Vida del poeta Gnaeus Robertulus Gravesa
[De Vidas de Poetas Británicos, de Cayo Suetonio Tranquilo. Traducción de W. Wadiington Posichaise. (Loeb Classics. 1955.)]
Aunque existan detractores que afirman que Gnaeus Robertulus Gravesa provenía de linaje humilde, siendo su padre un servil vendedor irlandés de mejillones y su madre una liberta teutónica, hija de un boticario ambulante, sus descendientes, por el contrario, aseguran que los Gravesae eran un clan ecuestre de origen galo y que el abuelo paterno del poeta era Sacerdote Mayor de Hibernian Limericum, y un hombre muy erudito en las ciencias matemáticas.
Dejemos sin resolver esta divergencia de opiniones. Lo que sí es un hecho es que Gnaeus Robertulus Gravesa, tanto si procedía de antiguo linaje como de padres y abuelos de los que no podía vanagloriarse, nació en una localidad suburbana situada en la décima piedra miliaria de Londinium, cuando L. Salisburius era cónsul único, en el año que siguió a la muerte de A. Tennisonianus Laureatus, a quien la deificada Victoria elevó al rango patricio. Nos ha sido transmitido que el infante, que era el octavo hijo de su padre, no lloró al nacer, sino que se limitó a fruncir el entrecejo con fiereza, anunciando así su resolución de sobreponerse a los crueles pinchazos del destino mediante una actitud mental muda y cínica. A este presagio fue añadido otro: una planta de coliflor que crecía en la huerta de su padre comenzó a echar brotes anormales e inusuales, a saber, hortalizas tan poco comunes como puerros, cebollas, malva, chirivía, mejorana, nabos e incluso hinojo marino, lo cual pronosticó la excesiva variedad de los estudios a los que iba a dedicar su estilete, y que en el futuro le merecerían el título de polihistor. Mas en la cúspide de la coliflor crecía el laurel de Apolo.
Estudió gramática y retórica en una escuela regentada por la Comunidad Cartuja, pero interrumpió sus estudios para marchar a la guerra contra Guglielmus el Germano, siendo nombrado centurión en la Legión XXIII. Se cuenta que, hallándose muy malherido en la batalla del Bosque Corvino, su cuerpo supino fue retirado por sus compañeros para ser incinerado en la pira común, cuando he aquí que el dios Mercurio, distinguido por sus sandalias aladas y caduceo, además de una conspicua gracia divina, se apareció ante el tribuno militar que estaba lamentando la muerte prematura de Gravesa, y le habló del siguiente modo: «Hombre: quedan todavía semillas de vida en aquel cuerpo ensangrentado y mutilado. ¡No enojes a los dioses echando a las llamas lo que ellos mismos han salvado! Una vez recuperadas sus agotadas fuerzas, mi Robertulus todavía podrá ofrecer una vida provechosa a la Legión gracias a su refulgente espada, complaciendo asimismo a su patria con su bien afinada lira y sus tablillas repletas». Con estas palabras, el heraldo de los dioses desapareció, y el tribuno no desestimó el mensaje: después de vendar las heridas que ya habían dejado de sangrar, envolvió el cuerpo, que más parecía cadáver, en su propia capa militar. En aquel preciso momento apareció a su derecha una comadreja (o una bruja disfrazada de comadreja) que, soplando por la boca, insufló vida en aquella inmóvil nariz.
De estatura era superior a lo normal y no le sobraban carnes. Tenía el cabello rizado y desgreñado, la nariz torcida a causa de la rotura sufrida en su juventud cuando luchaba en el gimnasio, y la misma desproporción física que el divino Homero notó en Ulises, es decir, que sus piernas eran demasiado cortas para su cuerpo. Su piel era excesivamente blanca y no cambiaba de color ni siquiera bajo el más tórrido sol de Egipto o España; a lo sumo se le cubría moderadamente de pecas, de manera que si dos pecas se llegaban a juntar él solía exclamar: «¡Esto es lo más que me dejas aproximar a un bronceado viril, oh Febo!». A menudo padecía afecciones del estómago y pulmones, pero no por eso sentía envidia de los dioses, y se sabe que dijo lo siguiente: que, puesto que sus padres le habían dejado un rico legado de salud, el único culpable era él mismo si desperdiciaba este obsequio mediante prácticas insalubres.
