Está en su casa
—¡Hola, señor!
La repentina llamada provenía de un hombre delgado de nariz aguileña, vestido con una holgada camisa blanca, pantalones de rayadillo azul y un sombrero de fieltro negro, que apareció de pronto por detrás de una mata de lentisco a pocos metros de distancia. Yo había estado sentado durante diez minutos o más en el banco de piedra del mirador, una plataforma construida a modo de atalaya en el borde del acantilado, observando ociosamente cómo un destructor español de altas chimeneas se retiraba del horizonte y desaparecía tras el lejano promontorio en el nordeste. A mis pies un precipicio de casi trescientos metros me separaba de una playa de piedras blancas.
Me levanté sobresaltado, y tal vez respondí en inglés; pero no me acuerdo. Él forzó una sonrisa tranquilizadora, extendió ambas manos para mostrar que no iba armado y dijo en castellano:
—Por favor, perdóneme si perturbo su tranquilidad. ¿Es usted americano?
—No, señor —respondí—, no debe usted juzgarme por mi elegante sombrero de paja, obsequio de un amigo estadounidense. Júzgueme más bien por mi camisa vieja y mis pantalones remendados. Soy uno de los victoriosos, aunque arruinados, ingleses. Hace un calor sofocante, ¿no cree?
Con esto se tranquilizó.
—Sí, hace mucho calor —dijo. Pero al ver que no se movía de su sitio yo me acerqué a él.
—¿Es su primera visita a Mallorca? —preguntó.
—La primera desde que empezaron los disturbios en 1936, cuando tuve que abandonar mi casa y mis tierras. Y le recuerdo bien, aunque usted no me recuerde a mí. Porque usted debe de ser don Pedro Samper, dueño de Ca'n Samper, la finca que está al otro lado del espolón de la montaña, ¿no?
Nos estrechamos la mano con entusiasmo y yo continué:
—Una vez le visité en compañía de su vecino don Pablo Pons, allá por 1935. Necesitaba unos buenos esquejes para injertar en dos albaricoqueros jóvenes, pues me habían salido de muy baja calidad, y don Pablo me informó que usted poseía el mejor árbol de toda la isla. Tuve el placer de conocer a su encantadora y simpática esposa. ¿Se encuentra bien de salud?
—Todos estamos bien, gracias a Dios, y los niños también.
Se disculpó varias veces por no haberme reconocido, y me explicó que mis gafas de sol, mis canas y la delgadez de mi cara le habían engañado. A cambio se interesó por mi salud, la de mi familia y la situación de mis propiedades después de una ausencia de diez años. Y naturalmente quiso que le informase sobre las bombas volantes en Londres. La prensa española había hablado tanto de los estragos causados por la bomba volante que resultaba difícil creer en posibles supervivientes.
—Y ¿es cierto que en Inglaterra las patatas nuevas se venden a cien pesetas el kilo?
—No, no es cierto; se venden más o menos a peseta el kilo. Los agricultores están subvencionados por el gobierno.
—¡Vaya, vaya! —exclamó—. Nuestros periodistas parecen haber estado mal informados sobre muchas cosas... Pero, dígame, ¿prendieron aquellos esquejes?
—Divinamente. A mi regreso me aguardaba una tremenda cosecha de albaricoques, tuvimos que sujetar las ramas con cuerdas para impedir que se partieran, y tenían un sabor delicioso. Como miel de azahar. Vendí muchos y el resto lo embotelle.
—¡Cuánto me alegro! Y dígame, ¿ha visitado a don Pablo desde que ha vuelto? Debe de saber que ya no vive por aquí, y que se ha establecido en Palma, ¿verdad?
—Entre nosotros, no tengo intención alguna de hacerle una visita. Cuando me dieron una hora de plazo para abandonar la isla, marché con sólo una maleta y una cartera, y dejé cierto asuntillo para que él me lo solucionase. Pero el hombre lo descuidó y su descuido me ha costado mil pesetas o más. Sin embargo, no pienso recordárselo; ya es agua pasada. Además, a mi regreso he encontrado mi casa en perfectas condiciones, con cada cosa en su sitio, y me alegra de veras poder comprobar que la conducta de don Pablo no es típica de los mallorquines en general.
—¡Desde luego que no! Su caso es muy especial. ¿Está tal vez enterado de mis pasadas desavenencias con él?
—Tuvieron una disputa sobre derechos de riego.
—Exactamente.
—¿Puedo preguntarle si todavía está en malas relaciones con él? En nuestro pueblo he descubierto que los tiempos difíciles de la guerra han servido para acabar con todas las viejas enemistades personales y familiares y para unir a las personas como no lo habían estado nunca.
— ¡Está en su casa!, como solemos decir aquí. Él en la suya, y yo en la mía.
—Lo siento. Me interesaría saber lo que ocurrió si no le molesta contármelo.
—Es una historia larga, don Roberto. ¿Puedo pedirle primero un favor?
—Pídame lo que sea, mientras esté en mis manos.
—Quisiera sentarme en el banco del mirador, donde estaba usted antes. Desde las diez de esta mañana he estado intentando conseguirlo. ¿Podría ayudarme?
—Pero hombre, ¿acaso está mal de las piernas?
—De las piernas no, del estómago.
—¿Quiere decir que tiene miedo? Entonces, ¿por qué quiere ir? La vista desde aquella roca es tan buena como la del mirador.
—Son órdenes del médico, del doctor Guasp de Sóller, que es especialista. Sabe mucho de psicología, pues ha estudiado en Madrid y también en Viena. Dice que cuando haya conseguido llegar hasta allí y haya permanecido un rato sentado tranquilamente en el banco, haciendo las paces con cierto santo importante, mis nervios se recuperarán y podré volver a dormir por la noche. Incluso se ofreció a acompañarme, pero a mí me daba vergüenza molestarlo. Le dije: «No, iré solo. No soy un cobarde». Pero ahora veo que no consigo dar los últimos pasos.
Comenzó a tartamudear y un ligero sudor humedeció su frente.
—Perdóneme —dijo—, hace demasiado calor. Tal vez podríamos dejarlo para dentro de un rato, cuando hayamos fumado un cigarrillo o dos a la sombra de esta roca, ¿le parece? Mientras tanto le contaré lo de la disputa sobre el riego. ¿Lleva usted tabaco?
—Lo siento, soy un despistado, me he dejado la petaca en casa.
—No importa. Aquí tiene buen tabaco, y papel de fumar.
—¿Contrabando?
