Capítulo XIV
—¿CHEF?
—Oui, Jean-Pierre.
El aprendiz se pasó la lengua por los labios, nervioso.
—Monsieur Serge me ha pedido que le diga que la perdiz nival ha llegado.
Miré el reloj de pared y vi, para mi horror, que sólo quedaba una hora y cuarenta minutos antes de que el restaurante abriera para la comida. Acababa de perder una hora mirando con la boca abierta el vacío, las cosas materiales que había reunido en el curso de mi vida y amontonado en mi oficina: en la pared, las notas de Escoffier con sus ideas preliminares para una cena en el Savoy de 1935, adquiridas en una subasta de Christies y pulcramente enmarcadas; la tela Ndebele de colores vivos comprada en Zimbabwe que representa a unas mujeres de la aldea asando un búfalo troceado; la divertida nota de agradecimiento del presidente Sarkozy, colgada junto a la puerta, codo con codo con mi diploma honorario de la Ecole Hôtelière de Lausanne; mi colección de copas de champán antiguas juntando polvo en un viejo armario Storwel ya muy estropeado y encajado detrás de la librería; y allí, sobre el sofá Natuzzi de cuero sin curtir donde me echo mis siestas, la lápida de plexiglás que anuncia la oferta pública inicial de recipe.com, un nuevo negocio en Internet de venta de recetas del cual yo era director externo.
De repente, todo me pareció ridículo.
Cada centímetro cuadrado de la oficina estaba ocupado por placas y premios de madera y latón, de los cuales el más raro era, sin ninguna duda, un cucharón de sopa bañado en oro otorgado por la Sociedad Internacional de la Sopa, con sede en Bruselas.
¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo se había convertido mi existencia en ese montón de baratijas?
Por primera vez en mi vida, vi este desorden culinario como lo que realmente era: objets dart bastante pretenciosos y carentes de sentido que documentaban la búsqueda de toda una vida de un hombre hecho a sí mismo de más civilización, más cultura, más sofisticación. Y recuerdo que ése fue el momento en que por fin admití para mis adentros que no estaba en buena forma.
No podía negar que algo había ocurrido desde la muerte de Paul, seis meses antes. Era como si su malaise espiritual hubiera saltado de su cuerpo y se hubiera apoderado de mí, como un parásito devorador de carne salido de una película de terror de Hollywood. Me encontraba agitado, irritable, tenía problemas para conciliar el sueño. No sabía lo que estaba pasando, pero una sensación funesta se me había venido encima y lo odiaba, odiaba este sentimiento desconocido.
Yo no era para nada así. Siempre he sido un tipo bastante alegre.
Pero Jean-Pierre me seguía estudiando desde el umbral de mi oficina, dudando de si alguna otra broma (la última había sido un trozo de intestino de cordero metido en su manopla de horno) estaba a punto de sucederle. Tres semanas antes habíamos contratado a este adolescente, delgado como un junco, como aprendiz, y mi chef de cuisine, Serge, tenía una idea anticuada de cómo formar a los aprendices: con bromas pesadas y mamporros. Así que, finalmente, fue la expresión de inseguridad dolorosa en la cara del chico lo que me sacó de mi ensimismamiento.
Me puse de pie.
—Bien, pongámonos a trabajar entonces.
Jean-Pierre bajó el primero por la escalera de caracol y regresamos al estrépito, chirridos y ruido del agua corriente de la cocina de Le Chien Méchant, que se preparaba para la acción; a los camareros que pasaban de golpe entre las puertas batientes, dedicados a abrillantar la vajilla de plata, rellenar las cajas de puros y doblar las servilletas en forma de flor, con las chaquetas quitadas mientras corrían entre la cocina y el comedor.
