Capítulo IX

PAPA recibió la carta certificada el martes siguiente. Llegó mientras yo salía de la cocina para echar una mirada a las reservas de la noche. La tía se estaba haciendo las uñas con un esmalte carmesí y empujó con el codo el libro para que pudiera leerlo. Era desolador. Sólo había reservadas tres de un total de treinta y siete mesas.

Papa estaba sentado en la barra, frotándose los pies descalzos con una mano y clasificando el correo con la otra.

—¿Qué dice ésta?

Me colgué el paño de cocina al hombro y leí la carta que él me tendía.

—Dice que estamos infringiendo el código acústico de la ciudad. Tenemos que cerrar el restaurante del jardín a las ocho de la tarde.

—¿Qué?

—Si no lo hacemos, seremos llevados a juicio y multados con diez mil francos al día.

—¡Es esa mujer!

—Pobre Mayur —dijo la tía agitando sus húmedas uñas en el aire—. Le gustaba tanto servir en el jardín. Tengo que decírselo.

El pasillo se llenó del frufrú de su sari de seda amarillo mientras iba en busca de su marido. Cuando me di la vuelta para dirigirme a Papa, vi que ya se había ido del taburete. La luz se filtraba a través del cristal tintado de las ventanas del vestíbulo y el aire formaba remolinos con las motas de polvo plateadas. Oí a Papa gritando por teléfono en la parte de atrás de la casa. A su abogado. Entonces comprendí: nada bueno saldría de esto.

Nada bueno.

El contragolpe de Papa tuvo lugar sólo unos días después, cuando un burócrata del departamento de Medio Ambiente, Tráfico y Mantenimiento del Telesquí de Lumière aparcó un Renault oficial delante de Le Saule Pleureur. Era una especie de justicia poética, porque se trataba del mismo funcionario que había cerrado nuestro restaurante del jardín y nos había hecho desmontar los altavoces estéreo que teníamos fuera.

—¡Abbas, ven, ven! —gritó la tía, y toda la familia, con gran alborozo, salió por la puerta principal para quedarse en el sendero de grava y observar los acontecimientos que tenían lugar al otro lado de la calle.

Dos hombres salieron de la furgoneta Renault. Llevaban una sierra mecánica. De su boca colgaban sendos cigarrillos sin filtro, se escupían mutuamente el patois local. Papa se relamió los labios con satisfacción, como si acabara de meterse una empanadilla en la boca.

Madame Mallory abrió la puerta principal de su restaurante, con una chaqueta de punto que le cubría los hombros. El funcionario de Medio Ambiente estaba en su sendero, entornando los ojos mientras se limpiaba las gafas con un pañuelo blanco.

—¿Por qué está usted aquí? —soltó ella—. ¿Quiénes son esos hombres?

El funcionario sacó una carta del bolsillo del pecho de su camisa y se la tendió a madame Mallory. Ésta la leyó en silencio, mientras movía adelante y atrás la cabeza.

—No puede. No lo permitiré.

Mallory rasgó con fuerza el papel.

El joven suspiró lentamente.

—Lo siento, madame Mallory, pero está absolutamente claro. Está usted violando el código 234bh. Hay que cortarlo. O al menos, el…

Pero Mallory había ido hacia su viejo sauce, cuyas ramas altas se inclinaban con gran elegancia sobre la verja delantera y el pavimento.

Non —dijo ácidamente—. No. En absoluto.

Mallory rodeó el tronco con los brazos y pasó lascivamente una pierna a cada lado.

—Tendrá que matarme primero. Este árbol es un símbolo de Lumière, de mi restaurante, de todo…

—Ésa no es la cuestión, madame. Por favor, apártese. Las ordenanzas locales prohíben que los árboles cuelguen sobre el pavimento. Es un peligro. Con un árbol tan viejo, puede romperse una rama y herir a un niño o a una persona mayor que esté pasando por debajo. Y hemos tenido quejas…

—Eso es ridículo. ¿Quién puede haberse quejado?

Pero ya mientras hacía la pregunta, Mallory sabía la respuesta, y se dio la vuelta para mirar con odio al otro lado de la calle.

Papa le brindó una amplia sonrisa y la saludó con la mano.

Eso era exactamente lo que los operarios estaban esperando. En el momento en que Mallory cambió su foco de atención para mirarnos a nosotros, los dos hombres la agarraron por las muñecas y con agilidad la apartaron del árbol. Recuerdo sus gritos, como los de un mono furioso, que debían de oírse por toda la calle, así como la manera dramática con que Mallory se dejó caer de rodillas. Sin embargo, su llanto no se oyó, ahogado por el ruido de la sierra mecánica.

A esas alturas, algunos aldeanos curiosos se habían reunido en la calle y el violento sonido de la sierra hizo que todos nosotros nos quedáramos con los ojos clavados en el lugar. Las ramas empezaron a caer al suelo. Entonces, tan repentinamente como todo había empezado, terminó. Se produjeron susurros y un silencio conmocionado cuando la pequeña multitud contempló los resultados. Al final Mallory, todavía de rodillas y tapándose la cara con las manos, no pudo seguir soportando el mutismo y levantó la cabeza.

