Capítulo IV
CUANDO los encapotados cielos de Southall se volvían demasiado grises y opresivos y anhelábamos ardientemente el color y la vida de Mumbai, Umar y yo cogíamos el metro hasta Central London, cambiábamos de tren y nos dirigíamos a los Camden Locks, al norte de Londres. El viaje era bastante largo e incómodo, pero salir de los cavernosos túneles de la Northern Line a las atestadas calles de Camden era como volver a nacer.
Allí los edificios estaban pintados de rosas y azules chillones y bajo la hilera de flácidos toldos había estudios de tatuaje y piercing, distribuidores de botas Dr. Martens y bisutería hippie hecha a mano. De estos pequeños cuchitriles mohosos brotaba una música machacona de los Clash y Oasis. Mientras bajábamos por High Street, un poco recuperados con nuestro paseo, pregoneros de pelo grasiento intentaban atraernos a tiendas que vendían cedés de segunda mano y aceites aromáticos, minifaldas de vinilo y monopatines. Y la gente rara que se apelotonaba y empujaba en las aceras, los góticos tachonados de anillos con su cuero negro y crestas verdes, las pijas de las escuelas privadas de Hampstead en busca de un toque de barriada, los borrachos dando bandazos de los cubos de basura a los pubs, todo este mar de humanidad me aseguraba que, por extraño que yo me sintiera, siempre había otros seres en el mundo mucho más raros que yo.
Ese día en particular, justo por encima del canal central, Umar y yo torcimos a la izquierda hacia los mercados cubiertos para almorzar, allí donde los antiguos almacenes de ladrillo situados a lo largo de las esclusas, los puestos y los callejones de adoquines estaban atestados de tenderetes de comida barata de todo el mundo. Había unas chicas asiáticas que llevaban gruesas gafas y gorros de papel que nos gritaban: «¡Venid, chicos, venid!», a la vez que nos hacían señas para que nos acercáramos a su tofu y sus judías verdes, a sus brochetas de pollo Thai con satai, a los woks en los que un chef de mirada enojada dejaba caer repetidamente humeantes porciones de cerdo agridulce en el arroz. Paseábamos llenos de asombro, atisbando, como en el zoo, en los puestos que vendían asado iraní, guisos de pescado de Brasil, ollas caribeñas de llantén y cabra y gruesas porciones de pizza italiana.
Pero mi hermano mayor, Umar, al cual yo seguía con obediencia en estas salidas, nos llevó directamente al Mumbai Grill, donde carteles plastificados de películas de Bollywood, clásicos de los años cincuenta como Awara o Madre India, decoraban el local. De las tinas de cordero Madras o pollo al curry que había sobre el mostrador, compramos una deliciosa porción de arroz y ocra y pollo vindaloo muy especiado, todo ello servido muy poco ceremoniosamente en una caja de poliestireno por dos libras con ochenta.
Así, con tenedores de plástico y vindaloo en nuestras manos calientes, atiborrándonos mientras caminábamos, nos sumergimos en las tripas de los mercados de Camden, desviándonos contra nuestra voluntad hacia los tenderetes que hubieran hecho soñar a Mami. Allí, los collares de cuentas de vidrio de colores, los vestidos de cóctel Suzie Wong en satén negro y rojo y los chales de plegaria, de seda pashmina, los Jamawars, colgando de perchas como vides diáfanas, constituían un derroche de colores brillantes que nos hacían pensar en Mami y en Mumbai. En un puesto situado en un rincón, bajo un toldo combado cansadamente, me detuve para estudiar estante tras estante las bolsas baratas de algodón de la India, cada una de ellas por sólo noventa y nueve peniques, de vivos colores teja, granate y aguamarina, bordadas con delicadas florecillas o cosidas con cuentas y trocitos de cristal. Me arrastraron bajo el toldo, bajo las elaboradas arañas de algodón con borlas de seda y tubos en su interior, en las que una bombilla de baja potencia arrojaba una luz amarillenta. Y allí estaban los pañuelos, los dupatta, drapeados sobre las estanterías o anudados y colgando como gruesas cuerdas de unas pinzas, rosas y florales, psicodélicos y a rayas. En la pared, un fantástico tapiz formado por pañuelos de colores cosidos juntos y que colgaban por toda la tienda mostraba el universo entero de dupattas en oferta.
—¿Sí? ¿Puedo ayudarle?
Y allí estaba ella, Abhidha, un nombre que literalmente significa «anhelo», con vaqueros ajustados y un sencillo jersey de lana negro con cuello de pico, ofreciéndome ayuda con su curiosa sonrisa.
Yo quise soltarle a bocajarro: «Sí, ayúdeme. Ayúdeme a encontrar a mi madre. Ayúdeme a encontrarme a mí mismo».
Pero lo que dije fue: «Mmm… Algo para mi tía, por favor».
No recuerdo exactamente todo lo que dijimos cuando ella me hacía deslizar la mano sobre un chal de seda pashmina de color carmesí intenso, hablándome con seriedad con aquella suave voz, mientras mi corazón dejaba de latir. Seguí pidiéndole que me mostrara alguna cosa más, de manera que pudiera continuar hablando con ella, hasta que finalmente su padre, recluido en la parte de atrás, ladró que la necesitaba en la caja. Ella me miró llena de pesar y yo la seguí a la caja, donde vacié mis bolsillos para comprarle a mi tía aquel chal carmesí, hasta que, por fin, balbuceé que me gustaría volver a verla para ir a comer o al cine, y ella respondió que sí, que también a ella le gustaría. Así fue como encontré mi primer amor, Abhidha, entre chales, a los diecisiete años.
