Capítulo VII
—AY, Abbas, adivina quién ha reservado una mesa. La mujer del otro lado de la calle. Mesa para dos.
La tía estaba sentada detrás del mostrador de época de la entrada principal, anotando las reservas y apuntando con cuidado el número de asientos en una libreta negra. Papa gritó:
—Nah? ¿Has oído eso, Hassan? La vieja del otro lado de la calle viene a probar nuestras exquisitas creaciones.
Agarrándose a la barandilla, Ammi bajaba las escaleras, totalmente desconcertada. La tía había cerrado la libreta y se contemplaba en un espejito de polvera.
—Deja de mirarte, muchacha presumida —ordenó Ammi con voz chirriante—. ¿Cuándo se va a casar Hassan? ¿Qué me pongo? ¿Quién tiene mis cosas?
La bajaron a la cocina y le encomendaron una tarea sencilla, lo que a veces servía de ayuda. Desde luego, Ammi en la cocina era lo único que me faltaba porque, el día de la inauguración, era ya un caótico revoltijo. Yo estaba terriblemente nervioso y acababa de echar en las cazuelas unos puñados de cordero en cubos con ocra, el jugo de unos limones, un poco de anís y cardamomo, canela y pomelo triturado, además de unos guisantes. Era una confusión de tinas borbollantes, humos picantes y gritos nerviosos.
Por supuesto, Mehtab me ayudaba cortando cebolla en una esquina, pero se encontraba en un estado a medias entre lágrimas e incontrolables risitas. Y Papa me estaba volviendo loco con sus nerviosos paseos arriba y abajo por los fogones, donde las salsas borboteaban con tal fuerza que salpicaban el suelo.
—¿Qué? —preguntó la abuela—. ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué estoy haciendo?
—Todo va bien, Ammi. Estás lavando.
—¿Haciendo la colada?
—No. No. Peras. Quiero que laves las peras.
Entonces las crespas cabezas de Arash y Pranay aparecieron por las puertas batientes. Hijos de perra.
—¡Hassan es una niña, Hassan es una niña! —cantaron.
—Si volvéis a molestar a vuestro hermano —les gritó Papa—, esta noche dormiréis en el garaje.
La tía apareció de golpe por la puerta.
—¡Está lleno! ¡Está lleno! ¡Todas las mesas ocupadas!
Papa me agarró por los hombros con sus grandes manos y me dio la vuelta para que le mirara a los ojos, unos ojos que brillaban de la emoción.
—Haz que nos sintamos orgullosos, Hassan —dijo con voz temblorosa—. Recuerda, eres un Haji.
—Sí, Papa.
Por supuesto, todos estábamos pensando en mi madre. Pero no había tiempo para sentimentalismos, de modo que enseguida volví a las sartenes, a saltear vainilla con rebozuelos.
Mientras tanto, en Le Saule Pleureur, al otro lado de la calle, madame Mallory se encontraba de pie ante su impecable encimera examinando hors d’oeuvres de carpaccio de lucio y fricasé de ostras de agua dulce. Detrás de ella, el personal, sin decir una palabra, con eficiencia, preparaba la cena de la noche con un martilleo de cuchillos, el silbido de la carne a la parrilla, el chirrido de los utensilios de acero y el golpeteo constante de los zuecos de madera, arriba y abajo, en las baldosas de la cocina.
Mallory no dejaba que nada saliera al comedor sin su aprobación explícita y comprobaba con los nudillos que las ostras que tenía enfrente estuvieran calientes, a la vez que metía una cuchara en la vinagreta de trufa y espárragos del carpaccio. Ni demasiado salado ni demasiado agrio. Dio su aprobación con un gesto de asentimiento y humedeció un paño de cocina en un cuenco de agua que había junto a ella, para borrar con cuidado las huellas de dedos y manchas de salsa de los bordes de los platos.
—Para llevar —gritó—. Mesa seis.
Mallory necesitaba que todo estuviera claro, transparente, controlado. Un camarero se encontraba ante el tablón sobre el que se había recreado un plano en miniatura de las mesas del comedor haciendo una señal con rotulador azul en el apartado del primer plato, mesa seis. Este tablón de la pared permitía a Mallory saber, de una ojeada, quién estaba en qué fase de su comida y dónde.
—Apresúrate. Las ostras se están enfriando.
—Oui, madame.
El camarero pasó al otro lado del mostrador de acero de madame Mallory y deslizó los platos sobre una bandeja cubierta con un paño de lino, tapó con una tapa plateada las ostras humeantes, dobló las rodillas y, de pronto, lo llevaba todo en volandas mientras atravesaba las puertas batientes con un elegante movimiento.