Un tercio de las refinadas ramas del sauce, brutalmente amputadas, yacían retorcidas sobre el pavimento, rezumando savia. Su antaño elegante árbol, un árbol que representaba todo lo que ella había realizado en su vida, era ahora una parodia grotesca y rechoncha de su antigua forma.

—Es una verdadera lástima —comentó el burócrata, desde luego impresionado por sus actos—, pero tenía que hacerse. Código 234bh…

Mallory le lanzó al funcionario tal mirada de desprecio que el pobre hombre se detuvo a media frase y se escurrió a la seguridad de la furgoneta, haciendo gestos a los operarios de que lo limpiaran todo deprisa.

Monsieur Leblanc llegó corriendo por el sendero delantero.

—Oh, querida, qué tragedia —se lamentó, retorciéndose las manos—. Es terrible, pero, por favor, Gertrude, levántese. Por favor. Le serviré un brandy. Para la impresión.

Madame Mallory no le estaba escuchando. Se puso de pie y miró a través de la calle a Papa, a nuestra familia reunida en las escaleras de piedra. Papa le devolvió la mirada, ahora con frialdad, y permanecieron así, inmóviles, durante varios minutos, antes de que Papa nos ordenara a todos que volviéramos adentro. Dijo que había trabajo por hacer.

Mallory se soltó de la molesta presa de monsieur Leblanc, se recompuso y luego cruzó la calle en nuestra busca, llamando con furia a la puerta. La tía entreabrió para ver de quién se trataba y de inmediato se vio despedida hacia atrás cuando la chef de Le Saule Pleureur empujó y se abrió camino a grandes zancadas a través del comedor.

—¡Abbas! —chilló la tía—. ¡Abbas! Está aquí.

Papa y yo habíamos vuelto a la cocina y no oímos la advertencia. Yo me encontraba de pie sobre el quemador, preparando shahi korma para el almuerzo. Papa estaba sentado en la encimera leyendo unos ejemplares pasados de fecha del Times of India, enviados por un vendedor de periódicos de Londres. Justo cuando subí el fuego para dorar el cordero en el kadai, Mallory abrió violentamente las puertas de la cocina.

—Ahí está usted, cabrón.

Papa levantó la mirada del periódico, pero, por lo demás, se quedó sentado y tranquilo.

—Está usted en una propiedad privada —observó.

—¿Quién se cree que es?

—Abbas Haji —replicó con calma Papa, y la amenaza que había en su voz me puso los pelos de punta.

—Haré que se vaya de aquí —siseó Mallory—. Usted saldrá perdiendo.

Ahora Papa se puso de pie, alzando su inmensa mole por encima de la mujer.

—He conocido a gente como usted en el pasado —empezó, repentinamente acalorado— y sé lo que son. Son ustedes seres incivilizados. Yaar. Bajo sus aires culturales, no son más que unos bárbaros.

Madame Mallory nunca se había oído llamar «incivilizada». Más bien al contrario: en muchos círculos, era considerada la verdadera esencia de la refinada cultura francesa. De modo que ser calificada de bárbara, y para colmo por este indio, era demasiado para ella y golpeó a Papa en el pecho con su puño.

—¿Cómo se atreve usted? ¿cómo-se-atreve?

Aunque Papa era alto, la pasión de madame Mallory era grande y el impacto de su puño cerrado sobre el pecho le hizo retroceder un paso, con sorpresa. Trató de sujetarla por las muñecas, pero ella las agitó en el aire como un boxeador que golpeara un saco.

Entonces la tía, despeinada, cruzó la puerta.

—¡Aaaay! —chilló—. ¡Aaay! ¡Mayur! ¡Mayur, ven rápido!

—Animal —bufó de cólera Papa—. Mírese. No es más que una salvaje. Sólo los débiles son… madame… ¡Quiere parar!

Pero los puños y maldiciones de Mallory continuaban.

—¡No es usted más que basura! —gritaba ella—. Porquería. Tiene usted…

Papa se vio obligado a dar otro paso atrás, jadeando ahora en su intento de agarrar a la mujer de los brazos.

—Salga de mi casa —bramó.

Non! —le gritó a su vez Mallory—. Salga usted, salga de mi país, sucio extranjero.

Con ello, madame Mallory le dio a Papa un poderoso empujón.

Y fue ese empujón lo que cambió mi vida, porque cuando Papa retrocedió tambaleante un par de pasos, me golpeó con su gran corpachón, y yo a mi vez caí con todo el peso sobre la cocina. Hubo un grito y unos brazos que se agitaban, y no fue hasta varios días más tarde que me di cuenta de que el color amarillo que veía era la imagen de mi túnica presa de las llamas.