Capítulo XIII
—ESTOY furiosa. Nada más que furiosa.
Madame Verdun, sorprendida de su propia vehemencia, rápidamente dirigió otra vez su atención a la mesita para servirme un té humeante en una porcelana que había pertenecido a su abuela. Estaba sentada en el borde de un sofá blanco de seda exquisitamente bordado con aves del paraíso y la imagen que recuerdo ahora es la de una mujer irritada, sentada muy recta y rígida entre una nube de gasa blanca, con el cabello en forma de intrincado capullo de hebras finamente tejidas y translúcidas, como si un chef hubiera aplicado un soplete al azúcar para tejer una red de filamentos caramelizados a través de su cabello.
Al otro lado de la puerta cristalera que había detrás de la viuda, el jardín de Le Coq d’Or, lleno de camelias, salvia y arándanos en flor, era un derroche de color. Traté de no dejar que mi atención se desviara hacia la encantadora escena que se desarrollaba en el exterior, por encima de su hombro, pero debo confesar que no tuve éxito, pues me fijé en los pinzones de pecho amarillo y en las ardillas grises que corrían de acá para allá alrededor de un alimentador de pájaros, mientras un grupo de mariposas monarca revoloteaban como si estuvieran borrachas a través de la neblina púrpura de un arbusto de las mariposas. Era todo mucho más atractivo que la penumbra del salón privado de madame Verdun, donde la muerte de Paul seguía pesando en el aire y donde el suelo de piedra estaba frío y las luces, tenues para una casa en luto.
—Nunca le perdonaré, y cuando Nuestro Señor me llame, haré que Paul pague por lo que ha hecho. Se lo prometo, ese imposible marido mío se llevará un sermón. O algo peor.
Sus blancos dedos huesudos agarraban con fuerza la curva descendente del asa de la tetera.
—¿Un terrón o dos?
—Dos, y leche, por favor.
La viuda me tendió la taza, llenó la suya y durante unos incómodos momentos nos mantuvimos en silencio. El único sonido que se oía en la habitación era el tintineo de las cucharillas de plata con que ambos removíamos el té.
En los días inmediatos a la muerte de Paul, la información se empezó a filtrar, gota a gota, a medida que sus amigos, colegas y la prensa se enteraban de los detalles de sus últimas horas. Ese fatídico día, Paul se levantó, como de costumbre, a las 6:15 AM (su mujer y él dormían en habitaciones separadas). Tomó su habitual desayuno, consistente en un ejemplar de Le Monde, dos huevos escalfados con salsa holandesa, un tomate al horno, un bollo, salchichas asadas de venado y arándanos traídas de Escocia y una pera de Anjou pelada. Ayudaban a la digestión dos vasos de agua del manantial de Montecatini, en Italia, mientras que una tacita de expreso era utilizada una y otra vez, en palabras de Paul, para «poner en marcha el corazón de un salto».
Paul pasó las dos siguientes horas con su contable, lo que suponía un ligero desvío en su rutina, ya que normalmente llevaba a cabo la revisión de sus asuntos financieros a finales de la semana, antes de dirigirse a la cocina de Le Coq d’Or. Allí ofreció una clase magistral a una docena de estudiantes procedentes del Instituto Culinario de Norteamérica («el maldito CIA», como Paul solía decir). Los cocineros norteamericanos serios habían viajado especialmente hasta Courgains para aprender del chef Verdun cómo preparar su conejo avec morelles y, por lo que relataron sus propios empleados, no realizó el espectáculo que normalmente hacía. Era evidente que estaba agotado.
En un momento dado de la mañana, Paul se quedó mirando a la nada a través de la cocina y a continuación, se excusó. En el vestíbulo, de camino por las escaleras hacia la bodega, recogió la Holland & Holland de calibre 12 que utilizaba para cazar perdices y, una vez abajo, entre los estantes de vino con control de la temperatura, sacó una botella de champán Charles Heidsieck Brut Réserve, cosecha de 1976, y se sirvió una copa.
Según el forense, las marcas con forma de media luna y unos ligeros moratones sugerían que, durante un rato, había apoyado la frente contra la boca del cañón de la pistola (mientras sorbía champán añejo de una flauta de cristal) antes de agacharse para, sin ceremonias ni explicaciones, apretar el gatillo.
—¿No dejó ninguna nota? ¿Que no haya aparecido más tarde?