Madame Mallory clavó el pedido de la mesa seis y consultó su reloj de oro.
—Jean-Pierre —llamó, por encima del estrépito de la cocina—, encárgate. Dos pedidos de pato. Mesa once.
Mallory se desató el delantal, comprobó su peinado en el espejo y empujó las puertas batientes. El almirante Richelieu ocupaba su lugar habitual junto a la ventana salediza. El jubilado oficial de marina venía de París cada año por esta época para una estancia de dos semanas. Era un buen cliente (siempre la suite nueve y el régimen completo de comidas) y madame Mallory superaba su timidez para ir a saludarle con sincero afecto cuando él levantaba la mirada del menú.
De inmediato, Mallory tuvo la sensación de que el almirante estaba más pensativo que de costumbre, más frágil a causa de la edad, pero quizás se debía a que generalmente venía a Le Saule Pleureur con una mujer mucho más joven que él; le mantenía activo. Este año el viejo perro estaba solo.
El cuadro favorito de Mallory, un óleo del siglo XIX de los mercados de pescado de Marsella, se encontraba junto al almirante y la mujer enderezó con discreción la luz del cuadro después de que otro cliente la hubiera desviado al rozarla mientras se sentaba. Un chico del pan, con uniforme de botones dorados y guantes de algodón, apareció a su lado como por arte de magia con un cesto de diversas clases de pan casero sobre el hombro.
—Acabamos de crear esta sémola de espinacas y zanahorias —informó madame Mallory al almirante, señalando con unas tenacillas de plata un panecillo de dos colores—. Tiene un toque dulce. Está particularmente bueno con la terrine de foie gras fría de esta noche, servida bajo una gelée de trufa blanca y oporto.
—Ah, madame —exclamó el almirante con una juguetona sonrisa en sus labios—. Qué dolorosas decisiones me obliga usted a tomar.
Mallory le deseo bon appétit y siguió su camino por la sala, saludando a los clientes habituales, enderezando un tallo inclinado en el centro de orquídeas y deteniéndose brevemente para susurrar algo al oído del camarero que servía los vinos. Su manga estaba manchada de vino y la mujer le ordenó que se cambiara de chaqueta.
—Immédiatement —siseó—. No debería tener que decírselo.
En el mostrador de entrada, Sophie y monsieur Leblanc recogían los abrigos de los clientes que llegaban, gente que venía de París a pasar el fin de semana, y Mallory esperó discretamente a un lado hasta que Leblanc quedó libre.
—Acabemos de una vez con esto —dijo—. Y tú, Sophie. La cinta de Satie está un punto demasiado alta. Bájala. Tiene que sonar muy flojito, como música de fondo.
La noche era negra como un boudin noir y recuerdo que las estrellas me hacían pensar en los grumos de grasa de la morcilla. Los búhos se cortejaban en la espesura de los tilos y los castaños y los troncos de los abedules bajo la luna parecían barras de plata pura en la noche.
Pero nuestra calle no estaba tan silenciosa: se percibía el brillo de las ventanas iluminadas de la mansión Dufour, la festiva cháchara de los clientes que iban llegando y el reconfortante olor a humo de abedul flotando en la noche.
Nuestro restaurante estaba ya medio lleno, y coches procedentes de toda la región atestaban la calle cuando madame Mallory y monsieur Leblanc cruzaron la corta distancia que separaba nuestros restaurantes, caminando a través de la noche negra como el carbón y aguardando su turno en la puerta de Maison Mumbai, justo detrás de monsieur Iten y su familia, compuesta de seis personas.
La voluminosa silueta de Papa apareció en el marco de la puerta inundada de luz, con su inmensa mole embutida en una hurta de seda cruda y con el pecho y los pezones peludos apretados de forma muy poco atractiva contra el brillante tejido marrón claro.
—Buenas noches —bramó—. Bienvenidos, monsieur Iten y su adorable familia. Madre mía, qué hermosos chicos tiene usted, madame Iten. Venga, haga entrar a esos bribones. Tenemos una maravillosa mesa para ustedes cerca del jardín. Mi hermana les acompañará.
Papa volvió a dar un paso adelante cuando hubieron pasado para atisbar en los escalones de piedra las siluetas dibujadas vagamente en la oscuridad de la noche.
—Aah —exclamó al reconocer finalmente a Mallory y Leblanc—. Nuestros vecinos. Buenas noches. Buenas noches. Vengan.
Sin decir ni una palabra más, Papa se dio la vuelta y cruzó lentamente el restaurante con sus babuchas blancas.
—Estamos completamente llenos —gritó por encima del estrépito del atestado local.
