Capítulo primero

YO, Hassan Haji, el segundo de seis hijos, nací encima del restaurante de mi abuelo en Napean Sea Road, en lo que entonces se conocía como Bombay Occidental. Sospecho que mi destino estaba escrito desde el comienzo, porque la primera impresión que tuve de la vida fue el olor del machli ka salan, un curry picante de pescado, que se filtraba a través de los tablones del suelo hasta la cuna instalada en la habitación de mis padres sobre el restaurante. Aún hoy recuerdo la sensación de aquellos fríos barrotes pegados contra mi carita de bebé, mientras sacaba la nariz todo lo que podía para buscar en el aire aquel conjunto aromático de cardamomo, cabezas de pescado y aceite de palma que, incluso a tan tierna edad, me sugería insondables riquezas por descubrir y saborear más allá, en el mundo libre.

Pero permitid que empiece por el principio. En 1934, mi abuelo, un joven que cabalgaba hacia la gran ciudad sobre el techo de una máquina de vapor, llegó a Bombay desde Gujarat. En la actualidad, muchas familias emergentes de la India han descubierto como por milagro que tienen nobles antepasados y parientes famosos que trabajaron con Mahatma Gandhi en sus primeros tiempos en Sudáfrica, pero yo no cuento con semejante herencia familiar. Nosotros éramos musulmanes pobres, granjeros de subsistencia procedentes de la polvorienta Bhavnagar, y una fuerte plaga en los campos de algodón en la década de 1930 dejó a mi abuelo, un muchacho de diecisiete años hambriento, sin otra elección que emigrar a Bombay, esa bulliciosa metrópoli a la que la gente humilde ha emigrado para dejar huella desde hace mucho tiempo.

En resumen, mi vida en los fogones se inicia en un pasado lejano, con la gran hambruna de mi abuelo. Aquel achicharrador viaje de tres días encima del tren, aferrándose desesperadamente a la vida mientras el hierro hirviente traqueteaba por las llanuras de la India, constituía el poco prometedor comienzo de su nueva vida. Al abuelo no le gustaba hablar de aquellos primeros días en Bombay, pero sé por Ammi, mi abuela, que el hombre maldurmió en las calles durante muchos años, ganándose el pan con el reparto de fiambreras tijfin a los oficinistas indios que estaban a cargo de la trastienda del Imperio Británico.

Para comprender el Bombay del que procedo hay que ir a Victoria Terminus en hora punta: representa la verdadera esencia de la vida india. Hay vagones separados para hombres y mujeres y, al entrar despacio por las vías de las estaciones Victoria y Churchgate, los viajeros cuelgan literalmente de las ventanillas y puertas de los trenes. Los convoyes circulan tan atestados que no hay siquiera sitio para las fiambreras de los pasajeros, que llegan en trenes aparte, después de las horas punta. Estas fiambreras tijfin, más de cien mil baqueteadas cajas de hojalata con tapa, con olor a legumbres daal y col lombarda al jengibre y arroz a la pimienta negra, enviadas por leales esposas, son organizadas, apiladas en carritos y entregadas por todo Bombay a cada vendedor de seguros y cajero de banco con la máxima precisión.

Eso es lo que hacía mi abuelo: repartía fiambreras.

Un dabba-wallah. Nada más. Y nada menos.

El abuelo era un individuo adusto. Lo llamábamos Bapaji, y recuerdo verlo durante el ramadán en cuclillas en la calle, casi al crepúsculo, con la cara pálida de hambre y rabia mientras le daba caladas a un beedi y un cigarrillo barato. Aún veo su delgada nariz y sus finísimas cejas, el sucio casquete y la kurta, su barba blanca y rala.

Adusto sí era, pero también era un buen repartidor. A la edad de veintitrés años entregaba casi mil fiambreras tiffin al día. Para él trabajaban catorce mensajeros de piernas atléticas envueltas en lungi, la falda del indio pobre, que empujaban los carritos por las congestionadas calles de Bombay mientras descargaban almuerzos enlatados en los edificios de Scottish Amicable y Eagle Star.

