Capítulo V

LA mujer mayor que me miraba desde la ventana del otro lado de la calle hace tantos años, el primer día en que nos mudamos a la finca Dufour, aquella cara, pertenecía a madame Gertrude Mallory. La historia que cuento es una verdad como un templo, aun cuando yo no fui testigo directo de cada acontecimiento; lo cierto es que muchos de los detalles de la historia me fueron revelados tan sólo años después, cuando Mallory y el resto me contaron finalmente su versión de los hechos.

Pero hay algo que debéis saber: madame Mallory, al otro lado de la calle desde la mansión Dufour, era una posadera procedente de una larga lista de distinguidos hóteliers, originarios del Loira. Era también, con mucho, una monja culinaria, una chef que, para cuando nosotros llegamos a Lumière, llevaba viviendo sola treinta y cuatro años en las habitaciones del desván sobre Le Saule Pleureur. Del mismo modo que la familia Bach producía músicos clásicos, así los Mallory habían criado generación tras generación grandes hosteleros franceses y Gertrude Mallory no era una excepción.

A la edad de diecisiete años, Mallory fue enviada a la mejor escuela de hostelería de Ginebra para continuar su educación, y fue allí donde adquirió una afición por la escarpada cadena montañosa que corría a lo largo de la frontera entre Francia y Suiza. Mallory, una torpe joven de lengua viperina con escaso talento para hacer amistades, se pasaba su tiempo libre haciendo excursiones a pie, sola, a través de los Alpes y el Jura, hasta que un fin de semana descubrió Lumière. Poco después de licenciarse, una tía suya murió, dejándole a Mallory una herencia, y la joven chef convirtió de inmediato su inesperado regalo en una gran mansión en la remota Lumière, ese montañoso puesto fronterizo que encajaba a la perfección con su gusto por la austera vida de la cocina.

Así que se puso a trabajar. Durante las siguientes décadas, Mallory aplicó con diligencia su excelente educación y su energía durante las largas horas que pasaba en la cocina, construyendo lo que finalmente los connaisseurs llegaron a considerar uno de los mejores hotelitos rurales de Francia: Le Saule Pleureur.

Era una clasicista por educación y por instinto. Una rara colección de libros de cocina llenaba por completo sus habitaciones privadas del desván desde el suelo al techo, un archivo que crecía como hongos por encima y alrededor de sus hermosos muebles, tales como el gueridon, una mesita redonda del siglo XVII de un solo pie, o el sillón bergère de nogal estilo Luis XV. La colección de libros era, hay que decirlo, de fama internacional y había sido recopilada con discreción a lo largo de treinta años, simplemente aplicando su buen ojo y una modesta cantidad de dinero a las librerías de lance del país y a las subastas rurales.

Su ejemplar más valioso era una edición primitiva de De Re Coquinaria, de Apicius, el único libro de cocina superviviente de la antigua Roma. A menudo, en sus días libres, Mallory se tomaba un té de manzanilla mientras se sentaba a solas en su ático con ese raro documento en su regazo, perdida en el pasado y maravillándose de la magnífica variedad de la cocina romana. Admiraba también la versatilidad de Apicius, su facilidad para manejar lirones, flamencos y puercoespines como si fueran cerdo o pescado.

Por supuesto, aun cuando la mayor parte de las recetas de Apicius era totalmente incompatible con los paladares modernos dado que se basaban en ingentes dosis de miel, Mallory poseía una mente inquisitiva. Como también era muy aficionada a los testículos, en concreto a las criadillas de toro de lidia preparadas al estilo vasco, madame Mallory, de forma inevitable y sumamente memorable, recreaba para sus huéspedes la receta de Apicius de los lumbuli, siendo lumbuli la palabra latina para designar los testículos de toros jóvenes que el chef romano rellenaba de piñones y semillas de hinojo molidas y que luego sofreía en aceite de oliva y caldo de pescado antes de asarlos al horno. Bueno, ése era el tipo de chef que era Mallory. Clásica, pero desafiante, siempre desafiante. Incluso con sus huéspedes.