Abhidha no era en ningún sentido una belleza clásica. Tenía, lo reconozco, una cara bastante redonda, marcada aquí y allá por varias cicatrices del pasado acné. Cuando volvimos a casa aquel día, Umar le contó a mi hermana Mehtab que yo estaba enamorado y luego añadió, con poca amabilidad: «Un cuerpo estupendo, pero una cara… Una cara como un bhaji de cebolla». Pero lo que Umar no veía, y yo sí, era que el rostro de Abhidha estaba permanentemente iluminado por la más intrigante de las sonrisas. No sé de dónde procedía aquella sonrisa en una mujer de veintitrés años, pero era como si Alá le hubiera susurrado alguna vez un chiste cósmico al oído y desde entonces ella anduviera por la vida filtrando el mundo a través de esa divertida versión de los hechos. Tampoco es que importara mucho lo que Umar pensara —o, para el caso, lo que pensara ningún otro— porque, a partir de ese momento, me sentí empujado a ir en busca de Abhidha siempre que nuestros horarios o familias lo permitían, puesto que algo en mí me decía que ella era un alma gemela que desvelaría aquella tremenda ambición enterrada en lo más profundo de mi persona, esa parte de mí que anhelaba probar los sabores de la vida más allá de la cómoda zona que me tocaba por herencia.
En su origen, la familia de Abhidha procedía de Uttar Pradesh, vivía en Golder’s Green y dirigía su negocio de exportación-importación en Camden. Nacida británica y estudiante de último año en el Queen Mary College de la Universidad de Londres, Abhidha era tremendamente brillante y ambiciosa, y trataba con determinación mejorarse a sí misma. Así, aceptaba salir conmigo llevando su bolso al hombro, golpeándole la cadera, siempre con el cuaderno y una pluma en la mano, pero sólo para hacer algo educativo, como ver una exposición especial en el Museo Británico o el Victoria Albert. Si quedábamos por la tarde, era para ver el Oresteia de Esquilo en el Teatro Nacional o alguna representación incomprensible, por lo general obra de algún irlandés loco, en una sala sofocante y pegajosa sobre un pub.
Desde luego, al principio yo me resistí a toda esta cultura elevada, que no creía que fuera cosa mía, hasta que una noche echamos a cara o cruz quién decidiría adónde ir ese sábado. Yo estaba deseando ver una película de Bruce Willis en la que aparecía una inusitada cantidad de persecuciones en helicóptero y explosiones de edificios de oficina, mientras que ella quería ver una obra de la era soviética del entonces movimiento disidente clandestino sobre tres homosexuales encarcelados en Siberia, algo que me dejó pasmado.
Como entretenimiento para una noche de sábado, esto era tan atractivo como que me arrancaran los dientes, pero ella había ganado el cara o cruz y yo quería estar a su lado, así que tomamos el metro para ir hasta el Almeida Theatre de Islington y nos sentamos en la oscuridad durante tres horas en un duro banco situado tras una columna, cambiando constantemente de posición nuestros traseros entumecidos.
En algún momento, en mitad de la obra, las lágrimas me empezaron a correr por la cara. No estoy seguro de lo que sucedió exactamente, pero en realidad la obra no trataba de homosexuales, de eso me di cuenta, sino del alma humana cuando está destinada a enfrentarse a la sociedad que la rodea y de cómo este destino lleva a esos personajes rusos al exilio. Hablaba de unos hombres nostálgicos que echaban de menos a sus madres y las reconfortantes comidas hogareñas con desesperación, y de cómo el exilio en Siberia los llevaba hasta el mismísimo borde de la locura, pero trataba también de la majestuosidad de su destino de ser homosexuales, algo que era una fuerza en sí misma que no podía ser negada, y de que al final ninguno de ellos, pese a lo que pudieran haber sufrido, habría cambiado su destino por la cómoda vida que dejaron atrás en Moscú. Y luego todos morían de forma horrible.
Dios del cielo. Cuando por fin salimos a la oscura y húmeda noche de Islington, estaba hecho un cuadro. Estaba malhumorado, irritable, totalmente molesto por haber lloriqueado como una niña durante esa extraña obra. Pero, y esto es algo que nunca comprenderé, las mujeres se afectan por las cosas más raras y Abhidha estaba usando su teléfono móvil para llamar a una compañera. Lo siguiente que supe fue que me estaba metiendo en el asiento trasero de un taxi y nos dirigíamos hacia el piso de su amiga en Maida Vale.
La amiga en cuestión estaba fuera y sólo había un gato subido al alféizar de la ventana que se mostró más bien ofendido por nuestra llegada. Sobre la mesa del comedor había un cuenco de madera lleno de plátanos y el piso olía a fruta podrida, caca de gato y moqueta vieja y llena de moho. Pero fue allí, en la estrecha cama situada bajo la ventana de la buhardilla, donde Abhidha se quitó su jersey de cuello de pico para dejarme disfrutar de sus melones, mientras sus manos bajaban para tirar de mi cinturón. Y aquella noche, después de un buen revolcón, dormimos con su trasero apretado contra mi ingle, tranquilamente acurrucados juntos como un par de cruasanes.