—¿No dije que era buen tabaco? No se puede comprar esta clase de tabaco en ningún estanco. Permítame, parece que ha perdido la costumbre de liar cigarrillos. ¿Es que en Inglaterra sólo fuman Luckies y Camels?
Empezó su relato entre bocanadas de humo.
—Bueno, si ya está un poco enterado del asunto, sabrá que durante quince años yo había sido agricultor arrendatario de la finca llamada Ca'n Sampol, que don Pablo Pons adquirió mediante su matrimonio con doña Binilde.
Yo asentí con la cabeza.
—Él me echó, aunque yo tenía un acuerdo con el fallecido esposo de doña Binilde según el cual el arriendo era vitalicio. Don Cristóbal Fuster y Fernández era un caballero, un hombre del más estricto honor. Cuando heredó la finca de su hermano, que había muerto en la guerra del Rif, me dijo en presencia de su esposa: «No habrá ningún cambio aquí. Puedes cultivar Ca'n Sampol durante el resto de tu vida, amigo Pedro. Has transformado este lugar desde que te hiciste cargo de él, y me alegra dejarlo en tus manos». En esta isla, como usted sabe, un acuerdo verbal es suficiente entre vecinos, y si hay algún testigo presente se convierte en ley obligatoria. Pedir que se ponga por escrito es considerado de mal gusto, y nos enorgullecemos de ser hombres de palabra. Pues bien, ¡una catástrofe! En 1934 don Cristóbal murió en un accidente de carretera, y doña Binilde se enamoró, en el mismo funeral, de un aventurero licencioso —don Pablo— y se casó con él en el primer día que se lo permitía la ley.
—No sabía que en España existían impedimentos para casarse de inmediato en estos casos.
—Hay una ley que protege los derechos de hijos póstumos. Bueno, como puede imaginarse, la boda causó un escándalo, y yo fui el primero en no asistir, por respeto a la memoria de don Cristóbal. No había transcurrido ni una semana cuando don Pablo me anunció que debía abandonar la granja, ya que él mismo se disponía a cultivarla.
—¿Y doña Binilde?
—Estaba loca por aquel hombre. Nada de lo que él hacía estaba mal hecho. Y estaba enfadada conmigo por la indiferencia que yo le mostraba. Cuando le recordé el acuerdo verbal contraído en su presencia entre don Cristóbal y yo, ella me contestó: «Te aseguro, campesino, que no recuerdo nada. Tengo una cabeza malísima para cosas de negocios».
—Pero ¿no le protegía la ley?
—Desde luego que sí. En aquellos días había que dar seis años de plazo para un despido. Pero yo preferí no llevar el asunto ante los tribunales. Resulta muy incómodo para un arrendatario que su casero le guarde rencor, sobre todo si ese rencor lo ha instigado su esposa. Así que me limité a decirle apaciblemente: «Ya que doña Binilde ha perdido la memoria por los hechos y dichos del mejor marido que jamás hubo en toda Mallorca, ¿cómo puedo insistir en este asunto? Veo que mi palabra no le basta. Entonces págueme diez mil pesetas y me iré el día de San Antonio, cuando haya terminado de pasar las aceitunas por el molino». Pues no era mal año para las aceitunas.
»—¡Quia, hombre! ¿Por qué te tengo que pagar yo diez mil pesetas? —me preguntó don Pablo.
»—Es costumbre compensar a un arrendatario cuando no se le da previo aviso de despido. Yo le estoy pidiendo dos años de alquiler.
»—¡Dos años de alquiler! ¿Cómo que dos años de alquiler? ¡Si me has armiñado la finca con tu mala administración! —gritó.
»Yo insistí:
»—El muy respetado don Cristóbal (que Dios le tenga en su gloria) pensaba todo lo contrario. Sabía que yo había encontrado la finca de Ca'n Sampol en condiciones lamentables y que con mi trabajo había añadido muchos miles a su valor. Me lo dijo en presencia de doña Binilde.
»—No recuerdo nada de eso. Tengo la cabeza malísima para cosas de negocios —dijo la señora, muy tozuda—. Y además, en nombre de la Virgen María, ¿quién eres tú para decidir quién es el mejor marido de Mallorca y quién el peor?
»Jamás hubiese creído que una mujer decente pudiera cambiar tanto, ni siquiera con la ayuda de agua oxigenada y laca roja de uñas; pero las mujeres son tan cambiadizas como los camaleones.
—Pero alguna compensación le daría, ¿no?
—Ni un real. Me explicaré. Don Cristóbal, como tantos otros caballeros de naturaleza generosa, era descuidado con sus cuentas. Tenía buena memoria para las sumas que se le debían, y para las que debía él, pero no le gustaba tener que someter su memoria a un papel, ni tampoco exigir o redactar recibos. Don Pablo estaba al comente de esta particularidad y por eso me pidió que le mostrara los recibos del alquiler de Ca'n Sampol de los últimos años. Faltaban cuatro recibos semestrales y él me los descontó de los dos años de compensación que yo había pedido. Así que me quedé sin indemnización. Porque siempre había pagado en metálico, y no con talón, y no tenía a nadie que pudiera atestiguar mis pagos.
—¡Que bicho tan repugnante! ¿Y entonces se fue a vivir a Ca'n Samper?
—Sí. Me había sido legado por mi viejo tío unos tres años antes: propiedad de familia que provenía de mis bisabuelos. Ellos también habían sido propietarios de Ca'n Sampol, aunque aquello fue antes de que se hubiese construido la casa grande, en tiempos carlistas. Usted ya ha visto Ca'n Samper. Es pequeño pero la tierra es buena, hay mucha agua, y la huerta es valiosa.
—Alguien me mencionó un proverbio local sobre su posición..., algo sobre tirar los pelos de una barba, no recuerdo bien.
—Sí, es cierto —dijo, riendo nerviosamente—. En nuestro pueblo decimos que san Pedro se sienta sobre el cuello de san Pablo y le tira de los pelos de la barba. El proverbio hace referencia a que los dos santos comparten la misma festividad. San Pedro tiene prioridad sobre san Pablo y le roba la gloria.
»En el sentido geográfico podemos decir que Samper (el nombre es una contracción de las palabras mallorquinas San Per, o San Pedro) está sentado sobre el cuello de Sampol, o Sant Pol, es decir, San Pablo, porque mi finca está situada justo encima del saliente izquierdo de los terrenos de Ca'n Sampol. Sí, señor, aunque no le mostré animosidad alguna a don Pablo, decidí apretarle el cuello con un collar, con una buena soga, y de paso sacarle unos cuantos pelos de la barbilla. Mientras tanto, mi mujer y yo podríamos vivir con relativa comodidad en Ca'n Samper y disfrutar del respeto y afecto del pueblo, que pronto se enteró de la vil trampa que nos había tendido don Pablo. Y ahora llegamos a la historia sobre los derechos de riego.