Serge se encontraba en el otro extremo de la cocina con dos ayudantes, de pie ante las llamas. Suzanne, mi chef de pastelería, se inclinaba sobre una bandeja de tartas. Había jaleo por la excitación ante el partido de fútbol de esa noche y esto y lo otro, pero nosotros nos abrimos paso con resolución hasta el cajón de madera que había sobre la cocina fría y que aparecía sobre la encimera cada día de esa estación, entre finales de septiembre y diciembre, enviada a diario por mayoristas de Moscú.
Jean-Pierre abrió a la fuerza el cajón de madera con una palanca y juntos desembalamos con cuidado el par de perdices nival envueltas en papel de seda. Otros dos aprendices estaban trabajando duro y les eché un discreto ojo mientras desenvolvíamos las aves. La chica del lado de allá del fregadero se dedicaba a frotar con un paño húmedo una ristra de salmonetes (insisto en ese método: si los salmonetes se lavan debajo de un grifo, su sutil sabor y color se irán por el desagüe). El aprendiz más mayor, que blandía un afilado cuchillo sobre la encimera de la carne y que ya estaba preparado para ataviarse pronto con su toca de ayudante, quitaba los nervios de la columna del charolais, una raza de ganado francés que yo prefiero al angus escocés (sólo sirvo novillos de tres años; los toros están demasiado duros).
Por un momento, el cuidadoso trabajo de los aprendices me hizo sentir orgulloso; los dos habían aprendido bien la lección. Inspirado por su seriedad, cogí con la mano una gorda perdiz nival. La cabeza de plumas blancas del gélido urogallo de ojos negros colgó hacia atrás sin vida, como un peso peludo en la palma de mi mano. Indiqué a Jean-Pierre que limpiase y desplumase las otras.
Con un gratificante golpe del cuchillo de carnicero, corté las grotescas garras, que se habían desarrollado de forma desmesurada, y las patas del ave desaparecieron dentro de la olla de caldo que borboteaba en el quemador situado a mi lado.
Cuando comencé a aprender mi oficio, hace veinte años, me tocó desplumar cuarenta aves una tras otra. Fue un trabajo matador. Por suerte para los aprendices modernos, hoy en día esa labor la realizan con bastante pericia máquinas desplumadoras automáticas, de modo que interrumpí a Jean-Pierre para introducir mi ave en la máquina. Los rodillos rotatorios pelaron las plumas blancas de la perdiz nival, aún alborotadas y manchadas de sangre por el disparo del cazador, para a continuación ser introducidas mediante un chorro de aire en una bolsa desechable colocada al lado.
Llevé el cadáver desplumado a la llama abierta de la cocina para chamuscar los posibles restos de plumas. Con una pala le abrí el buche y retiré varios pellizcos generosos de hierbajos amargos de tundra y bayas que seguían en la bolsa de su garganta. Las hierbas, muy similares en apariencia al tomillo, las lavé en el fregadero y las reservé a un lado en un cuenco de cerámica.
Éste era mi plato de invierno de marca: perdiz nival siberiana, asada con las hierbas de la tundra recogidas del propio buche del ave y servida con peras caramelizadas en salsa Armagnac.
Hice un gesto a Jean-Pierre para que se acercase.
—No se me da bien hablar, lo hago mejor con las manos, así que mira cómo lo hago.
El chico asintió, serio. Destripé al animal, lo lavé y con cuidado sequé el vaho con toallitas de papel. De vez en cuando se oían algunos pasos, pero, por lo general, el personal de cocina estaba en silencio, concentrado en su propio trabajo u observando la demostración que yo hacía. El único ruido de verdad provenía de la vibración de las tapas de las cazuelas de cobre que había sobre los fuegos y, de fondo, el ruido ambiental de las lavadoras, refrigeradores y conductos de ventilación.
Las carnosas pechugas del ave, las únicas partes que utilizo, se desprendieron con dos limpios cortes del cuchillo y doré los trozos de carne carmesí en una sartén caliente.
Minutos después, apagué la llama y miré el reloj.
Sólo faltaban treinta minutos para abrir. Los empleados me miraban, esperando las clásicas instrucciones previas al turno.