Creo que corría el año 1938 cuando finalmente llamó a Ammi. Llevaban casados desde los catorce años y ella, una pequeña campesina de aceitosa piel negra, llegó con sus pulseras baratas en el tren procedente de Gujarat. La estación estaba llena de vapor, los golfillos defecaban en los raíles y los vendedores de agua gritaban, mientras una corriente de pasajeros cansados y porteadores fluía por los andenes. Al fondo, en tercera clase, con sus bultos, llegaba mi Ammi.

El abuelo le ladró algo y se pusieron en camino, la leal esposa pueblerina caminando respetuosamente varios pasos por detrás de su hombre de Bombay.

Fue en vísperas de la segunda guerra mundial cuando mis abuelos montaron una casa de tablones de madera en la barriada de Napean Sea Road. Bombay era la trastienda de la campaña de los Aliados en Asia y pronto un millón de soldados procedentes de todo el mundo estaban cruzando sus puertas. Para muchos de ellos fueron sus últimos momentos de paz antes de la tórrida contienda de Birmania y Filipinas, y los jóvenes, con un cigarrillo colgándoles de los labios y guiñando el ojo a las prostitutas que trabajaban en Chowpatty Beach, se divertían en las costaneras calles de Bombay.

Fue idea de mi abuela venderles tentempiés. Mi abuelo finalmente accedió, añadiendo al negocio de las tiffin una serie de puestos de comida sobre ruedas, una especie de cafeterías móviles que circulaban en bicicleta entre los soldados que se bañaban en Juhu Beach y la aglomeración de la hora punta de la tarde del viernes ante la estación de Churchgate. Vendían dulces de nueces y miel y té con leche, pero, sobre todo, vendían bhelpuri: un cono de papel de periódico lleno de arroz hinchado, salsa picante, patata, cebolla, tomate, menta y cilantro, todo mezclado y aderezado con especias.

Delicioso, os lo aseguro. No resulta sorprendente que el negocio de las bicicletas-tentempié se convirtiera en un éxito comercial. De manera que, alentados por su buena fortuna, mis abuelos despejaron una parcela abandonada al otro extremo de Napean Sea Road y levantaron un tosco restaurante de carretera. Construyeron una cocina de tres hornos de barro tandoori y una serie de fuegos de carbón en los que descansaban sartenes kadais de hierro con cordero masala, todo ello bajo una carpa del ejército de los Estados Unidos. A la sombra de un baniano instalaron varias mesas toscas y colgaron unas hamacas. La abuela contrató a un cocinero procedente de un pueblo de Kerala y añadió a su propio repertorio norteño platos como pescado pitika y gambas picantes a la brasa.

Soldados, marineros y aviadores se lavaban las manos con jabón inglés en un bidón de petróleo, se secaban con la toalla que colgaba al lado y luego se encaramaban a las hamacas tendidas bajo la sombra del árbol. Para entonces, algunos parientes jóvenes de Gujarat se habían unido a mis abuelos y hacían de camareros. Ponían tablones de madera a lo ancho de las hamacas a guisa de mesas improvisadas y rápidamente los llenaban de cuencos con brochetas de pollo y arroz basmati, así como de pastelitos de mantequilla y miel.

En los momentos de poco movimiento, la abuela se paseaba vestida con lo que nosotros llamamos salwar kameeZy una camisa larga y pantalones, abriéndose camino entre las hamacas colgantes mientras charlaba con los nostálgicos soldados, que echaban de menos los platos de sus países.

—¿Qué os gustaría comer? —preguntaba—. ¿Qué coméis en casa?

Y los soldados británicos le hablaban de las empanadas de ternera y riñones, del vapor que brotaba cuando el cuchillo se hundía por primera vez en la corteza y dejaba al descubierto las grumosas visceras del pastel. Cada soldado trataba de superar al otro y pronto la carpa se llenaba de «ohs» y «carambas» y de un jaleo de excitación. Y los norteamericanos, que no deseaban verse superados por los británicos, se sumaban al festival, buscando desesperadamente las palabras que pudieran describir un bistec a la parrilla procedente del ganado alimentado con pastos de los pantanos de Florida.

