El retrato de cuerpo entero
William el Niño Nicholson, mi suegro, no pudo librarse jamás de la superstición victoriana de que mil guineas eran mil guineas; el impuesto sobre la renta le parecía una broma de mal gusto que no se aplicaba, y que no debería aplicarse, a personas como yo. El Niño tenía una gran familia a la que mantener, y como retratista de moda tenía que salvar las apariencias para justificar sus honorarios por un retrato de cuerpo entero, los mismos exigidos por sus amigos William Orpen y Philip de Laszlo. Se lucía en sus bodegones y, aunque se quejaba de que las flores eran modelos inquietas, le hubiese gustado no tener que pintar otra cosa en todo el día, exceptuando algún paisaje de vez en cuando. Pero lo que necesitaba era encargos de retratos de cuerpo entero.
—Los retratos casi siempre son dinero seguro —me dijo.
Cuando le pedí que se explicara, lo hizo:
—Hace tantos años que pinto y vendo, y que pinto y vuelvo a vender, que mis primeros compradores ya empiezan a morirse o están en bancarrota. Obras maestras de W. N. ya olvidadas salen continuamente a subasta y tienen que adquirirse a precios injustos, cinco veces superiores a los de su primera venta, sólo para que el mercado de W. N. se mantenga estable. Algunas de esas obras las considero encantadoras y yo mismo me admiro de lo bien que pintaba, pero otras parece que me estén suplicando que las ponga de cara a la pared en seguida. ¡Como aquéllas!
Las cosas habían llegado a un estado de crisis en Appletree Yard. Los del fisco, continuó explicando, le habían convocado urgentemente para que asistiera a un debate financiero; además, un coleccionista inexperto de sus obras de primera época había muerto repentinamente sin dejar herederos, y en consecuencia su agente tuvo que comprar en subasta tres o cuatro pinturas que jamás deberían haberse vendido.
—Lo cierto es que siempre hemos de pagar por nuestros pecados —murmuró el Niño, muy desanimado—. Lo que necesito ahora son nada menos que dos mil guineas en metálico. ¡Reza para que suceda un milagro, hijo mío!
Recé, y no habían pasado dos horas cuando sonó el timbre de la puerta del estudio y entró la señora Mucklehose-Kerr escoltada por un tal Fulton, su mayordomo, los dos de riguroso luto. Hasta aquel momento, el Niño ni siquiera había tenido conocimiento de su existencia, pero parecía de carne y hueso y el nombre de Mucklehose-Kerr era sinónimo de Whisky Glenlivet, así que se portó con suma cortesía.
Una vez hechas las presentaciones, la señora Mucklehose-Kerr apretó fervorosamente la mano del Niño y le dijo:
—Señor Nicholson, sé que no me va a fallar: usted y sólo usted es la persona destinada a pintar el retrato de mi hija Alison.
—Bueno —dijo el Niño, parpadeando cautelosamente—. Estoy muy ocupado por esta época, ya sabe, señora Mucklehose-Kerr. Y he prometido llevar a mi familia a Cannes dentro de unas tres semanas. Claro que, si insiste, quizá podríamos arreglar que venga a posar antes de que me marche de la ciudad.
—No posará, señor Nicholson. No puede posar. —Se llevó un pañuelo de encaje negro a los ojos.— Mi hija pasó a mejor vida la semana pasada.
El Niño tardó un rato en digerir esto, pero murmuró una especie de pésame y dijo amablemente:
—Entonces me temo que tendré que utilizar fotografías.
—Por desgracia, no hay fotografías —respondió la señora Mucklehose-Kerr con voz quebrada—. A Alison no le gustaba que le hicieran fotos. Siempre me decía: «Mamá, ¿para qué quieres fotos? Siempre me podrás mirar a mí, a mí en persona, ¡no unas fotos tontas!». Y ahora ha abandonado este mundo, sin dejarme siquiera una instantánea. Siguiendo el consejo de mi hermano, fui primero a ver al señor Orpen y le pedí lo que ahora le estoy pidiendo a usted, pero me respondió que ese trabajo era superior a sus posibilidades. Dijo que usted era el único pintor en Londres que me podría ayudar, porque posee un sexto sentido.
Orpen tenía razón, en parte. El Niño poseía una extraña habilidad, útil en los juegos de salón. De pronto, le preguntaba a algún conocido: «¿Cómo firma usted su nombre?», y cuando éste le contestaba: «Herbert B. Banbury» (o lo que fuese), se lo escribía, imitando la letra a la perfección y dejándole boquiabierto.
—Mire, aquí tiene la firma; es la tapa de su cuaderno de historia.
Mientras se lo estaba pensando, vio de reojo las pinturas subastadas, apoyadas contra la mesa sobre la cual estaba la nota de Hacienda.
—Es un encargo difícil, señora Mucklehose-Kerr —le dijo.
