Capítulo III

LA experiencia de abandonar Bombay se parecía bastante a ciertas técnicas para capturar pulpos practicadas en algunos pueblos del Mediterráneo. Durante la marea baja, los pescadores jóvenes atan trozos de bacalao a grandes anzuelos triples unidos a estacas de bambú de tres metros de largo; trabajan en las costas más abruptas, hundiendo el bacalao bajo rocas medio sumergidas, normalmente inaccesibles por los embates de las olas. Los pulpos salen disparados de debajo de la roca y se agarran al bacalao. Lo que sigue es una batalla épica, con el pescador que lanza gruñidos y trata de arrastrar al pulpo hasta encima de la roca mediante el anzuelo asegurado al final de la estaca. Con bastante frecuencia, el pescador pierde la batalla en medio de un chorro de tinta. Si, en cambio, tiene éxito, el pulpo, atontado, termina aturdido sobre las rocas desnudas. El pescador se lanza a coger el pulpo por la abertura en forma de agalla que tiene en un costado de la cabeza y le da la vuelta a ésta, de manera que los órganos internos del animal quedan expuestos al aire. La muerte es bastante rápida.

Eso mismo fue lo que sentimos en Inglaterra. Arrancados del confort de nuestra roca, nuestras cabezas quedaron instantáneamente expuestas al aire. Por supuesto, los dos años que pasamos en Londres fueron sin duda necesarios, porque este período nos proporcionó el tiempo y el espacio que precisábamos para despedirnos de Mami y de Napean Sea Road antes de continuar nuestro camino en la vida. Mehtab lo llama con acierto «nuestro Período de Duelo», y sospecho que Southall (ya no la India, pero tampoco todavía Europa) fue la estación de espera ideal mientras nos aclimatábamos a las nuevas circunstancias. Pero todo lo veo a posteriori. En aquel momento parecía que hubiéramos ido a parar al infierno. Estábamos perdidos. Quizás incluso un poco locos.

Fue el tío Sami, el hermano pequeño de mi madre, quien nos recogió en el aeropuerto de Heathrow. Yo me senté en el asiento trasero de la furgoneta, en medio de la tía y mi recién descubierta prima, Aziza. Mi prima, nacida en Londres, era de mi edad, pero no me miraba ni hablaba conmigo, sólo se ponía los auriculares del walkman y se golpeaba el muslo para seguir el ritmo de una estridente música de baile mientras miraba por la ventanilla.

—Southall es muy buen barrio —gritó el tío Sami desde delante—. Todas las tiendas indias al alcance de la mano. Las mejores tiendas asiáticas de toda Inglaterra. Y os he encontrado una casa a la vuelta de la esquina de donde estamos nosotros. Es muy grande, seis habitaciones. Necesita algunos arreglos, pero no os preocupéis. El propietario dice que lo tendrá todo en perfectas condiciones.

Aziza era distinta de las otras chicas que había conocido en Bombay. No había nada afectado o coqueto en ella, y yo le echaba miradas a hurtadillas por el rabillo del ojo. Bajo la cazadora de cuero, llevaba cosas sexis, encajes rasgados y un leotardo negro. Además despedía calor, una poderosa mezcla de olor corporal adolescente y esencia de pachulí, y cada vez que hacía estallar su chicle como si fueran disparos nos hacía ponernos firmes.

—Sólo faltan dos rotondas más —dijo el tío Sami mientras girábamos chirriando en una glorieta en Hayes Road. Cuando, al dar la vuelta a la esquina, nos inclinamos, sentí la cálida rodilla de mi prima apretarse contra mi muslo y, de inmediato, un bate de cricket asomó bajo mis pantalones. Pero mi tía, con sus ojos de lince, pareció leer mis pensamientos, porque puso una cara larga y se inclinó hacia mí por el otro lado.

—Habría sido mejor que Sami se hubiera quedado en la India —me escupió al oído—. Esa niña. Tan joven, y ya una putilla.

—Chissst, tía.

—¡No me hagas callar! Aléjate de ella. ¿Me oyes? Sólo te traerá problemas.

