Capítulo XII

EXACTAMENTE veinte años después me encontraba en el mercado rural de la rue Monge, en el Barrio Latino, adquiriendo un hermoso par de mangos importados cuidadosamente envueltos en papel morado y empaquetados como orquídeas raras en una caja de madera, cuando mi hermana me llamó al teléfono móvil y me informó de que el chef Verdun se había pegado un tiro con una pistola del calibre 12.

Mehtab me llamó justo cuando yo le tendía el dinero a la cajera que estaba bajo el toldo del tenderete, por lo que no pude reaccionar a su manera de expresarse, por lo general bastante ruda, pero mi hermana, que como siempre no acertó a interpretar mi silencio, siguió hablando con una voz agudizada por la emoción.

—Lo encontraron en una esquina de su bodega. Se sirvió una copa de champán y, acto seguido, ¡bang! Así. Muerto. ¿Nah, Hassan? ¿Estás ahí?

La vendeuse me tendió el cambio desde detrás del puesto.

—No puedo hablar ahora —dije y apagué el teléfono.

No sé exactamente por qué ese momento se convirtió en un punto de inflexion, por qué el trágico final de Paul sacó mi propia malaise a la superficie, o, de hecho, cómo esta noticia acabaría por conducirme a un cambio dramático en mi vida. Todo lo que puedo decir es cómo me sentí en aquel momento: completamente arrasado por el suceso. No podía moverme; la pérdida del chef Paul Verdun iba más allá de las palabras, incluso más allá de las lágrimas.

Esta reacción de atontamiento total me sugiere ahora que el impacto que me produjo la muerte de Paul no se debió a él, ni a mí, ni siquiera a la historia que nos unía, sino, en realidad, a algo más grande que cualquiera de nosotros. Paul había sido un rival a la vez que un amigo, es cierto, y su suicidio fue el final más trágico que uno pudiera imaginar, pero la noticia me golpeó tan de lleno y representó de manera tan categórica el último tañido de la última campana que sólo lo puedo comparar con el momento en que los indios nos enteramos de que el ex primer ministro, Rajiv Gandhi, en plena campaña para volver al poder con el Partido del Congreso, había sido asesinado por una terrorista suicida miembro de los Tigres Tamiles.

Una monótona frase, carente de sentido —ha acabado una era— daba vueltas incesantemente por mi cabeza como un bucle de IndiPop malo, y durante un buen rato me quedé parado en las calles del cinquième arrondissement de París, atontado por la impresión, preguntándome qué sería de nosotros.

Pero París es implacable y el mercado de la rue Monge prosiguió su activo intercambio comercial sin pausa. Era comienzos de mayo y contra mí chocaban parejas cargadas con bolsas de malla atestadas de puerros y piezas de cordero lechal. Varias vespas hicieron sonar el claxon con irritación ante mi inmovilidad de estatua antes de adelantarme con cuidado. Ni siquiera los magrebíes que vendían frascos como de cocaína llenos de azafrán turco e iraní, lo que normalmente constituía mi gran debilidad, podían arrancarme de mi lugar en el centro de la calle, donde me había quedado pegado como un cardo a la roca.

Quería creer que por toda la ciudad, incluso por toda Francia, estaba teniendo lugar un conmovido inventario parecido, ya que a todos los que nos importaban esas cosas sabíamos que una rama de la cocina clásica francesa, más conocida como cuisine de jus naturel, acababa de morir con el chef Verdun. Él había sido uno de los últimos defensores apasionados de una escuela tradicional de cocina francesa rural especializada en cocinar la carne, el pescado y las verduras en sus «esencias naturales» y, con su fallecimiento, una gran tragedia había caído sobre la nación francesa.

Sin embargo, fue en aquel momento cuando un ama de casa de expresión desdeñosa me golpeó —a propósito, estoy seguro— y, de repente, me enfurecí. La empujé hacia atrás con dureza y ella se escabulló, gritando: «Sale arabe», un insulto particularmente ofensivo que significa «sucio árabe».