Después de recibir su espadín de madera y habiendo colgado las armas y el casco en el templo de Marte, reanudó sus estudios de retórica, insertándose entre los oxonianos. Mas a partir de aquel momento determinó no contemplar a ningún hombre como su patrón sino ser siempre su propio amo; esta resolución, confirmada con un juramento a la infernal Hécate, la mantuvo obstinadamente durante toda su vida.
En el año funesto que contempló la ruina tanto de los prestamistas como de los mercaderes de grano, acontecimiento que sembró pobreza en todos los rincones del mundo, Gravesa se desterró voluntariamente, eligiendo para su retiro la gran isla baleárica. Algunos dicen que partió apresuradamente, cubriéndose con una oscura capa para así eludir a los lictores, porque estaba acusado del crimen capital de asesinato, y que dio órdenes a sus libertos para que le enviasen sus bienes domésticos secretamente por mar, ante el temor de que fuesen confiscados; lo cierto es que durante los siguientes seis años se mantuvo recluido en la villa baleárica que había mandado edificar, sin desplazarse siquiera a la península hispana, y practicando rituales extraños y secretos de los que nada se sabe con certeza.
Casóse dos veces, ambas esposas siendo britanas de generosa cuna, y tuvo cuatro hijos del primer matrimonio y un número igual del segundo. Se familiarizó con varias lenguas vernáculas, y además de la suya propia y del latín y griego, hablaba todas ellas con más fluidez que exactitud o elegancia. Sus vicios eran pocos, aparte de una gula desmesurada. Como él mismo confiesa en una carta, sentía un especial deleite por el pan basto untado con ajo y mojado con aceite de oliva; y por la salchicha de cerdo crudo y grasoso por la que es notoria la isla de su elección. A esta debilidad habría que añadir, sin embargo, un orgullo severo y cierto menosprecio no sólo por su aspecto personal sino —excepto en ocasiones formales— por los buenos modales en la mesa. Su hija mayor, por más que lo amaba y lo honraba, solía quejarse en público de su costumbre de calzarse dos socci de diferente color, uno en el pie izquierdo y el otro en el derecho; y de que su cabello estaba a veces untado de miel y rociado de hojas secas. Además, uno de sus ex esclavos ha informado que en una ocasión, al levantar la tapa de un plato de setas excepcionalmente suculento durante un banquete de cumpleaños, Gravesa preguntó ansiosamente: «¿Son todas para mí?». Jamás fue su orgullo tan poco provechoso como cuando rechazó hacer lo que sus amigos más experimentados le imploraban, a saber, escribir el mismo libro varias veces, cambiando sólo los nombres y las escenas, y complaciendo así a las multitudes que siempre gozan cuando se les recuerda lo que ya han saboreado en otras ocasiones y todo aquello a lo que están acostumbrados. Es más, cuando le hicieron esta súplica, acompañada de lágrimas y tirones de plateadas canas, él, empeñado en un cambio de tema, preguntó con malhumor: «Señores, ¿acaso os gustaría que me hiciera rico inventando una fórmula para dibujar conejos cómicos?». Luego subrayó sus palabras con la siguiente aguda improvisación, declarando magistralmente que la difícil escansión de «conejos» (cûnicûli) no debería ser motivo para negarles la gloria de entrar en sus hexámetros.
Pintori species comucorum cuniculorum
Laetius oceurrens mores mercede subegit,
Heu! trágica at persona tegit nunc ora jocosi
Insidiis capti comicorum cuniculorum
(Halló una fórmula para dibujar conejos cómicos / La fórmula muy provechosa resultó / Mas al final no pudo cambiar las costumbres trágicas / Que la fórmula de los conejos creó.)