Southall era la sede oficiosa de las comunidades india, paquistaní y bangladeshí de Gran Bretaña, una planicie situada en un rincón del aeropuerto de Heathrow. Su Broadway High Street se componía de una serie resplandeciente de joyeros de Bombay, tiendas de venta al por mayor de Calcuta y casas de curry Balti. Todo este ruido familiar bajo el cielo gris de Inglaterra era algo tremendamente desconcertante. Una extensión de casas adosadas divididas en pisos atestaban las calles residenciales de los alrededores y siempre se podía decir quiénes acababan de llegar de la madre India por las sábanas gastadas que colgaban en las ventanas mal ajustadas que dejaban entrar la lluvia. De noche, las esferas sulfúricas de las farolas de Southall emitían un inquietante brillo en la niebla nocturna, fruto de una humedad permanente que llegaba desde las zonas pantanosas del aeropuerto de Heathrow, que se cargaba con los olores a curry y gasoil.

Cuando llegamos, algunas calles de Southall se encontraban también de lleno en un proceso de aburguesamiento impulsado por unos ambiciosos inmigrantes de segunda generación. Papa los llamaba «pavos reales anglos» y sus casas renovadas con estuco blanco parecían infladas con esteroides: enormes extensiones cubiertas por delante y por detrás de ventanas de estilo Tudor falso, antenas parabólicas y habitaciones acristaladas. A menudo, en los senderos de entrada con forma de media luna, aparecía aparcado un Jaguar o un Range Rover de segunda mano.

Los parientes de Mami llevaban treinta años viviendo en Southall y nos proporcionaron una gran casa estucada, apenas dos calles más allá de Broadway High Street. La casa pertenecía a un general paquistaní, un refugio que el propietario ausente alquilaba a la espera del día en que tuviera que huir de su país. La casa, que enseguida bautizamos como el Agujero del General, quería ser desesperadamente como una de las rimbombantes casas de los Pavos Reales Anglo, pero no conseguía estar a la altura de su ambición. Era muy baja y fea, estrecha por delante, pero con una extensión por detrás que ocupaba casi una manzana entera hasta un pequeño jardín donde una oxidada barbacoa y una valla rota marcaban el límite de la propiedad. Un castaño enfermizo se alzaba en la descuidada calle de enfrente y, cuando nos mudamos, encontramos montones de basura delante y detrás. Recuerdo que en su interior se filtraba siempre una luz deprimente, dado que yacía a la sombra de una torre de aguas local. Las habitaciones interiores se hallaban cubiertas de un gastado linóleo o de alfombras raídas, y los restos de un mobiliario de cristal y cromo, así como las bamboleantes lámparas, no contribuían demasiado a alegrar el lugar.

Aquella casa nunca fue un hogar y siempre la asocio con el constante estrépito de una prisión: los ruidos metálicos de los radiadores, la alarmante vibración de las tuberías en toda la casa siempre que se abría un grifo, el constante chirriar y crujir de las tablas del suelo y los cristales. Y todas las habitaciones sumergidas en una humedad helada.

Papa se obsesionaba con hallar un nuevo negocio que pudiera emprender en Inglaterra para abandonar la idea apenas unas semanas más tarde, cuando alguna otra locura captaba su atención. Se imaginaba como importador-exportador de fuegos artificiales y obsequios de fiestas; luego como mayorista de menaje de cocina de cobre fabricado en Uttar Pradesh; a esto le seguía un entusiasmo para vender bhelpuri congelado a la cadena de supermercados Sainsbury.

Sin embargo, el último ataque de locura empresarial de Papa se produjo cuando estaba sentado en la bañera con el gorro de ducha de la tía encasquetado en la cabeza, y el torso, como un hirsuto iceberg, emergiendo del agua lechosa. Junto a su codo había una taza de su té favorito aderezado con garam masala y su cara estaba empapada de sudor.

—Tenemos que investigar, Hassan. Investigar.

Yo estaba subido a la cesta de la ropa sucia, observando a Papa lavarse febrilmente los pies.

—¿Sobre qué, Papa?

—¿Sobre qué? Sobre negocios nuevos… ¡Mehtab! ¡Ven aquí! Ven. La espalda.

Mehtab llegó del dormitorio y se sentó obedientemente en el borde de la bañera mientras Papa se inclinaba hacia delante y miraba por encima del hombro.