Hizo una breve pausa mientras lió y encendió otro cigarrillo.
—«El agua es oro» —cité yo, en el sentencioso estilo local que mantiene el hilo de las conversaciones.
—«Y tierra sin agua son piedras y polvo» —convino él—. Pues bien, mientras había estado labrando las tierras de Ca'n Sampol, para asegurarme mi arrendamiento vitalicio, no hacía diferencias entre aquella finca y la mía; es más, incluso le había robado a Pedro para engordar a Pablo. Verá: en Ca'n Sampol había plantado una estupenda huerta de naranjos (nável sin semilla de Florida, traídos de Valencia, los primeros que se vieron en la isla). Necesitan mucha agua a principios del verano, pero si se cuidan bien producen frutas grandes como melones y jugosísimas. Bueno, pues llegó el día de San Juan y el administrador de don Pablo me saludó en la puerta de la iglesia después de misa y me pidió que soltara el agua de Ca'n Samper cada lunes y cada viernes, si me iba bien. Y yo, haciéndome el inocente le dije:
»—Quia, hombre, ¿para qué quieres agua? Hay de sobra en Ca'n Sampol. Bastante para hacer estanques con peces, y fuentes, y una turbina para luz eléctrica.
»—Sí —contestó—. Gracias a Dios la mayor parte de la finca está bien regada. Pero la parte que queda separada del resto del terreno por la Roca del Asno, la que queda justo debajo de Ca'n Samper, ésa no se beneficia de la fuente que brota al otro lado de la roca. Y allí es precisamente donde pusiste la nueva plantación de naranjas.
»—Es verdad —dije yo—, casi había olvidado que mientras era arrendatario de Ca'n Sampol planté unos cien naranjos de navelinas de Florida. Pero ahora ya no me interesan.
»Había mucha gente presente, y sonrieron al oír mis palabras.
»—Pero aquellos bancales tienen derecho al agua de Ca'n Samper.
»—Claro que sí. Pero sólo a la sobrante. Naturalmente, en invierno y en primavera, cuando cae mucha lluvia, puedes tomar la que quieras, porque me es imposible acabármela toda, que yo agua bebo poca. Pero en junio, julio, agosto y septiembre, tengo intención de usarla toda. No sobrará nada.
»—Maestro Pedro —me contestó—, no está bien que diga eso, No debería haber plantado aquellos naranjos si tenía intención de matarlos de hambre.
»—¡Sea razonable, hombre! ¿Quién ha de morirse de hambre primero, yo o los naranjos? Ahora que tengo que ganarme la vida y dar de comer a mis hijos con un lugar tan pequeño como Ca'n Samper, tengo que cultivar cada metro cuadrado intensamente. Ya no puedo robar a Pedro para engordar a Pablo. Si don Pablo hubiese pensado bien las cosas habría construido un estanque pequeño para recoger las sobras del invierno.
»—¡Esto es un atraco! Estamos a primeros de verano, y a no ser que sueltes el agua se morirán los árboles. La tierra de la plantación no es muy profunda y las raíces ya están tocando la roca.
»—No, no morirán, pero se les caerán las hojas y la fruta, y perderán mucha fuerza, hasta que el estanque esté construido. Una pena, porque son unos árboles muy bonitos.
»—¿Qué vas a cultivar tú con tanto afán a primeros de verano? Ahora no es tiempo de plantar hortalizas ni árboles, y tus bancales no están todos sembrados, ni mucho menos.
»—¿A ti qué más te da si planto grama o cocoteros?
»Eso provocó varias carcajadas.
»—Haces mal en pelearte con don Pablo.
»—Yo no me peleo con él. Él está en su casa; yo en la mía. Si él quiere comprar agua, que venga a hablar conmigo, y haremos venir un escuadrón de abogados de Palma para redactar el asunto tan claramente que ni él ni yo podamos eludir nuestros compromisos.
»La vez, don Roberto, en que usted vino con él a mi casa, quince días más tarde, a buscar los esquejes de albaricoque, fue entonces cuando por fin se decidió a hablar conmigo. Y como recordará usted, era el día de San Pedro, el día de mi fiesta; pero también era el día de San Pablo, o sea la fiesta de él. Le trajo a usted como protección, con la esperanza de que mi cortesía hacia los extranjeros haría que me contuviera de armar un escándalo o darle con la puerta en las narices. Quizás recuerde que mientras estaba usted charlando con mi mujer y le enseñaba a mi hijo pequeño aquel reloj suyo que se abría con un muelle secreto y también daba las horas, yo salí con don Pablo en busca de sus esquejes. Él hizo lo que pudo por sosegarme y halagarme; me suplicó que olvidáramos el pasado y que le prestara el agua al menos hasta haber construido un estanque.
»—¿No te da vergüenza, hombre? —me preguntó—. ¿Acaso quieres perder la estima de tus vecinos? ¿Que dirá el pueblo si dejas que se mueran mis árboles por puro rencor?
»Yo me reí con ganas.
»—Me río en su cara —le dije—, pero sus vecinos se ríen a sus espaldas.
»—Tu comportamiento no es cristiano —me dijo—. Pareces un chueta (Judío que simula ser cristiano)
»—Distinguido don Pablo, incluso los cristianos discrepan algunas veces, como su santo con el mío. El ermitaño de la Torre de los Moros, que conoce las Sagradas Escrituras tan bien como cualquier sacerdote (una vez estuvo a punto de ser ordenado pero le dio un puñetazo al padre superior y le echaron del seminario), el ermitaño, como le decía, don Pablo, me contaba algo muy importante el domingo pasado. Dijo que, según la Epístola a los Gálatas san Pablo entabló una disputa pública con san Pedro, declarándole culpable de muchas cosas y diciendo que era un chueta y que intentaba que todos los demás también lo fueran. ¿Y qué contestó san Pedro? Pues no quiso meterse en escándalos (dijo el ermitaño), así que hizo lo mismo que san Miguel cuando el demonio le insultó: dejó que Dios se pronunciara sobre el tema. ¿Y cuál fue el resultado? Pues que Dios le prefirió en todas las cosas a san Pablo, y le confió las llaves de oro y de plata del paraíso. Y san Pablo no pudo tocarlas, ni siquiera con un dedo. Yo soy Pedro, usted es Pablo, y la llave de plata que cuelga de mi cintura es el agua. Llámeme chueta si le apetece, pero si quiere agua, tendrá que pagármela.
