Capítulo X

RECUERDO el gemido de la sirena de la ambulancia, el balanceo del gotero sobre mi cabeza y la cara de preocupación de mi padre, inclinado sobre mí. Los días siguientes se pierden en una especie de neblina, en una confusión de idas y venidas, drogado, de este mundo al otro. Era una mezcla de sensaciones extraña: la boca seca y con un sabor metálico, los labios agrietados por la anestesia, todo ello asociado con el ataque auditivo de mi abuela y la tía y mis hermanas a la cabecera de mi cama. Luego otro chirriante viaje en camilla al quirófano para un nuevo injerto de piel.

Pronto se instaló una especie de monotonía hospitalaria. El dolor cesó un poco y ya podía apreciar las sarnosas del campamento Haji, instalado al otro lado de la puerta. Y mi padre siempre en la esquina de la habitación, un hombre gigante de labios apretados, abrumado por los problemas, con la pequeña Zainab en su regazo mientras mantenía sus ojos negros fijos en mí.

Entonces, un día, nos encontramos los dos solos en la habitación. Él estaba sentado contra la cama y jugábamos al backgammon en mi bandeja, bebiendo té igual que en el pasado en Napean Sea Road, en una vida que ahora parecía tan lejana.

—¿Quién cocina?

—No te preocupes por eso. Todos ayudan. Todo está controlado.

—Pues yo tenía una idea para un nuevo plato…

Papa negó con su enorme cabeza.

—¿Qué?

—Vamos a volver a Londres.

Tiré los dados y miré por la ventana. El hospital estaba en un valle al otro lado de una cadena montañosa que dominaba Lumière, pero yo tenía una visión desde atrás de los Alpes del Jura que también podía ver desde mi habitación del ático en Maison Mumbai.

Era invierno. Los bosques de pinos estaban espolvoreados de nieve y los carámbanos colgaban como dagas de los aleros que dominaban la ventana del hospital. Todo se veía muy hermoso, prístino y puro y, de forma inexplicable, las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas.

—¿Qué pasa? ¿Por qué lloras? Será mejor volver a Londres. Aquí no nos van a dejar vivir. Fui un estúpido al pensar que lo harían. Mira lo que mi testarudez te ha hecho…

El arrebato de Papa se cortó en seco cuando se oyó que llamaban a la puerta. Me sequé los ojos mientras Papa gritaba «¡espere!» a quien fuera que llamaba. Se inclinó y me dio un beso en la piel sana de mi frente.

—Eres un valiente —susurró—. Eres un Haji.

Cuando Papa abrió la puerta, su enorme cuerpo llenaba el marco, pero aun así pude ver por encima de su brazo que monsieur Leblanc y madame Mallory se hallaban ante él. La chef de Le Saule Pleureur llevaba un vestido de lana marron chocolate y un ramo de rosas asomaba del cesto de mimbre que colgaba de su brazo. Tras ella, la tía, el tío Mayur y Zainab, sentados en el pasillo del hospital, miraban en silencio. Su mutismo era absoluto y parecía ahogar la cacofonía general del activo hospital.

—¿Cómo se atreven ustedes a venir aquí? —consiguió preguntar finalmente Papa, incrédulo.

—Venimos a ver cómo está.

—No se preocupen —contestó, y sus labios se retorcieron de disgusto—. Han ganado ustedes. Nos vamos de Lumière. Ahora váyanse. No nos insulten con su presencia.

Papa cerró la puerta de golpe. Pero, dando vueltas arriba y abajo en la habitación del hospital, era como una bestia enjaulada que daba fuertes palmadas, como cuando Mami murió.

—Imagínate la caradura de esa mujer. Imagínate.

Por un momento, Mallory se puso nerviosa. Trató de darle a Zainab las rosas y el paquete de pastelitos, pero la tía le murmuró algo a la niñita y ésta se escurrió a las rodillas de la mujer.

—Lamento haberlos molestado más —le dijo monsieur Leblanc a tío Mayur, inexpresivo—. Tienen toda la razón. Es demasiado tarde para flores.