Como solía decir mi padre, no hay nada como el trabajo para un corazón preocupado.
—Vosotros, los de la cocina, todos vosotros, cocinad desde el medio. Y vosotros, los del comedor, haced bailar los platos.
El camarero Claude era ordenado y de aspecto agradable y había llegado hasta nosotros, con brillantes referencias, desde Lyon. Descubrimos que aprendía con rapidez, era enérgico y tan indefectiblemente cortés y atento con los clientes que Jacques, mi maître d’hôtel escribió en su valoración inicial que el joven camarero se comportaba con el «más alto grado de profesionalidad». Pero tenéis que saber una cosa sobre las leyes laborales francesas: durante el período de prueba inicial, se podía despedir a Claude sin demasiada dificultad; pero al cabo de seis meses de figurar en los libros, el camarero era considerado un empleado a tiempo completo, con una larga lista de derechos que actuaban como una coraza. Librarse de él, por lo tanto, era sumamente difícil y costoso.
Nuestro romance con Claude duró exactamente hasta el día siguiente de que el período de prueba del joven terminara. Lo que antes le costaba treinta minutos —pulir los candelabros de plata, por ejemplo—, de repente le costaba una hora y media o más. Jacques, una persona que daba mucha importancia al comportamiento adecuado, sugería a Claude con frialdad que se diera prisa, pero el desagradable individuo simplemente se encogía de hombros diciendo que trabajaba todo lo rápido que podía. Cuando Claude entregó sus primeras hojas de trabajo, con un 50 por ciento de recargo por horas extras, Jacques, normalmente una persona tranquila y comedida, arrojó los formularios a la cara del joven y le llamó connard. Pero el muchacho tenía nervios de acero y ni siquiera parpadeó. Simplemente recogió los papeles del suelo y los dejó con suavidad sobre la mesa de Jacques, sabiendo perfectamente que la ley le protegía de nosotros, «los capitalistas explotadores».
Claude no sólo había calculado sus horas extra al minuto, sino que incluía una demanda de 6,6 días de paga extra de vacaciones para compensar el hecho de que estábamos violando su derecho legal a trabajar sólo treinta y cinco horas por semana. Por supuesto, la hostelería es una cuestión de largas horas —es la naturaleza de nuestro trabajo— y no fue una sorpresa que todo el resto de mis empleados, que trabajaba duramente, pronto empezara a quejarse de Claude porque no se esforzaba y obligaba a los miembros más concienzudos del personal a compensar su escasa actividad.
Finalmente, esta situación insostenible alcanzó un punto crítico cuando Mehtab me entregó los registros de la nómina de Claude. En el año que llevaba contratado, Le Chien Méchant había pagado a Claude setenta mil euros de salario, más tres veces esa cantidad en diversos impuestos de seguridad social y pensiones. Le Chien Méchant todavía le debía diez semanas de pagas de vacaciones.
Claude no era un camarero, sino un artista del timo.
Llamé a los restauradores de Lyon y hablé con sus dueños, que terminaron confesando que Claude les había hecho lo mismo a ellos, hasta que al final le habían redactado brillantes recomendaciones simplemente para quitárselo de encima. Así que le dije a Jacques que lo despidiera y así lo hizo.
Ese día el muchacho regresó… pero con su representante sindical.
—Es muy sencillo, chef Haji. El despido del joven no es legal.
Mehtab empleó todas las florituras poéticas del urdu para maldecir al linaje familiar del representante del sindicato al completo; Jacques se mostraba igual de creativo en francés.
Pero yo levanté la mano y les hice callar a los dos.
—Expliqúese, monsieur LeClerc. Este hombre es un timador, un ladrón. ¿Cómo es posible que no sea motivo para el despido legal?
Claude parecía enteramente sereno, como de costumbre, y por prudencia no decía una palabra, sino que dejaba que fuera su representante del sindicato el que hablara por él.
