El viejo papá Johnson
En julio de 1916 estuve internado en un hospital junto con un capitán llamado H. H. Johnson, del cuerpo de Intendencia del Ejército, que tenía por costumbre referirse a sí mismo en tercera persona como «el viejo papá Johnson». Yo sufría una herida de pulmón, y él tenía la pelvis gravemente dañada.
—¡Qué ocurrencia más inoportuna! —decía—. Imagínate, ¡el viejo papá Johnson, nada menos, derribado por la coz de una mula del ejército en plena guerra europea! —Y para evitar cualquier malentendido añadía:— No, el cuerpo de Intendencia no es mi cuerpo, sólo lo es de momento, por conveniencia. En realidad, soy de caballería; estuve con los lanceros durante quince años, a intervalos. Estuve con ellos en La Cateau y allí me hirieron. Luego volví a alistarme en Ypres y me volvieron a dar. Esta vez fue metralla en lugar de balas, y la junta de médicos me declaró «inútil total para el servicio activo». Así que me trasladé al cuerpo de Intendencia (sí, ya sé que vosotros, los impetuosos oficiales de infantería, miráis a este respetable cuerpo por encima del hombro); tampoco a mí me apasionaba hacer de mozo de panadero o de repartidor en una carnicería. De todos modos, era mejor que permanecer en Inglaterra. Pero ahora esta absurda mula...
Papá Johnson tenía unos cuarenta y cinco años, espalda muy ancha, estatura mediana según pude juzgar (aunque es difícil juzgar la estatura de un hombre a quien sólo se ve en posición horizontal), y cara de comediante. Sólo en una ocasión le vi cambiar esa expresión y fue cuando un enfermero del hospital se mostró impertinente. Entonces las facciones se le endurecieron como una piedra, y su voz, que normalmente era también la de un comediante, se volvió áspera como la de un cabo de instrucción. El enfermero quedó aterrorizado. Papá Johnson se pasaba la mirad del tiempo diciendo increíbles tonterías y las enfermeras se morían de risa. Una vez tuve que pedirle que se callara porque era malo para mi herida reírme de aquel modo; podía originar una nueva hemorragia. Tenía un pequeño neceser con un espejo y maquillajes, y un surtido de barbas y bigotes. Mientras la hermana Morgan le tomaba la temperatura, se metía debajo de las mantas con una linterna de bolsillo —y el termómetro en la boca— y cuando habían pasado los dos minutos aparecía con un nuevo y sorprendente disfraz. Los otros dos únicos accesorios teatrales eran un pañuelo y una toalla. La hermana Morgan le arrebataba el termómetro con cara seria y entonces él decía:
—Hola, chicos y chicas, ¡soy la reina Victoria en sus tiempos de joven esposa y madre! —O bien:— Tened cuidado, viejos malvados, pues soy la viuda Twankey. —O bien:— Préstame tu oído, oh Benjamín, pues yo soy Saúl, el hijo de Kish, en busca de los burros de su padre.
Ella no podía por menos que reír. Y él insistía en hacer el papel de algún personaje hasta que traían el desayuno. Los bíblicos eran su especialidad.
Un día le estaba observando mientras trabajaba en un complicado juego que consistía en recortar papel. Doblaba una hoja de periódico, primero de una forma y luego de otra, recortando cuidadosamente aquí y allá con un par de tijeras de las uñas; me dijo que cuando lo abriera sería lo que él llamaba una «Ceremonia de bubúes en Sumatra». Sabía mil trucos de esta clase. Le cité un verso de los salmos que venía al caso —no recuerdo cuál— y me dijo, moviendo la cabeza con gesto apenado:
—No, no, Gravesín, eso no te ha salido nada bien. Al viejo papá Johnson nunca debes citarle mal los Salmos de David, hijo, porque se los sabe todos de carretilla.
Y así era, como pude comprobar cuando le desafié; lo mismo sucedía con los Proverbios, y con el Evangelio según san Marcos («Este es el que me suena más autentico —me decía—; los demás me dan la impresión de haber sido manoseados por alguien para demostrar alguna cosa»), y con los Sonetos de Shakespeare. Yo me quedé estupefacto.
—¿Dónde demonios aprendió todo eso? —le pregunté—. ¿En un colegio de jesuitas, como castigo a su carácter independiente?
