Capítulo VI
CUÁN felices aquellos primeros días. Lumière era una gran aventura de inexplorados armarios y áticos y establos, de almacenes y pastelerías y ríos trucheros en el campo, y yo lo recuerdo como un período gozoso que nos ayudó a olvidar nuestras numerosas pérdidas. Papa también se restableció por fin. Porque el trabajo en el restaurante lo mantenía centrado y de inmediato se apropió de un desvencijado escritorio situado justo en la puerta principal para sumergirse en los pormenores de la transformación de la finca Dufour según su imagen de Bombay. En un abrir y cerrar de ojos, las salas se llenaron de artesanos locales, fontaneros y carpinteros, con sus cintas y herramientas y ruido de martillos, y una vez más la fiebre de Bombay se recreó en ese pequeño rincón de la Francia de provincias.
La primera vez que de verdad vi a madame Mallory fue quizás una o dos semanas después de nuestra llegada. Yo me estaba paseando entre las lápidas del cementerio cercano, fumando a escondidas un cigarrillo, cuando por casualidad eché una mirada a Le Saule Pleureur. Al instante descubrí a madame Mallory de rodillas, doblada sobre su jardín de rocalla con guantes y una pala en la mano, canturreando entre dientes. Las húmedas piedras situadas a su izquierda se estaban calentando bajo el sol matutino, sorprendentemente fuerte, y de las rocas brotaban nubes de vapor que desaparecían en el aire.
Detrás de la chef se alzaban las soberbias montañas de granito de los Alpes, compuestas por bosques de pinos verde botella salpicados por parcelas de dehesa y pastizales vacunos resistentes al frío. Madame Mallory arrancaba las hierbas vigorosamente, como si se tratara de alguna forma de terapia gratificante, e incluso desde donde yo me encontraba podía oír el violento sonido de las raíces al ser arrancadas. Pero también vi, en la suavidad de su cara redonda, que la mujer estaba tranquila y satisfecha cuidando su rincón de tierra.
Justo en aquel momento, la puerta del establo al otro lado de la calle se abrió de un tremendo trancazo. De repente, Papa y un techador que llevaba una escalera emergieron de las sombras de la puerta y llegaron dando traspiés a la parte delantera de la casa. El techador aseguró la escalera contra los canalones mientras Papa rugía, andando arriba y abajo por el patio como un pato vestido con una hurta de manchados sobacos, y, a fuerza de puros gritos, hacía que el pobre techador subiera los peldaños.
—¡No, no! —gritaba—. El canalón de allá. Allá. ¿Está usted sordo? Yaar. Ése.
La tranquilidad del Jura se hizo añicos. Madame Mallory torció la cabeza a un lado, la mirada fija en Papa. Entornaba los ojos bajo su sombrero de jardinera de paja, apretando con fuerza sus labios color hígado. Yo podía ver que la mujer estaba a la vez horrorizada y presa de un extraño hechizo por el grotesco tamaño y la vulgaridad de Papa. Pero el instante pasó. Mallory bajó los ojos y se quitó sus guantes de lona. Su momento de tranquilidad al arreglar el jardín se había echado a perder, de modo que, agarrando la cesta, volvió a encaramarse con cansancio por los escalones de piedra hasta la posada.
Estaba de espaldas a la calle cuando, después de abrir la cerradura de la puerta principal, vaciló justo cuando Papa estalló en rugidos particularmente virulentos que llegaron hasta el patio delantero. Desde donde yo estaba, situado a un costado, pude ver la expresión de la cara de Mallory mientras se detenía en la puerta: los labios fruncidos en una mueca de disgusto absoluto, la cara convertida en una máscara de helado desdén. Era una expresión que volvería a ver muchas veces en Francia en los años siguientes (una expresión típicamente gala de desprecio nuclear por los seres inferiores a uno), pero jamás olvidaré la primera vez que la vi. A continuación, ¡bam!, la puerta se cerró de golpe.
Unos días después, Papa ordenó a toda la familia que saliera al patio de nuestra mansión. Incluso el tímido muchacho francés que Papa había contratado como camarero se vio obligado a hacerlo mientras, de pie entre nosotros, secaba nerviosamente un vaso de vino con su delantal. El techador y Umar, subidos en las escaleras, tiraron de las poleas y apretaron las tuercas con las llaves. De pronto, un gran rotulo se levantó sobre la verja de hierro de Dufour, dejándonos con la boca abierta.