—Sus alegaciones son injustas e injustificadas —dijo LeClerc suavemente, formando una aguja con sus manos mientras fruncía pensativamente los labios—. Es más, totalmente carentes de pruebas.
—Eso no es cierto —intervino Jacques—. He documentado con todo detalle cómo Claude arrastra los pies a propósito al realizar sus tareas, y cómo las cosas más sencillas, como poner la mesa, le lleva cuatro veces más tiempo que a los otros.
—Claude no es el más rápido de los trabajadores, lo admitimos, pero eso no es motivo suficiente para despedirlo, sobre todo cuando sus propios informes lo alaban como una persona del «más alto grado de profesionalidad». Non, non, monsieur Jacques. Lo que usted ha hecho no está bien. A Claude le lleva tanto tiempo ejecutar sus órdenes precisamente por esta profesionalidad que usted elogió previamente. Dígame, ¿alguna vez no le satisfizo la calidad de su trabajo, una vez Claude hubo completado sus tareas? ¿Su trabajo era chapucero? No encontré ninguna queja en su expediente sobre la calidad de su ejecución, simplemente sobre la cantidad de tiempo que le lleva acabar el trabajo.
—Bueno, sí, es cierto.
—De manera que, en un tribunal de justicia, podríamos establecer de forma convincente el argumento de que precisamente porque se preocupaba mucho por la calidad de su trabajo, empleaba más tiempo que los demás.
—Esto es ultrajante —dijo Jacques, con la cara de un alarmante color remolacha—. Todos sabemos exactamente lo que está haciendo Claude y de qué se trata. Nos está haciendo chantaje. Infló sus hojas de trabajo. Monsieur LeClerc, se está usted aliando con un estafador. No puedo creer que se esté poniendo de su parte.
El fornido LeClerc dio un puñetazo en la mesa.
—¡Retire eso, monsieur Jacques! Usted ha despedido a Claude ilegalmente y ahora ataca mi integridad personal para tapar su falta. Bueno, no se saldrá con la suya. La ley es muy clara con respecto a estos temas. Debe reintegrar a Claude immédiatament. O, si quiere despedirlo, negociar una indemnización por despido adecuada, tal como estipula la ley, no la miserable suma que le dio ayer.
Miré por encima del hombro a Mehtab, que hacía furiosos cálculos en un bloc.
—¿Y si nos negamos? —preguntó.
—Entonces el sindicato se verá obligado a llevarles ante el Conseil de prud’hommes con el cargo de despido improcedente y será horrible, se lo garantizo. Nos aseguraremos de que la prensa aguarde en el tribunal para denunciar debidamente a su restaurante como «explotador de trabajadores».
—Eso es chantaje.
—Llámelo como quiera. Simplemente nos aseguramos de que los miembros de nuestro sindicato no reciban un trato abusivo por parte de su propriétaire y de que ustedes paguen lo que están obligados por ley.
Me puse en pie.
—Ya he oído bastante. Dales lo que quieren, Mehtab.
—¡Hassan! Eso significa dos años de sueldo, más vacaciones. ¡Nos costará ciento noventa mil euros liberarnos de ese cerdo!
—No me importa. Ha sido suficiente. Claude está haciendo que nuestro personal decente se provoque mala sangre y, si lo mantenemos, a largo plazo nos costará mucho más. Págale. Ha calculado todos los aspectos.
Claude sonreía con dulzura y creo que estaba a punto de darme las gracias por el generoso acuerdo, cuando le dije, a propósito y con calma, a monsieur LeClerc:
—Ahora llévese a ese montón de basura de mi restaurante.