El tiempo y la fuerza de la gravedad. Varias semanas más tarde, un día de abril perfecto, Abhidha me pidió que nos encontráramos en la Royal Academy of Arts, en Piccadilly, para ver una exposición de Jean-Siméon Chardin, un pintor francés del siglo XVIII que ella estaba investigando para un artículo. Paseamos cogidos de la mano por la galería con los ojos fijos en las paredes y en las gruesas capas de pintura que reproducían mesas puestas con una naranja de Toledo, un faisán y un trozo de rodaballo colgando de un gancho.
Abhidha deambulaba sonriendo —aquella increíble sonrisa— por la iluminada galería con una clara admiración por la obra de Chardin y yo la seguía, perdido, rascándome la cabeza, hasta que finalmente solté: «¿Por qué te gustan tanto estas pinturas? Son sólo un puñado de conejos muertos sobre una mesa».
Ella me cogió de la mano y me mostró cómo Chardin pintaba, una y otra vez, el mismo conejo muerto, la perdiz y la copa en la cocina. La misma esposa y criada de la limpieza y chico de la bodega en la cocina. Una vez vi el patrón, ella empezó a leerme, casi con un susurro erótico, un texto pedante escrito por algún viejo fósil de la historia del arte. «Chardin creía que Dios tenía que ser hallado en la vida mundana que se materializaba ante sus ojos, en la domesticidad de su propia cocina. Nunca buscó a Dios en ningún otro lugar; sólo pintaba, una y otra vez, la misma repisa y la misma naturaleza muerta en la cocina de su casa».
Abhidha susurró: «Simplemente eso es lo que amo».
Y recuerdo haber deseado decir, haberlo tenido en la punta de la lengua: «Yo simplemente te amo a ti».
Pero no lo hice.
Después de la exposición, cruzamos Piccadilly riendo y corriendo por la calle para comer el almuerzo que ella había traído de casa, una especie de fajita de pollo asado, mientras los semáforos cambiaban y los coches pasaban rugiendo a nuestro lado.
La iglesia de St. James, en Piccadilly, de cara al tráfico pero situada un poco atrás, era un edificio de ladrillo gris cubierto de hollín obra de Christopher Wren y tenía un patio delantero de baldosas ocupado por unos pocos puestos de antigüedades que vendían porcelana, sellos y vajilla de plata. Pero el jardincito de la iglesia, escondido a la vuelta de la esquina, era deliciosamente británico: finos tallos de lavanda, áster y aquilegias que crecían, con cierto desorden en estado salvaje, entre viejos robles y fresnos.
La estatua de color bronce verdoso de una mujer, sospecho que María, se levantaba entre los florecientes arbustos con las manos levantadas, llamando a los perdidos londinenses a ese oasis en medio del barullo, donde en el borde del jardincillo había aparcada una auto-caravana verde. Cuando nos dirigíamos hacia un banco, pasamos frente a la puerta abierta del viejo y maltrecho vagón y echamos una ojeada furtiva: un desgreñado trabajador social estaba hojeando una revista ilustrada, sentado con paciencia, supusimos, hasta que el siguiente vagabundo se dejara caer por allí en busca de una taza de té y una charla llena de buenos consejos.
Fue en ese idílico jardín, cuando nos sentamos a comernos el almuerzo, donde Abhidha soltó su bomba. Me pidió que acudiera el sábado siguiente a una lectura de poesía y a una comida en Whitechapel para conocer a sus amigos de la universidad. De inmediato comprendí lo que me decía y que no era una tontería lo que me estaba pidiendo: ponerme a prueba con sus colegas de la universidad; de manera que tartamudeé como respuesta: «Desde luego. Con sumo placer. Allí estaré».
Pero debéis saber algo: el asesinato violento de una madre, cuando un muchacho está en una tierna edad, cuando apenas si está empezando a descubrir a las chicas, es algo terrible. Se mezcla y confunde con todo lo femenino, dejando un residuo chamuscado en el alma, como las marcas negras que aparecen en el fondo de una olla quemada. Da igual que friegues y friegues la base del cacharro con estropajos metálicos y detergente; las cicatrices son permanentes.
En la época en que estaba aprendiendo a conocer a Abhidha, me dejaba caer por la guarida del sótano de Deepak, un muchacho vecino de Southall. Deepak era uno de aquellos pavos reales anglo y sus padres, que deseaban que se marchara de casa, cedieron todo su sótano a su hijo, que lo llenó enseguida de lo último en hi-fi y televisión y cubrió el suelo de mullidos pufs. En una esquina colocó un futbolín.
Os lo aseguro: el futbolín es una invención diabólica de Occidente. Te hace olvidar cualquier otra cosa. Nada como girar el mango y golpear esa bolita para poder oír el maravilloso sonido de la esfera blanca silbando por el aire y golpeando la pared de madera de la portería con un placentero golpetazo. Iba cada vez más al sótano de Deepak. Primero nos fumábamos un par de canutos de hachís y después, Dios mío, pasaban cuatro horas, ni más ni menos, y seguíamos girando los mangos y haciendo que aquellos hombrecillos de madera dieran certeros remates de cabeza.
El viernes previo al día en que iba a conocer a los amigos universitarios de Abhidha en el piso del East End, bajé al sótano de Deepak, donde dos risueñas muchachas inglesas estaban sumergidas en los pufs como melocotones gorditos. Deepak me presentó a Angie, una rolliza muchachita de nariz respingona con el cabello rubio retorcido en una especie de nido de rata sujeto sobre su cabeza con horquillas. Llevaba una minifalda negra brillante y, dada la forma como se reclinaba en el puf, podía verle hasta las bragas azules de algodón. Y no miento, aquellas piernas regordetas y blancas se abrían y se cerraban golpeando mi rodilla.
