La casa de pisos: una visión de la Roma imperial

—¡Saludos, mi señor! Amanecer rojo y cielo despejado —dice Sofión, al tiempo que abre cuidadosamente las persianas de una ventana sin cristal.

En mi balcón puedo ver plantas trepadoras y otro balcón como el mío, en una casa de pisos que hay enfrente. Retiro la manta y la colcha, y recorro con la vista la habitación cuadrada que tan familiar me resulta, y cuyos únicos muebles son mi cama, una mesita de noche y un arca de madera que lleva pintada una alegre escena de unos cupidos que, montados sobre liebres, dan caza a una comadreja.

Nosotros, los romanos, dormimos en taparrabo y túnica, así que el viejo esclavo sirio se limita a acercarme los zapatos y levanta la toga (un enorme semicírculo de tela de lana blanca y gruesa) de su percha. Sacude tristemente la cabeza al observar la mancha de vino de anoche.

—Arregla los pliegues con cuidado, Sofión, y no se notará —le digo.

Me cubre el hombro izquierdo con una punta de la toga, dejándola caer hacia delante, hasta la cadera; a continuación, hace pasar el borde recto por la nuca y por debajo del brazo derecho; luego recoge la masa de tela que queda abajo y echa el otro cabo de la toga por encima del primero, de modo que cuelgue por mis espaldas. Finalmente, me sujeta el broche en la cintura. Con esa envoltura voy bien abrigado, exceptuando el hombro derecho, y al mismo tiempo me proporciona un bolsillo espacioso a la altura del pecho. Siempre que nos es posible, llevamos sólo una túnica, complementada por un poncho de tela basta con capucha, si hace mal tiempo, porque las togas son incómodas, pesadas y difíciles de mantener limpias en esta ciudad inmunda, aunque son la indumentaria reglamentaria para todos los acontecimientos formales. En el bolsillo van mis tabletas de cera y mi estilo, mi pañuelo y un pequeño montón de dinero que hay sobre la mesa. Las monedas son casi todas de los emperadores Augusto, Tiberio y Caligula, pero he aquí la última emisión: una pieza de bronce brillante, con la cabeza de Claudio en una cara y en la otra una guirnalda de roble, conmemorando su reciente y fantástica conquista de Britania.

—¡Pásame la copa, Sofrón!

Me enjuago la boca con agua, escupiéndola luego a la calle, y bebo el resto.

—¡Dile a Alejandro que vaya a buscar la mula! Y mientras esperas, ve a vaciar el orinal.

Me casé hace tres años. Mi tío materno arregló la boda cuando pagó mis deudas. Yo no amaba a Arruntia, ni ella a mí, pero los acreedores eran salvajes como lobos y su considerable dote, heredada de su tía abuela, resultó muy tentadora. Arruntio, mi suegro, es armero y trabaja para la Escuela Imperial de Gladiadores en la Via Labicana, que este tío mío dirige. Me deja vivir sin pagar alquiler en un piso de primera planta que queda encima de su armería, mientras le ayude en el negocio. ¡Pero es un hombre terrible! Le condenaron a muerte hace diez años por el asesinato brutal de la madre de Arruntia, fue indultado con la condición de que se convirtiera en gladiador —los gladiadores son esclavos públicos—, adoptó el sistema de lucha con red y tridente, y mató o mutiló a veinticinco adversarios en los dos primeros años. Cuando hubo puntuado hasta cincuenta, el clamoroso gentío del anfiteatro solicitó su libertad, y Calígula le mandó la acostumbrada espada de madera, pero con un mensaje insultante: «Rude rite donatur ignavus» (Al cobarde se le concede debidamente la libertad). Arruntio, enfadado, partió la espada en dos y volvieron a contratarlo. Cuando ocurrió el asesinato de Calígula, la puntuación había subido hasta llegar a setenta. La muchedumbre volvió a solicitar su libertad, y Claudio, el nuevo emperador, le mandó otra espada de madera con el mensaje característico: «Desine: tridens tibi nimium plácete (No luches más, disfrutas demasiado con tu tridente). Así que obedeció, le devolvieron los bienes sobre los cuales había perdido el derecho y además los intereses de diez años, y se compró esta casa de seis pisos cerca de la Subura.