Paul Verdun fue de los primeros entre los mejores chefs franceses en comprender de verdad que la economía de nuestro negocio había cambiado por completo y que los grandes restaurantes de Francia, como pacientes de cáncer, tenían un tiempo contado que se les escurría gota a gota. Con toda su buena voluntad, el estado francés nos lo acabó poniendo imposible para sobrevivir, dejando de lado las restrictivas leyes laborales, las semanas de treinta y cinco horas, las contribuciones de las pensiones y las docenas de impuestos «sociales», y los incomprensibles cuestionarios burocráticos que requerían de media docena de contables y abogados para completarlos. Tomemos simplemente en consideración el Impuesto del Valor Añadido. Por algún retorcido motivo político, la comida del McDonald’s estaba totalmente libre de impuestos, mientras que los restaurantes franceses de calidad, como Le Chien Méchant, tenían que añadir un 19,6 % de IVA a todas las consumiciones. De ese modo, con todo sumado, una cena en mi restaurante de dos estrellas que no incluyera vino pero sí el servicio de alta cocina que lo ha hecho famoso y que requiere mucha mano de obra, cuesta una media de 350 € por cabeza. Como pueden imaginar, el universo de clientes preparados para desembolsar dicha cantidad por una comida es bastante limitado.
Paul había divisado todos estos problemas surgir en el horizonte mucho antes que el resto de nosotros y había luchado contra ello. En concreto, investigó el caso de las casas de moda francesas, que habían pasado por una restructuración parecida cincuenta años antes y había aprendido bien la lección: observó, por ejemplo, que la alta costura, en la cima de la pirámide de la moda y con toda la mano de obra que conlleva, construía reputaciones de talla mundial con sus innovadores diseños, pero pocas eran las mujeres que en los tiempos que corren podían realmente permitirse o comprar estas costosas creaciones. Resultado: todos los talleres de alta costura perdían dinero.
En su lugar, eran las líneas prêt-à-porter y las licencias de perfumes, en la parte baja de la pirámide, lo que hacía ganar dinero a las casas de moda. Los astutos empresarios de la moda —como Bernard Arnault en LVMH— usaban con eficacia estas líneas de producto para rentabilizar las valiosas reputaciones establecidas por las onerosas operaciones de alta costura en la cima de sus imperios.
De forma intuitiva, Paul comprendió que Le Coq d’Or era el equivalente culinario de la alta costura de Christian Dior, por lo que se desplazó hacia abajo en la pirámide gastronómica para ganar dinero. Negociaba contratos por todo, como ya se ha dicho antes, desde mantelerías hasta aceite de oliva. Nos mostró cómo hacerlo y representó, en resumidas cuentas, una inspiración empresarial para una generación de chefs menores que tratábamos de montar nuestro propio negocio gastronómico durante esta difícil época.
De manera que podréis comprender por qué me sentí tan conmocionado cuando al final me di cuenta de que el éxito de Paul sólo era una ilusión. Estaba en bancarrota y muerto. Era casi una sugerencia, aunque nadie lo reconociera todavía, de que ya no había sitio en el suelo francés para la alta cocina, tal como previamente la habíamos conocido.
Si yo me aferraba a alguna engañosa fantasía sobre mi propio restaurante, la cuantiosa indemnización por despido que pagamos a Claude me arrancó el velo de los ojos con eficacia. El bénéfice del restaurante el año anterior —esto es, el beneficio neto— había sido de 87 euros sobre una facturación total de 2,2 millones de euros. En realidad, el año anterior a ése, Le Chien Méchant había perdido 120 euros. Ahora, obligados a aflojar 190.000 euros a Claude, un gasto que no había sido presupuestado, estábamos destinados a sufrir una gran pérdida a final del año. En resumen: el punto en que Le Chien Méchant llegaba a cubrir gastos había subido de golpe al 93 por ciento de ocupación, mientras que en la actualidad, la realidad rondaba un 86 por ciento de promedio para el año.