Charlamos durante no sé cuánto rato y entonces, cuando le pasé a Angie el canuto, ella me puso la mano en la pierna y deslizó su desportillada uña sacando brillo a la costura de mis tejanos, lo que hizo que se me pusiera dura. En un abrir y cerrar de ojos, nos estábamos dando el lote como locos. Bueno, no voy a entrar en detalles, pero al final fuimos a su casa (sus padres estaban fuera el fin de semana) y nos pasamos dos días en la cama.
Nunca fui a la fiesta de Abhidha. Nunca la llamé para decirle que no iba a ir; simplemente, no aparecí.
Varios días más tarde, lleno de remordimientos, la llamé una y otra vez. Cuando finalmente Abhidha se puso al teléfono para escuchar mis serviles excusas, estuvo tan adorable como siempre.
—No pasa nada, Hassan —dijo—. No se acaba el mundo. Ya soy mayor. Pero creo que ya es hora de que encuentres a alguien de tu edad con quien estar, ¿no te parece?
Así que ése se convirtió en mi patrón de comportamiento con las mujeres a lo largo de mi vida: tan pronto como las cosas entre nosotros estaban a punto de convertirse en íntimas, me retiraba. Es duro reconocerlo, pero mi hermana Mehtab, que supervisa las cuentas del restaurante y se encarga del mantenimiento de mi piso, es realmente la única mujer con quien he mantenido una relación a lo largo del tiempo. Y ella insiste en que mi reloj emocional, esa parte que tiene que ver con las mujeres, se paró cuando mi madre murió.
Tal vez. Pero recordad esto: al liberarme de las exigencias emocionales que conllevan una esposa e hijos, podía pasarme la vida en el cálido abrazo de la cocina.
Pero volvamos al resto de la familia, a ninguno de cuyos miembros le iba mucho mejor. Al principio, cuando Ammi empezó a cantar viejas canciones gujaratís y a olvidarse de nuestros nombres, no le dimos importancia. Pero luego comenzó a obsesionarse con sus dientes y a estirarse los labios mientras nos obligaba a los niños a examinar sus deterioradas encías, aquellos raigones podridos y sangrantes que nos daban náuseas. Siempre recordaré aquella horrible noche en que, al volver a casa y abrir la puerta de la calle, vi la incontinencia de Ammi mientras subía las escaleras, un río de orina se deslizaba por sus piernas.
Sin embargo, fue mi insoportable primo, el que nació en Londres, el primero que nos hizo darnos cuenta de que Ammi sufría demencia senil. Cada vez que el muchacho llegaba de la universidad pavoneándose al Agujero del General, dándonos lecciones de macroeconomía y finanzas, se podía ver a la diminuta Ammi acercándose en silencio hacia su lado de la habitación. Él proseguía con lo suyo y entonces, en mitad de la frase, gritaba de dolor, girándose furioso hacia la encogida figurilla que tenía trás de sí. La visión de su culo indio embutido en un par de pantalones Ralph Lauren la ponía fuera de sí y nuestros rugidos ordenándole que cesara de pellizcarle el trasero no hacían más que incitarla a perseguir al pobre muchacho por las habitaciones. Sin embargo, mi primo se desquitó. Él fue quien nos explicó, con todo lujo de detalles clínicos, cómo se estaba deteriorando la salud mental de Ammi.
Pero no era la única. Una especie de locura flotaba en el aire.
Mehtab empezó a preocuparse exageradamente de su cabello y se acicalaba sin cesar para hombres que nunca venían a buscarla. Y yo mismo me retiraba a la neblina del sótano del hachís y el futbolín.
Pero incluso en el infierno hay momentos en que llega la luz. Un día, al dirigirme a la sucursal de Southall del Banco de Baroda para hacerle un recado a la tía, un objeto brillante captó mi atención. Era lo que los ingleses llaman un chippie, un carrito de comida, estacionado entre la joyería Ramesh «¡Sin impuestos!» y un almacén al por mayor que vendía rollos de imitación de seda. El carro había sido modificado: la silueta de un tren recortada de una plancha de metal estaba mal atornillada a la parte de delante. «Jalebi Junction», rezaba el cartel.
Comprendí de repente que el extraño puestecillo estaba diseñado para vender el delicioso postre frito que Bappu, el cocinero, solía comprarme en el mercado de Crawford. De inmediato, una punzada de nostalgia y unas enormes ganas de revivir ese viejo sabor se apoderaron de mí con gran fuerza, pero el carrito, sin nadie que lo tripulara, estaba frío y encadenado a una farola. Me acerqué y leí la hoja de papel de color rosa pegada al carruaje, que flotaba con tristeza en el viento: «Se busca ayudante a tiempo parcial —leí—. Preguntar en Batica Chips».
Aquella noche soñé que mientras conducía un tren hacía sonar la bocina con alegría. El furgón de cola rodaba a través de imponentes montañas de cimas coronadas por la nieve, llevándome a través de un mundo más rico de lo que jamás había imaginado, y me regocijaba ante la idea de no saber qué nueva vista yacería allá delante para mi disfrute al pasar el siguiente túnel alpino.
No sabía lo que significaba el sueño, pero el movimiento del tren me decía algo y, a la mañana siguiente, fui como un tiro a High Street. Batica Chips era uno de los dos «fabricantes de dulces de calidad» de Southall, con las ventanas llenas de miel y pistacho y trozos de coco. La puerta tintineó cuando entré; la propia tienda olía a chips de plátano seco. Delante de mí, una voluminosa mujer pedía por encargo kilos de galum jamun, requesón frito en sirope. Cuando acabó, tendí al panadero el papel que había arrancado de la Jalebi Junction y anuncié con timidez que me gustaría presentarme para el trabajo.