—No —contestó madame Verdun con amargura—. Testamento, sí, uno que se dispuso hace unos años, pero ninguna nota de suicidio. No tuvo conmigo ni siquiera ese detalle.
Nunca me entusiasmó la anticuada manera de hablar de madame Verdun, que siempre me sonó como un intento deliberado de hacer saber a los amigos de Paul que ella era de una estirpe «mejor» que su autodidacta marido.
—Pero sé por qué se mató Paul.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto. Fueron los inspectores de Gault Millau y Le Guide Michelin Rouge los que lo mataron. Tienen sangre en las manos… Estoy consultando a mi abogado. Vamos a entablar un pleito.
—Lo siento. No comprendo.
Madame Verdun me miró fijamente con expresión vacía antes de dejar la taza y el platillo encima de un posavasos, cerca de un libro de gran formato sobre jardines etruscos. Se inclinó hacia delante y frotó la mesita con la palma de la mano, como si hubiera descubierto una mancha.
—Bien, chef —dijo finalmente—, usted parece ser el único de los amigos de Paul en no saber que la edición de otoño de Le Guide Michelin Rouge iba a reducir al chef Verdun a dos estrellas. El día antes de su muerte recibió una llamada de un periodista de Le Fígaro, pidiéndole su opinión al respecto. Es cierto que sólo eran rumores, pero el reportero confirmó nuestros peores temores: monsieur Barthot, el directeur général de las guías, había aprobado en persona esa decisión. De modo que fue este acto de Barthot, injustificado y caprichoso, lo que condujo a Paul a su muerte. Estoy segura de ello. Naturalmente, no tenía fuerzas para luchar contra la decisión de la guía, y debería haberlo visto usted estas últimas semanas, desde que Gault Millau le redujo a quince puntos. Estaba como vacío, totalmente desesperanzado. Y, usted lo sabe, el índice de ocupación del restaurante bajó de inmediato cuando la nueva clasificación de Gault Millau se hizo pública. Cuando pienso en ello, me enfurezco. Pero esté atento. Les daré a Gault Millau y a ese tipo, Barthot, un par de lecciones. Los hago personalmente responsables de la muerte de Paul.
—No lo sabía. Lo lamento mucho.
La habitación se llenó nuevamente de nuestro silencio.
Pero las cejas de madame Verdun, arqueadas y finamente dibujadas, así como la lastimera expresión de su cara, sugerían que quería que dijera algo más, así que me apresuré a añadir:
—Desde luego, los críticos están totalmente equivocados. No cabe duda. Si puedo ser de alguna ayuda en este asunto, por favor, hágamelo saber. Ya sabe cuánto admiraba a Paul…
—Oh, cuán amable de su parte. Sí. Deje que piense… Estamos recogiendo testimonios de sus colegas, como parte del preámbulo de la demanda.
Sin embargo, por la curvatura de sus labios, estaba claro que mi estatus de dos estrellas no era lo bastante elevado para tan importante tarea y que en realidad ella tenía en mente otra misión para mí.
—No estoy segura de que ésa sea la mejor forma de usar sus talentos —acabó por decir.
Yo consulté mi reloj. Si me marchaba en los próximos diez minutos, me toparía con la hora punta, pero aún podría estar de vuelta en Le Chien Méchant para la cena.
—Madame Verdun, usted me pidió que viniera por una razón concreta, ¿verdad? Por favor, hable con libertad. Somos amigos y debe saber que yo deseo ser de ayuda a Paul en lo que pueda.
—En efecto, le pedí que viniera por una razón, chef. Qué perspicaz es usted.
—Por favor, cuénteme.
—Vamos a celebrar un funeral por mi difunto marido.
—Por supuesto.
—Es deseo de Paul. Dejó las instrucciones específicas en su testamento, que establecen que, después de su muerte, quiere que un centenar de amigos asistan a una cena. Incluso había apartado los fondos en una cuenta especial para esta comida conmemorativa. Ya sabe que Paul siempre fue un poco raro, y, al decir «amigos», bueno, hay que tomar esta palabra en sentido amplio. En realidad, la lista de invitados que acompaña su testamento es todo un Quién es Quién de la haute cuisine francesa, con todos los mejores chefs, clientes gourmands y críticos invitados a despedirlo, aun cuando no podía soportar a la mayoría de ellos… Sinceramente, se trata de una petición muy extraña.