Otras veces compuso tanto prosa como verso con gran dificultad y muchas tachaduras, de manera que con frecuencia sólo quedaban para Felix, su amigo y transcribidor, dos o tres palabras garabateadas en el margen de las tablillas de cera; e incluso éstas estaban destinadas a la anulación antes de concluir la obra.
Se dice que, mientras Vinstonius el Dictador descansaba después de la caída de Hirieras, Gravesa (a quien había dado repetidas muestras de favor) le leyó sus obras poéticas durante doce días consecutivos, sentado sobre un banco en una sala de descanso del Senado; y que el consul Atlaeus relevaba al poeta cada vez que el cansancio se hacía notar en su voz, Sin embargo, aunque es verdad que Gravesa visitó Londinium por estas fechas, es difícil creer en este relato. Pues Vinstonius no relajó su tensa mente ni un solo día después de esta gran victoria, siendo su empeño el de acallar las victoriosas voces de sus aliados escitas. Ademas, aunque ahora muchos críticos urbanos y sabios gramáticos alaben los versos de Gravesa por su sabor áspero y su curiosa calidad, él mismo siempre leía sin dramatismo y con voz ronca y mirada nublada, derramando los versos de la Musa en un murmullo inexpresivo. Tampoco la recitación de Atlaeus, si hemos de dar crédito a nuestras fuentes, era tan dulce y eficaz como para cautivar el austero corazón de su poderoso colega.
La muerte de Gravesa fue presagiada por signos evidentes. La casa en la que nació se derrumbó repentinamente debido a la podredumbre seca que se infiltró en las vigas; además, una anguila de tamaño prodigioso, alzando la cabeza en el cercano lago conocido como La Laguna de los Juncos, exclamó: «Llorad, Londinensianos, pues el ocaso de la poesía se cierne sobre vosotros». Un rayo también cayó sobre el Ateneo donde su padre y un tío habían sido sacerdotes (aunque él mismo nunca disfrutó de este honor); y un fuego se produjo espontáneamente quemando quinientos libros del Museo Británico, aunque ni una sola de sus obras sufrió la más mínima chamusquina.
La maravillosa manera en que se produjo su apoteosis es de todos conocida. Estaba sentado una tarde bajo su morera baleárica, alrededor de las calendas de Mayo, conversando con amigos y nietos quienes le felicitaban constantemente por la activa inteligencia que conservaba su mente, a pesar del caduco estado de su cuerpo, cuando de pronto (por extraño que parezca) apareció una mujer luminosa, de vivacidad más que humana, hendiendo el aire con un carro tirado por dragones, aunque hay quien dice que eran palomas. Esta diosa frenó su dócil tiro y permaneció flotando en el aire a unos diez codos del suelo, ofreciendo al poeta desde allí tentaciones tan habituales como un castillo vítreo, huertas de manzanas, y una cuba de aguamiel custodiada por hermosas vírgenes. Cuando la diosa indicó a Gravesa que subiera a sentarse a su lado, sus compañeros apartaron la vista de tan ilícita escena; mas cuando, poco después, se atrevieron de nuevo a mirar, había desaparecido sin despedirse, igual que hiciera Romulus cuando desapareció de la compañía de los pastores, sus leales compañeros, en pleno centro de Roma. Así pues, se dijo: «En una ocasión parecía que Gravesa había muerto, y sin embargo regresó de los muertos; en otra, que Gravesa no había muerto, sin embargo había partido».
Por otra parte, Ganymedus Turpis, un comediante vulgar, ha introducido una escena en su pantomima «Los Poetastros», en el que se representa a Gravesa siendo muerto a cuchillazos por enfurecidas pescaderas palmesanas, a consecuencia de una enconada disputa sobre el precio de las lampreas.
Explicit Vita Gn. Rob. Gravesae.