—No, no, no; ¡piensa con la cabeza, hijo! ¿Crees que los jesuitas utilizan los Sonetos como texto? Casi todo lo que sé lo aprendí en el Antártico (fui allí con dos expediciones) cuando estábamos aprisionados por la nieve. También empollé en el Ártico. Pero cuando más aprendí fue cuando estuve de delegado de la Corona en la isla Desolación.
—¿Y eso dónde está? ¿Es una de las islas Fidji?
—No, no, no, criatura. Eso también esta en el Antártico. Es el punto más meridional bajo bandera británica. El nombramiento se hace anualmente; podría decirse que está bien pagado (aunque otros no estarían de acuerdo) con mil libras al año, todo incluido. Normalmente, es un escocés el que desempeña el cargo. A los escoceses no les importa vivir completamente solos en un lugar desértico donde rugen los vientos, como nos importa a nosotros los ingleses, pues son gente muy, muy sana. Pero mi antecesor escocés sólo lo resistió nueve meses, mientras que yo aguanté dos años; y es que el viejo papá Johnson está un poco loco. Siempre ha sido así, desde que era niño. Por tanto, no le pasó nada malo allí. Además, tuvo compañía durante los últimos diez meses.
—Si la isla es un lugar desértico, ¿de qué sirve tener allí un delegado y gastarse todo ese dinero en él? ¿Es únicamente para impedir que cese el derecho británico? ¿O es que hay depósitos minerales en espera de ser explorados?
Johnson dejó cuidadosamente a un lado sus «bubúes» recortables antes de responder. Por cierto, se trataba del regalo de cumpleaños para la hermana Morgan. Johnson se desvivía por caerle simpático a la hermana Morgan, aunque yo no comprendía por qué. Era una enfermera del servicio voluntario, de mediana edad e incompetente, y que siempre trataba de hacerse la gran dama entre las demás enfermeras, que la odiaban, pero con Johnson se portó muy bien después de cierto tiempo, y a mí me empezó a caer simpática, aunque cuando estaba en otra sala me había parecido detestable.
—Como delegado de la Corona, he de hacerle saber, capitán Graves, que mi deber era supervisar las aduanas de Su Majestad, registrar las importaciones y exportaciones, desempeñar el cargo de jefe de correos y funcionario de obras públicas, y ser, además, el único responsable de mantener la Pax britannica en las regiones antárticas...; en caso necesario con una cuerda o un revólver.
Nunca sabía cuando papá Johnson estaba bromeando, así que dije:
—Sí, excelencia, y supongo que los pingüinos y los renos necesitaban muchos cuidados; y como se mandarían tantas postales unos a otros, debía usted de estar ocupadísimo en la estafeta.
— ¡Jignorancia!—saltó papá Johnson, en el tono necio que utilizaba cuando hacía el papel de viuda Twankey—. ¿Conque renos, eh? No jay tales janimales jen toda la Jantártida. Esos malditos renos sólo jabitan járeas járticas. Y tampoco jabía pingüinos, ni un solo pingüino en toda jaquella jisla. Jabía petreles y págalos, y jelefantes marinos que venían de visita, pero ésos no causaban problemas, ésos no. —Luego continuó con su voz normal:— El valor bruto de las importaciones y de las exportaciones en los dos años que permanecí allí, ascendió a... ¡adivina, criatura!
Me negué a adivinar, y él me informó que la respuesta correcta era algo más de un millón setecientas mil libras esterlinas.
—Es que tenía que haberte explicado, Gravesín, que la isla Desolación tiene un puerto que queda más o menos descongelado durante uno o dos meses al año, allá por Navidad. Entonces arriban allí los balleneros. No todos los bateos pueden almacenar una cantidad ilimitada de ballena, como el Larssen, así que cuando los barcos más pequeños tienen más aceite del que pueden transportar cómodamente y no quieren volver a Noruega (a medio mundo de distancia) lo depositan en barriles en la isla Desolación, al cuidado del delegado de la Corona, quien a cambio les entrega un resguardo. Hay grandes cuevas que sirven de almacén, abiertas en las rocas por cargas explosivas. Los buques cisterna vienen luego a recogerlo. Además, una compañía noruega había instalado en la isla una planta para hervir la grasa de las ballenas para comodidad de sus embarcaciones más pequeñas; tres grandes calderas de metal, cada una como dos veces el tamaño de esta sala y que pesaban no sé cuántos cientos de toneladas. Tuvieron que desembarcarlas por secciones y luego soldarlas sobre el terreno, pero eso fue antes de que yo llegara.