Así, armada con esta información que recogía en sus paseos entre los clientes, Ammi se retiraba a la cocina, recreando en su horno tandoori lo que había oído. Había, por ejemplo, una especie de pudin de pan y mantequilla espolvoreado con nuez moscada que se convirtió en un éxito entre los soldados británicos; descubrió que los norteamericanos se inclinaban por la salsa de cacahuete y el chutney de mango metidos en una hogaza de naatiy el pan indio. De manera que no transcurrió mucho tiempo antes de que los rumores sobre nuestra cocina corrieran desde los gurkhas hasta los soldados británicos, desde los barracones hasta los barcos de guerra, y durante todo el día grandes jeeps se detenían ante nuestra carpa de Napean Sea Road.

Ammi dominaba bastante la cocina y nunca le podré reconocer todo su mérito en lo que después me convertí. No existe plato mejor que su lubina al estilo Kerala, un pescado de carne blanca que ella espolvoreaba con una masala de guindillas dulce, envolvía en una hoja de plátano y lo asaba en la tawa con una gota de aceite de coco. Para mí, en fin, constituye la cumbre de la cultura y civilización indias: a la vez robusto y refinado; todo lo que he cocinado desde entonces lo he comparado con esta referencia, el plato favorito de mi abuela. Además, ella poseía esa asombrosa capacidad del chef profesional de realizar varias tareas a la vez. Crecí observando su diminuta figura mientras corría descalza arriba y abajo por el suelo de barro de la cocina, empapando velozmente rodajas de berenjena en harina de garbanzos y friéndolas en el kadai, dando un sopapo a un cocinero, pasándome una oblea de almendras, gritando su desaprobación a mi tía.

Sin embargo, la gracia de todo esto es que la carpa de carretera de Ammi llegó a ser rápidamente una magnífica fuente de ingresos y muy pronto mis abuelos amasaron una pequeña fortuna, las sobras de la moneda fuerte del millón de soldados, marineros y aviadores que entraban y salían de Bombay.

Y con ello llegaron los problemas del éxito. Bapaji era notoriamente tacaño y siempre nos estaba gritando por la cosa más nimia, como por ejemplo poner demasiado aceite en la parrilla tawa. En realidad se volvió un poco loco por el dinero. De modo que, sospechando de los vecinos y de nuestros parientes de Gujarat, Bapaji empezó a esconder sus ahorros en latas de café, y cada domingo se dirigía a un lugar secreto del campo donde enterraba en el suelo su precioso tesoro.

La oportunidad de mis abuelos se presentó en el otoño de 1942, cuando la administración británica, que necesitaba efectivo para financiar la campaña bélica, subastó terrenos de los bienes inmobiliarios de Bombay. La mayor parte de ellos se encontraban en Salsette, la isla más grande sobre la que se construyó Bombay, pero también vendieron remotas franjas de tierra y parcelas vacías de Colaba. Entre la tierra que se vendía se encontraba la abandonada propiedad de Napean Sea Road que mi familia estaba ocupando ilegalmente.

En el fondo, Bapaji era un campesino y, como todos los campesinos, tenía mayor respeto por la tierra que por el papel moneda. De modo que un día desenterró todas las latas que había escondido y se dirigió, acompañado de un vecino que sabía leer y escribir, al Standard Chartered Bank. Con ayuda del banco, compró la parcela de cuatro acres de Napean Sea Road, pagando en la subasta 1.016 libras inglesas, con diez chelines y ocho peniques por esa tierra situada a los pies de la colina Malabar.

Entonces, y sólo entonces, mis abuelos fueron bendecidos con hijos. Las comadronas asistieron al parto de mi padre, Abbas Haji, en la famosa noche en que, durante la guerra, las municiones explotaron en los muelles de Bombay. El cielo nocturno se llenó de estallidos de bolas de fuego y grandes detonaciones que destrozaron ventanas por toda la ciudad, y fue en ese preciso momento cuando mi abuela dejó escapar un grito espeluznante y Papa apareció en este mundo, chillando con aún más fuerza que las explosiones y que su madre. Todos nos reíamos con esta historia y por cómo la contaba Ammi, porque cualquiera que conociera a mi padre estaría de acuerdo en que ése era el escenario más adecuado para su llegada. Mi tía nació dos años más tarde.

La Independencia y la Partición llegaron y pasaron. Lo que le sucedió con exactitud a la familia durante esta odiosa época sigue siendo un misterio; nunca ninguna de las preguntas que le hicimos a Papa recibió una respuesta directa. «Oh, bueno, todo iba mal», decía, cuando le presionábamos. «Pero nos las arreglamos. Cortad ya este interrogatorio policial. Id a traerme el periódico».