Pasaron por las rosas de plástico, los pósters de Air India y el elefante que barritaba, y Mallory se ajustó su chal a los hombros como para protegerse.
Papa dejó dos menús de plástico en una mesa para dos personas. Suresh Wadkar y Hariharan aullaban en urdu por los altavoces situados sobre ellos y la pared vibró visiblemente cuando, en un pasaje especialmente apasionado, estallaron el sarangi y la tabla.
—Muy buena mesa —gritó Papa por encima de la música.
Monsieur Leblanc ofreció deprisa la silla a madame Mallory, esperando evitar con ello alguna acerba observación.
—Sí, monsieur Haji, ya veo —dijo—. Muchas gracias. Enhorabuena por su inauguración. Le deseamos mucha suerte.
—Gracias, gracias. Son ustedes muy bienvenidos.
Madame Mallory cerró los ojos con horror cuando Papa bramó «¡Zainab!» tan fuerte a través de la sala que varios comensales saltaron del susto. Zainab, mi hermana de siete años, se presentó de inmediato en la mesa de madame Mallory con un ramito de pensamientos. Llevaba un sencillo vestidito blanco e incluso madame Mallory tuvo que reconocer que, bajo la luz, su piel color canela se veía preciosa contra el limpio algodón. Con timidez, Zainab tendió a madame Mallory las flores y bajó los ojos al suelo.
—Bienvenida a Maison Mumbai —dijo suavemente.
Papa sonrió de oreja a oreja y Mallory se inclinó para dar a Zainab unos golpecitos afectuosos en la cabeza, que poco antes había sido aceitada con uno de los potingues para el pelo de Mehtab.
—Charmant —comentó Mallory con frialdad, secándose la mano bajo la mesa en la servilleta de lino que tenía sobre las rodillas.
La mujer dedicó entonces su atención a Papa.
—Ayúdenos, monsieur Haji —pidió, señalando el menú—. Estamos muy poco familiarizados con su comida. Pida usted por nosotros, sírvanos las especialidades de la casa.
Papa gruñó y dejó caer pesadamente una botella de vino tinto sobre la mesa.
—Cortesía de la casa —dijo.
Madame Mallory conocía bien la etiqueta. Era el único vino malo de verdad de todo el valle.
—Non —rechazó—, merci. Para nosotros, no. ¿Qué beben ustedes con su comida?
—Cerveza —replicó Papa.
—¿Cerveza?
—Cerveza Kingfisher.
—Tráiganos dos cervezas, entonces.
Papa regresó a la cocina caminando como un pato y escupió su pedido, mientras yo cocinaba harina de maíz con cilantro en la tawa. Por sus arreboladas mejillas podía decir que la tensión sanguínea le estaba subiendo y levanté un dedo hacia él como advertencia de que se mantuviera frío.
—Mátalos —me pidió—. Mátalos.
Ahora el restaurante estaba lleno de vida y madame Mallory debió de sorprenderse al ver a tantos vecinos de Lumière ayudándonos a celebrar nuestra inauguración, madame Picard, la frutera, con una amiga, se emborrachaban con el vino de la casa, y el alcalde, con toda su familia, incluido su hermano el abogado, desgastándose con chistes subidos de tono en la mesa del rincón. Y mientras Mallory seguía paseando su mirada por la sala, el tío Mayur se acercó a su mesa y abrió, con un siseo, las botellas de cerveza.
De repente, Pranay y Arash, mis hermanos pequeños, se pusieron a correr entre las mesas gritando, hasta que mi tío agarró a Arash por el cogote y lo abofeteó. Sus aullidos se oyeron por todo el restaurante. Poco después, Ammi salió de la cocina, enfurecida con toda la gente que había en su casa, se fue directamente a la mesa del rincón y pellizcó con fuerza al alcalde. El hombre se quedó bastante sorprendido y, de hecho, soltó un juramento, por lo que Papa corrió a excusarse y a explicar la enfermedad de Ammi.
Pero todo iba bien. Los primeros pedidos salieron de la cocina, tintineando en las inexpertas manos del muchacho francés, y se oyeron muchos oohs y aahs cuando las humeantes bandejas metálicas pasaron a través del comedor con un traqueteo. El alcalde recuperó su buen humor cuando un montón de sarnosas de gambas y otra botella de vino llegaron a su mesa por cortesía de la casa. Entonces madame Mallory se puso bruscamente de pie y se dirigió a la parte de atrás del restaurante.