—¡Ahí está! —gritó Umar desde lo alto de la escalera.
Escrito en enormes letras doradas sobre un fondo verde islámico, «Maison Mumbai» llenaba el letrero por completo.
Todo se llenó de gritos y efusiones de alegría.
Un disco de música clásica indostana rayado sonó por los improvisados altavoces que el tío Mayur había instalado en el jardín. Ésa fue la gota que colmó el vaso, o al menos es lo que se me dijo más tarde. Todo el personal de Le Saule Pleureur, hasta los que estaban en la cocina, oyó los gritos de incredulidad que venían del ático. Monsieur Leblanc colgó el teléfono a toda prisa cuando madame Mallory pasó volando por su oficina del segundo piso y salió al rellano para contemplar cómo su maitresse, al final de las escaleras, rebuscaba con furia en el perchero chinoise para coger su paraguas, lo que a Leblanc no le hizo presagiar nada bueno. Una especie de escudo y lanza de guerrero africano sujetaba un nudo de cabello gris a la nuca de Mallory.
—Esto es demasiado, Henri —dijo ella, soltando finalmente el voluminoso paraguas del perchero—. ¿Ha visto ese letrero? ¿Ha oído esa música tintineante? Quelle horreur. Non. Non. No puede hacer eso, no en mi calle. Está destruyendo el ambiente. Nuestros clientes, ¿qué van a pensar?
Pero antes de que Leblanc pudiera contestar, la chef Mallory había salido por la puerta.
Madame Mallory no hizo lo que se podría considerar lo correcto. No cruzó la calle ni vino a hablar directamente con Papa para tratar de razonar con él. Nunca intentó hacer de ninguna manera que nos sintiéramos bienvenidos. No, su primer impulso fue aplastarnos bajo su pie como si fuéramos chinches.
En concreto, lo que ocurrió fue lo siguiente: madame Mallory se fue al despacho del alcalde. Por supuesto, todo el mundo en Lumière temía la afilada lengua de la chef, de modo que no resulta sorprendente que introdujeran de inmediato a Mallory en la sala del consejo del Ayuntamiento.
Allí nos tendría que haber llegado nuestra desaparición, pero las personas inteligentes siempre subestimaban a Papa. Era afilado como un cuchillo de filetear. Papa dio por hecho que los políticos de un pueblecito francés no se diferenciaban mucho de los políticos de Bombay y que todos ellos estaban lubricados por el aceite del comercio, de modo que su primer movimiento en Lumière fue comprar el apoyo del hermano del alcalde, un asesor jurídico, con un generoso contrato. Nada tan vulgar como lo que sucedía en la colina Malabar, pero igual de efectivo.
—Dígale a ese hombre que pare —ordenó imperiosamente Mallory al alcalde—. Ese indio. ¿Ha visto usted lo que está haciendo? Ha convertido la hermosa mansión Dufour en un bistrot. ¡Un bistrot indio! Horrible. Huele a fritanga por toda la calle. ¿Y ese letrero? Mais non. No es posible.
El alcalde se encogió de hombros.
—¿Y qué quiere usted que haga?
—Cerrarlo.
—Monsieur Haji está abriendo un restaurante en la misma zona que usted, Gertrude. Si le cierro a él, tendré que cerrarla a usted también. Su abogado obtuvo permiso del comité de Urbanismo para el rótulo. Así que, ya ve, tengo las manos atadas: monsieur Haji lo ha hecho todo correctamente.
—Mais non. No es posible.
—Pues lo es —continuò el alcalde—. No puedo cerrarlo sin una razón justificada. Está actuando por completo dentro de la ley.
Tengo entendido que la observación que la mujer emitió al marcharse fue particularmente desagradable.
Nuestro primer cara a cara con la grande dame tuvo lugar tres días más tarde. Mallory se levantaba a las seis cada mañana. Después de tomar un ligero desayuno de peras, tostadas con mantequilla y café cargado, monsieur Leblanc la llevaba a los mercados de Lumière en el baqueteado Citroën. Uno podía poner el reloj en hora en función de su ritual. Puntualmente, a las seis y cuarenta y cinco minutos, monsieur Leblanc se retiraba con el periódico Le Jura al café Bréguet, donde varios vecinos se encontraban en la barra, ya en su primer ballon de vino del día. Mientras tanto, Mallory, con su poncho de franela gris y un cesto de mimbre en cada brazo, iba paseando entre puesto y puesto del mercado, comprando productos frescos para el menú del día.
