Se dice... se dice...

Hoy es sábado, queridos oyentes; y aquí me tienen junto a la vieja furgoneta de grabación, en un puerto de mar español de la Costa Brava. El sol pega bastante fuerte por tratarse de la época en que estamos; varias veintenas de granjeros y comerciantes, en su mayoría procedentes de las comarcas adyacentes, han tomado posesión de los cafés en la Plaza del Mercado. Parecen buena gente. Ni un cuchillo, ni una pistola, ni un pensamiento malicioso en todo este gentío. El zumbido ronco que pueden escuchar es su habitual cambio de impresiones sobre el precio de los tomates, las perspectivas de la aceituna, los efectos de la sequía sobre la economía regional, etcétera. Esas notas más destacadas provienen de las acaloradas discusiones sobre la Gran Vuelta a Cataluña —en bicicleta— y sobre la tremenda lucha del equipo de fútbol local para evitar descender a tercera división en la Liga.

Bueno, ¿qué les parece si acercamos el micrófono a una mesa del rincón y escuchamos lo que están hablando dos tipos de aspecto muy relajado, mientras toman su café y anís? El de cara melancólica, con pantalones de pana negros y que luce una gruesa cadena de plata en su reloj, es Pep Prat. Pep se dedica a la crianza de mulas; y su rubicundo compañero con la faja azul, llamado Pancho Pons, cultiva claveles para vender en Barcelona.

PANCHO: ¿Qué, mestre Pep? ¿Hace mucho tiempo que no va por la calle de la Concepción?

PEP: ¿Acaso me he perdido algo por no ir, mestre Pancho?

Pancho No, nada. Sólo lo decía por decir algo.

PEP: Pues diga, hombre, diga.

PANCHO: Yo he ido esta mañana a cambiar un billete de cien duros en el Banco Futurístico.

PEP: ¿Le han dado mal el cambio? Los sábados, es fácil que se equivoquen.

PANCHO: No, qué va. Don Bernardo Bosch estaba de muy buen humor. Ahora tiene un despacho muy bonito, con tres butacas, una mesa de caoba y una pequeña ventana que da a la calle.

PEP: Claro... Claro. ¡Ay, mestre Pancho! ¡Aún recuerdo la cara de aquella pobre mujer!

PANCHO: Qué valor, ¿eh? Yo no me hubiese atrevido nunca a hablarle como hizo ella.

PEP: Ahora hace ya más de un año.

PANCHO: Sin embargo, las palabras aún resuenan en mis oídos. Dio la casualidad de que yo estaba tratando un negocio con el vendedor de quesos en la puerta contigua, y la pobre y santa Margalida nunca hablaba en voz baja, ni siquiera en momentos difíciles. En aquella ocasión, igual hubiera podido estar pregonando la palabra de Dios como una misionera a los paganos. Dijo: «Don Bernardo, ¡ni una palabra más! Tengo arrendada esta tienda por una duración de cien años; aún me quedan ochenta y seis de plazo y como (¡gracias a Dios!) sólo tengo treinta años y disfruto de buena salud, supongo que el arriendo durará toda mi vida. No voy a vender, no necesito vender, y aunque mi tienda sólo mida veinticinco metros cuadrados, me basta para mi modesto negocio».

PEP: Tenía valor.

PANCHO: Y don Bernardo respondió: «Eres una víbora, una negra, Margalida Mut, eres Jael y Safira juntas. Y te ofrezco mil quinientos duros por metro cuadrado para que rescindas tu contrato de arrendamiento, ¡y tú te atreves a rechazarlo!». Y la pobre criatura respondió: «¡No voy a vender, gitano! Pero si usted y sus colegas piensan en vender el Banco Futurístico igual de barato, avíseme; podría hacerme falta para cuarto trastero. ¡Adiós!». Así se acabó la comedia.

PEP: Pero dígame: exactamente, ¿por qué no quería vender?

PANCHO: Más bien pregúntese por qué tenía que hacerlo. ¿Acaso tenía que vender sólo porque el Banco Futurístico había comprado el resto del solar y no quería que su cierre metálico oxidado y su letrero descolorido desmereciese la preciosa fachada en la calle de la Concepción? Margalida fue una mártir de sus principios.

PEP: Pero los principios no echan carne al cocido. Su comercio era de lo más miserable. Se hacía llamar anticuaría, pero yo he visto cosas mejores esparcidas sobre sacos en el baratillo: clavos, herraduras de caballos, una máquina de coser estropeada, tres platos agrietados, libros sin tapas, un trozo de barra salomónica de una cama...

PANCHO: Por supuesto que yo no sé nada, pero se dice..., sin duda injustamente, que esta excelente mujer recibía mercancías robadas, que era una usurera de interés compuesto, una chantajista, ¡una protestante!

PEP: ¡Se dice! ¡Ay, los muy hipócritas! No dijeron nada de esto en su entierro. ¡Vaya exhibición! Al menos mil personas caminaban a su lado, además del cura y los acólitos. Y había una epidemia de cirios largos. Y columnas en el Heraldo sobre sus buenas obras, su devoción y santidad. Recuerdo el disgusto que tuvo don Bernardo cuando se enteró. Se fue corriendo en pijama (¡imagínese!) a consolar a Joana Mut, la afligida hermana de la difunta.

PANCHO: Estuvo muy bien, aunque Margalida no había vuelto a dirigir la palabra a ninguna de sus dos hermanas desde la muerte sus padres...; alguna disputa sobre la herencia, según dicen.