Desde luego, el De Re Coquinaria era el libro de cocina más antiguo de su biblioteca. La colección se remontaba en el tiempo y documentaba siglo tras siglo de cambios y épocas en los gustos culinarios, para acabar finalmente con la versión manuscrita de 1907 de Margaridou: El diario de un cocinero de la Auvergne y la simple receta de esa campesina para la clásica sopa de cebolla francesa.

Era precisamente este riguroso enfoque intelectual de la cocina lo que convertía a madame Mallory en una chef de chefs, cuyo dominio de la técnica era muy admirado por otros destacados chefs de Francia. Era esta reputación entre los connaisseurs la que un día impulsò a una cadena de la televisión nacional a invitar a Mallory a Paris para una entrevista en el estudio.

Lumière era un puesto fronterizo bastante provinciano, por lo que no resulta sorprendente que el debut de madame Mallory en televisión significara un acontecimiento local y que los aldeanos de todo el valle se congregaran ante la FR3 para contemplar a su madame Mallory soltando un discurso sobre datos culinarios fascinantes. Mientras los lugareños sorbían un áspero mare en los bares del pueblo o en la comodidad de los salones de las granjas, una titilante Mallory explicaba en la tele cómo, durante la guerra franco-prusiana del siglo XIX, los hambrientos parisienses sobrevivieron al largo asedio prusiano de su capital comiendo perros, gatos y ratas. Se oyó un clamor de sorpresa cuando madame Mallory explicó que la edición de 1871 del Larousse Gastronómico, ni más ni menos que la Biblia de la cocina francesa clásica, recomendaba despellejar y limpiar las ratas encontradas en las bodegas de vino, mucho más sabrosas que las otras. Aconsejaba, además, informó la chef con arrogancia a la audiencia televisiva, frotar las ratas con aceite de oliva y chalotas trituradas, asarlas en un fuego de madera hecho a partir de barriles de vino y servirlas con una salsa bordelesa, pero de receta Curnonsky, por supuesto. Bueno, imaginaos. Madame Mallory se convirtió de inmediato en una pequeña celebridad en toda Francia, no sólo en la pequeña Lumière.

El caso es que Mallory nunca dependió de los contactos de su familia, sino que se ganó, por derecho propio, su lugar entre el establishment culinario francés. Se tomó en serio la responsabilidad que acompañaba a esta posición de élite y, cuando era necesario salvaguardar las tradiciones culinarias de Francia de la intromisión de los burócratas de la Unión Europea en Bruselas, tan ansiosos de imponer sus ridículas normas, escribía incansablemente cartas a los periódicos. En particular, fue su cri du coeur en defensa de los métodos de sacrificio franceses, impreso en el folleto radical Vive La Charcuterie Française, lo que tanto admiraron los creadores de opinión de la nación.

Por ello, el espacio que rodeaba la valiosa colección de libros de cocina antiguos de Mallory se llenó de premios y cartas de felicitación enmarcados, de mano de Valéry Giscard d’Estaing, el barón de Rothschild o Bernard Arnault. Su piso simplemente reflejaba una vida entera de considerables logros, incluyendo una carta procedente del palacio del Eliseo con motivo de su nombramiento como Chevalier de l’Ordre des Arts et des Lettres.

Sin embargo, aún quedaba un trocito de pared sin ocupar en su atestado piso del desván, un lugar vacío justo encima de su sillón de cuero rojo favorito. En ese rincón de su cuartel general, Mallory había colgado sus más preciadas posesiones: dos artículos con marcos dorados recortados de Le Monde. El de la izquierda anunciaba su primera estrella Michelin, otorgada en mayo de 1979. El artículo de la derecha, fechado en marzo de 1986, anunciaba su segunda estrella. Durante las dos últimas décadas, Mallory había reservado un hueco en la pared para el tercer artículo. No había llegado.