La imagen de Mallory era magnífica: callejeaba pesadamente como un animal de carga y emitía enérgicas respiraciones que se condensaban en un humo blanco. Los pedidos más voluminosos —quizás media docena de conejos o sacos de patatas de cincuenta kilos— se repartían en camioneta a Le Saule Pleureur no más tarde de las nueve y media de la mañana. Pero los rebozuelos y la suave escarola belga y quizás un cucurucho de bayas de enebro iban en los cestos que colgaban de los carnosos brazos de Mallory.
En esa particular mañana, apenas unas semanas después de nuestra llegada al pueblo, Mallory, como de costumbre, inició su compra en Iten et Fils, el pescadero que ocupaba la tienda de azulejos blancos situada en una esquina de la Place Prunelle.
—¿Qué es eso?
Monsieur Iten se mordió la punta del bigote.
—¿Eh?
—Detrás de usted. Apártese. ¿Qué es eso de ahí?
Iten se echó a un lado y madame Mallory consiguió por fin ver con claridad una caja de cartón colocada sobre el mostrador. Le llevó sólo un segundo darse cuenta de que las pinzas que se agitaban en el aire pertenecían a unos cangrejos de río que se agarraban mutuamente.
—Maravilloso —exclamó Mallory—. Hacía meses que no veía cangrejos de río. Parecen frescos y espabilados. ¿Son franceses?
—Non, madame, españoles.
—No importa. Me los llevaré.
—Non, madame. Je regrette.
—Pardon?
Iten secó un cuchillo con un paño de cocina.
—Lo siento, madame Mallory, pero acaba de venir y… los ha comprado.
—¿Quién?
—Monsieur Haji. Y su hijo.
Mallory entornó los ojos. No comprendía del todo lo que monsieur Iten acababa de decir.
—¿Ese indio? ¿Ha comprado eso?
—Oui, madame.
—A ver si lo entiendo, Iten. Llevo treinta años viniendo a usted, y antes que a usted, a su padre, cada mañana a comprarle su mejor pescado, ¿y ahora me está usted diciendo que a una hora intempestiva ha venido un indio y le ha comprado lo que usted sabía que yo le compraría? ¿Es eso lo que me está diciendo?
Monsieur Iten miraba al suelo.
—Lo siento. Pero sabe, sus modales… Tiene mucho encanto.
—Ya veo. Así que, entonces, ¿qué va usted a ofrecerme? ¿Moules de ayer?
—Ah, non, madame, por favor. No se ponga así. Sabe usted perfectamente que es mi clienta más apreciada. Tengo… Tengo un poco de perca buenísima.
Iten pasó al otro lado del refrigerador y sacó una bandeja plateada de perca troceada, cada pedazo del tamaño de la palma de un niño.
—Es muy fresca, ¿lo ve? Ha sido pescada esta mañana en el Lac Vissey. Usted hace una deliciosa almondine de perca, madame Mallory. Pensé que le gustarían.
Madame Mallory decidió dar una lección al pobre monsieur Iten y salió de la tienda bufando como una tormenta de invierno. Todavía furiosa, se dirigió al mercado al aire libre de la plaza, triturando con sus tacones la mullida alfombra de hojas de col desechadas.
Al principio, Mallory planeó entre las dos hileras de puestos de verduras como un ave de presa, mirando por encima de los hombros de las amas de casa. Los vendedores la veían, pero sabían que era imprudente decir algo durante su primer rastreo del mercado, a menos que quisieran recibir una bronca. Sin embargo, durante su segunda pasada les estaba permitido llamarla y cada granjero hacía lo que podía para llamar la atención de la famosa chef hacia sus productos.
—Bonjour, madame Mallory. Un hermoso día. ¿Ha visto usted mis peras Williams?
—Sí, madame Picard. No son gran cosa.
El vendedor de al lado de madame Picard soltó una carcajada.
—No lo crea —repuso madame Picard, sorbiendo de un termo de café con leche—. Están buenísimas.
Mallory se volvió hacia el puesto de madame Picard y los demás vendedores giraron la cabeza para ver lo que pasaría a continuación.
—¿Qué es eso, madame Picard? —soltó la chef.
Mallory cogió la pera de la cima de la pirámide y arrancó la pegatinita que proclamaba la «Williams Qualité». Bajo el papel, un agujerito negro. Mallory hizo lo mismo con la siguiente pera, y con la siguiente.
