¡Dios guarde a usted muchos años!

Rasgué el delgado sobre azul, extraje de su interior un papel aún más delgado, escrito a máquina, y me puse a leer sin el menor interés, pero de pronto di un paso atrás, como el hombre en el Libro de Amos, que apoya la mano distraídamente en una pared y le muerde una serpiente. Decía en castellano:

Haciendo referencia a una cuestión de interés para Vd. rogamos tenga la bondad de personarse en esta Jefatura de Policía cualquier día laborable del mes en curso, entre las 10 y las 12 horas.

Asunto: retirar su autorización de Residencia.

¡Dios guarde a Vd. muchos años!

Firmado: Emilio Nosecuantos.

Sello morado de la Jefatura de Policía de Palma de Mallorca.

Durante dos o tres minutos me quedé mirando aquella cosa horrible con una sonrisa cínica. «Para retirar su autorización de Residencia.» Bueno, ¡ya todo terminó!

Ya me habían avisado que en un estado totalitario cualquier cosa podría ocurrir, sin previo aviso, sin clemencia, sin sentido, pero yo no me había imaginado que pudiera ocurrirme a mí jamás. Vine a Mallorca por vez primera hace veinticinco años, durante la dictadura de Primo de Rivera; me quedé durante la subsiguiente República. Luego, un bonito día de verano de 1936 empezaron a caer bombas pequeñas sobre Palma y octavillas que amenazaban con bombas mayores, los soldados arriaron la bandera republicana, jóvenes desconocidos armados con rifles invadieron nuestro pueblo de Binijini e intentaron disparar contra el médico, a quien habían confundido con un político socialista; se suspendió el servicio de barcos a Barcelona, desaparecieron el azúcar y el café de las tiendas, cesó todo el correo, y un día el Consulado británico me envió apresuradamente una nota:

Querido Robert:

Esta tarde el buque de guerra británico Grenville procederá a la evacuación de quienes tengan nacionalidad británica; probablemente será tu última oportunidad de abandonar España a salvo. El equipaje quedará restringido a una bolsa de mano. Te aconsejo vivamente que acudas.

Rápidamente hice mi maleta con manuscritos, ropa interior y un traje apropiado para Londres.

Una hora más tarde, Kenneth, otros dos amigos y yo nos dirigíamos al puerto en el taxi que el cónsul nos había enviado tan consideradamente. Así nos convertimos en desdichados refugiados y continuamos siendo unos desdichados refugiados durante diez años más, hasta que la Guerra Civil hubo llegado a su sangriento final, y hasta que se hubo declarado la Guerra Mundial y hubo seguido su miserable cauce, y finalmente hasta que al gobierno de Franco, una vez se hubo quitado de encima el peso de sus obligaciones para con el Eje, le fue posible sancionar nuestro regreso. Lector, nunca te conviertas en refugiado, por poco que puedas, ni siquiera por aquella feliz vuelta a casa en taxi aéreo, con toda una fila de barbillas pueblerinas sin afeitar esperando tu fraternal saludo. Quédate donde estás, inclínate ante la vara y, si tienes mucha hambre, come hierba o la corteza de los árboles. Vivir en habitaciones amuebladas y viajar de país en país —Inglaterra, Suiza, Inglaterra, Francia, los Estados Unidos, de nuevo Inglaterra— añorando tu hogar, buscando el descanso sin encontrarlo, éste debe de ser el sino del propio diablo.

Esto nos trae a 1946. Regresé a Binijini, y gracias a la lealtad de los lugareños encontré mi casa casi como la dejé. Ciertos tarros caseros de tomate verde en vinagre habían madurado espléndidameme, al igual que un montón de revistas como The Economist y The Times Literary Supplement. «Y vivieron felices...», me prometí a mí mismo. Luego, en 1947, Kenneth volvió a reunirse conmigo y reanudamos nuestro trabajo juntos.

¡Y ahora esto! Para retirar la...

Pero ¿por qué? Yo no pertenezco a ningún partido político, no soy francmasón, siempre me he negado a escribir en contra o a favor de cualquier aspecto del gobierno español, y si alguna vez alguien me pregunta: «¿Qué tal en tu isla?», yo tengo la precaución de contestar: «No es mía, es de ellos». Como soy extranjero y tengo que solicitar la renovación de su permiso de residencia cada dos años, me esfuerzo por ser un invitado perfecto: callado, sobrio, neutral, agradecido y puntilloso en cuestiones de dinero. Entonces, ¿de qué crimen se me podía acusar? ¿Acaso alguien había estado protestando por una novela histórica que escribí sobre la colonización española bajo el mandato de Felipe II? ¿O por los cohetes que enciendo cada 24 de julio, que, aparte de ser mi cumpleaños, es el aniversario de la captura de Gibraltar? ¿Me había denunciado algún canónigo de la catedral por haber actuado como intérprete en una reunión semicómica de solidaridad, entre el bien alimentado coro protestante del portaaviones norteamericano Midway, y la sombría y catacúmbica Iglesia evangélica de Mallorca? ¿Dónde podría enterarme? Sin duda alguna, la policía no me daría explicaciones. ¿Qué medios tenía yo de forzarles a decir algo más que «razones de seguridad», que a fin de cuentas es lo único que nuestro propio Ministerio del Interior democrático llega a conceder? ¿O no?