Sí que sabemos que la familia de mi padre, como muchas otras, quedó dividida en dos. La mayoría de nuestros parientes huyó a Pakistán, pero Bapaji permaneció en Mumbai y escondió a su familia en el sótano de un almacén de un socio hindú del negocio. Ammi me contó una vez que dormían durante el día, porque de noche los gritos y las degollaciones que tenían lugar justamente delante de la puerta del sótano los mantenían despiertos.

El hecho es que Papa creció en una India muy diferente de la que su padre conoció.

El abuelo era analfabeto: Papa asistía a una escuela local, no muy buena, reconozcámoslo, pero que le permitió más tarde matricularse en el Instituto de Tecnología Hostelera, una escuela politécnica de Ahmedabad.

Por supuesto, la educación deja obsoletas las viejas costumbres tribales y fue en Ahmedabad donde Papa conoció a Tahira, una estudiante de contabilidad de tez clara que se convertiría en mi madre. Papa dice que de lo primero que se enamoró fue de su olor. Tenía la cabeza metida en un libro de la biblioteca cuando captó el perfume más embriagador de pan chapati y agua de rosas.

—Eso —dijo él—, eso era mi madre.

Uno de mis más tempranos recuerdos es el de Papa apretándome con fuerza la mano cuando nos encontrábamos en Mahatma Gandhi Road, mirando en dirección al elegante restaurante Hyderabad. La familia Banaji, de Bombay, inmensamente rica, y sus amigos se estaban bajando de un mercedes conducido por un chófer. Las mujeres lanzaban grititos y se besaban y hacían observaciones sobre el peso de las otras. Tras ellas, un portero sij mantenía abierta la puerta de cristal del local.

Tanto Hyderabad como su propietario, una especie de Douglas Fairbanks júnior indio llamado Uday Joshi, aparecían con frecuencia en las noticias de sociedad del Bombay Times, y cada mención de Joshi hacía que mi padre maldijera y rasgara el periódico. Aunque nuestro restaurante no jugaba en la misma liga que el Hyderabad —nosotros servíamos buena comida a un precio justo—, Papa pensaba que Uday Joshi era su gran rival. Y ahora esa multitud de la alta sociedad estaba aquí, lanzándose al famoso restaurante para disfrutar de una mehndU una tradición prenupcial en la que la novia y sus amigas se arrellanaban en almohadones y se hacían pintar intoncadamente las manos, palmas y pies con henna. Eso significaba buena comida, música animada y cotilleos picantes. Y, más que nada, más prensa para Joshi.

—Mira —exclamó Papa de repente—, Gopan Kalam.

Papa se mordió el rabillo del bigote mientras seguía agarrando con fuerza mi mano en su húmeda palma. Nunca olvidaré su cara. Era como si las nubes se hubieran abierto de repente y el mismísimo Alá se nos hubiera aparecido. «Es un multimillonario —susurró Papa—. Hizo su fortuna con las petroquímicas y las telecomunicaciones. Mira, mira las esmeraldas de esa mujer. Caray. Del tamaño de una ciruela».

En ese preciso momento, Uday Joshi emergió de las puertas de cristal y se quedó en medio de los elegantes saris de color melocotón y los trajes Nehru de seda, como si fuera su igual. Cuatro o cinco reporteros fotógrafos le pidieron instantáneamente que se girase en todas las direcciones. Joshi era famoso por su fascinación por todo lo europeo y se colocó desenfadadamente ante las cámaras con un traje Pierre Cardin negro reluciente y sus dientes blancos y enfundados centelleando bajo la luz de los flashes.

El famoso restaurador atrajo mi atención, aun a tan tierna edad, como si se tratase de un mito del cine de Bollywood. Recuerdo que un fular de seda amarillo envolvía con exquisitez la garganta de Joshi y que su cabello lucía un despreocupado peinado hacia atrás y un tupé plateado, fuertemente asegurado con botes de laca. Creo que nunca había visto a alguien tan elegante.

—Mírale —siseó Papa—. Mira a ese gallito.