»Cuando aquellos tipos desembarcaban para hervir su grasa, siempre me daban mucho trabajo. Tenía que vigilar que no birlasen nada que fuese propiedad del gobierno, o aceite que perteneciera a otras embarcaciones y que yo tenía en depósito bajo fianza, y que no invadieran mi casa a mis espaldas. Llevaba el revólver desenfundado y cargado, y casi no tenía tiempo de dormir. Pero era el único representante de Su Majestad, y él me había otorgado poderes sin límite para hacer leyes que se aplicaran mientras durase mi estancia allí, y para vigilar que se cumplieran. Después de mi primera experiencia con un grupo de ésos, que acabó con una muerte y un incendio, promulgué un decreto por el cual la isla Desolación debía ser en adelante la más seca, además de la más fría, de las posesiones de Su Majestad. No podía impedir que los muy brutos se emborracharan como cubas a bordo de sus propias embarcaciones en el puerro, pero me aseguré de que ni una sola gota desembarcara en tierras británicas. (¡Duros! No te imaginas lo duros que eran aquellos balleneros noruegos. Pero a bordo sus oficiales lo eran aún más y los mantenían bajo control.)
»Un día arribó un buque cisterna y de él desembarcaron dos visitantes. Uno de ellos, un tipo alto con bigote de brigada de la guardia —y papá Johnson se fabricó uno, para enseñármelo, que sacó de su neceser— y cara de pendenciero —y papá Johnson remedó la cara a la que se refería—, se acercó a mí y me dijo con aire de superioridad —y papá Johnson lo imitó—: "Señor Henry Johnson, agente de la Corona británica, ¿no es así? Mi nombre es Morgan, el mayor Anthony Morgan, del ejército de la India. He venido a vivir aquí con usted. Le presento al profesor Durnsford, que trabaja en el Museo de Historia Natural de Nueva York", y dio un empujoncito a un tipo bajito, de aspecto inofensivo, con nariz chata y la expresión de un pequinés. "Tenemos intención de realizar aquí trabajos de investigación".
»Me entregó una carta de presentación del gobierno de Nueva Zelanda. Yo estaba demasiado ocupado con asuntos de la aduana para leerla, y me la metí en el bolsillo... Verás, es que a primera vista me cayó mal el tipo y no me gustaba que me impusieran su compañía sin un "por favor" o un "gracias", así que le dije:
»—Bueno, supongo que no puedo negarle la entrada, si ya han decidido quedarse a vivir en mi compañía. Allí está mi casa; es la única que hay en la isla. Acomódense mientras yo me ocupo de estos papeles. Haré desembarcar sus cosas cuando las haya examinado.
»Morgan se puso hecho una furia y me dijo: "Usted no se atreverá a poner las manos sobre mis maletas personales".
»Me encogí de hombros y le respondí: "Es mi trabajo; aquí soy yo la aduana. Déme su llave".
»Vio que hablaba en serio y se dio cuenta de que el buque cisterna aún estaba en el puerto y todavía podía llevárselo; yo podría negarme a hospedarle en mi casa y no le quedaría más remedio que volverse en el barco. Me tiró las llaves con muy malos modales y Durnsford me entregó las suyas muy cortésmente. Eran llaves numeradas, así que no tuve ninguna dificultad en hallar las cajas a las que correspondían.
«Aquella noche preparé la cena y Morgan sacó una tartera militar de su maleta de estaño para servirse. Ese hombre, Morgan, incluso intentó hacerse el viejo soldado delante de papá Johnson, con su tira de medallas. ¿Y sabes tú lo que eran? Criatura, una era la medalla de la Coronación, otra la de Durbar, y otra era la Osmanieh que te dan casi como cosa de rutina si te trasladan temporalmente al ejército egipcio, y la cuarta y última era la de miembro de la Real Orden Victoriana de tercera categoría. Y yo, fingiendo que me había deslumbrado, fui, sartén en mano, a ponerme mi viejo uniforme de campaña, que lucía las medallas de Ashanti, Egipto y China, la del rey, la de la reina, la de Sudáfrica y la de la frontera Noroeste. Ni una sola medalla rutinaria entre ellas; la exhibición de aquel tipo resultaba bastante pobre en comparación con la mía. Pero yo sólo tenía dos estrellas, así que él intentó darse importancia con sus laureles.