—¿Y esto qué es? ¿Y esto?
Los otros vendedores se rieron al ver que la ruborizada madame Picard corría a recomponer sus peras.
—Ocultar agujeros de gusanos bajo pegatinas «de calidad». Vergonzoso.
Madame Mallory volvió la espalda a Picard y se dirigió al puesto situado al final de la primera fila, donde una encogida pareja de pelo blanco, con delantales a juego y que parecían unas vinagreras, se encontraba detrás del mostrador.
—Bonjour, madame Mallory.
Mallory gruñó un «buenos días» y señaló la cesta de brillantes globos color púrpura que descansaba en el suelo en la parte de atrás del puesto.
—Me llevaré las berenjenas. Todas.
—Lo siento, madame, pero no están a la venta.
—¿Están vendidas?
—Oui, madame.
Mallory sintió una opresión en el pecho.
—¿El indio?
—Oui, madame. Hace una media hora.
—Entonces me llevaré los calabacines.
El viejo parecía apenado.
—Lo siento.
Por unos momentos, Mallory fue incapaz de moverse, de hablar incluso. Pero, de repente, desde el otro extremo de los mercados de Lumière, una atronadora voz que hablaba inglés con fuerte acento se alzó mayestáticamente por encima del estrépito general.
La cabeza de Mallory giró hacia el sonido de la voz y, antes de que la pareja de ancianos granjeros pudiera recuperarse, Mallory estaba abriéndose paso a través de la multitud de compradores madrugadores con sus cestos juntos ante ella como si fuera la cuña de un quitanieves, obligando a los otros consumidores a apartarse de su camino.
Papa y yo nos encontrábamos en los alrededores del mercado pujando por dos docenas de cuencos de plástico rojos y verdes. El vendedor, un robusto polaco, se mantenía firme, y la manera de Papa de enfrentarse a semejante obstinación era bramar su oferta con cada vez más decibelios. El toque final fue un amenazador paseo arriba y abajo ante el puesto que intimidase a otros potenciales clientes para que no se le adelantaran, una táctica que yo le había visto usar con efectos devastadores en los mercados de Bombay.
Pero en Lumière se daba el pequeño obstáculo de la lengua. El único idioma extranjero que Papa hablaba era el inglés y me tocaba a mí traducir sus exabruptos a mi francés de escuela. No me importaba: así fue como, con el tiempo, conocí a varias chicas de mi edad, como Chantal, la recolectora de setas del otro lado del valle, que siempre tenía las uñas llenas de tierra y oscuro mantillo. En este caso, sin embargo, el polaco del otro lado de la mesa no sabía nada de inglés y sólo un poco de francés, lo que le protegía del asalto frontal total de Papa, así que nos encontrábamos en punto muerto. El polaco simplemente cruzaba los brazos sobre el pecho y negaba con la cabeza.
—¿Qué es esto? —preguntó Papa señalando una tapa de un Tupperware verde—. Nada más que un trozo de plástico, ¿no? Cualquiera puede hacerlo.
Madame Mallory se plantó en mitad del camino de Papa de modo que éste se vio obligado a detenerse en seco, con su inmensa mole muy por encima de la pequeña mujer. Observé que verse detenido por una mujer era lo último que se esperaba, por lo que dirigió su mirada hacia abajo con expresión desconcertada.
—¿Qué?
—Soy su vecina, madame Mallory, del otro lado de la calle —explicó la mujer en un inglés excelente.
Papa brindó a la mujer una deslumbrante sonrisa, olvidando al instante al polaco y las salvajes negociaciones de los Tupperware.
—Hola —tronó—. Le Saule Pleureur, lo sé. Tiene usted que venir a conocer a mi familia y a tomar el té.
—No me gusta lo que está usted haciendo.
—¿Qué?
—A nuestra calle. No me gusta la música, ni el rótulo. Es feo. Muy poco refinado.
No he visto muchas veces que mi padre se quedara sin palabras, pero ahora puso una cara como si le hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago.
—Es de muy mal gusto —continuó Mallory, quitándose una imaginaria hebra de su manga—. Debe usted quitarlo. Ese tipo de cosas está bien para la India, pero no aquí.
Le miró directamente a la cara y le dio un golpecito en el pecho con el dedo.
—Y otra cosa. Aquí en Lumière es tradición que madame Mallory sea la primera en elegir los productos de la mañana. Lleva décadas siendo así. Como extranjero, entiendo que no tuviera usted manera de estar al corriente, pero ahora ya lo sabe.