En Roma, casi todo el mundo vive en pisos como los nuestros; en su totalidad, esta ciudad de un millón de habitantes no debe contener más de mil casas privadas. Los pisos son muy difíciles de encontrar; además, la planta baja de Arruntio tiene agua corriente de verdad, conducida por cañerías desde un depósito que pone a nuestra disposición; los demás inquilinos dependen de los sucios odres de piel de cabra que llevan esos ladronzuelos trajinantes de agua. También tiene un horno alimentado por la fragua, que podemos utilizar por las tardes; de otro modo tendríamos que asar nuestra carne y nuestros pollos en el horno de pan, dos calles más arriba.

Como me encargo de recaudar los alquileres de Arruntio, sé que saca un beneficio de más del veinte por ciento sobre su inversión. Las habitaciones están tanto más abarrotadas cuanto más alto se sube. Los cincuenta y cinco pobres desgraciados que viven apretujados en el ático —sicilianos, sirios, moros— pagan entre todos casi el mismo alquiler que nosotros, los inquilinos de la primera planta. Compran espacio por metro cuadrado —justo el suficiente para poder colocar un colchón y un hornillo para cocinar— y se disputan la propiedad con pulgas, chinches y ratones. Ni siquiera se atreven a pedirle a Arruntio que arregle el peligroso tejado.

—¿Algún mensaje para la señora Arruntia, mi señor, si se levanta antes de su regreso?

—Dile que volveré en seguida a casa después de mi visita de servicio.

Unas palabras ásperas, una bofetada y un gemido desde la habitación contigua indican que la nueva esclava está ocupada con el tedioso tocado de Arruntia. Arruntia siempre se arregla a la moda. Ha desechado el sencillo peinado republicano (el cabello con raya en medio y recogido en un moño en la nuca) y ahora se peina a la última moda, que consiste en amontonar la cabellera a gran altura, formando rizos y trenzas, todo ello sostenido con buena cantidad de pelo postizo del Oriente, y sujeto con agujas y peinetas de oro hasta que parece el muro de una fortaleza. Pero primero la esclava unta de lociones y pomadas la cara y el cuello de Arruntia, le aplica tiza y albayalde, le aplica colorete de ocre en las mejillas, le enrojece los labios con poso de vino, le pone un toque de perfume detrás de las orejas... Como no somos gente vulgar, Arruntia y yo ocupamos dormitorios separados, y a mí se me prohíbe verla hasta que lleva cantidad de anillos, pendientes, collares, broches, colgantes, ajorcas, pulseras y aquella larga túnica de seda de color lila, recogida en la cintura con un cinturón bordado, sin contar el chal tirio.

—Permítaseme pasar un peine por el pelo de su señoría —dice Sofrón.

Mientras tanto, Alejandro, el más joven de mis esclavos, murmura malhumorado un «¡Buenos días!», desatranca la puerta del piso y sale en silencio. Al poco rato le sigo escaleras abajo y entro en la armería. El herrero no tiene tiempo para charlar.

—Mi señor Egnacio, ¡discúlpame! Por desgracia, estamos faltos de mano de obra desde que aquel tonto de Hilas insultó a su patrón.

Sofrón pasa por mi lado con el orinal y se dirige a la esquina de la calle. Las casas de pisos no tienen ningún tipo de fontanería. Los excrementos de la noche se echan en el muladar, al fondo del callejón sin salida más próximo; los orinales se vacían en un gran depósito junto a la lavandería; los lavanderas utilizan su contenido para limpiar prendas de lana, con la ayuda de potasa y galactita. Pagan un impuesto municipal por este privilegio.

Cruzo la calle y miro hacia arriba. Un saliente en la pared de nuestro segundo piso me preocupa, como también la ancha grieta cerca de nuestra ventana delantera. Puede que sea imaginación mía, pero ambas cosas parecen más pronunciadas que en setiembre, que fue cuando miré por última vez. Casi todas las casas modernas de Roma son unas chapuzas, porque el contratista de obras no está obligado a someter sus planos al arquitecto municipal; sólo los templos se erigen para la eternidad. De todos modos, Arruntio jura que el material es bueno, y continúa viviendo debajo de nosotros.