La maldición de la mujer me devolvió bruscamente a la rue des Écoles y por primera vez me fijé en la indiferencia parisién que me rodeaba en el mercado, tan desconsiderada como es habitual, como si, en realidad, nada de auténtica relevancia hubiera ocurrido. Me sentí ofendido.

Estaban equivocados. Era un error.

Paul había transformando una modesta carnicería de pueblo en un restaurante de tres estrellas de fama mundial y con su enorme talento había atraído a gourmands de todo el planeta hasta la segunda rotonda de Courgains, un diminuto pueblo de Normandía en el que la maison de ladrillos dorados Le Coq d’Or hacía esquina. Paul era un tesoro nacional e incluso yo, un extranjero, sabía que las campanas del Panteón, en lo alto de la colina, deberían estar sonando para anunciar la gran pena del país. Pero la verdad era que su marcha de este mundo sólo era despedida con un galo encogimiento de hombros; para mí, esto era lo más triste de todo. Aunque quizás tendría que haberlo visto venir.

Apenas unas semanas antes, Gault Millau había degradado a Paul de diecinueve a quince puntos de un máximo de veinte, una advertencia brutal de que, hoy en día, los críticos y comensales estaban obsesionados con el chef Charles Mafitte y su restaurante minimalista, Maison Dada, en Aix-en-Provence.

El chef Mafitte era, sin lugar a dudas, el cabecilla artístico del movimiento posmoderno que se deleitaba en deconstruir la comida, en concreto conocido por el uso innovador de latas de óxido nitroso. Él utilizaba este inusual utensilio de cocina para crear, por ejemplo, «espuma cristalizada», una espuma dura compuesta de huevas de erizo de mar, kiwi y eneldo, o un cuenco de deliciosa pasta totalmente hecha de queso gruyere y manzanas reinetas. Su técnica comportaba la reducción total de los ingredientes, casi hasta nivel molecular, para posteriormente ensamblar una extraña mezcla de productos alimenticios derretidos en una creación completamente nueva.

Varios años antes tuve una comida memorable en Maison Dada con mi novia de entonces, Isabelle, la chica de caderas anchas que olía a champiñones. ¿Por dónde empezar? El chef Mafìtte había pulverizado las pastillas para la garganta Fisherman’s Friend y había usado este extraño ingrediente como base para sus «piruletas de langosta», un plato alucinante servido con «helado de trufas». Hasta las clásicas ancas de rana, el plato arquetípico de la auténtica cocina francesa, había sido transformado por la gracia del chef Maffite en algo irreconocible: había deshuesado y caramelizado las ancas en zumo de higos y vermú seco, para después servirlas con una «bomba» de polenta rellena con foie-gras y granadas. Ni rastro de los clásicos ingredientes de las ancas de rana: ajo, mantequilla o perejil. Cuando le pregunté a Isabelle que le parecía la cena replicó: «Zizin», el argot parisino para «loco», y debo confesar que mi analfabeta dependienta había resumido con bastante precisión nuestra experiencia gastronómica en Maison Dada.

Por el contrario, mi amigo Paul Verdun era un maestro de esa escuela de cocina francesa basada en la manteca de cerdo que, desafortunadamente, ha caído en desgracia. Su paloma asada al fuego chisporroteante, rellena de mollejas, hígado de pato y cebolletas, su liebre cocida en oporto en la vejiga de un ternero o, quizás, su más famoso «poularde Alexandre Dumas», un sencillo pollo relleno con una cantidad decadente de trufas negras, no tenían parangón.

Personalmente, mi favorito era su tortilla de carrillada de bacalao y caviar, un plato engañosamente simple. Para mí, era el culmen de la cocina francesa. Creada originariamente en el siglo xvn por el chef del cardenal Richelieu y servida para comer cada viernes al manipulador político hasta su muerte, esta deliciosa tortilla desapareció de los menús modernos hasta que Paul reinventò este magnífico plato hace una década.