»Créeme, hijo mío, le salió carísima mi prohibición de vinos y licores, pues se había traído veinte cajas de whisky. Al principio, no se dio cuenta de que no se podía beber whisky en la isla Desolación. Dijo que en su opinión hubiese sido cortés por mi parte poner una de mis propias botellas sobre la mesa, ya que no había bajado ninguna de las suyas en la primera descarga. Pero cuando le expliqué la situación, se puso como un loco y me rugió como si estuviera en la sala de oficiales y yo fuese un desgraciado recluta sudanés. No repetiré lo que me dijo, hijo mío, porque podría entrar una enfermera y oír una o dos palabras y haber aquí un malentendido. Yo estuve amable, pero firme, recordándole que en la isla yo era juez y verdugo y todo lo demás, y que lo que yo decía iba a misa. Le dije que el profesor Durnsford había sido testigo de sus amenazas y que le mandaría comparecer ante un tribunal si fuese necesario. Y cité un pasaje de Alicia en el país de las maravillas: "Yo seré el juez, yo seré el jurado", dijo el astuto viejo Furia. "Juzgaré toda la causa y os condenaré a todos a muerte."
»—Usted no puede prohibirme desembarcarlo —dijo por fin.
»—¿Que no? —repliqué yo en un tono antipático y enseñándole mi Colt.
«Prorrumpió en expresiones más groseras aún que las anteriores y lo único cierto que dijo sobre mí fue que debía de estar medio loco y que mi cara se parecía a la de Dan Leno en una de sus noches malas. Para acabar, dijo: "Recuerde estas palabras, pues son las últimas que le dirigiré mientras permanezca en la isla". Y yo le contesté, mejorando al pobre Dan Leno: "Ja, Coma, Ja, entre las trompetas. Soy el caballo de guerra de Job, y desde lejos huelo la batalla".
»Morgan cumplió lo dicho durante la cena. Si quería la sal o las habichuelas o la mostaza, cuando estaban cerca de mi plato, se lo pedía a Durnsford, que estaba sentado entre los dos. Yo había decidido embarcar a Morgan y que se marchara con su whisky el día siguiente, pero cuando empezó con esa chiquillada de hacerme el vacío, me gustó tanto la idea que decidí que se quedara conmigo. Ya sabes, hijo mío, que me encantan las chiquilladas. Además, era un juego divertido, porque Morgan y yo teníamos los naipes y Durnsford era el bote para el ganador. No es que me cayera muy bien Durnsford entonces, pero parecía un pequinés bastante agradable, demasiado buen ejemplar como para acompañar a aquel enorme mastín de mal genio que era Morgan. Habían acordado venir juntos en esta expedición por carta, antes de conocerse personalmente. Morgan había escrito diciendo que podía obtener permiso del gobierno de Nueva Zelanda para que yo les alojara en mi casa; y el Pequi Durnsford se alegró de encontrar un compañero.
»Durnsford era el mejor "bote" posible para nuestro juego de napoleón, pues en realidad intentaba ser neutral. Claro que yo no me desvivía por resultarle simpático; eso no hubiese sido juego limpio: una subasta con ciruelas confitadas por apuesta y el premio para quien diera más. ¡No, no, no! Contestaba a sus preguntas con educación, aunque no siempre con pertinencia; le suministré lo necesario y me aseguré de que no corriera ningún peligro, pero no le ofrecí ninguna conversación superflua. El pequeño Pequi Durnsford se sentía tremendamente incómodo (e incluso creo que llegó a pedirle a Morgan que se disculpara ante mí), pero yo me sentía totalmente feliz. Verás, hijo, después de acostumbrarme al silencio mortal de la isla Desolación cuando estaba solo meses seguidos, disfrutaba mucho del silencio animado de un hombre como Morgan. Muchas veces estuvo a punto de preguntarme sobre la isla algo que sólo yo podía contestarle, pero luego su arrogante orgullo le hacía tragarse la pregunta. Y entonces, al día siguiente, la pregunta la formulaba inocentemente Durnsford. Yo le decía con voz de colegiala: "Amigo, eso es un gran secreto. Pero si me das tu palabra de honor de que no se lo contarás a nadie más en el mundo, te lo diré al oído".