PEP: Sí, eso dicen. Y se dice... Pero da igual, dejémoslo.

PANCHO: Qué final tan extraordinario, ¿verdad? Totalmente incomprensible. Como recordará, ocurrió a las siete en punto, cuando en la calle se estaban bajando estrepitosamente todos los cierres metálicos de los comercios, y sus protestas, si es que las hubo, debieron de quedar ahogadas por el ruido. Nadie se dio cuenta de que había ocurrido algo anormal hasta las nueve de la mañana siguiente, cuando alguien se fijó en el resquicio que dejaba la puerta metálica junto al suelo, y que demostraba que no lo había cerrado con llave como tenía por costumbre hacer cuando se marchaba a su piso solitario. Una lástima, porque entonces era demasiado tarde para avisar al puesto de policía de Port Bou y que registraran a los pasajeros al cruzar la frontera. Tenga por buen seguro que el asesino era francés.

PEP: Mi cuñado, que está en la jefatura de la policía, no lo cree así.

PANCHO: ¡Ningún catalán de la Costa Brava asesinaría por dinero, ni siquiera a una presunta usurera!

PEP: ¡Claro que no! Pero no se llevaron ningún dinero. Quedó un billete de doscientos duros sin tocar en la caja abierta. Dicen que quien la asesinó era una señora casada que quería recuperar algún documento comprometedor que guardaba allí dentro. Dicen que encontraron un cabello largo en los dedos de la pobre Margalida...

PANCHO: Sí, ¡eso dicen! Pero también dicen que era el cabello de la propia Margalida, que le habría sido arrancado en el forcejeo.

PEP: Del mismo color y del mismo grueso, lo admito. Desde luego, parecía ser un cabello de la familia Mut... Lo que no logro comprender es por qué mi cuñado recibió de arriba órdenes de colocar un guardia armado en cada punta de la calle durante todo el mes, como para prevenir algún alboroto.

PANCHO: Claro que es una teoría bien conocida que los asesinos vuelven al lugar del crimen. Pero lo que a mí me hubiese gustado preguntarle a su cuñado, es por qué permitió que apareciese una foto del pobre Isidoro Núñez titulada: «¡Se busca, vivo o muerto, el autor del crimen de la calle de la Concepción!». Isidoro no es un mal tipo. Una vez se emborrachó y le tomó prestada la bicicleta al alcalde, luego chocó contra un árbol y en consecuencia le encarcelaron un par de meses, pero ése fue su único delito. Es más, se sabía entonces que dos días antes de los hechos se había marchado a Galicia a visitar a su padre, y cuando regresó, la policía ni siquiera le interrogó. Eso dicen.

PEP: Ah, claro, ¡eso dicen! También se dice que fue una tragedia amorosa y que a la pobre mujer la mató un jovenzuelo enamorado e impulsivo, a quien ella había rechazado.

PANCHO: ¡Quia! ¡Margalida era más fea que la bota de un pescador!

PEP: Pancho, no debe faltarle el respeto a los muertos. Muy bien, supongamos que lo que realmente quería el jovencito enamorado era su dinero...

PANCHO: ¡De acuerdo! Y que él creía que ella ya había cerrado el pacto con don Bernardo. Por cierto, dígame, ¿sabe si sus herederos traspasaron el local por los mil quinientos duros el metro cuadrado?

PEP: No. Verá. Margalida no había sido precisa: el arriendo de la tienda era sólo vitalicio. Cuando moría volvía a manos del propietario. Una pena, porque con la Ley de Renta Limitada el propietario no podía hacerle pagar al arrendador más que el precio acordado en un principio: tan sólo diez duros al mes. Esta ley es una gran protección para los pobres.

PANCHO: Por cierto, ¿quién era el dueño?

PEP: Por una casualidad increíble era la propia Joana Mut. Y como ella no tenía aptitudes para llevar el negocio de antigüedades de la familia, dejó escapar la propiedad, muy a pesar suyo. Dicen que el banco pagó mil duros por metro cuadrado, pero puede que esto sea una exageración. A la otra hermana no le correspondió nada, sólo las mercancías de Margalida y sus efectos personales, ¡pobre muchacha!

PANCHO: ¡Ajo y cebollas, Pep! ¿Quiere saber lo que pienso yo?

PEP: Dígame.

PANCHO: ¡Creo que la pobrecita bajó el cierre metálico y se estranguló con sus propias manos, como mortificación por haber rechazado la oferta de don Bernardo!

PEP: Es muy posible. Es más, se dice...

Bueno, queridos oyentes, supongo que ya habrán escuchado bastante. Pero antes de devolver la conexión al estudio, crucemos la calle para oír lo que está diciendo aquella pescadora de aspecto vigoroso pero encantador. La que lleva el pañuelo de topos en la cabeza. Vaya vaya, ¡qué coincidencia! Pero si es Aina, ¡la menor de las tres hermanas Mut! Me gustaría que la vieran ahora, cuchillo en mano, ¡arrancando la dura piel amarronada de una horrible raya! Caramba, personalmente no me gustaría... ¡Y vaya si no es el mismísimo don Bernardo el que está comprando gambas en el puesto de al lado! ¡Cielo santo! ¡Aina le ha reconocido! Ha dejado la raya sobre el mostrador...

¡Oh, oh! ¡Me alegro de que se lo pierdan, queridos oyentes! ¡Ajo y cebollas!