A esta hora el último carro rezagado ya ha abandonado la ciudad. A fin de acabar de una vez para siempre con los embotellamientos de tráfico, Julio César prohibió a todos los vehículos rodados —con excepción de carros ceremoniales y los relacionados con la construcción— utilizar las calles entre la salida del sol y el anochecer. Como resultado, nuestro sueño se ve constantemente perturbado por retumbos, crujidos, golpes, gritos y tacos cuando pasan los carros. Las calles y los callejones de Roma, todos sin iluminar y sin el nombre marcado, corren en todas direcciones sin orden alguno. Los carreteros se desorientan a menudo, y cuando dos filas de tráfico se encuentran en un callejón discuten media hora sobre a quién le toca hacer marcha atrás. Los carros que las patrullas de la policía encuentran después de la salida del sol tienen que permanecer vacíos e inmovilizados durante las doce horas siguientes, así que las peleas por cuestiones de circulación se hacen más violentas después del primer canto de gallo.

Han abierto varios comercios y sus mercancías se están amontonando a ambos lados de la calle, dejando tan sólo un estrecho pasillo entre los dos (y un pasillo asqueroso, dicho sea de paso). Cerca de mí, bajo un toldo, una escuela de niños ya está en marcha. Aquí, ¡nada de historia, geografía, literatura o retórica! Aquí sólo hay lectura, escritura y aritmética todo el año, del amanecer hasta el anochecer, sin descanso, excepto en las vacaciones de verano, y un día de cada ocho. El maestro, un canalla de aspecto feroz, está sentado en una silla tambaleante, agitando su vara. Los alumnos, asustados, se apiñan unos contra otros en los bancos. Reparte los bastidores de cuentas, uno por cada grupo de tres, y mientras espera, les pone un problema. «Sumad diecisiete, dos mil, y ciento cincuenta y cuatro. ¡De prisa, malvados! ¡Y nada de soplarse!» Cada niño hace correr las cuentas por los alambres, ejecutando su correspondiente tercera parte del problema, y cuando todo el mundo ha terminado, el tirano comprueba los resultados. Acto seguido, descarga unos tremendos golpes con la vara, por grupos, pues nunca se molesta en descubrir qué niño ha calculado mal.

Alejandro me trae a Bucéfalo, con los arreos puestos. Al subirme a él, apoyándome en un barril que había allí, hace marcha atrás, chocando contra una pirámide de ollas de barro. Varias de ellas se rompen. El tendero prorrumpe en una explosión de rabia, los niños de la escuela vitorean, y el maestro descarga sobre ellos una lluvia de golpes indiscriminados.

—Dos sestercios cubrirán los daños —le digo a Alejandro, metiendo la mano en el bolsillo en busca de las monedas.

Los vendedores ambulantes exhiben mercancías rompibles bajo su propia responsabilidad.

Mi barba es tan rubia que puedo pasar afeitándome día sí día no. ¡Oh, qué pesado resulta afeitarse, aunque por mi rango se me permita saltarme la cola! El barbero de nuestra calle es un operario paciente, no hace daño, ablanda las patillas con agua caliente, afila su cuchilla de hierro con frecuencia, y tarda al menos media hora en hacer el trabajo, pero prefiero aburrirme con sus chismorreos que confiarme al ayudante, un tipo descuidado que afeita a cuatro clientes en el tiempo que el otro tarda en afeitar a uno, y nunca se disculpa por una cuchillada mientras la restaña con telas de araña y vinagre.

Me alejo, con la trápala de mi mula, a cumplir con mi visita de servicio a Lucio Vitelio. Hace algunos años serví como oficial de comisariado en el norte de Italia bajo el mando de su hijo mayor, recientemente nombrado cónsul. El viejo Vitelio, amigo íntimo del emperador, es un protector modelo. Cuando arrestaron a Sofión por equivocación este verano, después de una pelea en el mercado de pescado, Vitelio le hizo soltar en seguida y mandó retirar la denuncia. En Año Nuevo, siempre me hace un estupendo regalo: una cubertería de plata o una toga. La última vez fue Bucéfalo. Yo intento ser un cliente modelo, y con frecuencia cumplo misiones delicadas para él, algunas veces con la ayuda de dos ex gladiadores, compinches de Arruntio.

Después de atar a Bucéfalo junto a la puerta de la mansión de Vitelio, en la cuesta del Quirinal, entro en el vestíbulo de paredes de mármol. Cientos de clientes están reunidos aquí, entre ellos una docena de senadores. Nos admiten por orden estricta de prioridad a la sala, que está bordeada por estatuas ancestrales. El viejo Vitelio tiene un gesto de saludo o una broma para cada uno de nosotros.

—¿Cómo va la mula, español? —me pregunta.