Yo estaba con la espalda apoyada en la puerta de la cocina y las manos y los brazos manchados por una mezcla de guindilla en polvo y grasa. Eché un poco de garam masala en una cazuela de cordero. Un bote de mantequilla licuada estalló en la encimera y yo, bastante nervioso, ordené a Mehtab que recogiera con una cuchara el líquido, que ya se había llenado de pieles de cebolla, sal derramada y azafrán, y que la pusiera en una sartén.
—Que no se pierda. No importa. Sigue estando buena.
Miré hacia la puerta.
No puedo describir la sensación que me hizo darme la vuelta de ese modo, como si una fuerte energía negativa estuviera a mi espalda, empujándome hacia delante.
Pero en el cristal de la puerta no había nadie.
Madame Mallory había visto lo que quería ver y regresó al comedor para ocupar su asiento frente a Leblanc. Le dio un sorbo a su cerveza y con satisfacción se imaginó la escena que se estaba desarrollando en su propio restaurante, al otro lado de la calle.
De fondo sonaría una suave orquestación de Stravinsky. Las campanas de plata al ser levantadas simultáneamente crearían todo un espectáculo. Se escucharía el educado sorbo de la bouillabaisse. Flotaría el fecundo aroma de orquídeas y cochinillo asado. Precisión, perfección, predicción.
—Por Le Saule Pleureur —brindó Mallory, levantando su vaso de cerveza hacia monsieur Leblanc.
El joven camarero, con la cara llena de granos, llegó con la comida. No tenía demasiada experiencia, me temo, y se limitó a dejar los cazos sobre la mesa con brusquedad. Había un recipiente de estofado de pescado de Goa, espeso y empalagoso. Pollo tikka marinado en limón con especias de color rosa, asado hasta que los bordes se habían quemado y enrollado. Una brocheta de hígado de cordero marinado en yogur, rociada con piñones crujientes, apenas cabía en un plato mellado. Las setas que espesaban una masala se veían como bultos no identificados bajo la película de aceite de tarka que flotaba en la superficie del plato. Había una cacerola de cobre de ocra y tomates, y unos tallos de coliflor en una salsa marrón bastante disuasoria, lo reconozco. El arroz amarillo se amontonaba, esponjoso, en un cuenco de cerámica, con amargas hojas de laurel enterradas bajo los granos de basmati. Luego vino un confuso despliegue de platos de acompañamiento: zanahorias en vinagre, yogur frío con pepino, pan ázimo chamuscado con algunas pústulas y ajo.
—Qué montón de comida —exclamó Mallory—. Espero que no sea demasiado picante. La única comida india que he probado, en París, fue espantosa. Tuve ardor de estómago durante dos días.
Pero los olores del restaurante habían despertado su apetito, al igual que el de monsieur Leblanc, y se sirvieron arroz, pescado, coliflor e hígado crujiente en los platos.
—No se va usted a creer lo que vi en la cocina.
Mallory tragó una cucharada de yogur y arroz y ocra y pescado.
—Los inspectores de sanidad vendrán dentro de poco. El muchacho derramó…
Pero Mallory no terminó la frase. Bajó los ojos hacia su plato con el ceño fruncido. Tomó otra cucharada, masticando metódicamente, dejando que los sabores se pasearan con sensualidad por su lengua. Sus dedos salvaron de un salto la mesa y se clavaron en el antebrazo de monsieur Leblanc.
—¿Qué pasa, Gertrude? Santo Dios. Parece usted asustada. ¿Qué ocurre? ¿Está demasiado picante?
Madame Mallory temblaba y sacudía la cabeza con incredulidad.
Tomó otro bocado. Pero ahora, toda inseguridad, toda pequeña hebra de esperanza, se habían esfumado y sólo quedaba desnuda la terrible verdad.
Allí estaba.
Madame Mallory dejó caer el tenedor con estrépito.
—Ah, non, non, non —gimió.
—Por el amor de Dios, Gertrude, dígame qué sucede. Me está asustando.
Nunca en su vida había visto monsieur Leblanc un aspecto tan aterrado. Era, pensó, la imagen misma de alguien que había perdido su razón de vivir.
—Lo tiene —siseó la mujer—. Lo tiene.
—¿Qué? ¿Qué tiene? ¿Quién tiene qué?
—El muchacho —refunfuñó ella—. El muchacho tiene lo que… Oh, qué injusta es la vida.
Mallory se llevó la servilleta a los labios para ahogar los sonidos que salían de su boca en contra de su voluntad.
—Oh, oh.
Los comensales de las demás mesas se dieron la vuelta para mirar a madame Mallory y, de repente, ésta se dio cuenta de que era un objeto que provocaba fascinación. Reuniendo toda su fuerza interior, se enderezó y se tocó el moño mientras una sonrisa helada cruzaba su cara. Poco a poco, las cabezas regresaron a su propia comida.