Papa no podía soportar observar a Joshi ni un momento más y se dio la vuelta bruscamente, arrastrándome al supermercado Suryodhaya con su oferta de barriles de diez galones de aceite vegetal. Yo sólo tenía ocho años y tuve que correr para seguir el ritmo de sus largas zancadas y de su hurta ondeante.

—Escúchame, Hassan —rugió por encima del tráfico—. Algún día el nombre de Haji será conocido en todas partes y nadie recordará a ese gallito. Espera y verás. Pregunta entonces a la gente, pregúntales quién es Uday Joshi. «¿Quién? —dirán—. ¿Y los Haji?». «Los Haji —contestarán— son una familia muy importante, muy distinguida».

Para resumir: Papa era un hombre de gran apetito. Estaba gordo, pero era alto para ser un indio, exactamente un metro ochenta y tres. Era mofletudo, de crespo cabello rizado y grueso bigote que peinaba con cera. Siempre iba vestido a la manera antigua, con una kurta sobre unos pantalones.

No era lo que uno llamaría refinado. Papa comía con las manos, es decir, con la mano derecha, mientras la izquierda descansaba en su regazo. Pero, en vez de levantar decorosamente la comida hasta sus labios, Papa metía la cabeza en el plato y engullía un grasiento cordero con arroz aplastándolo contra su cara, como si nunca hubiera tenido otra comida. Sudaba a mares mientras zampaba y bajo los brazos le aparecían manchas húmedas del tamaño de platos. Cuando finalmente levantaba la cara de la comida, tenía la mirada vidriosa de un borracho y una grasa anaranjada chorreaba por su barbilla y mejillas.

Yo le quería, pero aun así debo reconocer que era una imagen espantosa. Después de comer se arrastraba hasta el sofá renqueando, se derrumbaba sobre él y durante la siguiente media hora se abanicaba y hacía saber a los demás su satisfacción general por medio de sonoros eructos y retumbantes pedos. Mi madre, que procedía de una respetable familia de funcionarios de Delhi, cerraba con disgusto los ojos ante este ritual tras las comidas. Siempre estaba encima de él cuando comía. «Abbas —le decía—, tranquilo. Te vas a atragantar. Santo cielo, es como comer con un burro».

Pero uno tenía que admirar a Papa, por el carisma y la determinación que se ocultaban tras su inmenso dinamismo. En la época en que yo nací, en 1975, llevaba firmemente el control del restaurante de la familia, dado que mi abuelo sufría un enfisema y principalmente se limitaba a supervisar, en sus días buenos, el negocio de reparto de fiambreras tiffin desde una silla de respaldo rígido colocada en el patio.

La carpa de Ammi fue sustituida por un recinto de hormigón y ladrillo gris. Mi familia vivía en el segundo piso de la casa principal, encima de nuestro restaurante. Mis abuelos y mis tíos sin hijos vivían en la casa adyacente y, tras ellos, el terreno familiar se remataba con un cubo de chozas de madera de dos pisos donde nuestro cocinero de Kerala, Bappu, y los demás sirvientes dormían en el suelo.

El patio era el corazón y el alma del viejo negocio de la familia. Los carros para las fiambreras y las bicicletas de los tentempiés estaban aparcados en la pared del fondo y, bajo la sombra de una lona combada, se apilaban calderos de sopa de cabeza de carpa, montones de hojas de plátano y empanadillas sarnosas recién hechas, envueltas en papel parafinado. Los grandes barriles de hierro con arroz moteado y perfumado con hojas de laurel y cardamomo se apoyaban en la pared contraria del patio. En torno a estos exquisitos manjares zumbaban constantemente las moscas. Un criado varón se solía sentar en la puerta trasera de la cocina, separando con cuidado las motas negras de suciedad de los granos del basmati mientras una mujer de cabeza aceitosa, doblada por la mitad y con su sari recogido entre las piernas, barría con una escoba corta la porquería del patio, arriba y abajo, una y otra vez. Recuerdo que nuestro patio estaba siempre lleno de vida, bullendo con múltiples idas y venidas que hacían que los pollos y gallos se movieran a trompicones, cloqueando nerviosos en las sombras de mi infancia.