—Magníficamente fogosa, mi señor.

—¿Le ha dado hoy alguna coz a alguien de importancia?

—No, mi señor, no nos hemos encontrado con ninguno de tus enemigos. Simplemente, ha pulverizado una exposición de cristalería siciliana. El comerciante pide cincuenta denarios por los daños.

—¿Aceptará veinte, entonces? Muy bien, hijo mío. Recógelos y en adelante proporciona a tu corcel menos comida y más ejercicio.

¡El muy noble Bucéfalo! Me ha ganado diecinueve denarios. Recojo el dinero del administrador, colocado de pie detrás de la silla de marfil de su señor. Pronto estará repartiendo el subsidio diario para alimentos —seis sestercios por hombre— a todos los clientes más pobres.

De vuelta en casa. Puesto que Arruntia está aún inaccesible, me quito la toga y salgo al mercado del pescado con Sofión, que lleva las cestas a hombros. No confiamos de nuestras mujeres a la hora de hacer la compra; en teoría, se quedan en casa a hilar. (¡Imagínense a Arruntia manejando el huso!) Voy al puesto de Zeno y estoy de suerte, pues me ofrece salmonetes grandes ¡a sólo medio denario la libra! Seremos seis para cenar; no, siete con Arruntia. Compro los necesarios. De allí a los mercados de aves y de verduras. Sofrón dice que una salsa para los salmoneres a la parrilla requiere ruda, menta, cilantro verde, albahaca, ligústico e hinojo —todo fresco—, y también pimienta india, miel, aceite y caldo, que ya tenemos en la despensa. De acuerdo. Y después del pescado... ¿pollo? Insisto en la receta de Fronto: primero se doran las pollitas y a continuación se cuecen tapadas a fuego lento, con caldo, aceite, eneldo, puerros, tomillo salsero y cilantro. Una por persona será suficiente. Compro siete pollitas grandes por el precio de seis. ¿Y para postres? Digamos que granadas, membrillos cocidos en miel, y un par de melones. En el puesto de frutas y verduras de Oppiano elijo todo lo que necesito, regateo a gritos durante un rato y le hago bajar el precio a Oppiano hasta nueve sestercios (él a pedido doce).

—¡Pon esto en la otra cesta, separado del pescado, Sofrón!

Me encuentro a Arruntia vestida como Mesalina, la picara esposa de César, o como alguna cortesana griega de Baia, ruinosamente lujosa, y le cuento mis aventuras matinales. Cuando empieza a inquietarse, preguntándose si me he olvidado de su cumpleaños, saco una cajita cuadrada de plata para maquillaje, con un grabado del Juicio de Paris, y estas palabras inscritas debajo: «Formosissimae adjudicature (El veredicto es para la más hermosa). Me besa tiernamente. La verdad es que aún no puedo permitirme el lujo de divorciarme de Arruntia, y su último amante resulta que es un edil, uno de los magistrados municipales responsables, entre otras cosas, de procesar a los acusados de atentados contra el pudor civil, como son la inmoralidad escandalosa o las apuestas (exceptuando las carreras de cuadrigas) o el acto de tirar porquerías por las ventanas a la calle. Si la contrarío, ella podría fácilmente conseguir que el edil se las ingeniase para incriminarme.

Desayunamos juntos con pan, queso y uvas. El pan es un bollo duro y plano, hecho con harina integral y cocido en molde. Untamos ajo en las rebanadas y las mojamos en aceite. Arruntia pregunta por las inversiones que le administro.

—Recuérdame este asunto dentro de un mes —le digo sonriente—, y tendré buenas noticias.

No es necesario que ella sepa que le compré la cajita de plata con un soborno que me entregó el dueño de una fábrica de tejas para que no le privase del derecho de redimir la hipoteca de Arruntia y le diese otro mes de tiempo para conseguir el dinero del interés.

—¿Qué haces esta mañana, amor mío?

—Oh —dice ella—, he de asistir a una ceremonia de puesta de largo al otro lado del Tiber. Más tarde, mi amiga Pyrrha me va a llevar a... no recuerdo la calle (un sitio en aquel mismo distrito), en fin, es un recital de poemas de aquel aburrido Marcos no sé cuántos...

Me invita a reunirme con ella allí. Yo me disculpo: Arruntio me necesita para examinar los escudos y las armas destinados a la lucha de gladiadores de mañana, y asegurarse de que podrán pasar. Como hay escasez de herreros, mi suegro se ha visto obligado a incluir algún material de segunda mano procedente de las provincias.

