Pieza costumbrista
Era un mes de julio durante el reinado de Eduardo el Bueno, alias Eduardo el Pacificador, y me fui a pasar un fin de semana largo a Castle Balen, un lugar estupendo en Oxfordshire y la guarida de mi primo Tom. Tom tenía algo de coleccionista, y no es que yo se lo tuviese en cuenta, porque la principal culpable era Eva, si es que hay que culpar a alguien. Digo esto porque las personas que invitaba a sus fiestas de fines de semana eran, con exceso, lo que los yanquis llaman o llamaban «de alto nivel»: artistas, diputados y celebridades de todo tipo con quienes no era fácil competir. En esta ocasión Eva había tendido su red más lejos, consiguiendo una pesca estupenda, a saber, Nixon-Elake, de la Royal Academy y autor de la pintura del año (¿todavía existen las «pinturas del año» en nuestros días?). Hace años que no visito Burlington House, también frecuentado por Ratoncito Dingleby, el que había dado la vuelta por el cabo de Hornos en su Ruby de veinte pies aquel mismo febrero. Vi su esquela en The Times hace un par de años; vivió hasta los noventa, no había nacido para morir ahogado. ¿Y el cazador de elefantes que ganó la Cruz de la Victoria en el Transvaal? ¿Cómo demonios se llamaba? ¡El capitán Scrymgeour, claro! Lo mataron cuando servía a las órdenes de Younghusband en el Tibet, un año o dos más tarde. ¿Y Charlie Batta, el manager de actores? Yo no consideraba a ninguno compinche mío. De hecho se trataba de Homines novi. Afortunadamente, estaba Mungo Montserrat; él y yo seguimos el mismo curso en Eton. Y Doris, su esposa, un poco estirada pero buena persona; otra prima mía. Tengo primos a montones.
Como este fin de semana iba a ser «tenístico», todos nos habíamos traído nuestros pantalones blancos y nuestras raquetas, dispuestos a emular a los hermanos Doherty, por aquel entonces el no va más. Las dos pistas de tenis de Castle Balen eran admirables —el jardinero parecía un mago cuidando el césped— pero, como era julio, naturalmente llovió y llovió sin descanso desde el viernes por la tarde hasta el lunes por la tarde y el torneo quedó literalmente aguado. A pesar de todo disfrutamos de buena actividad deportiva, pues Tom tenía una pista de squash para tipos como Mungo y yo, con demasiadas energías para contentarnos con bacará y billar. Y Charlie Batta hizo venir a dos bonitas actrices de la ciudad que casualmente estaban desempleadas aquella temporada, o desempleables. Además, Eva se inventó muchas y divertidas tretas, como solía decirse entonces, para incomodarnos, algunas casi indecentes. Pero no pudo celebrarse ningún torneo de tenis, aunque un precioso jarrón de plata esperaba sobre la repisa de la chimenea del salón de fumar para premiar al ganador.
Olvidé mencionar al obispo de Bangalore, a quien habían invitado por equivocación. La juerga no empezaba hasta que él se iba a dormir, pero por suerte el obispo amaba más su almohada que a su vecino. Así que el lunes por la noche, a eso de las 0.15 horas, con una tenue luz de lámpara, ya saben, cuando las señoras ya se habían retirado a descansar y el obispo con ellas —no me interpreten mal—, Tom dijo en voz alta y tajante:
—Caballeros, estoy tan apenado como ustedes por este fracaso tenístico, y no quiero ver este orinal rodando por el castillo hasta el fin de mis días para recordármelo. Ya sé lo que haré: lo entregaré al tipo que me dé la mejor respuesta a la pregunta que Eva, por modestia, no ha podido formular con sus propios labios: «¿Cuáles han sido los momentos más emocionantes de sus vidas?».