De manera que regresaron al Citroën, aparcado en el hospital. No dijeron una palabra mientras Leblanc ponía el coche en marcha ni cuando salieron a la A708 de vuelta a Lumière. Ambos estaban perdidos en sus pensamientos.

—Bueno —comentó finalmente Mallory—, lo intenté. No es culpa mía…

Pero habría hecho mejor en mantener la boca cerrada. A oídos de monsieur Leblanc, su declaración era simplemente demasiado, una observación insensible que estaba de más. Leblanc pisó el freno con brusquedad y el coche derrapó y se detuvo en el arcén.

El hombre se giró con cara congestionada hacia madame Mallory y la chef se llevó una mano al pecho para defenderse, asustada, porque podía ver que incluso las puntas de las orejas de Leblanc se habían vuelto de un rojo intenso.

—¿Qué pasa, Henri? Siga.

Leblanc se inclinó por encima de ella y le abrió la puerta.

—Fuera. Puede seguir a pie.

—¡Henri! ¿Se ha vuelto loco?

—Mire, mire lo que ha hecho usted con su vida —siseó, con una frialdad fruto de la furia—. Ha sido usted muy afortunada. ¿Y qué le ha devuelto al mundo que no sea egoísmo?

—Pienso…

—Ése es el problema, Gertrude. Usted piensa demasiado… en usted misma. Usted me avergüenza. Ahora, salga. No aguanto verla ni un minuto más.

Monsieur Leblanc nunca le había hablado de esa manera. Nunca. Y por esa razón, ella estaba absolutamente conmocionada. No le reconocía.

Pero antes de que ella pudiera asimilar este giro increíble de los acontecimientos, Leblanc había rodeado el coche y tiraba de ella hasta hacerle bajar a la calzada. Luego volvió a meterse dentro y esta vez salió con la cesta de Mallory, tirándosela con dureza a la chef, espantada.

—Puede usted volver a casa andando —dijo lacónicamente.

Y a continuación, el Citroën salió haciendo un ruido tremendo por la carretera rural en medio de una explosión de humo azul.

—¿Cómo se atreve a dejarme aquí de esta manera? —Mallory dio una patada en el suelo helado—. ¿Y cómo se atreve a hablarme de esa forma?

Sólo le respondió un silencio nevado.

—¿Se ha vuelto loco?

Y permaneció así, bufando de cólera y de incredulidad, durante bastante rato.

Sin embargo, al final la realidad empezó a imponerse y la mujer paseó su mirada por el ventoso paisaje para orientarse. Mallory se encontraba junto a un campo helado y a los pies de las montañas nevadas, que la miraban fríamente con sus cimas veladas por nubes oscuras. Por el suelo del valle se cernía una tenue niebla gris, pero en el otro extremo pudo distinguir un par de chalets, varios graneros y espirales de humo que se alzaban de unos tejados de tablillas de madera.

«Ah —pensó—, la granja de monsieur Berger». No era tan malo. Aprovecharía la oportunidad para verificar su pierna de venado y hacer que el viejo granjero la llevara de vuelta a Lumière.

Madame Mallory inició la marcha a través del valle. Un cuervo escarbaba graznando el helado rastrojo del campo. Cuanto más avanzaba por los caminos secundarios que conducían a la granja de Berger, más la invadía la vista desértica y helada que se extendía ante sus ojos. «¿Y si me deja? —pensó de repente—. ¿Qué voy a hacer sin Henri?».

Mallory caminaba a trompicones con sus botines por el hielo y la nieve sin que al parecer consiguiera acercarse a ninguna de las dos granjas al fondo del valle.

Cruzó una corriente negra que cortaba un ventisquero; pasó frente a un viejo depósito del ejército, usado en otro tiempo para maniobras militares, y al lado de un triste grupo de abedules plateados sin hojas, solos en un campo muerto.

Cuando la vieja pista rodeó una colina, tropezó con una capilla situada al borde del camino. Era pequeña y la pintura se estaba desconchando. La mujer se detuvo para recobrar el aliento, apoyándose con una mano en la verja. Pensó que la capilla tendría un banco en su interior donde poder sentarse.