»Entonces me pidió que le dijera el precio. Y yo le dije:
»—Lo que pido no es mucho. Sólo una declaración por escrito de su esposa diciendo que nunca me he atrasado con el pago de los alquileres. Eso para mí vale tanto como diez mil pesetas. A cambio, dejaré de regar mis jóvenes palmas de cocotero y usted tendrá el agua que necesite, verano e invierno, y se ahorrará el gasto de construir un estanque.
»Pero se negó a hacer tal cosa y me insultó. Fue en ese momento cuando cometí un grave error, tal como me ha indicado posteriormente el doctor Guasp. Si me hubiese contentado con referirme históricamente a la disputa entre los dos santos, que hace tiempo se arregló en el cielo, no hubiera pasado nada. Pero antes de despedirme de don Pablo en aquella ocasión olvidé la moraleja del ermitaño de no responder a un insulto con otro igual. Defendí a mi santo patrón, como era justo; pero al expresar mi aversión por san Pablo cometí la tontería de referirme despectivamente al "gran apóstol de los gentiles" como el doctor Guasp llama a san Pablo, con palabras provocativas de las que ahora me arrepiento profundamente. Bueno, pues como me imaginaba, don Pablo se encolerizó y me llevó ante los tribunales.
—Y ¿ganó el juicio usted?
—Eso fue fácil. No sólo tenía la justicia, los documentos y los principales testigos de mi lado, sino que dio la casualidad de que el secretario del abogado de la acusación era amigo mío, así que ya sabía de antemano las preguntas que iban a hacerme; tenía a todos mis testigos bien aleccionados, y yo mismo preparé unas cuantas respuestas muy mordaces. Además, había emplazado a doña Binilde y ella se vio obligada a tomar juramento. A pesar del amor que sentía por don Pablo, no iba a poner en peligro su alma jurando en falso; eso yo lo sabía. Así pues, mi abogado le obligó a admitir que su marido había expresado gran satisfacción por mi trabajo. El abogado defensor protestó diciendo que estas preguntas eran improcedentes, pero el juez, que conocía el caso de antemano a través del hermano de doña Binilde, el cual estaba muy avergonzado de su hermana, denegó la protesta. Entonces mi abogado me preguntó, en el interrogatorio, si tenía intención de reconvenir por la falta de pago de mi indemnización. Yo respondí:
»—No. Puesto que ha habido claramente un malentendido entre don Pablo y su distinguida esposa, no será necesario. Estoy seguro de que me pagará, por cuestión de honor personal, y me estrechará la mano en esta sala.
»Don Pablo se puso muy colorado, viendo que el perro estaba muerto, como suele decirse, y sacó el dinero. Nos dimos la mano, y yo dije delante de todos:
»—Muchas gracias. Ahora veré si puedo prestarle unos cuantos cubos de agua para su huerta de naranjos. Mis palmas de coco ya están muy crecidas y tal vez podría regarlas un poco menos.
»Todos se rieron, incluyendo al juez, porque los Cocos de Ca'n Samper ya se habían convertido en un dicho. Pero don Pablo tuvo que pagar los gastos... Bueno, luego vino el asunto de los cerdos negros; ¿ha oído hablar de esto?
—Entraron por donde no debían, ¿no es así?
—Entraron, y lo que es peor, robaron las bellotas bajo mis robles. Fui al alcalde, y éste le hizo llegar a don Pablo un requerimiento judicial para que mantuviera a sus cerdos a raya, pero don Pablo le dijo al alcalde que tenía derecho legal a las bellotas. Estaban en el Camino Nuevo, el que se hizo para conectar los caminos de Arriba y de Abajo mientras las dos fincas todavía eran de un mismo dueño, y según don Pablo el propietario de Ca'n Sampol tenía derecho de paso libre por él y en consecuencia podía apacentar a sus animales al cruzar por la finca de Ca'n Samper. Cuando el alcalde me trajo este mensaje yo le dije: «En vista de que se niega, ¡tendrá que vérselas con el juez! Y me apuesto cien pesetas contra una que ganaré el juicio». Y así fue.
—¿No tenía los derechos de pasto?
—Claro que sí. No se puede impedir que una mula o un asno tomen alguno que otro mordisco de hierba al deambular por un camino por el que tiene derecho de paso. Precisamente por eso, y para prevenir cualquier posible disputa sobre este punto, la escritura del Camino Nuevo —que se hizo cuando mis abuelos vendieron Ca'n Sampol— contenía una cláusula que hacía recíprocos los derechos de pasto. De este modo mis animales tenían ese mismo derecho cuando pasaban por el Camino Nuevo que atraviesa la finca de Ca'n Sampol. Pero resulta que los robles de Ca'n Samper, plantados después de la fecha de aquella escritura, daban bellotas de la variedad dulce, las que se venden asadas en los puestos del mercado. Las bellotas comunes, que son amargas, son consideradas «pasto»; las mías eran consideradas «fruta». Así pues, al hacer caso omiso de mi requerimiento judicial, le obligaron a pagarme daños y gastos y a prometer que en adelante guardaría sus cerdos en la pocilga... Ése fue otro tirón de pelos de la barba de san Pablo. ¿En qué fecha abandonó usted la isla?
—Era el 2 de agosto de 1936.
—Sólo unos días antes de la catástrofe que supuso la invasión de Mallorca. Supongo que debió de enterarse de todo aquello a través de los periódicos. Un tal capitán Bayo había puesto anuncios por Barcelona en busca de voluntarios dispuestos a reconquistar Mallorca para el gobierno republicano, y un domingo por la mañana llegó a Porto Cristo, que está al otro lado de la isla, con unos cuantos barcos y unos cuantos miles de catalanes, valencianos y franceses. Encontró poca oposición, y si hubiese elegido marchar directamente sobre Palma, la ciudad hubiese sido suya. Pero no lo hizo, o no pudo hacerlo, pues sus granujas (yo no digo que entre ellos no hubiese algunos idealistas y nobles revolucionarios, pero le puedo asegurar que ésos formaban una minoría muy pequeña), sus granujas, digo, prefirieron saquear las tiendas, cafés y casas de veraneo de aquel pueblo costero, indignando así a las personas que tal vez les hubiesen abierto los brazos y se hubiesen unido a sus filas. Pronto estaban todos borrachos, y el capitán general de las islas en funciones reunió a los guardacostas y a los guardias civiles, los metió en camiones y los envió a bloquear las carreteras. Cuando Bayo hubo reorganizado parte de sus fuerzas y las había puesto en marcha, ya era demasiado tarde. Los aviones de combate italianos habían volado al campo de aviación de Palma, habían repostado y venían zumbando a participar en la acción. Se perdió la batalla, y se derramó mucha sangre, alguna a manos de las mujeres campesinas, que salieron, armadas con cuchillos a defender sus propiedades contra los desertores de Bayo, haciéndoles huir en grupos de dos o tres por el Llano.