Por supuesto, yo no jugaba en la misma liga que el chef Mafitte ni que el chef Verdun, puesto que ellos eran dioses de la cocina, sino que mi propia posición estaba en algún lugar entre las fuerzas de sus movimientos opuestos. A causa de mi herencia hindú, lo lógico era que yo me hubiera visto arrastrado a la «cocina mundial» del chef Mafitte, que parecía deleitarse combinando los más extraños ingredientes procedentes de los más exóticos rincones de la Tierra, pero lo cierto es que si me inclinaba en alguna dirección, era hacia el clasicismo francés de Paul. Las creaciones de «laboratorio» de Charles Mafitte eran muy originales, creativas, e incluso a veces impresionantes, pero yo no podía evitar llegar a la conclusión de que sus invenciones culinarias eran, en definitiva, un triunfo del estilo sobre la sustancia.

Sin embargo, resultaba innegable que los críticos y no yo habían leído mejor el signo de los tiempos. La cocina «química» del chef Mafitte era la cocina perfecta para nuestra Edad de la Fama y, guste o no guste, la gastronomía del chef Verdun, más tradicional, estaba pasada de moda y, en comparación, parecía irremediablemente anticuada.

Pese a todo, eso no quería decir que no se pudiera lamentar su muerte, ya que la cocina de Paul Verdun era, en contraste con el cubismo culinario tan en boga entonces, auténtica sangre y huesos y enjundia. Yo, al menos, lo echaría de menos, añoraría verle sudando profusamente en la cocina llena de vapor mientras bramaba con alegría «Soy el mejor» cada vez que una sopera grasienta de perdiz, su plato favorito, salía del horno candente.

Pero todo había acabado. Y pese a lo estúpido que me sentía, comprendí, allí, de pie, en aquel mercado del sábado por la mañana, que no me quedaba otra cosa que hacer que regresar a casa y llamar a la viuda de Paul para expresarle mis condolencias. Así, con los mangos bajo el brazo y lleno de una sensación de pérdida sin duda abstracta, volví a Le Chien Méchant, mi restaurante de dos estrellas al final de la rue Valette.

En el número 7 de la calle, en lo alto de la colina, el restaurante, revestido de hiedra, está a sólo media manzana del Panteón, de la Basílica y de la elegante plaza en la que los grandes hombres de Francia, desde Voltaire a Malraux, están enterrados. A nuestra derecha en la rue Valette, nuestro inmediato vecino, el número 9, es una maison particulière, completada con torretas, propiedad del conde de Broglie Seliére.

El conde de Broglie no era sólo uno de los mejores clientes del restaurante —Le Chien Méchant era su «vecino», solía decir—, sino también uno de mis favoritos. Cuando uno de mis empleados más jóvenes tuvo la temeridad de preguntar al aristócrata si le quedaba sitio para el postre, el conde le miró como si fuera idiota antes de contestar: «Querido, un gourmand es un caballero con el talento y la fortaleza para seguir comiendo incluso aunque no tenga hambre».

Enfrente del restaurante, al otro lado de la calle, se ubica una de las viviendas más refinadas de la margen izquierda: el elegante Monte-Carlo, un bloque de apartamentos de latón dorado en el que la amante del último presidente de Francia, un socialista radical, vivió durante años como mantenida al magnífico estilo del antiguo régimen en un apartamento del tercer piso. Ahora, dos palmeras en macetas y un portero uniformado hacían guardia ante las puertas talladas del Monte-Carlo.

En resumen, Le Chien Méchant se encontraba en la mejor compañía posible. Sin embargo, varias manzanas más abajo en la colina de la montaña de Saint-Geneviève, hacia la rue des Écoles (donde yo estaba en aquel preciso instante, observando en lo alto de la colina la cúpula neoclásica del Panteón), el estatus social de la rue Valette experimentaba visiblemente una caída en picado similar, de modo que, al final, estaba flanqueada por una falange de complejos de apartamentos mal construidos en los años cincuenta y sesenta. En este extremo de la rue Valette, los escaparates lo decían todo: una tintorería vietnamita, una papeterie cansada con restos polvorientos y un viejo electricista cuya especialidad era reparar aspiradores Eureka, pero que nunca parecía tener clientes.