—No tienes fuerza suficiente —repuso el hombre, mal afeitado y ataviado con una chaqueta blanca, sin levantar siquiera la vista hacia mí, mientras llenaba una caja de cartón con cruasanes de almendra.
—Trabajaré duro. Mire. Tengo piernas fuertes.
El vendedor de dulces sacudió la cabeza y comprendí que la solicitud de empleo estaba desestimada: caso cerrado. Pero me mantuve firme, me negaba a ceder. Finalmente la mujer del panadero se acercó y me apretó el brazo delgaducho. La panadera olía a harina y curry.
—Ahmed, servirá —dijo ella—. Pero págale el mínimo.
Así, no mucho después, conducía el Jalebi Junction por Broadway High Street vestido con mi uniforme de Batica Chips, vendiendo pegajosos trozos de jalebi a niños y abuelos.
Por el trabajo de Jalebi Junction cobraba 3,10 libras a la hora. Consistía en hacer una pasta líquida de estilo casero, compuesta de leche condensada y harina, en una estopilla, para luego exprimir una tira continua de la mezcla en el aceite hirviendo. Anillos serpenteantes, como pretzels, pero más pegajosos a causa del sirope. Cuando estaban listos, sacaba las porciones doradas de jalebi de la tina de aceite hirviendo, las empapaba en sirope y a continuación envolvía con cuidado los pegajosos dulces en papel encerado para depositarlos en las manos extendidas, cobrando por ellos ochenta peniques.
Aún puedo sentir la alegría que desencadenaba el sonido del aceite hirviendo a fuego lento y los gritos de mi voz varonil en la calle. Y el olor del sirope y la sensación fría del papel parafinado en mis manos, salpicadas de grasa caliente y con pequeñas quemaduras. A veces conducía la Junction a un lugar frente al Kwik Fit o, si me daba por ahí, frente al Harmony Hair Salón. Era una enorme sensación de libertad. Y siempre estaré agradecido a Inglaterra por ello, por ayudarme a comprender que mi lugar en el mundo no era otro que permanecer delante de una tina de aceite hirviendo, con los pies bien separados.
Nuestra partida de Inglaterra fue tan abrupta como lo había sido nuestra llegada dos años antes.
Y yo, consciente o inconscientemente, fui el arquitecto de nuestra apresurada salida.
La culpa la tuvieron las mujeres, una vez más.
Echaba de menos Napean Sea Road y el restaurante, echaba de menos a Mami. Una tarde me encontraba en este enfebrecido estado de nostalgia, fumando a escondidas un cigarrillo en nuestro patio trasero, cuando sentí una mano fría en la nuca.
—¿Qué pasa, Hassan?
Estaba oscuro y no podía verle la cara, pero podía oler la esencia de pachulí.
La voz de la prima Aziza era suave y, no sé por qué, su dulce tonalidad me afectó.
No pude evitarlo. Las lágrimas me empezaron a correr por la cara.
—Echo de menos mi antigua vida.
Me sorbí las lágrimas y me sequé la nariz en la manga de la camisa.
Los dedos de Aziza me retorcieron suavemente el cabello.
—Pobre muchacho —susurró, sus labios pegados a mi oído—. Pobrecito.
Al cabo de un momento nos estábamos besando y metiéndonos la lengua en la garganta, buscando a tientas por entre las ropas, mientras yo no dejaba de pensar: qué maravilla. Otra chica por la que sentía algo de verdad, y esta vez era mi propia maldita prima.
—¡Ay!
Levantamos la mirada.
Desde el otro lado, la tía estaba golpeando las puertas de cristal y su boca estaba contraída en aquella famosa expresión de limón amargo.
—¡Abbas! —chilló tras el cristal la tía—. ¡Ven corriendo! Son Hassan y la putilla.
—Mierda —exclamó Aziza.
Dos días más tarde Aziza estaba en un avión en dirección a Delhi y las relaciones entre la familia del tío Sami y la nuestra se habían cortado. Papa recibió una factura de un trabajo que el tío Sami reclamaba haber hecho en nuestra casa. Se montó un gran drama, con lágrimas e incluso golpes, y gritos estridentes en las calles de Southall entre Papa y los parientes de Mami. Pero el alboroto despertó por fin a Papa de su profundo letargo. Se quitó la venda de los ojos y por primera vez paseó realmente la mirada por aquella casa de Southall y por lo que había sido de nosotros. Unos días después, tres mercedes de segunda mano estacionaron delante de la casa, uno rojo, otro blanco y otro negro, como los teléfonos de Anwar, el pescadero.
—Vamos —ordenó—. Es hora de irnos.
Pranay celebró nuestra salida de Inglaterra vomitando crema de langostinos y pasta por todo el ferry que nos llevaba a Calais. Luego la excursión empezó a ir en serio: nuestra caravana de mercedes recorrió Bélgica y Holanda, se metió en Alemania y después, en rápida sucesión, Austria, Italia y Suiza, antes de tomar carreteras montañosas que nos devolvieron a Francia.