Todos sacamos papeletas del sombrero del obispo —un sombrero con fascinantes encajes— y nos dispusimos a contar nuestras inverosímiles historias por el orden que nos había asignado el destino. Aparte de Mungo y de mí, cada uno de los presentes era un auténtico narrador. Les aseguro que escuchar a Charlie Batta, que rompió el fuego, contarnos cómo interpretó el papel de Hamlet en versión muda en un sótano lleno de bandidos corsos que le tenían como rehén, y cómo le escoltaron luego triunfalmente hasta Ajaccio, renunciando a los tres mil soberanos en que había sido valorado y disparando al aire sin cesar en señal de alegría y en tributo a su arte, eso merecía docenas de jarrones de plata. Y el valiente Scrymgeour, de safari en el África oriental alemana, cuando cazaba hipopótamos y rinocerontes a diestra y siniestra... Bueno, ¡cómo nos tuvo en vilo Scrymgeour! Luego vino el de la Royal Academy (ya les he dicho su nombre, pero se me ha vuelto a olvidar; tenía una barba de chivo, pequeña y pelirroja, ojos de color cerveza de jenjibre, y según él era el causante de haberse vuelto a poner de moda el chaleco amarillo de cazar, aunque en esto estaba equivocado). Nos contó el encuentro con una muchacha gitana en un bosque cerca de Budapest —precisamente la mujer que había imaginado para su cuadro La hechicera— a quien persuadió, con monedas y palabras cariñosas en lenguaje huno, para que posara desnuda, después de lo cual pintó aquellas curvas y aquellos contornos de Juno, aquellos delicados tonos de piel —y todo lo demás, ya saben— con inspiración extática y exactitud anatómica, y mientras pintaba tranquilamente, el amante de la muchacha había entrado en la gruta y le estaba apuntando con una pequeña escopeta taraceada. Por fin, el arma mortal cayó con un estruendo al suelo y se oyó una voz estrangulada que decía: «Gorgio, no puedo disparar contra ti. ¡Me inclino ante tu genio! Quédate con la chica, déjame el cuadro y... ¡vete!».
Finalmente, le tocó salir a escena al pobre Mungo, que había sacado el número 13. Mi corazón se volcó hacia él, después del fracaso de mi propio numerito. Éstas fueron las palabras exactas de Mungo:
—Caballeros, soy un individuo sencillo y nunca he tenido tan estremecedoras aventuras como vosotros. Lo siento. De todos modos, si lo queréis saber..., el momento más emocionante de mi vida fue cuando me casé con Doris y, bueno, cuando ella y yo... —Pausa.— Es más, lo sigue siendo.
Mungo se metió al público en el bolsillo. Tom puso el jarrón en sus manos, aunque él lo aceptó de mala gana, le invitó al whisky con soda más cargado que jamás he visto, y le mandó tambaleándose a su habitación, donde Doris no podía conciliar el sueño, y no por culpa del ruido causado por el jolgorio en el salón de fumar, sino por los imponentes ronquidos del obispo que dormía en la habitación contigua.
—¿Qué es lo que traes ahí, Mungo? —le preguntó, malhumorada.
—Un jarrón de rosas —murmuró Mungo—. Tom lo ofreció al tipo que mejor pudiera responder a la pregunta de Eva sobre los momentos más emocionantes de nuestras vidas. Todos contaron unas historias tan fabulosas que cuando me tocó a mí estaba muerto de miedo. Pero habíamos sacado las papeletas del sombrero del obispo y esto me inspiró. Dije: «Cuando Doris y yo nos arrodillamos el uno junto al otro en la iglesia, dándole gracias a Dios por todas las bendiciones con que nos ha colmado». ¡Y me dieron el premio!
—¿Cómo pudiste hacer eso, Mungo? Tú sabes que es una gran mentira. Oh, ¡qué avergonzada estoy! No creo que las oraciones y la iglesia sean temas para broma.
Se extendió sobre este aspecto del caso durante un buen rato, y Mungo bajó la cabeza con resignación. El whisky siempre le ponía melancólico; no sé por qué.
Al día siguiente el grupo se dispersó, pues todos tenían que tomar el expreso de las 10.45 a Londres. Doris Montserrat se percató de las numerosas miradas de admiración y curiosidad de que era objeto y le remordió la conciencia. De pie en las escaleras del hall, pronunció un breve y sorprendente discurso:
—Caballeros, siento tener que decir que Mungo ganó aquel jarrón a base de engaños. Sólo ha hecho... lo que dijo que había hecho... tres veces. La primera vez fue antes de casarnos; yo le obligué. La segunda fue cuando nos casamos, pues no le quedaba otro remedio. La tercera fue después de casarnos, y en aquella ocasión se quedó dormido a la mitad...