—A la izquierda —ordenó—. Bajo el omoplato. No. No. Yaar. Ése.

Desde su adolescencia, Papa había padecido un antiestético sarpullido de espinillas, granos y forúnculos por toda la ancha extensión de su espalda peluda y, mientras Mami estuvo con vida, la tarea de reventar los peores recayó en ella.

—Aprieta —le gritó a Mehtab—. Aprieta.

Papa arrugó la cara cuando Mehtab estrujó con fuerza la espinilla con sus uñas pintadas y ambos gritaron de sorpresa cuando el ofensivo bulto estalló de repente.

Papa giró la cabeza para echar una mirada al profanado pañuelo.

—Sale a montones, ¿yaar?

—Pero ¿qué negocios, Papa?

—Estoy pensando en salsas. Salsas picantes.

A partir de entonces sólo hablábamos de salsas de Madras, de nada más. «Observa cómo hago esto, Hassan», exclamaba Papa por encima del ruido del tráfico de Broadway High Street. «Antes de iniciar un negocio, investiga siempre la posible competencia, ¿no? Estudio de mercado».

El supermercado Shahee era la joya de la corona de todas las tiendas de Southall. Propiedad de una rica familia hindú de África Oriental, ocupaba toda la planta baja de un edificio de oficinas de 1970 situado al final de Broadway High Street. En algunos lugares, la tienda se hundía media planta dentro del sótano hasta la sección de los guisantes con menta y chapatis congelados, y otras veces se elevaba unos tres escalones hasta una plataforma reforzada que mostraba sólo bolsas de cinco kilos de basmati partido. Cada centímetro de la tienda estaba ocupado con estanterías hasta el techo de latas y bolsas y cajas de lo que quisieras, y era allí donde los indios desplazados como nosotros comprábamos aromáticas reminiscencias del hogar. Bolsas de judías blancas y botellas de Thums Up, latas de leche de coco y de granadina y coloridos paquetes de incienso de madera de sándalo para nuestro «placer y oración».

—¿Y eso qué es? —preguntó Papa señalando un tarro.

—Concentrado de curry de Madras, de Patak, señor.

—¿Y esto?

—Salsa agridulce de lima y guindilla de Rajah, señor.

Y Papa reseguía todo el stock de las estanterías, resoplando por su nariz tapada y haciéndoselas pasar canutas al pobre empleado de la tienda.

—Y esto es de Shardee, ¿yaar?

—No, señor, es de Sherwood. Y no es una salsa agridulce. Es un concentrado de curry, estilo Balti.

—¿De veras? Abra un tarro. Quiero probarlo.

El empleado miró a su alrededor en busca del encargado, pero el sij estaba fuera, en Broadway High Street, haciendo guardia ante las pilas retractiladas de rollos de papel higiénico rosa. Sin asistencia a mano, el joven se puso a salvo detrás de unas cajas de abolladas latas de garbanzos antes de volver a hablar.

—Lo siento, señor —dijo cortésmente—. No permitimos esa clase de prueba. Tiene usted que comprar el tarro.

—Queremos un servicio adecuado —le dijo Papa al tío Sami.

Aziza me miró, sugiriendo con gestos que nos escabulliésemos a la parte de atrás para fumar un cigarrillo.

—No a esos tontos de África Oriental —continuó Papa dando un golpecito al tío Sami en el codo, de manera que éste tuviera que levantar la vista del periódico—. Dios mío, ese estúpido chico de Shahee, como si tuviera la nariz tapada.

—Sí, sí. Muy bien —dijo el tío Sami—. El Liverpool ha ganado dos a uno.

Pero Papa era como un perro persiguiendo una rata y «servicio adecuado» se convirtió en nuestra excusa para viajar a ese misterioso lugar sobre el que Papa había oído hablar tanto: Harrods Food Hall[1]. Aquel día fue un acontecimiento memorable: la familia entera bajó al West End, donde el ajetreo de Knightsbridge nos alegró momentáneamente al recordarnos las bocinas de los coches en Bombay. Durante unos minutos nos quedamos atemorizados ante los imponentes grandes almacenes de piedra roja, bufando ante los Royal Warrants atornillados al costado del edificio. «Cosas muy importantes —nos explicó Papa con reverencia—. Significa que la familia real inglesa compra aquí las salsas picantes».

