Capítulo XVI
AQUELLA mágica noche de finales de octubre en que gané mi tercera estrella, cuando el turno de la cena se acercaba a su fin, se produjo un cambio radical en el paladar hacia lo suave, lo dulce y lo sabroso, hacia las madalenas de pistacho y las estrellas de anís clafoutis y mi famoso sorbete de cerezas amargas. Sólo un soufflé o dos en el horno, sólo la chef de pastelería Suzanne trabajando duro en la retaguardia. Me acerqué a su puesto y juntos rellenamos de compota de Beaujolais unas crujientes tartaletas de hojaldre recién sacadas del horno y añadimos una masa de mascarpone, el toque final a mi tarte au vin. Se notaba el calor de la cocina mientras se apagaba, porque a aquella hora de la noche los fogones de Le Chien Méchant eran silenciados, uno por uno.
Los clientes del comedor dejaron sus servilletas junto a los platos, izando la bandera blanca. Desde mi pórtico de cristal, vi sus piernas estiradas en extraños ángulos bajo las mesas, sus torsos derrumbados sobre las mesas como carnosos soufflés.
Jacques y el personal seguían alborotados, aunque con menos intensidad. Ahora era el turno de las eternas restas, de la recogida de los platos manchados de salsa y los vasos de vino sin terminar, de barrer los trozos y migajas de los panecillos de encima de las mesas. Se sirvieron unos cafés reanimadores y petits fours; licores digestivos en copitas de cristal tallado y un buen habano, sacado con mucho cuidado del bolsillo del reposapiés.
—Jean-Pierre —llamé, quitándome la chaqueta—. Tráeme manteles limpios.
Una pareja australiana sentada en lo que nosotros llamábamos «Siberia» fue la primera en verme salir por las puertas batientes de la cocina, aunque no estaban seguros de que fuera yo. Sin embargo, mientras iba adentrándome más en el comedor, un murmullo se extendió por la sala. Jacques, levantando la mirada de los libros, se adelantó para encontrarse conmigo.
El conde de Broglie se hallaba en su mesa habitual del otro extremo de la sala, a la derecha, con dos socios mayoritarios de Lazard Frères como invitados suyos, y el aristócrata levantó la mano manchada de vejez para saludarme, poniéndose en pie con gran esfuerzo. Antes de darme cuenta de ello, el alcalde de París, junto con sus invitados, también se habían puesto de pie, así como Christian Lacroix, el diseñador, y ese gran actor de Hollywood, Johnny D., tímidamente escondido en un reservado con su hija. El alboroto del comedor llevó a Serge y a los demás a salir de la cocina, y se quedaron de pie al fondo de la sala para unirse a los aplausos. Y esos aplausos de clientes y personal por igual eran ensordecedores, mientras me felicitaban por mi ascenso a los escalones superiores de la alta cocina francesa.
Qué cosa tan maravillosa. De veras, ¡qué cosa!
Aquel momento, aquel momento constituía la cúspide de mi vida, con todos esos famosos y personas distinguidas en pie, y mis compañeros de cuisine, mostrándome tanto respeto. (Recuerdo haber pensado: «Mmm, no me disgusta. Podría acostumbrarme»). De modo que permanecí en medio de mi restaurante, aceptando el homenaje, haciendo reverencias con la cabeza como respuesta y dando las gracias a todo el mundo de la sala. Y, os lo aseguro, mientras contemplaba a toda esa gente, con las caras coloradas y rellenas de mi comida, de repente sentí la montañosa presencia de mi padre a mi lado, radiante de orgullo. «Hassan —le imaginé diciendo—, Hassan, los has dejado boquiabiertos. Muy bien».
Maxine bajó las escaleras de la oficina a desearme las buenas noches.