»Había varias habitaciones en mi choza, pero la mayoría eran para almacenaje, y solamente teníamos una estufa grande. Morgan mudó sus pertenencias a otra habitación, haciendo mucha comedia, pero tenía demasiado frío y tuvo que volver a la chiticallando. Por cierto, era una choza hecha de troncos, con puertas y persianas de acero. Tenía un revestimiento hermético y estaba anclada a la roca mediante cuatro grandes cables de acero que cruzaban el tejado. Compréndelo, hijo, allí en el Antártico sopla una ventisca especial y única, así que estas precauciones eran necesarias.
»El buque cisterna cargado de aceite había salido echando humo y los balleneros habían venido a depositar sus barriles de grasa, armando el jaleo de siempre, y ya se habían despedido; así pues, a no ser que hubiese una visita casual de algún barco lo suficientemente fuerte como para poder combatir el hielo, como el barco en el que se marchó mi antecesor (quien, por cierto, había bebido tanto whisky que por poco revienta, pues por allí no había nadie para decirle que dejara de hacer el animal), a no ser que hubiese una visita casual, ¿comprendes?, allí nos quedaríamos nosotros nueve o diez buenos meses más. Yo tenía un aparato de radio, pero era de poco alcance, y casi nunca captaba un barco, a no ser en la temporada de deshielo.
«Durante cinco meses enteros Morgan siguió el juego —aquí papá Johnson volvió a colocarse el bigote, que se le había caído—: "Durnsford, hombre, ¿cree usted que podría persuadir a ese amigo suyo comediante de que se retire de la caja sobre la cual está sentado? Da la casualidad de que contiene las placas fotográficas. Por lo visto, la tiene arrendada por tres años, con opción de renovación de contrato. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!". Durnsford me miraba como excusándole. Naturalmente, yo no me levanté de la maleta... Jamás le pedí a Durnsford que le retransmitiese un mensaje a Morgan. Hacía como si no existiera, y si él hubiese estado sentado encima de la maleta y a mí me hubiese hecho falta alguna cosa de dentro, sencillamente la habría abierto con el hombre puesto encima. Me tenía miedo y se guardaba mucho de empezar una trifulca.
»No adelantaban mucho con sus estudios de historia natural, porque no sabían adonde ir a mirar. Yo conocía bien mi isla y es sorprendente la cantidad de vida que hay en ella, si buscas en los lugares apropiados, además de los petreles y otros animales parecidos a ratas que pasan la mayor parte de sus vidas hibernando, e incluso algunos pajarracos como Dios manda. En el interior hay charcos de agua dulce con toda clase de bichos que viven en el hielo. Sabe Dios cómo se mantienen vivos, pero cuando los descongelas se mueven estupendamente. Durnsford no sabía que yo lo sabía y yo no se lo solté; su enorme amigo le llevaba por doquier a ver el panorama, pero como guía no valía nada comparado con el guía que hubiera sido el viejo papá Johnson.
»Un día (eran las doce del mediodía de la víspera del solsticio estival) el termómetro marcaba cuarenta y cinco grados bajo cero y las estrellas brillaban espléndidas... Habrás oído hablar de la hermosa y larga noche polar, que continúa mes tras mes sin una pizca de luz de día que le eche una mano, ¿verdad? Pues un día, o una noche, si lo prefieres, ese tipo Morgan va y se pone las botas de nieve y le dice a Durnsford: "¿Salimos a arrastrar un poco los pies, profesor?". "Muy bien, mayor", responde Durnsford, dejando a un lado su libro y cogiendo sus botas de nieve.
»—Durnsford —le dije—, ¡no salga!
»El me preguntó: "¿Por qué?", en un tono de sorpresa, así que le dije: "¡Mire usted el barómetro!". Morgan intervino para decirle a Durnsford: "Ese imbécil conocido suyo no entiende de barómetros. Éste hace veinticuatro horas que permanece firme como una roca".
»—Durnsford —le volví a decir—, ¡no salga!
»Morgan soltó una carcajada.
»—Vamos, no le escuche, salgamos a hacer un poco de ejercicio. Deje a ese viejo de la nariz colorada con su hilera de salchichas y su atizador. Estos días no está en forma.
»Durnsford vaciló, con una bota de nieve ya puesta. Se quedó vacilando un buen rato. Finalmente, se la volvió a sacar.
»—Gracias, señor Johnson —me dijo—. Seguiré su consejo. No sé lo que querrá decir con lo del barómetro, pero es seguro que entiende las condiciones atmosféricas de este lugar mejor que el mayor Morgan.