Arruntia envía a su esclava a la vuelta de la esquina para alquilar una «litera de senador». No hay duda de que quiere impresionar a alguien. ¿A quién? El perfume indio que lleva no se lo ha puesto sólo para impresionarme a mí, y su amante, el edil, estará ocupado toda la mañana en el juzgado. Pero en fin, ¿qué me importa a mí eso?

Después de examinar las armas de Arruntio, que está de un humor jovial, voy paseando por la Subura en dirección al Foro; ya estoy a la altura del templo de Castor y Pólux cuando oigo unos gritos repentinos. «¡Abran paso! ¡Abran paso!» Los lictores bajan por la calle con andar pomposo, seis de frente, seguidos por la silla imperial y una escolta de la Guardia Pretoriana. Dentro, el viejo Claudio se reclina, dando sacudidas con la cabeza y temblándole las manos. El gentío le vitorea y ríe. Un joven galo le tira a Claudio una petición que le da en la cara. Él protesta, enfadado:

—¿Es ésta forma de tratar a un conciudadano, mi señor? ¿Y ahora qué vas a tirar? ¿Losas?

—Rosas, sólo rosas, ¡nunca losas para el conquistador de Britania! —exclama el galo, avergonzado.

Claudio sonríe, indulgente, desenrolla la petición, lee unas cuantas líneas y la entrega al secretario de Estado, Palas, que va montado a su lado.

—Petición concedida —dice Claudio—. El hombre parece honrado y sabe escribir en latín bueno y claro.

Visito el taller de publicaciones de Sosio, que está allí cerca, en el Eoro, en la esquina del barrio toscano. El patio abierto contiene unas ochenta mesas de trabajo, y en cada una está sentado un escribiente, reclinado sobre un largo rollo de pergamino. Un lector va dictando con voz muy clara el texto que estos esclavos están copiando: la erudita Historia de los etruscos, del propio Claudio. Lo va deletreando, advirtiéndoles con tiempo dónde termina cada línea; de este modo todas las copias quedarán uniformes y los errores podrán corregirse con facilidad. El libro consta de veinte rollos, a cinco denarios el rollo (unos 30 dólares por 150.000 palabras.)

En el taller de Sosio encuentro precisamente al hombre que he estado buscando: Afer, que acaba de llegar de Herculaneum, cerca de Napóles.

—¿Es verdad, Afer, que tienes en venta un esclavo pelirrojo británico llamado Útero?

—Bueno, es posible..., si el precio es justo.

—Entonces te seré franco. Un tal Glabrio, que quiere casarse con mi hermana, compró otro de tus británicos, pero no consigue hacerle trabajar. El tipo se pasa la mayor parte del tiempo llorando, y no quiere comer, y todo porque le han separado de su hermano Útero. Glabrio es mi vecino, y da la casualidad que yo necesito un portero. Sería un acto de caridad...

Afer reflexiona.

—¿Qué pagarías? —pregunta.

—Mil doscientos. ¿Está fuerte y sano el esclavo?

—Eso te lo garantizo.

Una hora más tarde quedamos en mil cuatrocientos denarios, y nos damos la mano para cerrar el trato ante testigos. El esclavo de Glabrio, voy a confesarles, en realidad no siente añoranza, pero casualmente le ha contado a Sofión que Útero era uno de los más expertos fabricantes de espadas del rey Caractaco y que si yo pudiera encontrarle trabajo... Estoy casi seguro de que podré vender a Útero a mi suegro y ganarme un par de miles en el negocio. Y si no, entonces a sus rivales en la Via Impúdica. ¡Hoy estoy de suerte! Le compraré a mi bonita amante Clyme un pañuelo de seda azul.

De vuelta para el almuerzo, un poco tarde. Arruntia llega aún más tarde. Nadie se disculpa por no ser puntual en Roma, donde sólo los millonarios poseen relojes de agua. Nosotros adivinamos las horas desde el amanecer hasta el mediodía, y luego el oficial encargado de las horas en el Juzgado grita: «¡Mediodía, señores!», y este grito va pasando con alegría de boca en boca por todas las calles y callejones. Se dejan las herramientas, se cierran las tiendas, y terminan los alegatos, pues ningún romano trabaja por la tarde, exceptuando los taberneros, los barberos, los policías y los que trabajan en espectáculos públicos. Y casi día sí día no hay alguna excusa para que sea festivo.