Y brindó a Papa una gélida sonrisa.
—Es muy importante que los recién llegados comiencen con el pie derecho, ¿no cree?
Papa frunció el ceño, con la cara casi púrpura, pero yo, que le conocía bien, pude ver, por los contraídos rabillos de sus ojos, que no estaba furioso, sino profundamente herido. Me coloqué a su lado.
—¿Quién se cree usted que es?
—Ya se lo he dicho. Soy madame Mallory.
—Y yo —clamó Papa, levantando la cabeza y golpeándose el pecho—, yo soy Abbas Haji, el mejor restaurador de Bombay.
—Pff. Estamos en Francia. No nos interesan sus curris.
Para entonces, una pequeña multitud se había reunido en torno a madame Mallory y Papa. Monsieur Leblanc se abrió camino hasta el centro del corro.
—Gertrude —llamó con firmeza—, vámonos. —Y tiró del codo de la mujer—. Vámonos, ahora. Ya basta.
—¿Quién se cree que es? —repitió Papa, dando un paso adelante—. ¿Qué es eso de hablar en tercera persona como una maharanfí ¿Quién es usted? ¿Dios le dio el derecho a los mejores trozos de carne y pescado del Jura? ¿Eh? Oh, entonces quizás sea la dueña de este pueblo, ¿yaarì ¿Es eso lo que le da derecho a los productos frescos cada mañana? ¿O quizás es usted alguna importante memsahib que posee a los granjeros?
Papa avanzó su enorme barriga hacia madame Mallory y ésta tuvo que dar un paso atrás, mientras una mirada de incredulidad cruzaba por su cara.
—¿Cómo se atreve a hablarme de esa manera tan impertinente?
—Decidme —pidió Papa dirigiéndose a los espectadores—. ¿Es dueña esta mujer de vuestras granjas y vuestro ganado y vuestra verdura, o las vendéis al mejor postor? —Se golpeó la palma de la mano—. Yo pago al contado. Nada de aplazamientos.
Se oyó un jadeo entre la multitud. Eso sí lo comprendían.
De inmediato, Mallory dio la espalda a Papa y se embutió un par de guantes negros de piel.
—Un chien méchant —comentó secamente.
La asamblea se rió.
—¿Qué dice? —me rugió Papa—. ¿Qué?
—Creo que te ha llamado perro rabioso.
Lo que ocurrió después se ha quedado grabado para siempre en mi memoria: la multitud se abrió para dejar pasar a madame Mallory y a monsieur Leblanc cuando éstos empezaron a marcharse, pero Papa, ágil para su tamaño, corrió rápidamente hacia delante y pegó su cara a la oreja en retirada de la chef.
—Guau, guau. Bup, bup.
Mallory apartó la cabeza de golpe.
—Pare.
—Grr, grr.
—Pare. Pare ya, hombre horrible.
—Grrr…
Mallory se tapó los oídos con las manos.
Y luego empezó a trotar.
Los aldeanos, que nunca habían visto a nadie ridiculizar a madame Mallory, soltaron unas risas de asombro.
Papa se dio la vuelta y alegremente se unió a ellos, observando cómo la anciana y monsieur Leblanc desaparecían tras la Banque Nationale de París de la esquina.
Deberíamos haber previsto entonces el problema que se nos presentaba. «Farfullaba como una loca», nos contó la tía cuando llegamos a casa. «Le dio un portazo al coche. Bam». Y a lo largo de los días siguientes, cuando yo miraba al otro lado de la calle, periódicamente distinguía una puntiaguda nariz chafada contra el cristal empañado de la ventana.
Se acercaba el día de la apertura de la Maison Mumbai. Las camionetas entraban marcha atrás en el patio de la mansión Dufour: mesas procedentes de Lyon, vajillas de Chamonix, fundas de plástico de París para los menús. Un día, cuando entraba por la puerta del restaurante, un elefante de madera que me llegaba a la altura de la cadera me dio de repente la bienvenida barritando. En la esquina del vestíbulo se instaló una pipa de narguilé y en las mesitas se llenaron cuencos de latón de rosas de plástico compradas en el bazar local.