»Me gustó oírle decir esto; había ganado mi partida de napoleón contra aquel tipo Morgan por fin, y el bote era para mí. Y no era por farolearme, pues la fijación poco natural del barómetro significaba que habría dificultades. Me había asegurado de que las persianas estuviesen bien cerradas hacía ya unas horas.
»Así pues, Morgan salió solo, silbando "Oh, qué delicia es para mí, ver de noche estrellas mil..." y dos minutos más tarde empezaron a oírse crujidos, gemidos y zumbidos. Durnsford me miraba perplejo y creía que le estaba gastando una broma.
»—No —le dije—, sólo es que la casa se está moviendo ligeramente y los cables se están tensando. Un poco de viento. Pero échele un vistazo a aquel barómetro. ¿Qué, sigue firme como una roca?
»Se acercó al barómetro y vio algo increíble: el chisme se había vuelto loco de remate y daba saltos como un guisante en una sartén.
»Durnsford se quedó callado un minuto o dos. y entonces me dijo: "Johnson, ya se que el mayor se ha comportado de un modo abominable con usted. Pero ¿no cree que...?".
»—No, cariño —le dije—, tu pobre abuelita tiene mucho, mucho sueño ahora, y no está de humor para pensar en comandantes fastidiosos y gente por el estilo.
»—¡Oh, deje de bromear por una vez! —me gritó—. Voy a salir en busca de él.
»Al ver que volvía a coger sus botas, le hablé con severidad y le enseñé mi pistola. Le dije que no me importaba que se matara si eso le apetecía, pero que me oponía rotundamente a que matara a papá Johnson también. Las puertas eran dobles. La de fuera era de acero y la de dentro de tablas de roble macizo de dos pulgadas, con una cámara de aire entre las dos. En cuanto abriese el cerrojo de la puerta exterior el viento entraría en la cámara de aire, forzando la interior, y entonces en tres segundos haría pedazos la choza.
»—Pero ¿y el mayor? —preguntó jadeante—. ¿No va a morir congelado?
»—A su inteligente amigo lo mató el primer soplo de viento, pocos segundos después de salir de la choza —contesté.
»La ventisca sopló sin parar durante setenta y dos horas y yo me temía que de un momento a otro se soltasen los cables. Empecé a aprenderme de memoria el Libro de Ruth para alejar mis pensamientos de mi inminente destino, pero de repente aquello cesó tan de pronto como había empezado. Encontramos el cuerpo a sólo cincuenta metros de la choza, encallado entre dos rocas. Y no te lo creerás, pero aquel viento había penetrado en una de las grandes calderas de metal, dos veces más grande que esta habitación, te lo digo yo, ¡y la había hecho volar en pedazos hasta el puerto! En calidad de secretario del registro civil de la localidad para cuestiones de nacimientos, muertes y matrimonios, di cuenta de todos estos hechos a un ballenero distante un mes o dos más tarde, y cuando por fin se presentó el buque tanque, llegó con una carta de la hermana de Morgan, pidiéndome que metiera los restos mortales de su hermano en un ataúd de plomo que me enviaba. Así que tuve que desenterrarlo, aunque ya le había oficiado los funerales sin omitir nada.
»En cuanto a Pequi Durnsford, me quedó tan agradecido por haberle salvado la vida que empezó a besuquearme, sentimental el hombre. Y pronto me di cuenta de que también a él le gustaban los juegos tontos, igual que a mí. Él fue el primero en enseñarle al viejo papá Johnson cómo hacer este truco de doblar papeles, aunque papá ha mejorado los métodos de Pequi hace tiempo ya. Y a cambio, papá le enseñó dónde ir a descubrir las criaturas de nuestro reino. Pequi encontró una especie completamente nueva de acaro, a la que él denominó algo así como no sé cuántos Papa-johnsonensis. ¡Y tendrías que haber visto la carta de agradecimiento que me mandaron los del Museo de Ciencias Naturales de Nueva York!
»La hermana Morgan (escucha hijo, yo reconocí su letra cuando firmó el gráfico de temperaturas, pero, por lo que más quieras, no vayas a recordarle ahora quién es H. H. Johnson) no es mala mujer, a pesar de los aires que se da, aunque me ha llevado tres semanas y mucha paciencia engatusarla para que juegue conmigo. ¿Y sabes una cosa, Gravesín? Si no hubiese sido por aquel asunto del whisky, de verdad creo que el viejo papá Johnson incluso habría podido conseguir, con el tiempo, que su malhumorado hermano llegara a jugar con él.