Cuando le hago preguntas a Arruntia sobre el recital de Marcos Nosecuantos, ella me da las respuestas más vagas que puedan imaginarse, pero yo sé dónde ha estado, porque he mandado a Alejandro que la siguiera. No se contenta con el edil, y ha empezado un romance en serio con Ascalo, ¡el famoso actor de pantomima!

El almuerzo consta de sobras frías de anoche: salchichas con especias de Lucania, y un palé imitación de anchoa. A falta de anchoas, Sofión tomó unos filetes de perca de mar, cociéndolos a la parrilla y picándolos después, los guisó a fuego lento en caldo, con huevos, les añadió pimienta y un poquito de ruda, y colocó una medusa fresca encima para cocerla al vapor. Ninguno de nosotros adivinó los ingredientes.

Mientras Arruntia hace la siesta, yo me escabullo para ir a darle a Clyme el pañuelo nuevo de seda. ¡Con qué generosidad me demuestra su gratitud!

Luego, más entrada la tarde, acompaño a Arruntia a los baños calientes de Agripa, más allá del Foro; su esclava lleva la cajita de plata con el maquillaje y Alejandro lleva mis cosas en una bolsa de cuero. Allí se estila el baño mixto. Solamente las tímidas y jóvenes vírgenes y las agrias matronas que han perdido su esbeltez van a los establecimientos particulares reservados para mujeres. En los baños de Agripa ambos sexos van en cueros por el agua, pero la policía de los ediles está de servicio para disuadir todo comportamiento disoluto. Arrunda se desviste en la sección de mujeres, yo en la de los hombres. Entonces, vestidos con túnicas cortas, corremos a la gran sala de ejercicios. Arruntia y dos primas suyas juegan al triángulo; ella ha traído tres pelotas pequeñas de piel de cabra, rellenas de plumas. El objeto del juego es no dejar caer ninguna y al mismo tiempo ir aumentando la velocidad. Los expertos utilizan ambas manos y seis pelotas en lugar de tres. El juego más popular es el de pelota de vejiga: cualquiera puede entrar en el juego e intentar que la vejiga no toque el suelo. Personalmente, prefiero el harpastum: agarras la pesada pelota de piel de cerdo, llena de arena, y la llevas de acá para allá hasta que te la roban, esquivando, engañando, saltando, rechazando. Pero primero hay que untarse bien con aceite para que el cuerpo resbale. Hacer la zancadilla y dar golpes bajos va contra las reglas del juego. Hoy estoy en muy buena forma y en dos ocasiones me abro paso entre un grupo de veinte jugadores, corriendo de una pared a otra, y regresando otra vez, cuando alguien consigue saltar sobre mis hombros, y entonces me caigo al suelo. Por una extraordinaria coincidencia, los dos amantes de Arruntia se han unido al grupo. Yo sonrío sin tardanza y agradablemente a Liciano, el edil, y le robo a Ascalo la pelota después de una larga carrera. Liciano me da la enhorabuena por la jugada, y Ascalo también.

Al poco rato nos quitamos las túnicas y entramos desnudos en un baño para sudar, con tablas de madera en el suelo, y que está situado encima del horno principal. El sudor corre, formando ríos, y poco después nos vamos tambaleando al templado cuarto de baño. Allí nuestros esclavos nos limpian con una esponja y agua caliente de la caldera central, nos rascan con strigili de plata y nos secan con toallas. Limpios como cupidos, y unos dos kilos más ligeros, nos dirigimos a la fresca piscina, donde brincamos como delfines.

Arruntia, tal como llegó al mundo, viene nadando hasta la cuerda que divide los sexos.

—¿Qué vamos a hacer? —dice, gimoteando—. Ninguno de mis hermanos puede venir a cenar, ¡sólo mis horribles cuñadas!

—No están tan mal —le digo yo—, cuando están solas.

Entonces, uno de los dioses —quizás Vulcano el Cornudo— me apunta para que añada maliciosamente:

—Persuadiré a dos distinguidos amigos míos para que ocupen los triclinios vacantes. ¿Conoces a mi esposa, Arruntia? —le pregunto al edil que pasa por allí nadando—. Querida, éste es Liciano el edil, que ha estado jugando un partido muy duro de harpaslum conmigo. ¿Puedo invitarle a cenar?