La máscara tras la que Anna Verdun se había camuflado se cayó y, de repente, la mujer se vio superada por la tragedia de la muerte de su marido. Tuvo que dejar de hablar durante unos momentos.
—Dígame, chef, ¿invitaría usted a todos sus enemigos a su funeral? Simplemente, no lo comprendo. Debe de ser una especie de alarde desde más allá de la tumba, pero no lo sé. Sencillamente, no lo sé. A decir verdad, nunca entendí del todo a mi marido. Ni en la vida, ni en la muerte.
Fue la primera y única vez que vislumbré lo que había detrás de la apariencia glacial de la mujer. La perplejidad de su cara y el dolor de su incomprensión me conmovieron profundamente, y de forma espontánea alargué el brazo por encima de la mesita para darle unos golpecitos en la mano.
No le gustó nada en absoluto, porque rápidamente la retiró, sorprendida por el contacto físico, y luego disimuló su incomodidad buscando un pañuelo en la manga.
—Pero éstos fueron los últimos deseos de Paul, así que los honraremos.
Se enjugó una lagrimita del rabillo del ojo, se sonó y a continuación volvió a meterse el pañuelo en la manga de su blusa de gasa.
—Ahora bien, en todas estas instrucciones específicas para el funeral, Paul quiere, y cito textualmente, «al chef más talentoso de toda Francia para despedirme».
Me miró, y yo la miré a ella.
—¿Sí?
—Bueno, parece ser que él pensaba que era usted. Yo, si he de serle franca, no estoy completamente segura de por qué le tenía en tanta estima. Tiene usted sólo dos estrellas, ¿no? Pero en una ocasión me comentó que usted y él eran los únicos artículos auténticos de Francia. Cuando le pregunté qué quería decir, contestó: «El resto de esos cabrones heredaron sus restaurantes. Hassan y yo somos autodidactas, los únicos chefs de Francia que tienen una auténtica vocación».
Esbozó una sonrisa temblorosa y esta vez, a su pesar, alargó el brazo sobre la mesa para tocarme la mano.
—Hassan, si es que puedo llamarle así, ¿se encargaría usted de supervisar la cena en memoria de Paul? ¿Haría eso por mí? Sería un alivio saber que la cena está en sus hábiles manos. Por supuesto, no tendrá que estar en la cocina en persona, estará fuera con el resto de nosotros, pero sería merveilleux que pudiera controlar el menú, como Paul quería. ¿Es mucho pedir?
—En absoluto. Será un honor, Anna. Considérelo hecho.
—Qué amable de su parte. Me siento muy aliviada. Imagínese, una cena para un centenar de gourmands. Vaya carga para una viuda. Sencillamente, no estoy en condiciones de organizar semejante cosa.
Nos pusimos de pie y nos abrazamos con rigidez. De nuevo expresé mis condolencias antes de dirigirme, todo lo deprisa que pude sin parecer grosero, hacia la puerta de entrada.
—¡Le haré saber la fecha del funeral! —gritó.
Me escabullí por la grava hasta mi baqueteado Peugeot, pero ella siguió hablando desde el peldaño de la escalera mientras yo buscaba las llaves.
—En realidad, Paul sólo sentía afecto por usted, Hassan. Una vez me dijo que usted y él estaban «hechos de la misma pasta». Yo pensé que era una expresión más bien ingeniosa para un chef. Creo que, cuando él le miraba a usted, se veía a sí mismo de joven.
Cerré de golpe la puerta del coche, levanté con torpeza una mano para realizar un último saludo y a continuación partí con tanta rapidez que creo que la salpiqué con grava. Pero en el entrecortado viaje de regreso a París por las carreteras secundarias de Normandía, por los suburbios de la banlieue de París, a lo largo de la périphérique y luego a través de la serie de luces del centro de la ciudad, sólo podía pensar en una cosa.
—No me parezco en nada a ti, Paul. En nada en absoluto.
Un sol azafrán se estaba poniendo sobre el Sena como si fuera de película cuando el establishment culinario de Francia —corpulentos hombres de corbata negra y mujeres delgadas como juncos con centelleantes vestidos— subía las escaleras del Musée d’Orsay mientras los paparazzis, detrás de las cuerdas de separación, disparaban con voracidad sus flashes.