De repente comprendí cómo Paul había empezado a deslizarse por la resbaladiza pendiente de pedir a escondidas un préstamo que cubriese las pérdidas del ejercicio. Un poco aquí, un poco allá, porque el próximo año será mejor. Y si por casualidad yo no entendía del todo las implicaciones de adónde se dirigía Le Chien Méchant, siempre estaba mi hermana para recordármelo, en el restaurante —donde ejercía de contable— o en el piso, en cuya habitación del fondo vivía.
De hecho, aquella noche, después del trabajo, regresé al apartamento, situado detrás de la mezquita del Instituto Musulmán. Dejé las llaves y el teléfono sobre la mesa del vestíbulo y me dirigí a la cocina; mi cena —una cucharada del baingan bharta y dum aloo de mi hermana, berenjenas y patatas machacadas en yogur— me esperaba sobre la encimera de la cocina. Pero Mehtab no estaba en su cama, como era habitual a esa avanzada hora de la noche, sino sentada en camisón en la encimera ante una tetera de chai, con los ojos enrojecidos y hundidos en carnosas bolsas.
Se puso de pie, me sirvió un vaso de agua de la nevera y me tendió una servilleta.
—Está seria la cosa —dijo—, ahora lo veo. Volveremos a vender bhelpuri por las calles dentro de nada.
—Methab, por favor. Estoy muy cansado. No me hagas sulfurarme antes de irme a la cama.
Ella se mordió pensativamente el labio inferior durante unos minutos, pero se notaba que se encontraba con ganas de pelear. Lo siguiente que dijo fue:
—¿Y qué pasó con aquella Isabelle? ¿Por qué ya no te llama?
—Rompimos.
—¡La dejaste! Ay, eres como un adolescente, Hassan.
—Me voy a la cama, Methab. Buenas noches.
Pero, por supuesto, mi hermana me había herido con su comentario sobre que pronto estaríamos vendiendo bhelpuri en la calle y pasé aquella noche despierto y dando vueltas en la cama. En algún momento en medio de la negrura pasó por mi mente una visita que había hecho el mes anterior a un solar situado en las afueras de París. Uno de mis proveedores de aves de corral había abierto una nueva fábrica y, muy orgulloso de la modernidad de su planta, me había invitado a darme una vuelta por allí. Era del tamaño de un hangar de aeropuerto y olía a plumas calientes y guano, y dentro de este cavernoso espacio fui recibido por unos pollos que bajaban volando por una rampa hasta una jaula, donde unos argelinos con redecillas en el pelo, batas blancas y botas de caucho les esperaban. Los hombres, corpulentos pero extrañamente gráciles, cogían a las aves, que no dejaban de cacarear, por las patas escamosas y rítmicamente las metían una a una cabeza abajo en unas horquillas que se movían a lo largo de una cinta transportadora situada sobre sus cabezas, una alfombra mágica que se dirigía directamente hacia una trampilla negra situada en la pared.
Introducidos en la abertura, los pollos, balanceándose cabeza abajo con el corazón latiéndoles frenéticamente y la papada temblándoles, eran sumergidos en un espacio oscuro, cálido y reducido, mientras una luz púrpura fluorescente sobre sus cabezas iluminaba tranquilizadoramente el viaje automatizado. Las aves se calmaban de inmediato y sus gritos y aleteos se reducían a un cloqueo ocasional. A continuación, la cinta se dirigía suave e inexorablemente hacia otra trampa. Al doblar la esquina, las cabezas colgantes de las silenciosas aves rozaban un alambre de inocente aspecto. La sacudida eléctrica en la cabeza las dejaba aturdidas al instante. Después volvían a pasar por otro cable hasta atravesar el último agujero.