Era allí donde en el calor de la tarde, después de la escuela, encontraba a Ammi trabajando bajo los aleros del porche que sobresalían en el patio interior. Yo me encaramaba a un cajón para saborear los calientes efluvios de su sopa de pescado picante y charlábamos un poco sobre cómo me había ido el día en la escuela antes de pasarme la tarea de darle vueltas al caldero. Me acuerdo de que ella se recogía con gracia el bajo de su sari y se dirigía a la pared, desde donde no me quitaba ojo, y se fumaba su pipa de hierro, una costumbre que conservaba de los tiempos en que vivía en su pueblo, en Gujarat.

Lo recuerdo como si fuera ayer: remover una y otra vez al ritmo de la ciudad, mientras caía por primera vez en el mágico trance que desde entonces siempre me ha poseído cuando cocino. Un suave viento silbaba a través del patio y tría al recinto familiar los lejanos ladridos de los perros de Bombay, así como el sonido del tráfico y el olor de las aguas residuales. Ammi seguía en cuclillas en la esquina con sombra, con su carita arrugada que desaparecía detrás de satisfechas nubes de humo; y, flotando desde arriba, sobre nuestras cabezas, en la veranda del primer piso, las voces aniñadas de mi madre y mi tía mientras metían garbanzos y chile entre láminas de pasta. Pero recuerdo sobre todo el sonido de mi cucharón de hierro rechinando rítmicamente contra la base de las vasijas de sopa, sacando joyas de su fondo: los huesos de las cabezas de pescado y los ojos blancos, que subían a la superficie en remolinos de un rojo rubí.

Todavía sueño con ese lugar. Saliendo sólo unos cuantos pasos de la seguridad del recinto de nuestra familia te encontrabas al borde del célebre barrio de chabolas de Napean Sea Road. Era un mar de tejados de chatarra sobre desvencijadas casuchas de tablas, todo ello entrecruzado por vigas podridas. Del barrio de chabolas emanaba el penetrante olor de los fuegos de carbón y la basura en putrefacción, y hasta la bruma del aire se poblaba del canto de los gallos y el balido de las cabras, y del ruido sordo de la colada al golpear sobre las losas de cemento. Allí, tanto niños como mayores defecaban en las calles.

Pero al otro lado de nuestro restaurante aparecía una India diferente. A medida que yo crecía, lo hacía también mi país. La colina Malabar, que se alzaba sobre nosotros, se llenó rápidamente de grúas conforme entre los viejos chalets con verjas se levantaban rascacielos blancos llamados Miramar y Palm Beach. Ignoro de dónde salieron, pero de repente los ricos parecieron brotar del suelo como si fueran dioses. Por todas partes, no se hablaba más que de ingenieros informáticos recién licenciados y tratantes de chatarra y exportadores de pashminas y fabricantes de paraguas y no sé que más. Millonarios, al principio a centenares, y luego a miles.

Una vez al mes, Papa iba a hacer una visita a la colina Malabar. Se ponía una hurta recién lavada y me llevaba de la mano colina arriba para «presentar nuestros respetos» a los políticos poderosos. Con cautela, nos dirigíamos a las puertas de atrás de los chalets de color vainilla, en las que un mayordomo de guantes blancos señalaba, sin decir una palabra, un tiesto de terracota situado justo al otro lado de la puerta. Papa dejaba caer su bolsa de papel marrón entre un montón de otras ofrendas laicas, la puerta se cerraba sin la menor ceremonia en nuestras narices y nos marchábamos con nuestras bolsas de papel llenas de rupias al siguiente funcionario del comité del Congreso Regional de Bombay. Pero había reglas. Nunca por delante de la casa. Siempre por detrás.

Luego, acabada la gestión, mientras tarareaba un ghazal entre dientes, Papa compraba zumo de mango y unas mazorcas de maíz tostado y nos sentábamos en un banco de los Jardines Colgantes, el parque público de la colina Malabar. Desde nuestro sitio, bajo las palmeras y buganvillas, podíamos ver las idas y venidas de Broadway, un edificio de apartamentos de reciente construcción situado al otro lado de los calurosos jardines: hombres de negocios subiendo a sus mercedes; niños saliendo de la escuela con sus uniformes; esposas yendo hacia su tenis y su té. Una corriente continua de pudientes jains, con su ropa de seda, pechos velludos y gafas de montura de oro, se dirigía, pasando por delante de nosotros, a Jain Mandir, el templo en el que untaban a sus ídolos con pasta de madera de sándalo.