Entonces nos zambullimos a través de las puertas de Harrods, a través de los bolsos de piel y la porcelana y las esfinges de cartón piedra, echando hacia atrás la cabeza todo el camino para admirar con asombro el techo imitación de oro con incrustaciones de estrellas.

El departamento de alimentación olía a gallina de Guinea y a encurtidos. Bajo un techo idóneo para una mezquita, encontramos una sección del tamaño de un campo de fútbol dedicada por completo a la comida y sumergida en el barullo del comercio mundial. A nuestro alrededor había ninfas victorianas saliendo de conchas de almejas, verracos de cerámica, un pavo real hecho de azulejos púrpura. Junto a una barra de ostras al estilo de Hamburgo colgaban trozos de carne de plástico y el lugar estaba lleno de una fila aparentemente interminable de mostradores de mármol y cristal. Recuerdo que había un mostrador entero dedicado únicamente al bacón: «Entreverado Ahumado», «Oyster Back» y «Suffolk Sweet Cure».

—Mirad —gritó Papa, con una mezcla de placer y disgusto, ante las bandejas de cerdo bajo el cristal—. Tripas de cerdo. Haar. Y aquí, mirad.

Papa lanzaba risotadas ante la estupidez de los ingleses y las relucientes zanahorias expuestas artísticamente junto con un metro de mata de un verde furioso. «Mirad. Cuatro zanahorias, 1,39 libras por un manojo. ¡Ja, ja! Pagas por la hierba. Tienes que comértelo todo. Como los conejos».

Caminando bajo arañas victorianas, pasamos de una sala a otra supervisando productos llegados de todas las esquinas del globo de los que nunca habíamos oído hablar y las risotadas de Papa se iban haciendo cada vez más raras. Es la expresión confusa de su cara lo que yo recuerdo, mientras daba golpecitos al cristal, contando treinta y siete tipos diferentes de queso de cabra, cada uno de ellos con un nombre exótico como Pouligny-Saint Pierre y Sainte Maure de Touraine.

De repente, comprendimos que el mundo era un lugar espantosamente grande y teníamos la prueba ante nosotros: avestruz ligeramente ahumado de Australia, ñoquis italianos, patatas negras de los Andes, arenque finlandés y salsas cajún. Y tal vez lo más sorprendente de todo, pero claro como el agua: el rico filón de muestras culinarias de la propia Inglaterra, creaciones que sonaban de maravilla, como pastel de patito con manzana y calvados, lomos de conejo marinados en cerveza, o salchichas de venado con setas y arándanos.

Resultaba totalmente abrumador. Un empleado de seguridad de Harrods, ataviado con un chaleco y con auriculares en los oídos, andaba alrededor de nosotros.

—¿Dónde están las salsas indias, por favor? —preguntó Papa con mansedumbre.

—Abajo en la Despensa, señor. Pasadas las especias.

Pasamos por delante de los caramelos de gelatina de la sección de Dulces, bajamos por las escaleras mecánicas y cruzamos Vinos hasta llegar a Especias. Allí la mano de Papa se levantó con un breve resquicio de esperanza, que sin embargo se rompió enseguida a la vista de más etiquetas cosmopolitas: tomillo francés, mejorana italiana, bayas de enebro holandesas, hojas de laurel egipcio, mostaza negra inglesa e incluso —la última bofetada— cebolletas alemanas.

A Papa se le escapó un suspiro. Y ese sonido me rompió el corazón.

En un rincón, casi escondidas detrás de los paquetes de algas y jengibre rosa japoneses, se veían unas escasas contribuciones simbólicas de la India culinaria. Varias botellas de Curry Club. Varias bolsas de chapatis. El mundo entero de Papa reducido casi a nada.

—Vámonos —dijo, decaído.

Y eso fue todo. Se acabaron los planes ingleses.

Harrods destrozó a Papa por completo y, poco después, éste sucumbió a la depresión que debía de estar acechando detrás de su frenética búsqueda de una nueva labor. Porque en lo sucesivo, hasta que nos fuimos, Papa se pasó su estancia en Inglaterra sentado como un nabo en el sofá de Southall, contemplando sin decir palabra la televisión por cable urdu.