A esas alturas, los carpinteros habían convertido las tres salas de recepción en el comedor del restaurante y, en las paredes paneladas con madera de teca, Papa colgó posters del Ganges, del Taj Mahal y de plantaciones de té de Kerala. En una de las paredes había hecho que un artista local pintara un mural de la vida en la India, en el que se veía, entre otras cosas, a una aldeana sacando agua de un pozo. Y durante todo el día, mientras trabajábamos, los altavoces colgados en las paredes emitían a todo volumen geets y gazales, las gorjeantes baladas y poemas de amor en urdu de nuestro patrimonio.
Papa era de nuevo el Gran Abbas. Pasó días enteros con mi hermano mayor diseñando y rediseñando un anuncio para los periódicos locales. Por fin resolvieron sus diferencias en un cuaderno lleno de garabatos de tinta y mandaron su trabajo a la oficina de Le Jura en Clairvaux-les-Lacs. La silueta de un elefante barritando llenaba una página entera del periódico, generalmente entre los deportes y la programación de televisión. El bocadillo que salía de la boca del elefante ofrecía a todo aquel que acudiera en la noche de la apertura a la Maison Mumbai una jarrita gratis de vino. El anuncio apareció en Le Jura tres fines de semana consecutivos. El eslogan del restaurante era: «Maison Mumbai: la cultura india en Lumière».
Yo, a la edad de dieciocho años, por fin seguí mi vocación. Fue idea de Papa el ordenarme que me metiera en la cocina. Ammi era sencillamente incapaz de servir a un centenar de personas a la vez y mi tía era la única mujer en toda la India que no sabía cocinar, ni siquiera un bhaji de cebolla. Pero yo me atraganté, asustado de pronto de mi destino.
—¡Soy un chico! —grité—. Pon a Mehtab a hacerlo.
Papa me dio un pescozón en la nuca.
—Tiene otras cosas que hacer —rugió—. Tú te has pasado más tiempo que nadie en la cocina con Ammi y Bappu. No te preocupes. Es sólo que estás nervioso, yaar. Te ayudaremos.
Así comenzaron mis excursiones matutinas a los mercados con Papa. Mis tardes desaparecieron entre humo y el repiqueteo de las cacerolas hirviendo. Vacilante, consultando constantemente a mi hermana y a Papa, comenzó a emerger una tosca imagen de mi menú. Ensayaba y ensayaba hasta que estaba seguro: sesos de cordero rellenos de salsa verde agridulce, rebozados con huevo y asados a la tawa, pollo masala con canela y ternera con especias y vinagre. Como acompañantes, elegí tortas de arroz al vapor y queso fresco cocido a fuego lento con fenogreco. Y, de entrante, mi plato favorito: sopa clara de manitas de cerdo.
La rueda de la vida seguía girando. Ammi cada vez perdía más el control a medida que yo lo ganaba. La demencia la tenía cogida ahora por el cuello. Las ocasionales escenas erráticas de las que habíamos sido testigos en Londres se habían convertido en algo corriente y ella entraba y salía de ese frágil estado mental, regresando con nosotros en raros momentos de lucidez. La recuerdo mirando por encima de mi hombro, dándome útiles consejos sobre cómo extraer el rico sabor de la canela, como hacía en los tiempos de Napean Sea Road. Sin embargo, momentos más tarde, echaba espuma por la boca y me maldecía como si fuera su peor enemigo. Me partía el corazón. Pero ante la inminente apertura del restaurante, no podía perder el tiempo en lamentaciones, de modo que, en vez de ello, me enterré en el kadais.
No obstante, teníamos riñas. A menudo, las obsesiones de Ammi se fijaban en el daal, los garbanzos en los que se basaba la comida india que yo hacía en mi cocina, y con frecuencia discutíamos sobre el tema. Un día, preparándome para la gran inauguración, estaba cociendo a fuego lento una aromática mezcla de cebollas, ajo y daal. Ammi pasaba por allí y me golpeó con dureza en el brazo con una cuchara.
—Así no es como lo hacemos los Haji —observó, sonriendo a la manera india—. Hazlo como te lo expliqué.
—No —respondí con firmeza—. Yo añado un tomate al final. Cuando estalla, le da un toque y un color precioso al daal.
Ammi arrugó la cara con disgusto y volvió a darme un pescozón en la cabeza con la cuchara. Pero Papa asintió con la cabeza por encima del hombro de Ammi y su apoyo apuntaló mi confianza. Me froté la nuca, todavía resentido por el golpe, para luego acompañarla a la puerta amablemente y sacarla de la cocina.