Papa hundió los dientes en el maíz y se abrió camino violentamente a través de la mazorca, mientras varios granos se le pegaban al bigote, mejillas y pelo. «Montones de dinero», dijo chasqueando la lengua y haciendo un gesto con la lacerada mazorca hacia la calle. «Personas ricas».

Una niña, camino de una fiesta de cumpleaños, emergió acompañada de su niñera del edificio de apartamentos y llamaron a un taxi.

—Esa niña va a mi escuela. La he visto en el patio.

Papa lanzó la mazorca de maíz a los arbustos una vez la hubo acabado y se secó la cara con un pañuelo.

—¿De veras? —preguntó—. ¿Es simpática?

—No. Cree que está buenísima.

Recuerdo que en ese momento una furgoneta aparcó ante las puertas del edificio de apartamentos. Se trataba del último negocio del mítico restaurador Uday Joshi: catering a domicilio, para esos angustiosos momentos en que los sirvientes tenían el día libre. Una enorme foto de Joshi guiñándonos el ojo nos miraba desde el costado de la furgoneta mientras un bocadillo que surgía de su boca rezaba: «Sin líos. Sin embrollos. Lo hacemos por usted».

El portero mantuvo abierta la puerta mientras el repartidor, con una chaqueta blanca, salía disparado de la parte trasera de la furgoneta llevando bandejas de metal con tapa y papel de aluminio. Y recuerdo el grave rugido de la voz de Papa.

—¿En qué anda metido Joshi ahora?

Hacía mucho que mi padre había acabado con la vieja carpa del ejército norteamericano y la había sustituido por una casa de ladrillo con mesas de plástico. Se trataba de una sala grande y oscura, sencilla, llena de bullicio y ruido. Sin embargo, cuando yo tenía doce años, Papa decidió ascender de categoría, más cerca de donde se encontraba el restaurante Hyderabad de Joshi, y convirtió el recinto de nuestro viejo local en el Bollywood Nights, con capacidad para 365 comensales.

En su interior colocó una fuente de piedra. En el centro del comedor, Papa colgó una bola de discoteca hecha de espejos que daba vueltas sobre una pequeña pista de baile. Hizo pintar las paredes de oro antes de cubrirlas, tal como había visto en fotos de un restaurante de Hollywood, con las fotografías firmadas de las estrellas de Bollywood. Luego sobornó a las jóvenes estrellas y a sus maridos para que se dejaran caer con regularidad por el restaurante un par de veces al mes y, milagrosamente, justo en ese momento, la revista de papel couché Helio Bombay! siempre tenía allí un fotógrafo. Los fines de semana, Papa contrataba a cantantes que eran la imagen misma de los popularísimos Alka Yagnik y Udit Narayan.

Tanto éxito tuvo la aventura que, unos años después de que se inaugurara el Bollywood Nights, Papa añadió a nuestro complejo un restaurante chino y una discoteca de verdad con máquinas de humo que, para mi enojo, sólo mi hermano mayor, Umar, tenía permiso para operar. Ocupamos nuestros cuatro acres enteros con restaurantes para 568 comensales, vibrantes negocios que abastecían a la escala social ascendente de Bombay.

Los restaurantes retumbaban con las risas y el ruido sordo de la discoteca, con el olor a chile y pescado asado y, en el aire húmedo y fértil, la cerveza Kingfisher derramada. Papa, al que todos conocían como el Gran Abbas, había nacido para desempeñar ese trabajo y se pasaba todo el día caminando por su despacho como si fuera un productor de Bollywood, gritando órdenes, dando sopapos en la cabeza a los camareros descuidados y saludando a los comensales. Su pie siempre estaba pisando el acelerador. «Vamos, vamos», era su rugido constante. «¿Por qué sois tan lentos, como si fuerais viejas?»

Mi madre, por el contrario, era el freno imprescindible, siempre lista para devolver a Papa a la realidad con un toque de sentido común; recuerdo verla sentada tranquilamente en una caja en lo alto de la escalera a la entrada del restaurante, apuntando las cuentas desde su elevada posición.

Pero, por encima de todos nosotros, estaban los buitres que se alimentaban de los cuerpos de la Torre del Silencio, el cementerio parsi situado en la colina Malabar. Siempre dando vueltas y vueltas y vueltas.