Elegancia hasta en el último detalle. Toda la gente importante de la haute cuisine francesa estaba en la cena conmemorativa de Paul aquella noche de junio, como incluso los periódicos mencionaron al día siguiente. Se repasaron las listas de invitados, se recogieron chaquetas y chales, los invitados desfilaron dentro de sus tafetanes almidonados y suaves sedas hasta la primera planta del museo, para tomarse un champán bajo el Gare Saint-Lazare de Monet y el Circus de Seurat. Pese a lo triste de la ocasión, en el aire flotaba una emoción como la del festival de cine de Cannes y la charla de cóctel que resonaba entre las paredes del museo acabó por alcanzar el nivel del estruendo de una sala de llegadas de aeropuerto. Por fin, cuando empezaba a hacerse excesivo, sonó un timbre y un magnífico barítono anunció que la cena estaba servida, y los invitados marcharon flotando hacia el salón principal, hacia el mar de blancas mesas y jarrones con lirios de largos tallos.
Anna Verdun, con el cabello cardado y cargada de diamantes, se sentaba majestuosamente en la mesa principal en una columna de seda azul cobalto. Habían cambiado muchas cosas desde hacía un mes, cuando fui a visitarla a Le Coq d’Or, porque el canoso directeur général de Le Guide Michelin Rouge, monsieur Barthot, ahora se sentaba a su derecha, entreteniendo a los invitados con sus divertidas historias extraídas de las vidas y aventuras de los grandes personajes culinarios.
Durante las semanas precedentes, el asesor legal de Paul, que también se sentaba en la mesa de madame Verdun aquella noche, había logrado convencer a la viuda de que un pleito la dejaría sin blanca, supondría una fuente de continuos trastornos emocionales e inevitablemente no produciría los resultados deseados. En vez de eso, le recomendó negociar un arreglo para salvar las apariencias directamente con monsieur Barthot.
Fuimos testigos del desenlace una semana antes de la cena conmemorativa de Paul, cuando Le Guide, como la llamábamos, sacó anuncios a página entera en los principales periódicos de todo el país saludando la obra de toda una vida de «nuestro querido amigo fallecido, el chef Verdun». Según los datos de mi hermana, experta en cotilleos, el responsable de cerrar el trato fue monsieur Barthot con su promesa de conseguir el apoyo del chef Mafitte, que no sólo elogiaba al chef Verdun en los anuncios de la Guía Michelin, sino que incluso estaba en la cena, sentado a la izquierda de la viuda de Paul, dándole golpecitos en la mano.
Paul se habría sentido furioso.
Anna Verdun me había relegado a la mesa diecisiete, al fondo de la sala. Sin embargo, resultó que la mesa estaba debajo de una de mis pinturas favoritas, un bodegón de Chardin titulado Perdiz gris, pera y cepo sobre una mesa de piedra, y yo lo consideré un buen augurio. Además, mi asiento junto a la entrada de la cocina resultaba inmensamente práctico, ya que podía mantener la vista fija en el personal que entraba y salía con la cena, y me pareció que la compañía en la mesa diecisiete era mucho más entretenida que la de las mesas más «elitistas» de la sala.
Por ejemplo, estaba el recién nombrado chef del Montparnasse, André Piquot, un colega tan angelical, esférico e inofensivo como una boule de helado. También en nuestra mesa estaba la pescadera de tercera generación madame Elisabet. Aunque es cierto que la pobre mujer sufría una forma leve del síndrome de Tourette, que en ocasiones resultaba embarazoso, era por lo demás muy dulce y, por supuesto, poseía el formidable comercio de pescado que proveía a muchos de los restaurantes de máximo nivel del norte de Francia, de manera que yo estaba encantado de tenerla en nuestra mesa.
Entretanto, a su izquierda estaba el banquero gourmandy el conde de Broglie Seliére, mi vecino de la rue Valette, tan seguro de su superioridad aristrocrática que estaba más allá de las preocupaciones sobre la clase y la casta, y, hay que añadir, tan cascarrabias y de lengua viperina que no sería tolerado en muchas de las mesas más refinadas de la sala. Finalmente, a mi izquierda, el escritor norteamericano James «Harrison» Hewitt, crítico culinario del New Yorker cuyos garabatos epicúreos, en mi opinión, no eran incomparables, pero que generaba profunda desconfianza entre el establishment culinario de Francia debido a su nacionalidad y a un penetrante entendimiento bien fundamentado sobre el cerrado mundo gastronómico que les resultaba incómodo.