—¿Lo ha probado usted? —susurró Mallory.
Sus ojos estaban encendidos, como si una mezcla de chile y curry le hubiera pegado fuego a su interior.
—Rudimentario, sí, pero ahí está. Oculto bajo todo el fuego, sacado a relucir por el yogur frío. Sí, está claro que está ahí. En el punto y el contrapunto de sabores.
Monsieur Leblanc golpeó la mesa con su servilleta.
—¿De qué está usted hablando, en nombre de Dios, Gertrude? Hable con claridad.
Pero, para asombro de monsieur Leblanc, madame Mallory se cubrió la cara con la servilleta y empezó a llorar. Nunca antes, nunca en sus treinta y cuatro años como socios, la había visto llorar. Y mucho menos en público.
—El talento —dijo con voz ahogada la mujer a través de la servilleta—, el talento no se puede aprender. Ese delgaducho adolescente indio tiene ese algo misterioso que se presenta en un chef sólo una vez en cada generación. ¿Lo entiende usted? Es, simplemente, uno de esos chefs natos que son tan raros. Es un artista. Un gran artista.
Incapaz de contenerse más, madame Mallory estalló en sentidos sollozos y atormentados jadeos de dolor que llenaron el restaurante, dejando paralizada a toda la sala.
Papa llegó corriendo.
—¿Qué? ¿Qué le pasa? ¿Demasiado picante?
Monsieur Leblanc presentó sus excusas, pagó la cuenta, cogió por los codos a su angustiada jefa y se llevó a rastras a la sollozante mujer de nuevo a la calle, a su restaurante.
El perro de la iglesia aulló.
—Non, non —gemía ella—. No puedo soportar que mis clientes me vean así.
Leblanc consiguió hacerla subir por la parte de atrás de Le Saule Pleureur y luego por la escalera de los criados hasta llegar a sus habitaciones en el ático, donde la desdichada mujer se derrumbó sobre el sofá.
—Déjeme sola…
—Estaré abajo si necesita…
—¡Váyase! ¡Déjeme en paz! Usted no comprende. Nadie lo comprende.
—Como usted desee, Gertrude —dijo él, calmado—. Buenas noches.
Cerró con suavidad la puerta del cuarto de la mujer. De repente, en la oscuridad de la habitación, Mallory echó en falta la amable presencia de Leblanc y se dio la vuelta con la boca abierta hacia la puerta cerrada. Pero era demasiado tarde. Leblanc se había ido. Y la mujer mayor, completamente sola, enterró su cara en el sofá y lloró como una adolescente.
Mallory durmió muy mal aquel fatídico día de la inauguración de Maison Mumbai, dando vueltas en su cama toda la noche como un pez fuera del agua. Tuvo unos sueños que combinaban horribles visiones, gigantescas tinas de cobre en las que hervía una comida deliciosa y desconocida. Comprendió con un jadeo que era la Sopa de la Vida que buscaba desde hacía tiempo y tenía que conseguir la receta. Pero, por más vueltas que le daba, por más que intentaba agarrarse a los resbaladizos costados del recipiente, no lograba probar el potage. No paraba de resbalarse y acababa aterrizando en el suelo, desplomada, como si fuera una liliputiense demasiado pequeña para comprender el gran misterio del caldero.
Mallory se despertó con una sacudida cuando aún estaba todo oscuro, cuando los primeros gorriones gorjeaban frente a su ventana en su amado sauce, con las ramas como látigos ahora cubiertas por una gelée estacional.
Mallory se levantó con rigidez y empezó a pasear por su habitación con determinación militar. Se lavó violentamente los dientes delante del espejo del baño, sin mirarse la cara, ni las mejillas caídas, ni la amargura de sus cejas. Embutió sus blancos pechos en un duro sostén, se pasó por la cabeza un vestido de lana azul marino y le dio a su cabello un par de violentos tirones con un cepillo de acero. En un abrir y cerrar de ojos estaba bajando con estrépito las escaleras del ático y llamando a la puerta de monsieur Leblanc.
—Levántese. Es hora de ir a la compra.
En su habitación a oscuras, metido en un capullo de cálido edredón, un exhausto monsieur Leblanc se frotó los ojos. Giró su rígido cuello hacia el reloj luminoso.
—¿Se ha vuelto loca? —gritó el pobre hombre a través de la puerta—. Dios mío, son sólo las cuatro y media. Me fui a dormir hace poco.
—¡Sólo las cuatro y media! ¡Sólo las cuatro y media! ¿Cree usted que el mundo nos espera? ¡Levántese, Henri! Quiero ser la primera en las tiendas.