¡Ah, con cuánta inocencia lo digo! Y el edil, ¡con cuánta inocencia acepta! ¡Y con cuánta inocencia sonríe Arruntia! Para rematar la broma, ¡mi otro invitado tiene que ser Ascalo!

El día va llegando a su momento culminante. Arruntia se va corriendo a arreglarse de nuevo la cara —ha mantenido las complicadas trenzas fuera del agua— y entonces la acompaño a casa. Está callada, cosa rara en ella, y yo muy hablador, también cosa rara. Al anochecer llegan los invitados. Nos recostamos alrededor de nuestra lujosa mesa de cidro. Los salmonetes están estupendamente presentados y Sofrón se ha lucido con las pollitas cocidas.

Al principio, Liciano y Ascalo dirigen sus conversaciones hacia las cuñadas de Arruntia, por miedo a tratar a Arruntia con demasiada familiaridad, sin querer. Y Arruntia se esfuerza por halagarme. Al poco rato saco una jarra del mejor vino falerniano. Liciano, nuestro maestro de ceremonias, con su toga ribeteada de púrpura, insiste en mezclarlo con la cantidad mínima de agua reglamentaria —sólo los ladrones y los gladiadores beben vino sin rebajar— y cuando empieza el consabido juego de ver quién bebe más, en los postres, deja vislumbrar lo que se trae entre manos con más descaro. Propone un brindis tras otro, incrementando cada vez la cantidad de copas que hay que tragar en cada uno; en espera, sospecho, de ponernos a todos borrachos perdidos, manteniendo él la cabeza despejada para acabar en brazos de Arruntia. Pero el vino falerniano hace travesuras. Me incorporo con esfuerzo en el triclinio y ruego silencio.

—Arruntia, amada esposa, ¡escúchame! En mi regalo de cumpleaños, que tanto admiras, está grabado el Juicio de Paris. Paris, según cuenta Homero, recibió órdenes de entregar una manzana a la más hermosa entre las diosas, una elección que requería un tacto notable. Paris eligió la diosa del Amor, y de este modo obtuvo el favor de Elena. ¡Pues aquí tienes para ti un «Juicio de Elena»! Dale esta granada al más apuesto joven de nosotros tres... Te ruego, querida, que no te dejes llevar por tu interés personal como hizo Paris, sino que juzgues con honradez. No tengas en consideración ni el rango, ni la eminencia de Liciano, ni la fama de Ascalo, ni el deber conyugal que le debes a Egnacio, tu humilde esposo. ¡Habla con la mano en tu honesto corazón! Puedo contar con mi equitativo suegro para vigilar que haya juego limpio.

Arruntia se sonroja intensamente a través de su tiza y su colorete.

Liciano esconde su nariz aguileña en una copa de ágata. Ascalo asume una postura teatral, como Ajax desafiando al rayo. Pero Arrundo estalla en rugientes risotadas de borracho.

—¡Egnacio —grita—, eres un hombre fenomenal! ¡Anda! ¡Ásanos esa burra en el asador público!

Las dos cuñadas sueltan unas risitas nerviosas. Odian a Arruntia, pero temen las escenas, sobre todo cuando Arruntio ha estado bebiendo. Nunca sabe medir su propia fuerza, y eso, en efecto, fue lo que alegó hace ya tiempo, cuando, sospechando la infidelidad de la madre de Arruntia...

—Elige pues tú, que eres la mujer más hermosa, ¡la Elena de Roma! —insisto, perfectamente dueño de la situación—. ¡Elige!

Arruntia descansa la barbilla entre las manos, profundamente pensativa. ¿Lo hará? ¿No lo hará?

El dramático silencio se ve roto por un fuerte estruendo y unos gritos de horror procedentes de alguna parte encima de nosotros, seguidos casi de inmediato por un estampido resonante y un chillido aún más fuerte. Fascinado, observo cómo la pared de la calle se encorva poco a poco y cede... ¡Y entonces todo se desmorona a la vez!

¿Sobrevivió alguno de nosotros? Lo dudo. La próxima cosa que recuerdo claramente es ser de nuevo un niño. Sonidos de música marcial. Mi madre me levanta para mirar, a través de una ventana bien vidriada de un cuarto de jugar inglés, los carruajes adornados y los soldados con chaquetas rojas que desfilan en el aniversario de diamante de la reina Victoria.