Todos tomamos asiento mientras se proyectaba una foto de un sonriente Paul Verdun con toca en las paredes blancas del museo. De la cocina salió un tropel de chaquetas blancas: el amuse bouche, un vaso de chupito lleno de pulpitos del tamaño de un bocado cocinados en su «esencia natural», con aceite de oliva virgen extra procedente de Puglia y una única alcaparra sobre un largo tallo. El vino —en el contexto partisano de la alta cocina francesa, comentado sin cesar en los periódicos al día siguiente— fue considerado un disparo de advertencia: un raro Château Musar de 1959, procedente del Líbano.
El norteamericano James Hewitt era un narrador de primera categoría y, al igual que yo, estudiaba en silencio al extraño grupo de personajes que ocupaban la mesa principal junto a madame Verdun.
—¿Sabe usted que tuvo que retirar el pleito? —preguntó en voz baja—. De haber seguido adelante, hubieran salido a la luz toda clase de detalles desagradables.
—¿Detalles? —repliqué—. ¿Como cuáles?
—Como que Paul era insolvente. Su imperio estaba a punto de derrumbarse.
Era una sugerencia absurda. Paul era la proeza empresarial que había detrás de un imperio gastronómico. Fue, por ejemplo, el primer chef de tres estrellas en cotizar su holding, Verdun et Cié, en la bolsa de París, y en emplear los once millones de euros de su oferta pública inicial para remodelar por completo su posada rural y crear una red de modernos restaurantes bajo el nombre de Les Verduniéres. Era bien sabido que tenía un contrato de diez años con Nestlé para crear una serie de sopas y cenas para la marca Findus del gigante de la comida suizo. Según se decía, sólo ese contrato le suponía cinco millones de euros al año y significaba la aparición de la radiante cara de Paul en todas las vallas publicitarias y televisiones de Europa. También estaba la pequeña fortuna que había ganado como asesor de Air France, más el flujo constante de honorarios procedentes de los fabricantes de mantelerías, mermeladas, cazuelas y sartenes, cubertería, cristalería, hierbas, vino, aceites, vinagres, armarios de cocina y chocolates, quienes estaban ansiosos por pagar al famoso chef grandes sumas de dinero a cambio del uso legal de su nombre.
De modo que cuando Hewitt sugirió la ridicula idea de que el imperio de Paul estaba al borde de la quiebra, contesté:
—Tonterías. Paul era un gran hombre de negocios y dirigía una operación comercial muy provechosa.
Hewitt sonrió dolorosamente sobre su copa de Château Musar.
—Lo siento, Hassan. Ése es el mito sobre Verdun. Sé de buena tinta que Paul había llegado a las últimas, estaba endeudado hasta las cejas. Estuvo recibiendo préstamos durante años, pero sin que figuraran en su estado de cuentas, así que ninguno de los accionistas de su compañía sabía lo que estaba pasando. La bajada en la clasificación en Gault Millau le hizo daño: las reservas en Le Coq d’Or habían caído desde su degradación y Air France pensaba despacharlo como consultor. De manera que se encontraba en la clásica situación apurada, luchando por encontrar dinero para pagar sus deudas mientras su imperio empezaba a declinar. No hay duda al respecto. La pérdida de una estrella Michelin en otoño habría rematado la cuestión.
Me quedé anonadado, sin habla. Pero, de repente, una riada de camareros salió de la cocina y tuve que concentrarme mientras traían una sencilla «ostra en un caldo clarito», seguida muy poco después por una ensalada de endivias belgas aderezadas con pedazos de cordero ahumado noruego y huevos de codorniz.
Por el rabillo del ojo pude ver al chef Mafitte inclinándose para susurrar algo al oído de Anna Verdun; ésta se volvió hacia él con un gesto infantil, riéndose mientras levantaba la mano para tocarse el cabello lleno de laca.
Cruzó por mi mente aquella vez en que mi antigua novia y yo visitamos Maison Dada en la Provenza. Hacia el final de la comida, el guapo chef Mafitte se acercó a nuestra mesa para saludar. Con su ropa blanca, era la bronceada y viva imagen de una celebridad culinaria de inmenso encanto y, en su presencia, de inmediato me vi reducido a la nada. Quizás fue esta sumisión infantil por mi parte lo que le envalentonó, porque durante todo el tiempo en que estuvimos hablando del trabajo, el chef Mafitte mantuvo su mano sobre la falda de Isabelle, bajo la mesa, mientras ella luchaba heroicamente contra sus toqueteos fuera de lugar.