El departamento de alimentación de Harrods había afectado profundamente a Papa. Ahora, con una aguda consciencia de sus limitaciones, decidió expandir su conocimiento del mundo, lo que en su diccionario significaba simplemente comer de forma sistemática durante nuestro camino a través de Europa, probando platos locales que no conociéramos y, en la medida de lo posible, que fueran sabrosos. Así, en algunos bares de Bélgica probamos mejillones y cerveza y pato asado con col roja en un oscuro stube alemán. Disfrutamos de una sudorosa cena de carne de venado en Austria; probamos la polenta en los Dolomitas, y en Suiza, vino blanco y felchen, un pez de agua dulce lleno de espinas.
Después de la amargura de Southall, las primeras semanas de aquel viaje por Europa fueron como probar por primera vez una crème brûlée. En particular recuerdo nuestro viaje relámpago por la Toscana bajo la luz dorada de finales de agosto, cuando nuestros coches entraron en Cortona y nos detuvimos en una pensione de color mostaza construida en la ladera de la boscosa montaña.
Poco después de nuestra llegada a la población medieval descubrimos, en gran parte por casualidad, que sus ciudadanos se encontraban en mitad de su festival anual de setas porcini. Cuando el sol se ponía sobre el valle y el lago Trasimeno, Papa nos tenía haciendo cola a las puertas del parque colgante de Cortona, cuyo paseo bajo los cipreses se hallaba decorado festivamente con luces de colores, mesas de madera y tarros de mermelada de flores silvestres.
La fête iba a toda marcha, con un clarinete y un tambor que desgranaban una tarantella y un par de parejas mayores que golpeaban sonoramente con sus tacones una plataforma de madera. Parecía como si toda la ciudad estuviera allí, con multitudes de niños que pedían a gritos algodón dulce y almendras tostadas, pero aun así conseguimos apoderarnos de una mesa que quedó libre bajo un castaño. A nuestro alrededor, los vecinos seguían con lo suyo, un torbellino de abuelos, carritos de bebé, risas y gesticulaciones propias de la cháchara local.
—Menu completo trifolato —pidió Papa.
—¿Qué? —preguntó la tía.
—Cállate.
—¿Qué quieres decir con «cállate»? ¡No me digas que me calle! ¿Por qué todo el mundo me manda callar sin parar? Quiero saber qué has pedido.
—¿Tienes que saberlo todo? —le espetó Papa a su hermana—. Son setas, ¿vale? Setas de aquí.
Ciertamente, lo eran. Lo que vino fue plato tras plato de pasta ai porcini y scaloppine ai porcini y contorno di porcini. Un porcini tras otro, los platos de plástico llegaban a raudales desde la carpa situada al otro lado del parque, en la que varias mujeres del pueblo, con delantal y embadurnadas de harina, aliñaban setas que tenían el alarmante aspecto de tajadas de hígado medio crudas. En la carpa de al lado, alrededor de una gigantesca tina de aceite chisporroteante del tamaño de un jacuzzi, aunque modelada con encanto en forma de enorme sartén por cuyo mango se expulsaba con gracia el humo gaseoso de la freidora, había tres hombres de pie con inmensas tocas, gordos los tres, remojando los porcini enharinados en el aceite hirviendo mientras se rugían instrucciones unos a otros y sorbían vino tinto de unos vasos de papel.
Durante tres días nos empapamos del calor toscano y nos bañamos en el mar. Cada noche nos reuníamos para cenar en la terraza de la azotea de la pensione mientras el sol se ponía sobre las montañas.
—Cane —pedía Papa al camarero—. Cane rosto.
—¡Papa! Acabas de pedir un perro asado.
—No, no, no es verdad. Él me ha entendido.
—Quisiste decir carne. Carne.
—Oh, sí. Sí. Carne rosto. Y un piatto di Mussolini.
El perplejo camarero se retiró en cuanto le explicamos que Papa quería un plato de mejillones, no al dictador en un plato. Enseguida nuestra mesa se inundó de oleadas de comida toscana mientras un efluvio nocturno de lavanda, salvia y cítricos se acercaba hacia nosotros desde un bordillo lleno de macetas de terracota. Comimos espárragos silvestres servidos con fagioli, gruesos filetes de ternera asados a la perfección a la brasa sobre un fuego de leña, galletas de nueces empapadas en el propio Vin Santo del patrón. Y risas, una vez más, risas.
El cielo en la tierra, ¿no?
Diez semanas después de empezar nuestro viaje por Europa, volvíamos a nuestro ánimo natural. La familia se había cansado de ir de arriba abajo y de todo aquel inquieto trajinar de Papa hacia ninguna parte, de aquellos arbitrarios garabatos en su sobado ejemplar de Le Bottin Gourmand. Comer en restaurantes semana tras semana se había convertido en algo nauseabundo. Deseábamos con vehemencia tener nuestra propia cocina y disfrutar de una simple fritura de patata y coliflor. Pero nos seguía tocando estar otro día más apretados en los coches como fiambreras tiffins, codo con codo, con las ventanas empañadas por completo.
Aquel día de octubre, cuando nos hallábamos en las montañas más bajas de Francia y todo llegó a su fin, las cosas fueron particularmente mal. Ammi se mantenía en silencio en el asiento de atrás mientras el resto discutíamos y mi padre rugía que nos callásemos. Tras tomar una serie de curvas por la ladera de una montaña que nos provocaron mareos, llegamos a un paso lleno de rocas cubiertas de escarcha. El lugar estaba tapado por una fría niebla que le daba un aspecto inquietante. El telesquí se encontraba cerrado, al igual que una cafetería de cemento, y cruzamos por delante sin hacer comentarios hasta iniciar el descenso por la otra ladera de la montaña.