—Es increíble, chef —dijo, sonrojada por la excitación—. Hemos recibido cuatrocientas solicitudes de reserva esta noche y el teléfono no para de sonar, ahora desde América, a medida que la noticia se extiende por Internet. Ya tenemos reservado en firme hasta abril del año que viene. A este ritmo, tendremos una lista de espera de dos años a finales de mes. Mire, ha recibido mensajes urgentes de Lufthansa, de Tyson Foods y de Unilever. Deben de estar llamando para firmar algún trato comercial, non? ¿Qué ocurre, chef? ¿Por qué tiene usted esa cara tan triste?
Si pierdes una estrella Michelin, el negocio cae un treinta por ciento, pero si la ganas, sube un cuarenta por ciento. Una compañía de seguros de Lyon que vende una cobertura de «pérdida de beneficios» a los restaurantes en peligro de perder su clasificación acaba de demostrar este hecho por medio de un estudio actuarial.
—Ah, Maxine, estoy triste porque pienso en Paul Verdun. Mi amigo no pudo salvarse él, pero me salvó a mí.
La joven me pasó los brazos alrededor del cuello y susurró:
—Venga a tomar café más tarde. Le esperaré arriba.
—Gracias por la oferta. Muy tentadora. Pero no esta noche.
Les dije buenas noches a dos camareros y al chef de cuisine, Serge. Éste fue el último en marcharse, y sólo lo hizo después de besarnos y felicitarnos mutuamente otra vez y de que me diera varias palmadas más en la espalda. Finalmente dejé que se cerrara suavemente la puerta y de nuevo me quedé solo.
Eso fue todo.
Mi noche especial desapareció para siempre; entró en la historia.
Cuando el clic definitivo de la cerradura de la puerta trasera se deslizó en su lugar, empecé a bajar en picado desde la embriagadora altura de la gran actuación de esa noche. El desánimo se instaló en mí de inmediato, esa sensación familiar de depresión que sólo un tenor que saliera triunfalmente del escenario de la Escala podría comprender de verdad. Pero así era como ocurría en la cocina.
«Tantpis», como Serge siempre decía. Qué le vamos a hacer.
Hay que aceptar lo bueno y lo malo.
Me aseguré de que las ventanas estuvieran bien cerradas, así como la despensa. Arriba, en la torreta, comprobé que todos los ordenadores y luces de la oficina estuvieran apagados y recogí mi teléfono móvil y las llaves de la mesa auxiliar al bajar. Apagué las luces del comedor y eché una última ojeada al restaurante, a los globos tenuemente iluminados que pendían en la negrura, a los blancos manteles de Madagascar que arrojaban sus últimos vestigios de luz. La alarma, puesta. Entonces cerré la puerta.
La noche era fría y la hiedra que rodeaba la placa del restaurante con el bulldog ladrando estaba húmeda por el rocío nocturno. Levanté la mirada hacia lo alto de la rue Valette, hacia la colina, como cada noche. Era mi vista favorita de todo París: observar la cúpula del Panteón envuelta en el resplandor amarillento de las farolas, como un huevo pasado por agua en la noche. A continuación, cerré la puerta principal.
Era de madrugada, pero bueno, la noche en París es algo embriagador. Siempre la vida: una cariñosa pareja de mediana edad, cogidos del brazo, bajaba por la rue Valette mientras un estudiante de medicina de la Sorbona subía rugiendo en una Kawasaki roja por la colina, en dirección opuesta. Volví a casa a pie a través de los oscuros callejones del Barrio Latino hasta mi piso detrás de la mezquita del Instituto Musulmán. No era un largo camino, había que pasar la Place de la Contrescarpe y atravesar la sarta de restaurantes magrebíes baratos que poblaban la estrecha rue Mouffetard, compuesta por unas pocas ventanas que daban a la calle y en las que unos grasientos trozos de souvlaki estaban misteriosamente iluminados por una luz roja.
Sin embargo, en algún momento a mitad de la inclinada rue Mouffetard me detuve en seco. Al principio no estaba seguro, no confiaba del todo en mis sentidos. De nuevo olfateé el húmedo aire de la medianoche. ¿Sería posible? Allí estaba el inconfundible aroma de mi juventud, que llegaba alegremente desde una callejuela para saludarme: el olor a machli ka salan, el pescado al curry de mi hogar, de hacía tantos años.