Cuando finalmente se marchó de nuestra mesa, Isabelle me dijo, con su brusco lenguaje de la calle parisién, que el gran chef no era más que un chaud lapin, que literalmente significa «conejito caliente» y suena más bien simpático, pero en realidad significa que para ella era un maníaco sexual peligroso. (Más tarde, me llegaron otros cuentos igual de escandalosos: parece ser que el voraz apetito de Mafitte se extendía a todas las edades y especies de viande).
De repente, me sentí indignado con Anna Verdun. Había algo cobarde y corrupto en hacer que el archienemigo de Paul se sentara con ella en la mesa, nada menos que esa noche. ¿Dónde había quedado su lealtad? Pero Hewitt debió de leer la expresión de mi cara, porque volvió a inclinarse y dijo:
—Tenga compasión de esa pobre mujer. Tiene que salir del follón económico que Paul le ha dejado. He oído que el chef Mafitte está considerando la opción de comprar Le Coq d’Or en su totalidad como parte de su expansión por el norte de Francia. Un trato con Mafitte sin duda salvaría lo que le haya quedado.
Un camarero empezó a llevarse mi plato de ensalada y aproveché la interrupción para hacerle señas al encargado y susurrarle al oído que le dijera a Serge, mi chef de cuisine, que fuera más despacio, que estaba corriendo un poquito con los platos. Cuando devolví mi atención a la mesa, Hewitt estaba inclinándose hacia delante y mirando a mi alrededor con una copa de Testuz Dezaley L’Arbelette de 1989 levantada en un brindis, mientras decía:
—¿No es verdad, Eric? El chef Verdun tenía problemas, Hassan no quiere creerme.
Los norteamericanos tienen un notable don para pisotear los sistemas sociales de otras naciones y el conde de Broglie, normalmente incapaz de soportar con alegría a los imbéciles, simplemente levantó su copa y dijo con sequedad:
—Por nuestro querido difunto, el chef Verdun. Un accidente que estaba, tristemente, esperando suceder.
El fletán en salsa de champán fue servido con un Chablis Les Clos Montrachet de 1976. El chef Piquot y yo hablamos de nuestros problemas personales; a él le estaba costando encontrar un ayudante de chef de «cocina fría» en el que pudiera confiar y yo, por mi parte, tenía problemas con un camarero que parecía reducir a propósito la velocidad con que ejecutaba sus tareas a fin de, sospechábamos, hacer horas extra (el caro azote de la existencia de los restauradores desde que Francia instituyó la semana de treinta y cinco horas).
En ese momento, Hewitt entretuvo a toda la mesa con una historia sobre la época en que él y el conde de Broglie fueron invitados a una comida de doce platos en La Page, un «templo gastronómico» de Ginebra. Al parecer, el famoso restaurante que daba al lago Ginebra era tan severo como una «iglesia calvinista en domingo», lleno de pomposos camareros y parejas mayores que no se decían ni pío el uno al otro.
—No se oía ni una sola risa en la sala, excepto las que procedían de nuestra mesa —recordó Hewitt—. ¿No es verdad, Eric?
El conde lanzó un gruñido.
En algún momento entre los platos seis y siete, a Hewitt se le antojó un Calvados, el brandy de manzana de Normandía que constituía su enjuague de paladar preferido, pero el camarero le dijo que no era posible. El norteamericano tendría que esperar hasta una o dos horas más tarde, después de los quesos, cuando correspondía beber un brandy dulce; entonces el camarero estaría feliz de servirle un licor.
—Tráigale su Calvados immédiatement o le abofetearé —le espetó el conde de Broglie.
El camarero, pálido como la cera, salió corriendo y regresó, en un tiempo récord, con el brandy solicitado.
Todos rompimos a reír con esta historia, menos el conde de Broglie quien, al recordar esa noche en Ginebra, parecía irritarse otra vez y murmuraba:
—Qué impertinencia. Qué impertinencia tan increíble.
Y aunque yo me reía, no estaba libre de preocupación por completo puesto que, en el fondo de mi mente, seguía pensando en lo que Hewitt me había dicho de las finanzas de Paul y el tremendo apuro en el que debía de encontrarse mi amigo cuando se quitó la vida. La idea de que ni siquiera uno de los mejores hombres de negocios en el campo de la gastronomía pudo hacer de su restaurante de tres estrellas un éxito económico era demasiado terrible para contemplarla.