De esa manera, nunca veían la hoja rotatoria que, como un abridor de latas eléctrico, se acercaba hasta cortarles la garganta, ni oían el chorro de sangre golpear contra la pared de acero. Nunca veían al carnicero inclinado con un guante de acero y el cuchillo preparado, cortando un poco más el gaznate de cualquier pollo que no estuviera completamente abierto, mientras las bandejas de drenaje que corrían por debajo se llenaban de diversos fluidos. Pero yo, sí. Y vi cómo las aves muertas continuaban su viaje automatizado hacia una inmensa caja de metal en la que eran sumergidas en agua hirviendo para que se les ablandaran las plumas y en la que varios rodillos les arrancaban ese revestimiento blanco, de tal modo que emergían de color rosa y desnudas para las filas de hombres y mujeres que, sentados en sus puestos, estaban listos para cuartear, envasar y embarcar.
Eso es lo que vi en aquel agitado espacio entre el sueño y la conciencia, y esta visión de los pollos dirigiéndose a su fin me tranquilizó mucho porque me recordó que en la vida hay muchas ocasiones en que no podemos ver lo que nos espera al otro lado de la esquina, y es precisamente en tales momentos, cuando nuestro camino no está claro, que debemos mantener los nervios templados con valentía (como esos pollos), poniendo con decisión un pie delante del otro mientras marchamos ciegamente en la oscuridad. Pues así es la naturaleza de la vida. Es Alá el que da y Alá el que quita.
Y su voluntad sólo se revela en el momento adecuado.
Así, finalmente, llego al último acontecimiento fundamental de esos extraños días. Tras el despido de Claude, Jacques y yo buscamos un sustituto para el comedor. Entrevistamos no sé a cuántos posibles candidatos: una galesa con un aro que le atravesaba la nariz; un turco serio que prometía pero hablaba muy mal el francés; un francés de Toulouse que sobre el papel parecía magnífico hasta que, al comprobar sus antecedentes, averiguamos que había sido arrestado tres veces por incendiar coches durante los disturbios estudiantiles. Al final contratamos al medio hermano de Abdul, uno de nuestros mejores camareros, que prometió que se encargaría personalmente de su hermano pequeño.
Fue hacia el final de este fatigoso proceso, una tarde a última hora, cuando Jacques asomó la cabeza en mi despacho para anunciar que abajo había una ayudante de chef que quería verme en persona.
Miré por encima de los inventarios que estaba estudiando.
—¿Qué pasa? Sabes muy bien que no necesitamos otro ayudante de chef.
—Dice que trabajó contigo.
—¿Dónde?
—En Le Saule Pleureur.
Llevaba mucho tiempo sin oír ese nombre, pero de labios de Jacques fue como si hubiera caído un rayo. Mi corazón empezó a palpitar.
—Hazla subir.
No me importa reconocerlo: en aquel peculiar estado mental en que me encontraba, estaba extrañamente asustado. Madame Mallory había muerto hacía mucho tiempo, lo sabía, y sin embargo, a pesar de ser irracional, de algún modo esperaba que fuera ella quien atravesara la puerta.
Pero, por supuesto, no era la vieja.
—¡Margaret! ¡Qué maravillosa sorpresa!
Ella se quedó vacilante en el dintel de mi oficina, tímida y reservada como siempre, esperando a que la invitara a entrar. Instantáneamente salí de detrás de mi mesa, nos abrazamos y nos besamos, y con delicadeza llevé de la mano a mi antigua camarada culinaria hasta el centro de la habitación.
—Lamento mucho importunarte así, Hassan. Debería haber llamado.
—Tonterías. Somos viejos amigos. Siéntate aquí. ¿Qué estás haciendo en París?
Margaret Bonnier, con un vestido fleur-de-lis y bolso Kelly de piel de becerro al hombro, manoseaba nerviosamente el crucifijo que colgaba de su cuello, llevándoselo a los labios como tantos años atrás cuando madame Mallory nos aterrorizaba. Naturalmente, había madurado; y llevaba el pelo teñido de rubio. Pero, a pesar del robustecimiento de la edad, había conseguido conservar de alguna manera algo suave, e incluso a pesar de las marcas del tiempo podía ver a mi vieja amiga de aquel entonces.
—Estoy buscando empleo.
—Sí, me lo ha dicho Jacques. Pero ¿en París?