Así que no pude hacer nada más que correr por los pasajes oscuros, atraído por ese hechizante olor a curry, hasta llegar a una estrecha fachada situada al final de la calle, donde encontré, apretujado entre dos desagradables restaurantes argelinos, el Madras, recién inaugurado aunque entonces ya cerrado.
Una farola emitía un zumbido en lo alto. Entorné los ojos para protegerme del resplandor de la luz y atisbé por la vitrina del restaurante. El comedor estaba salpicado de una docena de toscas mesas de madera, cubiertas con manteles de papel y preparadas para el día siguiente. En las paredes, de un amarillo brillante, colgaban fotos de la India en blanco y negro, de aguadores y tejedores y trenes atestados en una estación, enmarcadas con sencillez. Las luces delanteras del restaurante estaban apagadas, pero los duros fluorescentes de la cocina, en la parte de atrás, se mantenían encendidos y pude ver lo que ocurría en el largo vestíbulo que conducía a la cocina.
Una cazuela de guiso de pescado borboteaba en el fuego, lo que sería el plato especial para el día siguiente. Ante los fogones había un chef solitario en camiseta y delantal, sentado sobre un taburete de tres patas en el estrecho pasaje de la parte de atrás, con la cabeza derrumbada por el agotamiento sobre un cuenco de su pescado picante al curry.
Mi mano se levantó por su cuenta, caliente y plana como un chapati, y se pegó contra el cristal.
Me sentí lleno de un dolor que me desgarraba, casi hasta el límite. De un sentimiento de pérdida y añoranza por Marni y la Madre India. Por el adorable y ruidoso Papa. Por madame Mallory, mi maestra, y por la familia que nunca tuve, sacrificada en el altar de la ambición. Por mi difunto amigo Paul Verdun. Por mi querida abuela, Ammi, y su delicioso róbalo, a los que echaba de menos justo este día, nada menos.
Pero entonces, ignoro el motivo, de pie ante aquel pequeño restaurante hindú, en ese estado de intensa añoranza, de pronto me vino a la mente algo que madame Mallory me dijo una mañana de primavera muchos años atrás. Recordé que había sucedido justo en los últimos días de mi estancia en su restaurante.
Yo estaba listo para seguir mi vida; me había llegado una oferta de un gran restaurante en París, situado en la orilla derecha, detrás del palacio del Eliseo, que había atizado mi ambición para atraerme hacia el norte. Madame Mallory se tomó bien la noticia; de hecho, opinó que la oferta de premier sous-chef en un restaurante de París muy concurrido era justo lo que yo necesitaba.
—Te he enseñado lo que he podido —dijo— y ya es hora de que madures. Este trabajo se encargará de hacerlo.
Así que estaba todo decidido y se palpaba en el aire una especie de tristeza agridulce, aunque también una corriente submarina de emoción.
Sin duda, el adiós más difícil de esos días fue el de Margaret, mi compañera sous-chef. Tenía cuatro años más que yo y, si soy sincero, la aventura que tuvimos mientras trabajábamos en Le Saule Pleureur me hizo crecer.
Pero, finalmente, la relación llegó a su conclusión lógica durante esos últimos días en Lumière, una mañana en que estaba en su diminuto apartamento en el pueblo, justo encima de la pâtisserie. Era nuestro día libre y estábamos desayunando con indolencia en la mesita que había bajo la alta ventana de su cocina.
La famosa luz de Lumière entraba a través de los viejos cristales; en el alféizar había un jarrón de cristal con unas pocas flores silvestres (bellorita y genciana amarilla). Sin hablar, cada uno en su mundo, nos estábamos tomando un café con leche y un brioche con dulce de membrillo hecho por su madre. Yo estaba sentado en calzoncillos y con una camiseta, mirando por la ventana, cuando el flaco monsieur Iten y su rechoncha mujer aparecieron caminando por la rue Rollin de la mano. De pronto, se detuvieron en seco y se dieron unos suculentos besos húmedos antes de separarse, él para meterse en su Renault 5 y ella para entrar en la sede local de la Société Général.