—Una gran desilusión para los liberales y socialistas de la isla —comenté—. Antes de marcharme decían: «Ahora que el general Goded ha fracasado en su intento de hacerse con Barcelona, la rebelión terminará en tres semanas».
—Estaban tan desilusionados que lloraban. La invasión precipitada y desorganizada de Bayo fue el peor reclamo posible para su causa, y no les quedó resistencia cuando llegó el terror. Los impetuosos falangistas pronto se encargaron de los rojos y de los militantes socialistas, cazándolos como a tordos. No sólo los escasos comunistas y militantes socialistas, no sólo los alcaldes, concejales socialistas y los partidarios de éstos, sino además todos los simpatizantes de lo que era, al fin y al cabo, un gobierno legal. Sobre esto no hay mucho que decir, excepto que los jefes militares que estaban al mando se portaron correctamente, por regla general, e intentaron disuadir los linchamientos. Pero durante muchos meses ocurrieron cosas terribles, en venganza por las cosas también terribles que, según decían, se habían cometido contra los antirrepublicanos en Menorca, Cataluña y otras partes; y a medida que la propaganda se iba haciendo más feroz, más horribles se volvían los actos de venganza. En total, murieron unos cuatro mil hombres en Mallorca, pues los nacionalistas eran menos numerosos y no podían arriesgarse a una contrarrevolución. Mallorca, con sus riquezas naturales, sus campos de aviación y su base para hidroplanos, debía conservarse a toda costa. «Ser inflexibles ahora», decían, «es ser piadosos a la larga.» Los juicios eran trágicamente breves.
Una guerra civil es como una botella de vino transparente que se agita: hace espuma y se oscurece con posos insospechados. Le aseguro que hay hombres aquí que mueren de remordimiento cada mes por las cosas que ocurrieron, aunque los médicos diagnostiquen una tuberculosis o un problema de corazón.
—Las enemistades privadas se complican con las causas públicas —sugerí.
—Eso está bien dicho. En tiempos de paz, la envidia y el rencor pasan desapercibidos o hallan desahogo en pequeñas revanchas, pero en una guerra civil las cosas cambian. Si un hombre malo (y cada pueblo tiene al menos un par de ellos, y muchas viejas amargadas, de esas beatas que llamamos «santas») había salido perdiendo en algún negocio con su vecino, o había quedado excluido de alguna herencia en favor de un primo, con eso ya tenía bastante. El infortunado rival era denunciado por rojo y por haberse lamentado al oír la noticia de la derrota de Bayo; luego era enviado a la abarrotada y malsana prisión del castillo hasta que le tocara el juicio unos meses más tarde. A veces ni siquiera llegaba a la cárcel. Se «resistía al arresto» o «intentaba escapar» y aparecía muerto en la cuneta con una bala en el pecho, o desnucado en el fondo de un precipicio.
—¿Cuáles eran sus afinidades políticas?
— Yo no tengo ninguna. Voté por los socialistas en aquella elección que desencadenó la guerra, porque los candidatos para nuestro ayuntamiento se habían comprometido a construir una escuela nueva para las niñas y a poner teléfono en el pueblo. Mis ideas políticas son las mismas, imagino, que las de cualquier hombre amante de la paz: odio el desorden, los sobornos y la ineficacia en el gobierno, y no me gustan los cambios. Pero cuando una cosa apesta, hay que tirarla.
— ¿Y don Pablo?
—Resultó ser de derechas y ultrapatriótico, y hablaba con la misma bravura y falta de moderación que el famoso «General Manzanilla», el portavoz de los nacionalistas por designación propia. Estaba tan en la extrema derecha que por poco se cae por el horizonte y aparece en la China. Nuestro pueblo está muy aislado, como ya sabe. No hay teléfono, ni telégrafos, y entonces no teníamos siquiera un puesto de la Guardia Civil. Y nadie había oído hablar de la Falange excepto por los periódicos. Pero el cura párroco predicó la necesidad de unirse bajo el manto de la Iglesia contra los herejes que habían asesinado niños, violado monjas y crucificado sacerdotes en sus propias iglesias, y que querían destruir todo vestigio de decencia. Y don Pablo, por ser el terrateniente más poderoso del pueblo, cargó con el peso de la batalla, y formó la Liga para la Defensa contra los Rojos. Dijo que como en el pueblo no había fuerzas armadas, debíamos pedir ayuda al cuartel de la Falange en Palma. En menos que canta un gallo don Pablo ya tenía a dos pistoleros instalados en el granero que hay junto a la iglesia y estaba solicitando suscripciones para mantenerlos allí a diez pesetas diarias cada uno, hasta que hubiese pasado el peligro. Con ayuda del párroco recogió una buena suma, y así quedamos completamente seguros. Los hombres no eran mallorquines; el más joven era aragonés, el mayor, valenciano. Y naturalmente, en tiempos como aquéllos, no bastaba quedarse quieto y recoger la paga. Por «defensa» se entendía «ofensa», y como se dio el caso de que los candidatos socialistas para el concejo local eran todos hombres con propiedades y bien conectados (el que había querido ser alcalde estaba casado con la hermana del cura y había obsequiado a éste con un terreno para poder agrandar el atestado cementerio), pues bien, fue necesario encontrar víctimas menos destacadas. Había un anciano tuerto que se las daba de ser el experto en abejas. Era inofensivo, aunque un poco tonto, y se jactaba de haber sido socialista desde el año de la Segunda Internacional (no tengo idea de cuándo fue eso) y de que todas sus abejas también eran socialistas. Se lo llevaron a la cárcel con cara de mártir y murió allí unas semanas más tarde, de pacífica senilidad. Ahora ya hace diez años que no hay miel en el pueblo. Y el maestro, que no era de estos montes, sino un don Nadie del Llano, él también sufrió. Era una persona demasiado independiente y progresista para el gusto de don Pablo. Incluso estaba a favor de que las mujeres estudiaran carreras, y en lugar de ir a la iglesia parroquial a oír misa iba a confesarse con un amigo suyo, un cura retirado que se interesaba por las antigüedades y la literatura, y que vivía a cinco kilómetros de aquí. Don Pablo le alojó en el «Gran Hotel», como llamábamos a la cárcel, durante seis meses antes de que se viera su causa. Le dejaron en libertad, pero pidió al Ministerio de Educación que le cambiaran de destino, y ahora enseña en Palma, donde tiene una escuela de cierta importancia.