—Me casé. Con el mecánico, Ernest Borchaud. ¿Lo recuerdas?
—Sí. Mi hermano Umar estaba loco por los coches.
Ernest y Umar solían trabajar juntos. Haciendo no sé qué.
Ella sonrió.
—En la actualidad, Ernest es concesionario de Mercedes y Fiat. Tenemos dos hijos, un niño y una niña. La niña, Chantal, tiene ocho años; Alain, sólo seis.
—Qué maravilloso. Felicidades.
—Ernest y yo nos hemos divorciado. Me llegaron los papeles hace dos meses.
—Oh —dije—, lo siento.
—Los niños y yo nos hemos trasladado a París. Tengo una hermana aquí. Todos necesitábamos el cambio.
—Sí, lo entiendo.
Me miró con aspecto firme.
—Quizás trasladarme a París es algo que debería haber hecho hace tiempo.
Yo no dije nada.
—Por supuesto, la ciudad es muy cara.
—En efecto. Lo es.
Margaret miró por la ventana un momento para reunir fuerzas antes de darse la vuelta y posar en mí sus ojos azules.
—Perdóname por ser tan atrevida —dijo con una voz tan poco confiada que sólo fue un suspiro—, pero… ¿no necesitas un ayudante de chef? Trabajaré en cualquier puesto. Cocina caliente, cocina fría. Postres.
—No, me temo que no, lo siento. No puedo permitirme ampliar el personal.
—Oh —exclamó.
Margaret paseó la mirada por la oficina en un ataque de pánico, tratando de imaginarse qué hacer a continuación. Observé que sus hombros estaban tensos y encogidos bajo su vestido, pero entonces cayeron, abruptamente derrotados. Se puso de pie para despedirse, agarrándose a su bolso Kelly para mantener el equilibrio. Sonrió, pero los labios le temblaban un poco.
—Siento haberte molestado, Hassan. Espero que no me lo tengas en cuenta. Es que, ¿sabes?, eres el único restaurador que conozco en París y no sabía a quién más acudir.
—Siéntate.
Me miró, con el crucifijo colgándole de los labios. Siempre me llamó la atención cómo trataba Margaret su collar cristiano con la cruz: no como un artefacto religioso, sino más bien como si fuera un rosario laico, para toquetearlo, chuparlo, enroscarlo y mordisquearlo en los momentos de tensión a lo largo del día.
Señalé la silla.
—Nah?
Margaret volvió a hundirse en el asiento.
Yo cogí el teléfono y llamé al chef Piquot.
—Bonjour, André. Hassan ici. Dime, ¿cubriste esa vacante de cocina fría? Ese chico no encajaba… Sí, sí. Lo sé. Es terrible la forma como se comportan hoy en día. Vaya prima donnas… Pero, sabes, es una excelente noticia que el tipo ese no funcionara, porque tengo la perfecta candidata para ti. Sí, sí. No te preocupes. Trabajé con ella en Le Saule Pleureur. Una ayudante de chef de primera categoría. Trabajadora y con mucha experiencia. Te lo aseguro, amigo mío, me lo agradecerás. No, no lo creo. Acaba de mudarse a París. Te la mandaré enseguida.
Cuando colgué, descubrí con gran horror que Margaret no estaba feliz de que le hubiera encontrado un empleo en el Montparnasse, sino que sollozaba en un pañuelo, incapaz de hablar. Yo no sabía qué hacer ni adónde mirar, mientras el despacho se llenaba de su llanto. Pero entonces, todavía temblando de la emoción y con la cabeza aún baja, la mano izquierda de Margaret se alargó por encima de la mesa, mientras sus dedos buscaban ciegamente el contacto en el aire.
Fue entonces cuando comprendí que había pasado por una experiencia muy dura.
Que esto era lo mejor que podía hacer… de momento.
Así que alargué mi mano derecha y nos encontramos en silencio a mitad de camino.