—¿Se encuentra usted bien, chef? —preguntó la sensible madame Elisabet, antes de poner a todos alerta con un «¡Hijo de puta!».
Puse rectos la cucharilla y el tenedor de postre en la mesa, encima de mi plato.
—Estaba pensando en Paul. No me acabo de creer el follón en que estaba metido. Si eso le pasó a él, le podría suceder a cualquiera de nosotros.
—No se sienta abatido, chef —dijo el conde de Broglie—. Verdun perdió el rumbo. Ésa es la lección que hay que sacar de todo esto. Dejó de crecer, fin de la historia. Yo estuve en Le Coq d’Or hace seis meses y, si quiere que le diga la verdad, la comida era a lo sumo mediocre. El menú era el mismo de hace diez años, no había cambiado ni un poquito. En su ambición por construir un imperio, Verdun apartó la mirada de su cocina, que era su fuente de ingresos, y a continuación, cuando se distrajo tanto con el ruido del circo, se olvidó también del aspecto básico de su negocio. De manera que, en efecto, se encargaba tanto del lado creativo como del comercial, algo muy admirable, sí, pero, en realidad, sólo les dedicaba una atención superficial. Corría y corría, pero sin tener un objetivo. Cualquier hombre de negocios le dirá que ésa es una receta para el desastre. Desde luego, pagó el precio.
—Supongo que tiene usted razón.
A los franceses no hay nada que les guste más que una discusión filosófica sobre el modo correcto de llevar una vida plena, por lo que ninguno de nosotros se sorprendió cuando el chef Piquot afirmó:
—Amigos míos, lo más difícil, cuando uno ha llegado a cierto nivel de éxito, es permanecer fresco. El mundo cambia muy deprisa a nuestro alrededor, ¿no? De modo que, por difícil que sea, debemos abrazar la vie. La clave del éxito es cambiar constantemente con los tiempos.
—Eso es sólo palabrería, un tópico —espetó el conde de Broglie.
El pobre chef Piquot se quedó como si le hubieran abofeteado. Para empeorar las cosas, madame Elisabet añadió inmediatamente:
—¡Estúpida jodida bruja!
Pero Hewitt, viendo lo herido que quedó el chef tras este ataque desde dos flancos, añadió enseguida:
—Tiene usted razón, desde luego, André, pero creo que uno tiene que cambiar con los tiempos de una manera que renueve su esencia, no que la abandone. Cambiar por cambiar, sin un ancla, es mero capricho y sólo conducirá al extravío. Recuerde cómo Pierre Cardin se cargó aquel restaurante maravilloso, Maxims, con sus estúpidas ideas del mundo de la moda.
—Exactement —corroboró el conde—. Todos debemos luchar por permanecer en contacto con nuestro patrimonio, con quiénes somos, sobre todo durante estos tiempos modernos tan frenéticos, cuando siempre es «lo nuevo» lo que se admira y celebra. Cambiar, sí, pero del modo en que los grandes actores se transforman: agitando el exterior desde la esencia.
Por lo general, al sentirme un intruso que lucha por conseguir un asiento en una mesa llena de franceses enterados, suelo guardarme mis opiniones, pero esa noche, quizás debido a la tensión de la celebración, solté:
—Estoy harto de todas las ideologías. Esta escuela y aquella escuela, esta teoría y aquella teoría. Quizás, al final, deberíamos seguir todos los mismos criterios básicos: ¿está buena la comida o no? ¿Es fresca? ¿Satisface? Todo lo demás es irrelevante.
Mi estallido pareció liberar a madame Elisabet, porque ésta añadió, con aquella dulce voz tan incongruente con sus blasfemas explosiones:
—Siempre tengo que recordarme a mí misma por qué, antes de nada, me metí en este juego. —Extendió ambas manos con las palmas hacia arriba indicando la sala—. Miren esto. Es muy fácil dejarse seducir por todas estas tonterías, pero si uno lo hace, termina por perder el norte. Como Paul. Se dejó seducir por la bourse de París y todos esos recortes de prensa que lo aclamaban como un «visionario gastronómico». En definitiva, eso es lo que tenía que enseñarnos a todos nosotros. El perfume nunca debería encubrir el sencillo olor del pescado.