Don Pedro había llegado al punto del relato que le resultaba más doloroso. Empezaron a llenársele los ojos de lágrimas y le costaba mucho controlar la voz. Pero continuó:
—Después de estos arrestos rutinarios, vinieron otros de distinta índole. Bernat Martí, un compañero de colegio mío, que tenía un café y una carnicería cerca de la iglesia y que era muy bromista, fue arrestado una noche, muy tarde, por los dos pistoleros, a pesar de los gritos desesperados de su hija sordomuda. Se lo llevaron en el coche de don Pablo y le mataron de un tiro en la espalda mientras intentaba escapar. «Un rojo peligroso», informó tozudamente don Pablo al oficial militar del puerto. Pero si Bernat era rojo, yo soy negro. Lo que ocurría era que el día de San Antonio, cuando encendemos la fogata y el cura bendice los animales y los carros, es costumbre en nuestro pueblo improvisar copeos, unos versos indecorosos que se cantan al son de una antigua giga. Y el día de San Antonio, dos años antes, Bernat había inventado una rima sobre la indecente prisa con que doña Binilde había corrido a la iglesia a casarse con don Pablo. Cuando supe la noticia de su muerte, fui enseguida a ver a mi primo Amador, un buen tipo, pero algo impulsivo, y le dije:
»—Los muy sinvergüenzas han asesinado a Bernat. Toma mi consejo y vete inmediatamente a casa de tu cuñado, el teniente de guardacostas, en la otra punta de la isla.
»—Y ¿por qué tendría que irme? Yo no soy rojo.
»—Porque te tomaste la molestia de avisar directamente a doña Binilde, antes de su boda, de la fama de libertino que tenía don Pablo, según habías descubierto en tu reciente visita a la península.
»—¡Quia! Yo no le tengo miedo a ese hombre. Si le sospechas de haber incriminado a Bernat, ¿por qué no te esfumas tú también?
»No hubo manera de convencer a Amador, y dos noches mas tarde los pistoleros se lo llevaron en el coche de don Pablo cuando regresaba de jugar a los naipes en el café. Intentó escapar, informaron más tarde, y se cayó por el acantilado, rompiéndose el cuello.
—Bueno, don Pedro, y ¿por qué no se marchó usted también? —le pregunté.
—Por el mismo motivo que no lo hizo mi primo Amador: por orgullo. Mi razón me decía «vete»; mi orgullo me decía «quédate». Me quedé. Así pues, me apresaron la noche siguiente, justo antes del amanecer, cuando volvía de la casa del padre de Amador, donde había estado acompañando a la familia y expresando mis condolencias, como es costumbre. El coche disminuyó la velocidad y me gritaron: «Entra, llevamos el mismo camino». Pero mientras el más joven conducía, el mayor me apuntó con la pistola desde el asiento trasero.
»—Tengo una orden de arresto para ti —observó casualmente.
»—Me interesaría mucho verla —le dije—. Antes de llevarme a la cárcel, haga el favor de acercarme a mi casa. Allí podré leer el documento con mejor luz que la de la luna, y de paso coger sábanas, ropa y comida. Comprenderán que he de avisar a mi mujer de lo que me está ocurriendo y darle instrucciones sobre la administración de mis asuntos, por si resulta que me he de ausentar mucho tiempo.
»—No, no, tenemos prisa y el Camino Nuevo nos destrozaría los neumáticos. Ya leerá la orden en el cuartel de la guardia de la prisión. Es usted un rojo peligroso, y ha apoyado a los socialistas en su candidatura.
»—Y en dos ocasiones he vencido a don Pablo ante los tribunales —interrumpí.
»—Ni una palabra más —dijo el mayor de los pistoleros—, o usaré primero la culata y luego el cañón.
»Así que me quedé callado y pensé sólo en escapar. Al pasar por delante de la casa del alcalde, el coche tuvo que reducir la velocidad para tomar una curva cerrada, y me arriesgué. Sabía que no se atreverían a dispararme en pleno pueblo. Me saqué mi pesado anillo de sello y lo arrojé hacia la ventana de su dormitorio; por suerte no se percataron de nada, porque en aquel preciso momento el mayor de los pistoleros estaba inclinado hacia delante, murmurando instrucciones en el oído de su compañero. Y yo di en el blanco, como suele ocurrir cuando uno está en peligro y no tiene tiempo de razonar o calcular. Las persianas estaban abiertas, porque era una noche muy calurosa, y mi anillo entró volando y golpeó contra la jofaina. El alcalde se levantó de un salto, encendió una vela y corrió a la otra ventana. Reconoció el coche de don Pablo por su marca y por el sonido del motor mientras desaparecía por la carretera en dirección al puerto; era un Opel alemán, muy gastado. Luego buscó por el suelo y encontró mi anillo.
»—¡Válgame Dios! —exclamó—. Una P y una S. Es el anillo de Pedro de Ca'n Samper. Los asesinos se lo han llevado a dar un paseo.
»Su mujer, que ya estaba completamente despierta, aunque al principio se había quejado del alboroto que le impedía dormir, dijo:
»—Vamos, hombre, no hay tiempo que perder. No te quedes ahí pasmado diciendo "Se lo han llevado de paseo". Corre y ponte los pantalones, los zapatos da igual; luego abre el garaje, saca el coche y ve tras ellos.
»—Estoy desarmado —gimió el pobre hombre.
»—¡Grandísimo cobarde! Si yo supiese conducir, iría yo misma. Pedro es un buen hombre, además de ser tu primo materno y el padrino de tu hijo mayor. ¿No te da vergüenza? ¡Si no tienes nada que temer! Conduce de prisa, hasta alcanzarles (tu coche es mejor que el suyo) y quédate cerca de ellos para asegurarte de que Pedro llegue sano y salvo a la prisión. No se atreverán a hacer nada si hay testigos, y se guardarán de disparar hasta llegar al trozo de carretera desierto que hay entre el mirador y la Torre de los Moros. ¡Por Dios y la Virgen María, date prisa!