Bajo la bata, Margaret estaba desnuda. Leía el periódico a mi lado y no sé por qué, pero alargué la mano por encima de la mesa y espontáneamente le dije:
—Ven.
Me temblaba la voz y seguía con la mano extendida, a la espera de que la mujer sentada al otro lado de la mesa me agarrase los dedos en su ciega búsqueda de contacto en el aire.
—Ven conmigo a París, por favor.
Margaret bajó despacio el periódico y me dijo (aún recuerdo esa horrible sensación en la boca del estómago) que Lumière era donde ella había nacido, donde sus padres y familiares vivían, donde sus abuelos habían sido enterrados, en lo alto de la colina. Agradecía la propuesta y me quería por plantearla, pero lo sentía, ella no podía dejar el Jura.
De modo que retiré la mano y seguimos cada uno nuestro camino.
Varios días más tarde, madame Mallory y yo nos encontrábamos en sus habitaciones privadas del piso superior de Le Saule Pleureur. Ella llevaba un chal sobre los hombros y tomaba té en su butaca favorita, mientras observaba a los petirrojos trinando en el sauce llorón que había bajo su ventana. Yo estaba sentado en el otro lado de la habitación, absorto en el estudio de De Re Coquinaria, tomando notas en la libreta de piel que hasta el día de hoy me sigue a todas partes. Madame Mallory dejó su taza de té en el platillo con un ruido deliberado y levantó la mirada.
—Cuando te marches de aquí —dijo con acidez—, es probable que te olvides de la mayor parte de las cosas que te he enseñado. No se puede evitar. Sin embargo, si has de recordar algo, me gustaría que fuera este pequeño consejo que mi padre me dio de niña, después de que un famoso escritor, extremadamente problemático, acabara de abandonar nuestro hotel familiar. «Gertrude —dijo—, no olvides que un esnob es una persona que carece por completo de buen gusto». Yo misma olvidé este excelente consejo, pero confío en que tú no serás tan estúpido.
Mallory tomó otro sorbo de té antes de dirigir intencionadamente aquella mirada hacia mí, que, incluso a esa avanzada edad, seguía siendo tan azul, penetrante y reluciente que te hacían sentir incómodo.
—No me manejo muy bien con las palabras, pero me gustaría decirte que en algún momento de mi vida extravié el camino, y creo que me fuiste enviado, quizás por mi amado padre, para que pudiera ser devuelta al mundo. Te doy las gracias por ello. Tú me has hecho comprender que el buen gusto no es patrimonio de los esnobs, sino un don de Dios que a veces puede encontrarse en los lugares más improbables y en la gente más inverosímil.
Por eso, mientras observaba al exhausto propietario del Madras agarrar un bol de un guiso de pescado simple pero delicioso al final de un largo día, de repente me di cuenta de lo que quería decirle al pesado de Le Guide Michelin la siguiente vez que me dijera cuán honrado debería sentirme por ser el único extranjero en ganar una plaza entre la élite culinaria francesa. Soltaría el comentario de Mallory sobre los esnobs parisienses, quizás dejando que la observación calara un momento antes de inclinarme hacia delante para decir, con sólo un toque de leve desprecio:
—Nah? ¿Qué piensa usted?
Pero la campana de una iglesia próxima dio la una de la madrugada y las obligaciones del día siguiente me reclamaron, removiendo mi conciencia. Eché una última mirada al Madras y luego, sin ceremonia, giré sobre mis talones para continuar el viaje rue Mouffetard abajo, dejando atrás el embriagador olor del machli ka salam, un vestigio olfatorio de quién era yo que desaparecía con rapidez en la noche parisina.