Subí penosamente por la colina, por delante de estos austeros bloques de apartamentos que marcaban el ascenso en la posguerra del socialismo francés y por debajo de una ristra de calzoncillos de niño que colgaban de una cuerda de tender entre dos balcones. Justo entonces, en el bajo del edificio obrero, una mujer abrió la ventana de la cocina e instantáneamente me vi sumido en una nube de vapor de tripes à la mode de Caen, proyectada desde la cazuela de hierro colado de su horno.

Este sencillo olor a callos, aspirado al pasar por la ventana, fue lo que finalmente arrancó de mis profundidades un manojo de recuerdos y en aquel momento mi amigo Paul —no el chef Verdun, galardonado con tres estrellas— me fue devuelto.

Recordé aquella vez, hace unos años, que Paul no quería hacer el viaje solo (tal vez una primera señal de su inestabilidad mental), y me convenció para que le acompañara a una gira por Alsacia, en la frontera alemana, a la busca de ciertos productos alimenticios. Paul conducía su mercedes plateado por el campo a una peligrosa velocidad y nos obligaba a realizar nuestras tareas de manera frenética. Era demasiado, hasta que llegó una tarde en la que, tras recorrer innumerables senderos llenos de fango para llegar a granjas remotas, donde probábamos de nuevo otro Gewürztraminer o miel de tomillo o salchicha ahumada, me dio un ataque.

—¡Basta! —grité.

Con voz fría como el hielo, le dije a Paul que no visitaría ninguna granja más, a menos que primero aceptara detenerse para comer tranquilamente y sin prisas. Paul, sorprendido por mi insólita muestra de firmeza, aceptó enseguida mis condiciones y nos metimos en un pueblo soporífero cuyo nombre ya no recuerdo.

Lo que sí recuerdo es que el restaurante donde comimos estaba lleno de humo y tenía paneles oscuros, y en la barra de zinc había un par de lugareños inclinados con aspecto de malhumor sobre ballons de vino. Recuerdo que el lugar olía a madera podrida y pastís derramado, y escogimos una mesa al fondo, bajo un espejo manchado. Un joven aburrido, con un Gitane que colgaba de los labios, apareció y tomó nuestro pedido, mientras una mujer mayor con una sucia bata entraba y salía de la cocina en la parte de atrás arrastrando los pies.

Paul y yo pedimos el especial del día, callos, que nos fue servido en unos desportillados cuencos y que nos plantaron sin ninguna ceremonia ante nosotros. Comimos en silencio, mojando pedacitos de pan de pueblo de corteza dura en el guiso, bañándolo todo con un Pinot Gris local, que sorbíamos ruidosamente como achaparrados campesinos de los vasos de vidrio que había junto a nuestros codos.

Paul apartó su cuenco vacío. Un poquito de salsa de los callos manchaba su barbilla como una marca de belleza culinaria y de inmediato me di cuenta de que la presión responsable de las profundas arrugas de su rostro había desaparecido milagrosamente gracias al momento.

—Nunca, en ninguno de los restaurantes de tres estrellas de Francia, probarás algo más refinado —dijo—. Trabajamos duro y nos esforzamos al máximo hasta quedar exhaustos, pero si somos sinceros, nada de lo que hacemos será nunca tan bueno como esto, un simple cuenco de callos. ¿Tengo razón, Hassan?

—Tienes toda la razón, Paul.

Fue sólo cuando vino a mi memoria este recuerdo, el triste día de su suicidio, cuando por fin tuve la decencia de dejar que calara en mí la enormidad de la muerte de mi amigo, de sentir de verdad la pérdida que significaba esa increíble tragedia.

Paul ya no estaba.

De ese modo, a mitad de la subida de la rue Valette, mi paladar exigió rendir por su cuenta su propio homenaje al chef Verdun y me encontré saboreando en la parte de atrás de mi lengua las ricas texturas de su cangrejo de río, una obra maestra de tajadas de hígado de oca asado, finas como el papel, dispuestas delicadamente en capas entre la carne rosada de los crustáceos de agua dulce.