Sin embargo, al otro lado, una vez pasado el risco, la niebla se levantó con brusquedad y un cielo azul se abrió ante nosotros. De repente estábamos rodeados por pinos moteados por el sol y claros arroyos que corrían a través de los bosques y se precipitaban bajo la carretera.
Veinte minutos más tarde salimos del bosque para entrar en un campo en pendiente, con la sedosa hierba salpicada de flores silvestres blancas y azules. Y tras una curva muy cerrada de la carretera, descubrimos el valle y el pueblo que se extendían bajo nosotros, un panorama de arroyos trucheros de un color azul glaciar que centelleaban bajo un día otoñal sin nubes en el Jura francés.
Nuestros coches, como si se hubieran embriagado de tanta belleza, bajaron tambaleándose por la serpenteante carretera hasta entrar en el valle. Las campanas de la iglesia repicaban a través de los campos arados y una becada salvaje cruzó el cielo como un rayo, desapareciendo entre las hojas rojizas y doradas de un grupo de abedules. En las pendientes más suaves, unos hombres que acarreaban cestas a la espalda recogían los últimos racimos de uvas entre las hileras de vides y, tras ellos, se elevaban las frías cimas blancas de las montañas de granito y nieve.
Y el aire, oh, aquel aire. Fresco y limpio. Hasta Ammi dejó de gimotear. Nuestros coches pasaron por delante de granjas de madera con cornamentas clavadas en las puertas de los graneros, de manadas de vacas que hacían sonar sus cencerros y de una furgoneta amarilla de correos que cruzaba a trompicones los campos. En el fondo plano del valle cruzamos un puente de madera y entramos en el pueblo de piedra.
Los mercedes pasaron dando bandazos por los estrechos callejones del siglo XVI de la aldea, a través de calles de adoquines, por delante de tiendas de zapatos y relojerías. Dos madres que charlaban mientras empujaban sendos cochecitos cruzaron por un paso de peatones hasta una pâtisserie y salón de té; un corpulento hombre de negocios subió por una escalera hasta un banco de la esquina. Había algo elegante en ese pueblo, como si tuviera un pasado del que sentirse orgulloso, y desprendía una sensación agradable de casas gremiales y ventanas emplomadas, de antiguas agujas de iglesia, postigos verdes y monumentos conmemorativos de la primera guerra mundial grabados en piedra.
Finalmente rodeamos la plaza del lugar, en la que había arriates de claveles amarillos y una fuente en cuyo centro un pez escupía agua, y salimos a la N7, por encima de un río atronador que venía de los Alpes. Recuerdo claramente haber mirado por la ventanilla del coche y ver a un hombre pescando con saltamontes en las rápidas aguas del río. A su espalda, la orilla formaba una espectacular alfombra de campanillas.
—Papa, ¿no podemos parar aquí? —preguntó Mehtab.
—No. Quiero llegar a Auxonne para el almuerzo. La guía dice que tienen una lengua muy buena. Lengua cocida con salsa de Madeira.
Y entonces, no por primera vez en mi vida, el mundo exterior pareció responder a mis necesidades internas.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
El coche eructó un humo negro y dio una sacudida. Papa golpeó el volante, pero el coche no respondía, de modo que condujo hasta el arcén. Los niños más pequeños gritaron de gozo mientras todos salíamos en tropel de los asientos traseros al fresco aire campestre.
Nuestro coche murió en una frondosa calle de casas burguesas de piedra caliza, chimeneas y jardineras llenas de geranios en las ventanas. Tras las casas, huertos de manzanos se encaramaban por las colinas, y yo sólo alcanzaba a ver las puntas de las lápidas mortuorias que sobresalían del cementerio de la iglesia local.
Mis hermanos y hermanas más jóvenes jugaban a pillar en la calle, en la que un terrier les ladraba desde detrás de una vieja pared de piedra, mientras el delicioso olor a leña quemada y pan caliente nos llegaba de una casa cercana.
Mi padre lanzó una maldición y dio un puñetazo al capó del coche. El tío bajó del segundo vehículo y estiró la espalda, agradecido, antes de reunirse con Papa ante el motor averiado. La tía y Ammi se recogieron el borde de sus saris y fueron en busca de un lavabo. Mi hermano mayor, solo en el último coche, cargado hasta los topes de maletas y bultos desordenados, encendió un cigarrillo de malhumor.
Papa se secó las manos grasientas con un trapo y levantó la mirada. Vi que estaba exhausto, que por fin se habían agotado las reservas de su inmensa energía.
Inspiró profundamente y se frotó los ojos mientras una ráfaga de aire rica en oxígeno le desgreñaba el pelo. Debió de sentir la estimulante presencia de la brisa, porque fue entonces cuando por primera vez dirigió de verdad su mirada a la prístina belleza alpina que lo rodeaba. Y mientras miraba a su alrededor, respirando sin esfuerzo por la nariz por vez primera en casi dos años, se apoyó contra una verja de la que colgaba un cartel de madera que se bamboleó.
La mansión era majestuosa e incluso desde la carretera se veía que estaba labrada con gusto a partir de una piedra de calidad. Al otro lado de la finca independiente, un establo y un pabellón para el guarda se alzaban bajo unos tilos y una espesa maraña de hiedra crecía en la parte superior del muro de piedra que rodeaba la propiedad.
—El cartel dice que está en venta —comenté.
Algo poderoso, el destino.
Puedes intentar huir de él. Pero al final te atrapa.