—Estoy dispuesta a pagar dos mil guineas —respondió— por un retrato de cuerpo entero.
—No es por el dinero... —protestó él.
—Pero Fulton le contará cómo era Alison —suplicó la señora, llorando a lágrima viva—. La señorita Alison era una niña hermosa, ¿verdad, Fulton?
—Era monísima —admitió Fulton fervientemente—. Parecía una muñeca, señora.
—Estoy segura de que aceptará, señor Nicholson y, naturalmente, elegiré uno de sus propios vestidos para que lo lleve puesto en el retrato. El que más me gustaba.
No quedaba más remedio que aceptar.
El Niño llevó a Fulton al Café Royal aquella noche y le llenó de whisky y de preguntas.
—¿Ojos azules?
—Bastante azules, señor, y un poco lacrimosos. Pero muy dulces.
—¿Cabello?
—Sin brillo, señor, como su carácter, y recogido en un moño.
—¿Tipo?
—Así, así, señor Nicholson, ¡así, así! Pero era una señorita muy dulce, miss Alison, ya lo creo que sí.
—¿Algún rasgo característico?
—Ninguno, señor, que saltara a la vista. Pero es que me resulta muy difícil eso de describir a una persona.
—¿No tenía amigos que la pudiesen dibujar de memoria?
—Ninguno, señor Nicholson. Hacía una vida muy solitaria.
El Niño no tuvo ningún éxito con Fulton y su truco de prestidigitador no le sirvió de nada, porque le faltaba la facultad complementaria (que la señora Mucklehose-Kerr le atribuía pero que, usando una frase suya, era otro par de calcetines) de hacer aparecer una persona partiendo de su firma. Al día siguiente, desesperado, consultó con su cuñado, el pintor James Pryde.
—Jimmy, ¿qué demonios voy a hacer ahora?
Jimmy pensó un momento y luego, como era escocés y muy práctico, respondió:
—¿Por qué no le preguntas a Fulton si la muchacha había ido alguna vez al dentista?
Daba la casualidad de que sir Rockaway Timms era, como él, socio del Savile, y el Niño corrió a su consultorio en Wimpole Street para pedirle ayuda.
—Rocks, muchacho, estoy metido en un buen lío.
—No es la primera vez, Niño.
—Se trata de una chica de dieciocho años llamada Alison Mucklehose-Kerr, una de tus pacientes.
—Deberías dejarlas en paz hasta que lleguen a la edad del discernimiento. ¡Estos artistas!
—No la he visto en mi vida. Y ahora parece ser que está muerta.
—Muy mal, muy mal. ¿Por su propia mano?
—Quiero saber lo que sabes de ella.
—Puedo enseñarte el mapa de su boca, si eso te da una satisfacción morbosa. Lo tengo en mi gabinete. Espera un momento. M... Mu... Muck... ¡Aquí lo tienes! Incisivos demasiado juntos, una muela posterior torpemente empastada, otra igual, empastada con esmero por mí..., las muelas del juicio aún sin salir.
—¡Por Dios santo. Rocks! Pero ¿qué cara tenía? ¡Es una cuestión de vida o muerte para mí!
Sir Rockaway dirigió una mirada burlona al Niño.
—¿Y yo qué saco con todo esto? —le preguntó.
—Una caja enorme de bombones de licor envuelta en un lazo rosa.
—Aceptado, en nombre de Edith. Bueno, esta Alison a la que engañaste en un oscuro bosque era una muchachita escocesa, de tez amarillenta, torpe, asustadiza, con un defecto en el ojo derecho... y sin embargo, te aseguro, ¡era la viva imagen de Lillian Gish!
El Niño sacudió la mano de sir Rockaway con la misma violencia con la que había sacudido la de la señora Mucklehose-Kerr al despedirse. Luego salió corriendo y subió al taxi que le estaba esperando.
—¡Chófer! —gritó—. Vamos al cine donde dan El nacimiento de una nación, ¡tan de prisa como puedan sus ruedas!
La señora Mucklehose-Kerr, citada en Appletree Yard una semana más tarde, soltó un gemido de gozo cuando entró en el estudio.
—¡Es Alison, la Alison de mi vida, señor Nicholson! —balbució—. Sabía que su genio no me fallaría. Pero ¡qué buena cara que tiene y qué feliz parece desde que ha pasado a mejor vida! Fulton, Fulton, ¡dígale al señor Nicholson lo maravilloso que es!
—¡Ha captado usted la expresión de miss Alison a la perfección, señor! —declaró Fulton, visiblemente impresionado.
La señora Mucklehose-Kerr insistió en comprar dos de los Nicholson subastados, que por casualidad estaban boca arriba en el suelo. El Niño había estado a punto de usar los lienzos de nuevo, y ella, al ver que no quería venderlos, le ofreció mil doscientas guineas por los dos.
Aceptó sin resistir, olvidándose del terrible castigo que le impondría Hacienda el año próximo.