Y así estábamos. Madame Mallory había celebrado su sesenta y cinco cumpleaños el día antes de nuestra llegada a Lumière y esa noche su leal supervisor, Monsieur Henri Leblanc, junto con el resto del personal de Le Saule Pleureur, se habían reunido en la cocina a la hora del cierre para ofrecerle un pastel y cantarle el cumpleaños feliz.

Mallory se puso furiosa. Les dijo con acritud que no había nada que celebrar y que dejaran de hacerle perder el tiempo. Antes de que ellos pudieran entender lo sucedido, Mallory estaba subiendo airadamente la oscura escalera de madera de Le Saule Pleureur para retirarse a sus habitaciones privadas en el desván.

Aquella noche, cuando cruzó su salita camino de la cama, madame Mallory vio de nuevo el espacio vacío en la pared y a la vez se abrió un vacío en su corazón. Se llevó el dolor consigo a su habitación, se sentó en la cama e, involuntariamente, jadeó ante la idea que se le había cruzado de repente por la cabeza.

Nunca iba a conseguir su tercera estrella.

Mallory se quedó de piedra. Sin embargo, al cabo de un rato, se desnudó en silencio en la oscuridad y se quitó la rígida faja como si fuera la piel de un aguacate. Se encogió para ponerse el camisón y entró en el baño para realizar su ritual habitual antes de acostarse. Se cepilló los dientes con violencia, hizo sus gárgaras y se puso crema antiarrugas en la cara.

Una mujer mayor de pálido rostro le devolvió la mirada. El reloj digital de su dormitorio cambió de minuto sonoramente.

Entonces lo comprendió y fue algo tan grande, tan feo y tan monstruoso que la mujer cerró los ojos y se llevó una mano a la boca. Pero ahí estaba. Inevitable.

Había fracasado.

Nunca superaría su actual posición en la vida. Nunca pasaría a formar parte del panteón de los chefs de tres estrellas. Sólo le quedaba la muerte.

Madame Mallory no pudo dormir aquella noche. Se paseó por el ático, se retorció las manos, murmuró con amargura para sí misma comentarios sobre las injusticias de la vida. Los murciélagos revoloteaban fuera en la noche, ante su ventana, cazando insectos, mientras un perro solitario aullaba su angustia en el otro extremo del cementerio de la iglesia; juntas, las bestias parecían articular el tormento solitario de la mujer a la perfección. Pero por fin, en las primeras horas de la mañana, incapaz de soportar por más tiempo el dolor, madame Mallory hizo algo que no había hecho en muchos años. Juntó las manos y se arrodilló. Rezó.

—¿Cuál…? —susurró a sus manos entrelazadas—, ¿cuál es la razón de mi vida?

El único sonido fue el vacío. Nada.

Poco después, la exhausta mujer se encaramó a la cama y finalmente entró en una especie de estado de inconsciencia entre la maraña de sábanas.

Al día siguiente, Le Saule Pleureur estaba cerrado a la hora del almuerzo, de manera que la agotada madame Mallory se permitió, de forma excepcional, quedarse en la cama hasta más tarde de lo habitual. Pensó que había sido una paloma arrullando en su ventana lo que la había despertado, pero el ave se marchó revoloteando y ella acabó por oír el griterío, las extrañas voces y la conmoción que subían de la calle. Mallory se levantó fríamente de la cama y cruzó la habitación hasta acercarse al ventanuco del ático.

Allí estábamos nosotros: niños indios andrajosos colgando de las ventanas y torretas de la mansión Dufour.

La mujer no podía comprender lo que estaba pasando. ¿Qué era aquello que estaba viendo? Un mercedes eructando diesel. Saris amarillos y rosas. Una tonelada de equipaje manoseado y cajas amontonadas en el patio de adoquines, y el armario gris de Mami todavía atado al techo del último coche.

Y en medio de ese patio, mi padre, cual oso, levantando las manos y gritando.