En aquel momento, la intensidad de la luz bajó y un silencio expectante se extendió por las mesas. Entonces, desde el fondo, apareció una sencilla procesión de velas, seguida de una docena de jóvenes camareros que sostenían en alto fuentes de plata llenas de perdices asadas. La sala retumbó y se oyeron algunos aplausos.
La «Perdiz de Paul, de luto», nombre que había dado al plato, era el punto culminante de la noche, tal como los periódicos recogieron al día siguiente. Debo confesar que, hasta ese momento, estuve tratando de ocultar mi terror a presentar algo así ante un auditorio tan exigente, pero los generosos comentarios que recibí de mi mesa sugerían que mi arriesgado menú había merecido la pena. En particular, sentí una gran alegría al ver que, de hecho, el conde de Broglie, que siempre llamaba a las cosas por su nombre y era incapaz de hacer una observación que no fuera sincera, partía un panecillo con gran entusiasmo antes de rebañar los últimos restos del jugo.
—La perdiz está deliciosa —dijo agitando hacia mí su pedazo de pan—. Quiero esto en el menú de Le Chien Méchant.
—Oui, monsieur Le Comte.
El plato que treinta años antes puso al chef Verdun en el mapa culinario fue su poularde Alexandre Dumas. Paul llenaba la cavidad de los pollos con puerros y zanahorias cortadas en juliana para luego perforar quirúrgicamente la capa exterior del ave, de manera que se pudieran insertar con delicadeza dentro de la piel láminas de trufa. Mientras el ave se asaba en el horno, la trufa y la grasa del pollo se fundían y sus jugos rezumaban deliciosamente a través de la carne, dejando un sabor único a tierra. Era la firma de Paul, un plato que siempre podía encontrarse en el menú de Le Coq d’Or por la bonita suma de 270 euros.
La noche de su homenaje cogí la técnica básica de su poularde y la apliqué a la perdiz, puesto que era bien sabido que se trataba de su ave de caza favorita. El resultado fue un ave de potente sabor amargo que rozaba lo salvaje. Rellené las aves con albaricoques caramelizados en vez de verduras en juliana y a continuación llené tanto de trufa negra su piel que parecían aves vestidas para un funeral Victoriano, de ahí el nombre de «Perdiz de Paul, de luto». Por supuesto, mi sommelier tuvo entonces la inspirada idea de maridar la perdiz con un Côtes du Rhône Cuvée Romaine de 1996, un robusto tinto evocador de perros que siguen, jadeantes, un rastro en una caza de verano.
Varios distinguidos críticos y restauradores, incluyendo uno de mis ídolos, el chef Rouét, se acercaron personalmente a nuestra mesa al final de la noche para felicitarme por el menú y, en particular, por mi interpretación del plato marca de Paul. Hasta monsieur Barthot, directeur général de Le Guide Michelin Rouge, descendió de las alturas olímpicas de la mesa principal para estrecharme la mano y decir, más bien con arrogancia, «Excelente, chef, excelente», antes de marcharse a grandes zancadas para hablar con alguien más importante. Y en aquel momento finalmente comprendí por qué Paul había orquestado esta cena póstuma.
Miré por encima del hombro a la mesa principal para establecer un contacto visual de agradecimiento con Anna Verdun, pero la viuda de Paul estaba en aquel momento contemplando la sala con la mirada perdida y una especie de sonrisa congelada en su rostro, mientras el chef Mafitte se inclinaba hacia ella desde su izquierda, con una mano debajo de la mesa.
No, no se lo diría, decidí. Ya tenía bastante que digerir.
Además, bastaba con que yo supiera por qué Paul había planeado esa velada.
La cena conmemorativa no era por Paul, sino por mí. Con esta comida, mi amigo había indicado a la élite culinaria de Francia que la cuisine de jus naturel no había muerto y ni siquiera podía morir, dado que la causa contaba con un nuevo gardien oficial.
Creo que se puede afirmar con rotundidad que, antes de aquella noche, yo era una figura relativamente anónima, perdida entre la cantidad de chefs competentes y talentosos de toda Francia que contaban con dos estrellas; sin embargo, después de aquella velada, me vi propulsado a las categorías superiores. Incluso desde más allá de la tumba, mi buen amigo se había asegurado de que la élite gastronómica del país dejara sitio para un chef extranjero de treinta y ocho años que él personalmente había elegido para salvaguardar los principios clásicos de la cuisine de campagne de Francia.