Más adelante descubrimos que Lumière había sido un próspero centro de fabricación de relojes durante el siglo XVIII, pero el pueblo se había reducido hasta tener sólo veinticinco mil habitantes y en la actualidad era conocido sobre todo por unos pocos vinos galardonados por su calidad. Sus principales industrias eran una fábrica de revestimientos de aluminio, localizada en una modesta zona industrial veinte kilómetros más abajo, en la boca del valle, y tres serrerías familiares que salpicaban las colinas. En cuanto a productos lácteos, el lugar se había ganado cierta reputación por un queso blando, envejecido con una capa de carbón en el centro. El nombre mismo, Lumière, procedía de cómo la temprana luz mañanera rebotaba en el granítico Jura, bañando un costado del valle con su luminiscencia rosada.
Papa y el tío Mayur, incapaces de resucitar el coche, caminaron hasta el centro de la ciudad y regresaron una hora más tarde, no con un mecánico de coches, sino con un agente de la propiedad inmobiliaria que llevaba un pañuelo en el bolsillo de su americana. Los tres hombres desaparecieron en el interior de la casa con la que nos habíamos topado por casualidad y los niños corrimos tras ellos de habitación en habitación, golpeando sonoramente con los pies los suelos de madera.
El agente inmobiliario hablaba muy deprisa en una especie de franglés, pero conseguimos entender que un tal monsieur Jacques Dufour, un inventor de mecanismos de reloj del siglo XVIII poco importante, había construido la mansión. Todos nos quedamos maravillados ante la vieja cocina, grande y aireada, con despensas pintadas a mano y una chimenea de piedra. Papa sacó a colación la idea de montar un restaurante, y el agente opinó que, con toda seguridad, un restaurante indio triunfaría en la zona. «Tiene usted el campo libre —dijo, agitando las manos con entusiasmo—. No hay ningún restaurante indio en todo este sector de Francia».
Además, añadió el hombre con gravedad, la casa era una inversión buenísima. La demanda de vivienda se recuperaría en poco tiempo y subirían los precios. Él mismo había oído en el Ayuntamiento que los grandes almacenes Printemps estaban a punto de anunciar la apertura de un local en la zona industrial de Lumière.
Volvimos a salir al patio, al aire rosado y a las cimas de los Alpes del Jura, que se recortaban intensamente blancas sobre el tejado de pizarra de la mansión.
—¿Qué dices tú, Mayur?
El tío se rascó la entrepierna y desvió su mirada con reserva hacia las montañas, sin comprometerse. Eso era lo que hacía siempre cuando se le pedía que tomara una decisión.
—Bien, yaar —continuó Papa—. Para mí está muy claro. Tenemos un nuevo hogar.
Nuestro Período de Duelo había terminado oficialmente. Ya era hora de que la familia Haji medrara en la vida, iniciara un nuevo capítulo y dejara atrás de una vez sus años perdidos. Por fin volvíamos adonde pertenecíamos, al negocio de los restaurantes. Para bien o para mal, Lumière era el lugar de la Tierra en el que nos atrincheraríamos.
Por supuesto, ninguna familia es una isla en sí misma. Siempre forma parte de una cultura más amplia, de una comunidad, y nosotros habíamos cambiado nuestra conocida Napean Sea Road, e incluso la familiaridad asiática de Southall, por un mundo del que no sabíamos absolutamente nada. Supongo que ahí estaba la gracia. Papa siempre quería empezar de nuevo, llevarnos lo más lejos posible de Bombay y de la tragedia. Bueno, sin duda Lumière era ese lugar. Esto era, después de todo, la France profonde, la Francia profunda.
Fue entonces, mientras me encontraba en el rellano del primer piso y a mi alrededor mis hermanos y hermanas daban portazos chillando, cuando por primera vez me di cuenta de la existencia de un edificio situado al otro lado de la calle, frente a la finca Dufour.
Se trataba de una mansión igualmente elegante, construida en la misma piedra gris plata. Un sauce maduro dominaba casi todo el jardín delantero, y, como si fuera un refinado cortesano de Luis XIV, sus flexibles miembros se inclinaban con elegancia sobre la cerca de madera y la acera embaldosada de la ciudad. De las ventanas superiores colgaban ligeros edredones de plumón de ganso para airearse y, por encima de sus blancas jorobas, distinguí una lámpara de noche de terciopelo verde, un candelabro de latón y ramitos secos de lilas en un jarrón traslúcido. Un Citroën negro abollado estaba aparcado en el sendero de grava de abajo, frente al viejo establo que servía de garaje, y unas escaleras de piedra, desgastadas por el paso del tiempo, corrían por el jardín de rocalla situado a un costado de la casa hasta la pulimentada puerta de roble. Allí, balanceándose apenas al compás de la brisa, una discreta tablilla en lo alto rezaba: Le Saule Pleureur, El sauce llorón, una posada galardonada en repetidas ocasiones.
Aún puedo recordar aquella primera visión, maravillosa, de Le Saule Pleureur. Fue más pasmosa, para mí, que la del Taj de Bombay. No se trataba de su tamaño, sino de su perfección: el jardín de rocalla cubierto de liqúenes, los esponjosos edredones blancos, los viejos establos de ventanas emplomadas. Todo encajaba perfectamente, con la verdadera esencia de la discreta elegancia europea que era por completo ajena a mi propia educación.
Pero, cuanto más trato de recordar aquel momento en que posé por primera vez mis ojos en Le Saule Pleureur, más seguro estoy de que también vi un rostro blanco mirándome sombríamente desde una ventana del desván.