»—Desgraciadamente, mujer —dijo el alcalde, mientras se ponía los pantalones—, no hay ni una gota de gasolina en el depósito, y tardaría más de cinco minutos en despertar a algún vecino para llenarlo.
»—En nombre de Dios, ¿acaso eres tonto? Coge entonces la moto de Tomeu, está en nuestro garaje. Sabes montar una moto, ¿no? Y si me entero mañana de que Pedro ha muerto, juro por todos los santos y beatos que no seré nunca más tu mujer. Dormirás en la cocina con los gatos.
»En Mallorca son las mujeres las que mandan en las casas, tal como profetizó Salomón.
»Entretanto, don Roberto, ya puede imaginarse que yo no lo estaba pasando muy bien, con el cañón de la pistola en la espalda y el coche traqueteando y dando brincos por la carretera. Continuamos en dirección al puerto y luego dimos la vuelta al espolón de la montaña por la carretera de la costa, pasada su casa, y llegamos a Ca'n Bi; luego ya no había ninguna casa en varios kilómetros. Pero al tomar la curva no vi lo que esperaba ver al otro lado del valle, es decir, las luces del coche del alcalde que nos estuviese siguiendo. En vista de esto, me dirigí al mayor de los pistoleros y le dije:
»—Amigo, estamos en un lugar convenientemente solitario. Antes de matarme, ¿me permitirá decirle unas palabras a un viejo amigo mío?
»—¿Dónde está?
»—Lejos de aquí.
»—¿Qué quieres decir? ¿Quieres un teléfono?
»—Sólo quiero decirle dos o tres cosas a mi santo patrón, san Pedro.
»—Está muerto —dijo el joven despectivamente—. No cogerá el teléfono.
»—¿Muerto de un tiro mientras se resistía al arresto? —pregunté, imitando su acento aragonés.
»El pistolero mayor se rió.
»—¡Qué valiente es este campesino! Lástima que tengamos que tachar su nombre de la lista. Muy bien, maestro, nos pararemos aquí y podrás arrodillarte en paz allá, en el mirador, y poner tu conferencia mientras yo me fumo un cigarrillo. Aunque te aseguro que no comprendo para qué te has de molestar en telefonear a alguien que vas a ver en persona en cuanto arroje mi colilla.
»Detuvieron el coche y salimos, y caminamos hasta donde estamos sentados ahora.
»Conozco esta zona muy bien, de día y de noche. Cuando era joven me compré la baja del servicio militar con el dinero que gané aquí con el contrabando. Solía subir cuarenta kilos de tabaco a cuestas desde la playa que hay allí abajo, pasando por el camino del acantilado, luego por el de la Torre del Moro, hasta llegar al otro lado de la montaña. Mi esperanza era que tal vez pudiera escaparme por el acantilado, porque al no conocer los puntos de apoyo para los pies y las manos, ellos no podrían seguirme. Pero desempeñaban bien su trabajo y no dejaron de apuntarme con las dos pistolas; además, desgraciadamente la luna estaba muy crecida y los primeros indicios de la aurora ya apuntaban más allá del promontorio. Intenté el soborno, pero no logré interesarles. El pistolero menor dijo:
»—Si te devolviésemos con vida seguro que informarías al alcalde, o al párroco, y les pedirías protección, con lo cual no sólo perderíamos el dinero, sino también la confianza de don Pablo.
»En aquel instante solucioné un problema que me había estado preocupando mucho tiempo. Exclamé:
»—¡Tate! ¿Por qué no lo pensé antes? Vosotros sois un par de desertores de Bayo y habéis engañado al jefe del partido provincial, a don Pablo y a todos los demás, haciéndoos pasar por falangistas incorruptibles. Vaya, vaya, eso es muy divertido y no tengo más remedio que reírme, aunque sea la última broma que disfrute en mi vida.
»—Es muy divertido, muy divertido —convino el mayor—. Mi compañero y yo sacamos las insignias falangistas a un par de jóvenes caballeros, después de golpearles con cachiporras de arena en Barcelona, durante la visita del general Goded. Luego nos las guardamos en el bolsillo por lo que pudiera pasar. Pero date prisa ya con tu oración, y no te rías de este modo, porque la aurora cuya correspondiente salida de sol tú no vas a ver ya está llegando.
»Yo estaba temblando como un álamo en la brisa marina, y sin embargo no me entraba en la cabeza que estaba viviendo los últimos cinco minutos de mi vida. Todavía había esperanza de un rescate, pues como le dije conozco esta región bien, y todo lo que normalmente ocurre aquí, de día y de noche. Me adelanté solo hacia el mirador, hice mi genuflexión mirando al Este, como si estuviese en la iglesia, y luego empecé a rezar con la cabeza apoyada sobre el banco en el que usted estaba sentado ahora mismo. Recé en voz baja pero clara, de manera que los pistoleros pudieran oír cada palabra. Mi cerebro estaba muy lúcido, aunque mi cuerpo temblaba y sufría espasmos.
»—Santísimo e ilustrísimo san Pedro —recé—, que lleváis colgadas de vuestra cintura las grandes llaves del Cielo, ¡la de plata y la de oro! Santo misericordioso y bondadoso, que fuisteis en una ocasión el mayor de los pecadores (si exceptuamos a vuestro compañero san Pablo) por jurar y perjurar desde el primer canto del gallo hasta el segundo, negando a Nuestro Salvador Jesucristo. Dignaos escuchar a uno que no es ni un gran santo ni un gran pecador, sino un pueblerino que acude a vos en su hora de extrema necesidad. Permitidme respetuosamente recordar a vuestra santidad que tiene una obligación especial hacia este vuestro siervo. Se llama como vos; nació el mismo día que compartís con vuestro compañero san Pablo; fue bautizado en la iglesia parroquial de la que sois santo patrón; y durante los últimos diez años, por ser el mayor de los Pedros en el pueblo, ha sido vuestro "obrero", el encargado de organizar vuestra fiesta anual, cuando glorificamos vuestro nombre con un servicio religioso seguido de una procesión con velas, y también con bailes, fuegos artificiales, un partido de fútbol y agradables diversiones para los niños en la plaza.
»—¡Qué elocuencia! —interrumpió el pistolero más joven, tirándome un guijarro—. Reza como el bastardo de un obispo.
»—¡Déjalo en paz! —dijo el mayor—. Esto es tan entretenido como la escena del cementerio en Don Juan Tenorio.