Nadie sabe con certeza lo que pasó en aquella capilla, y es probable que ni siquiera madame Mallory lo comprendiera del todo. Pero durante muchos años me he preguntado qué ocurrió en aquel templo junto a la carretera y lo he imaginado, y quizás el cuadro que tengo en mi mente no ande muy lejos de la verdad.

Imagino a madame Mallory sentada recatadamente un rato en el único banco de la capilla, con la cesta de mimbre sobre la falda, contemplando el desgastado mural de la Última Cena de Cristo en la pared de enfrente. Los discípulos, cuya imagen casi se ha esfumado, partían el pan. Las figuras yacen envueltas en la penumbra como simples borrones en la oscuridad, pero, aun así, la mujer puede distinguir un bol de aceitunas, una jarra de vino y una hogaza de pan sobre la mesa puesta.

Hasta el aire está cargado de una podredumbre fría y mohosa. El crucifijo de madera de la capilla se alza rígido y mecánicamente erecto, y la lámpara de aceite apagada situada a un lado del altar de piedra está envuelta en una húmeda red de telarañas. No hay ni una sola flor.

Ni una vela derretida, ni siquiera una cerilla quemada. Ningún signo de vida humana.

Es entonces cuando madame Mallory comprende que la capilla ha muerto, que hace mucho tiempo que todo significado religioso ha desaparecido de la sala abandonada. Y mientras Mallory permanece sentada en aquel banco con rigidez, agarrando la cesta sobre su falda, su alma se ve invadida por un horrible pensamiento. Qué fría es esta cámara. Santo Dios. Cuán fría es.

La sensación es insoportable y, siendo quién es, la mujer trata de luchar contra el desaliento. Busca en su cesto un librito de cerillas, enciende una, se inclina hacia delante para devolverle un poco de vida a la lámpara del altar. Con ese pequeño gesto, todo cambia, porque cuando la cabeza encendida de la cerilla toca la mecha de la lámpara de aceite, la capilla sufre un cambio violento en forma de nueva luz y nuevas sombras. El crucifijo salta a través de la habitación y un demacrado y torturado hombre le implora con los brazos extendidos. Las telarañas se contraen, como la red de un pescador llena de peces que se agitan con vehemencia para vivir, y un ratón jorobado se escurre detrás del altar.

Mallory se pregunta si tal vez se está volviendo loca porque de repente oye una voz: la irritada voz de su padre, del pasado, regañando a una niñita. Ella reúne todas sus fuerzas y levanta los ojos hacia el techo, buscando alivio desesperadamente.

La luz de la lámpara ha transformado la Última Cena. Jesucristo y sus discípulos mantienen sus posturas familiares, aunque en sus ropas ahora destellan hebras de plata y oro iluminadas por la luz. Lo que capta la atención de la mujer no es el Cristo de mentón huidizo que contempla el horizonte con la mirada perdida, sino la propia mesa, ya no dispuesta con un poco de aceitunas y pan, como ella había supuesto al principio, sino crujiendo bajo el peso de un banquete.

Higos en oporto. Un trozo blanco de queso de oveja. Una pierna de cordero asada y un plato de hierbas. Por allí, una cebolla pelada y una cabeza de jabalí sobre una bandeja.

Curiosamente, son los ojos de ese jabalí los que se fijan en ella, como si la cabeza decapitada estuviera llena de vida, y Mallory, temblorosa aunque siempre valiente, se obliga a devolver una resuelta mirada al animal. En la profundidad de aquellos ojos centelleantes ve el estado de cuentas de su vida, una interminable lista de créditos y débitos, de logros y fracasos, de pequeños actos de bondad y auténticos actos de crueldad. Y por fin las lágrimas afluyen cuando aparta la mirada, incapaz de contemplar esa imagen por más tiempo porque sabe sin mirar que hay un desequilibrio tremendo, que los créditos se terminaron hace mucho mientras los débitos de vanidad y egoísmo aumentaban sin cesar. Su llanto involuntario de misericordia resuena por toda la capilla, sólo contemplado por un jabalí que exhibe unos retorcidos colmillos en forma de maliciosa sonrisa.