Nadie me había invitado a establecerme en Mallorca; cualquier persona tenía derecho a objetar contra mi continuada presencia allí.

... Así pues, ¡éste era el motivo por el cual se habían tomado tanto tiempo meditando sobre mi solicitud para renovar aquel maldito permiso!

A mi mujer probablemente no le importaría mucho cambiar de casa, de comida y de clima. Pero ¿cómo iba a darle la mala noticia a Kenneth? Aunque sin él estaría perdido, tampoco podía pedirle que volviera a compartir el exilio conmigo; el pobre hombre casi no había disfrutado de un solo día feliz en aquellos diez largos años, eso lo sabía yo. ¿Y si nuestra larga asociación también le colocaba en la lista negra? ¡Y justo cuando iba a comprarse aquella motocicleta!

Pero ¿por qué demonios tenía que aceptarlo sin rechistar? Después de veinticinco años —después de todas las libras y dólares que había importado—, ¡y mis cuatro hijos casi más mallorquines que los propios mallorquines! Alquilaría un coche, bajaría a Palma en seguida, visitaría al jefe de Policía y preguntaría, en tonos altivos, quién era el responsable de lo que debía ser, o bien una broma de mal gusto y poco tacto, o bien un cruel atropello. (La palabra atropello, en este sentido, no tiene ningún equivalente común en inglés, porque significa derribar deliberadamente a alguien en la calle.) Después telefonearía a la Embajada británica en Madrid. Y a la Embajada irlandesa. Y a la Embajada de los Estados Unidos. Y...

Ya llegaba el coche. ¡Pobre Kenneth! ¡Pobre de mí! ¡Pobres niños! Supuse que tendría que ser Inglaterra. Y Londres, aunque en mis anteriores días de refugiado siempre me habían plagado los abscesos y las llagas cuando había intentado vivir allí. A mi mujer le encanta Londres, naturalmente. Pero ¿cómo iba a encontrar una casa lo bastante grande y barata para acomodamos a todos? ¿Y los colegios de los niños? ¿Y la niñera para el bebé? ¿Y quién cuidaría de nuestros gatos en Binijini?

Había olvidado que, como era fiesta de guardar en honor de san Sebastián, patrón de Palma, todas las oficinas estarían cerradas. No había nada que hacer hasta el día siguiente; mientras tanto, repicaban las campanas de la iglesia, me acosaban los limpiabotas, los guardias civiles ostentaban sus trajes de gala —sombreros de huevo frito y guantes blanquísimos— y la población deambulaba sin rumbo fijo por las calles, con sus trajes de domingo.

Estaba en la puerta del bar Fígaro, como en un callejón sin salida, cuando un apuesto español me saludó y me preguntó cortésmente cómo andaba de salud, cómo estaban mi familia y mi incansable pluma, comentando que era una lástima que tan pocos libros míos se pudieran conseguir en traducciones españolas y francesas. No conseguía identificarle. Seguramente sería un sastre, un recepcionista de hotel, o un miembro de Correos a quien reconocería inmediatamente si llevara puesto su atuendo normal. ¡Muy violento!

—Venga, don Roberto, ¡tomemos juntos un café!

Yo asentí tristemente, sospechando que, como todos los demás, querría interrogarme sobre literatura contemporánea inglesa. Pero, al fin y al cabo, ¿por qué no tenía que seguir complaciendo a estas gentes apacibles, sencillas y hospitalarias? La isla era de ellos, no mía. Y el bar Fígaro está lleno de recuerdos sentimentales para mí. Nos sentamos. "Yo le ofrecí mi petaca de tabaco negro y un librito de papel Marfil. Lió cigarrillos para los dos, me entregó el mío para que lo lamiera y lo pegara, encendió el mechero, ofreciéndome fuego, y dijo:

—Bueno, distinguido amigo, ¿podemos esperar pronto su visita? Me permití mandarle un recordatorio oficial ayer mismo. ¿Cuándo encontrará tiempo para venir a retirar su autorización de residencia? Allí la tenemos, debidamente firmada, y en espera de su visita, desde finales de octubre.

Tan agradecido estaba que le dediqué a don Emilio toda una hora de experta crítica literaria sobre los trabajos de grandes novelistas ingleses como Mohgum, Ootschley, Estrong y Oowohg, prometiéndole no sólo visitarle a la primera oportunidad que tuviera con la necesaria póliza de una peseta y cincuenta y cinco céntimos, sino, además, prestarle una edición argentina de contrabando con los poemas de Lorca.

¡Que Dios guarde a don Emilio muchos años! ¡Me libró de una noche sin dormir.