise encontró la bicicleta por pura casualidad en un callejón de mala reputación, en un lugar bastante alejado, apoyada contra una pared y sin vigilancia alguna. Celebramos el hallazgo con una cena a base de pollo. Pero poco tiempo después, un guardia civil llamó a la puerta para preguntar si se había recuperado la bicicleta. Nosotros le informamos de que —¡gracias a Dios!— volvía a estar en nuestras manos.
—Mi amigo Pepe la encontró en la calle del Aceite —dijo Juan.
—¿Quién es ese Pepe? ¿Cómo se apellida? ¿Dónde vive?
Hoy me han ordenado aparecer ante el juez para tratar del «sumario que se instruye referente a la sustracción número noventa y seis de bicicletas del año en curso, bajo pena de la multa prescrita». Se me ocurre que el capitán general puede haber empezado a apretar las tuercas, exigiendo venganza contra los ladrones de bicicletas y que el teniente de la Guardia Civil podría sospechar que el amigo de Juan, Pepe, sustrajo él mismo la bicicleta. No sé si la diferencia entre sustracción y robo es la misma en los Estados Unidos que en España. Aquí, si el aparcamiento hubiera estado cerrado con llave o si Juan se hubiese acordado de ponerle la cadena a la bicicleta, y si entonces el ladrón hubiese hecho uso de la fuerza para tomar posesión de ella, bueno, pues esto sería considerado un robo y le costaría varios años más de cárcel.
No veo a Pepe por ninguna parte, ni tampoco creo que le vaya a ver llegar acompañado por una pareja de la Guardia Civil. Aunque no sea un respetable mallorquín (cosa que le libraría de toda sospecha), da la casualidad de que está aún mejor relacionado, pues su padre es el nuevo capitán de la Guardia Civil en el otro cuartel, un tipo recio de Extremadura.