—¡Déjame, Ammi, por favor! Déjame hasta que puedas controlarte. Tengo que prepararme para la inauguración, ¿comprendes?
Fue aproximadamente ese día cuando me desaté el delantal y fui con el tío Mayur a la ciudad, desesperado por quitarme de encima la presión de la inauguración. Era a última hora de la mañana y Mehtab nos había enviado en busca de suministros, detergente para la ropa y estropajos de acero para fregar potes y sartenes.
Fue cuando regresábamos, cargados con bolsas del Carrefour local, que el tío Mayur hizo una mueca y chasqueó la lengua, señalando en dirección a Le Saule Pleureur.
Un joven granjero conducía a un cerdo monstruoso hacia la parte trasera del restaurante mediante una cuerda atada al aro insertado en el morro del animal. Debía de pesar unas quinientas libras. Mallory, Leblanc y el resto del personal parecían muy ocupados montando un follón con cubos de agua y cuchillos, instalando largas planchas de madera y cepillando la mesa rústica que se encontraba en el terreno. El cerdo, que no paraba de resoplar, golpeó las planchas de madera al detectar un plato de ortigas y patatas cuidadosamente situado en un lugar estratégico, sobre el que un complicado sistema de poleas colgaba de las ramas de un manzano.
El párroco de St. Augustine leyó la Biblia, roció con agua bendita el cerdo, el terreno y las planchas de madera mientras sus labios se movían sin cesar al susurrar las plegarias. También el alcalde estaba allí, de pie junto al carnicero local, que se dedicaba a afilar los cuchillos en una piedra de amolar.
Recuerdo que el alcalde de Lumière se había quitado respetuosamente el sombrero y con el furioso viento su elaborado peinado para disimular su calva se deshizo y empezó a revolotear de manera ridicula sobre su cabeza.
Y recuerdo este absurdo cuadro del alcalde y su cabello bailarín mientras el carnicero sacaba el revólver de su delantal, se acercaba al cerdo y lo despachaba de un tiro en la cabeza.
El cerdo gruñó, defecó y se le doblaron las patas, produciendo un ruido sordo al caer como un peso muerto sobre las planchas de madera. Al instante, Leblanc y otros tres hombres tiraron de las poleas para izar las planchas sobre la mesa cepillada, aunque el cerdo seguía retorciéndose como un loco, arañando la madera con las pezuñas y moviéndose a sacudidas.
—Cristianos —resopló con desprecio el tío Mayur—. Venga, vámonos.
Pero no podíamos movernos. Abrieron la garganta del cerdo y la sangre salió a borbotones por la herida, un chorro rojo que caía en un gran cubo de plástico. Siempre recordaré la imagen de madame Mallory lavándose los brazos en el grifo del patio para después remover con ellos la sangre caliente, mientras su asistente echaba vinagre en el cubo para evitar que la sangre se coagulara; y cómo más tarde añadieron al cubo puerros, manzanas y perejil junto con nata fresca, antes de rellenar unas pieles de morcilla con la espesa pasta. Recuerdo el olor que nos llegaba con el viento, tan intenso, a sangre y mierda y muerte, y cómo pelaban las pezuñas del cerdo para dejarlas limpias, esparcían paja alrededor del cadáver y le prendían fuego para eliminar las cerdas del animal. Recuerdo todo eso, y que los tres, el carnicero, Mallory y su ayudante de chef, despedazaron el cerdo durante el resto del día, bebiendo de vez en cuando vasitos de vino blanco mientras macheteaban trozos aún calientes de carne ensangrentada que seguían humeando en el aire.
Y que el sacrificio público del animal continuó hasta el día siguiente, casi durante todo el fin de semana. Que espolvoreaban la espaldilla con sal y pimienta y luego embutían la carne picada en las tripas, produciendo saucissons que tendrían que poner a secar en el cobertizo trasero de Mallory, en el que peras, manzanas y ciruelas eran almacenadas según su tamaño en estantes de madera.
—Repugnante —silbó el tío Mayur—. Comen cerdo.
Yo me vi incapaz de confesar lo que en realidad estaba pensando: que había visto pocas cosas tan hermosas. Que pocas cosas me hablaban con tanta elocuencia de la tierra y de dónde veníamos y a dónde nos dirigíamos. Además, ¿cómo decirle, cómo podía decirle que me había descubierto, en secreto y con ganas, deseando formar parte de aquel inframundo en el que se sacrificaban cerdos?