»—¡Pedro, Pedro! —seguí—. Apóstol magnánimo, el único de los Doce que tuvo la osadía de sacar la espada en defensa de su inocente Maestro, cuando los bandidos vinieron a arrestarle, poco antes del amanecer del Viernes Santo. Glorioso santo, cuyo nombre significaba "Piedra", sobre vos pongo mis esperanzas y os suplico con todo el alma y el corazón. No pido ningún favor en las Puertas Celestiales: pido ayuda inmediata. Os conjuro, amado patrón, por las aguas azules del lago Galileo, y por las aguas azules que rodean nuestra isla, llamada hasta hace poco "La isla de la calma"; os conjuro, santo, por las redes que tendisteis desde la barca de Zebedeo, vuestro padre, y por las redes que tendemos nosotros desde nuestras barcas en el puerto para pescar salmonetes y atunes; os conjuro por la moneda de plata que hallasteis en la boca del pez y por las monedas de plata que pago anualmente por la manutención de vuestra iglesia y la gloria de vuestro nombre: ¡Pedro, mi Pedro, venid, acudid, apareced! ¡Socorro, Pedro, socorro!
»Estas últimas palabras las grité con tal pasión que podían oírse a un kilómetro de distancia.
»—¡Silencio, hombre! —exclamó el mayor de los pistoleros, lanzando al suelo su colilla—. Vamos, Miguel, ¡abajo con él!
»Pero yo señalé con el dedo:
»—¡Mirad, mirad! —exclamé.
»Miraron, y se quedaron boquiabiertos de asombro; el pistolero más joven gimió como un perro:
»—¡Dios mío! ¡Mira quién viene! No deberías haberle dejado rezar con tal fuerza.
»Los dos permanecieron allí indecisos, y en el silencio que siguió oí el lejano cantar del gallo de Ca'n Bi, y luego el lejano pam-pam-pam de un barco pesquero que se acercaba al puerto después de la pesca nocturna. Cerré los ojos de nuevo y esperé.
»—Entregue esas pistolas —exclamó san Pedro, agitando su manojo de cañas de pescar con aire amenazador. Medía casi dos metros y las llaves que colgaban de su cinturón resonaban ruidosamente al chocar entre sí, mientras se abalanzaba sobre nosotros a través del romero y el lentisco, con sus barbas volando frenéticamente en la brisa matutina. Entregaron sus pistolas como niños pequeños a los que se había atrapado cometiendo una travesura. Echó una por el acantilado, trazando un gran arco, y la otra me la entregó a mí—. ¡Acompañadme a vuestro coche, canallas —dijo—, si no queréis que os tire a los dos donde tiré la pistola!
Regresaron dando tropezones, seguidos del santo, que no decía nada pero que los iba azotando de vez en cuando con sus cañas mientras yo les apuntaba con la pistola. Estaba rojo de ira. Cuando llegamos a la carretera nos encontramos con el alcalde, descalzo pero con la moto, esperando junto al coche de don Pablo, con lo que ya éramos mayoría. Entonces el alcalde dejó la moto a este lado del muro, entró en el coche y nos llevó derecho al cuartel provincial, donde exigió ver de inmediato al oficial jefe. A partir de aquel momento todo fue como una seda. El comandante conocía bien al santo, y al alcalde de nombre y reputación. Además, en cierta ocasión me había comprado una jaca que afortunadamente había resultado ser tan fuerte y dócil como yo le había garantizado. Cuando los pistoleros hubieron confesado plenamente y fueron encerrados en la cárcel militar, el santo dijo al comandante:
»—Cuando se entere don Pablo de Ca'n Sampol, se reirá con sólo un lado de la cara.
»Pues aunque no lo crea, eso fue precisamente lo que ocurrió. Cuando los guardias civiles fueron a arrestarle, un poco más tarde aquel mismo día, sufrió una especie de ataque de parálisis que le torció la parte izquierda del rostro, con lo que le quedó una mueca que ya nunca le ha abandonado. Después de pasar algunos meses en el Gran Hotel, esperando su turno, fue sentenciado a muerte por conspirar contra la vida de un hombre inocente, pero gracias a la influencia de los parientes de doña Binilde, uno de los cuales era el vicario general de Palma, la sentencia fue conmutada a una de pena perpetua, y lo dejaron libre al cabo de tres años."Está en su casa." Y yo en la mía. Pero desde entonces sufro pesadillas periódicas relacionadas con el mirador, y he tenido la sensación de que alguien me arrojaba por el acantilado, trazando un gran arco en el aire: un santo furioso, que, a juzgar por la carpeta de documentos que lleva en la mano, debe de ser san Pablo. Me sobrevienen justo antes del amanecer y ya no puedo conciliar el sueño.
Una de las bellezas de los relatos mallorquines es que nunca se insiste en el punto crucial. Don Pedro contaba con mis conocimientos de asuntos locales para suplir los detalles que él omitió. Los pistoleros, al ser nuevos en aquel lugar, ignoraban que en la destruida Torre del Moro, situada sobre la cumbre alta y rocosa que domina la carretera de la costa, vive un ermitaño, y que este ermitaño, cada mañana justo antes del amanecer —exceptuando los domingos y fiestas de guardar—, cierra su gran puerta claveteada, corre por los claros de los encinares y olivares, cruza el camino cerca del mirador, y baja trepando por el sendero de los contrabandistas hasta llegar a su embarcadero. Allí dice maitines, cuida sus langostas cuando es la temporada, recoge madera de deriva y algunas veces busca hinojo marino del acantilado o flores de alcaparras para poner en vinagre, y va de pesca con caña y sedal. Es un hombre muy alto, fuerte y temperamental, antaño marinero, que no se digna llevar zapatos ni sandalias. Los peregrinos que a menudo visitan su ermita dejan pequeños obsequios cuando saben que lo encontrarán en casa; besan la cuerda que ciñe su hábito color marrón y algunas veces le hacen consultas sobre temas difíciles con los que no quieren molestar al párroco, un hombre, dicen, bueno, pero sin experiencia en cosas mundanas.
—Vamos, amigo Pedro —le dije—. Ahora ya se ha recuperado de la cojera. ¡Suba hasta el mirador! Asómese bien, así podrá contarle al doctor Guasp de qué caída se libró. Aquí tiene mi brazo.
—Mil gracias, amigo. Pero, si no le importa, puedo arreglármelas sin su ayuda.
Se acercó tranquilamente al mirador y se inclinó sobre el parapeto con la cabeza baja, haciendo las paces con el enérgico santo al que había insultado.