Capítulo II

DEJADME pensar en momentos felices. Si cierro los ojos, puedo ver nuestra vieja cocina, oler el clavo y las hojas de laurel, oír el chisporroteo del kadai. Los fuegos a gas de Bappu y sus parrillas tawa se encontraban a la izquierda de la entrada y a menudo se le podía ver a él sorbiendo su té con leche, mientras las cuatro masalas básicas de la cocina india burbujeaban bajo su atenta mirada. En su cabeza, la toca, el alto sombrero de chef del cual él se sentía tan orgulloso. A través de las bandejas de marisco crudo y besugo correteaban hasta llegar a su codo vivaces cucarachas agitando las antenas y, al alcance de su mano, estaban los pequeños cuencos de su oficio: té de ajo, guisantes tiernos, unas gachas cremosas de coco y anacardos y puré de jengibre y chile.

Al verme en la puerta, Bappu me hacía pasar para enseñarme cómo se deslizaba una fuente de sesos de cordero en el kadai y la masa rosada aterrizando entre el crepitar de las cebollas y los furiosos chisporroteos de la hierbaluisa. Junto a él se alzaba un barril de acero de cincuenta galones de capacidad lleno de requesón y fenogreco cocinándose a fuego lento, con dos muchachos que revolvían uniformemente la lechosa sopa con palas de madera, y en el extremo derecho se agrupaban nuestros cocineros de Uttar Pradesh. Mi abuela había decidido que sólo estos norteños conseguían darle el toque adecuado a los tandoori, los hondos cazos de carbón de los cuales emergían brochetas asadas de berenjenas marinadas y pollo y pimientos verdes con gambas. Arriba, los aprendices, apenas mayores que yo, trabajaban bajo una guirnalda de flores amarilla y un humeante incienso.

A ellos les correspondía separar los restos de pollo tandoori de los huesos, desgranar judías sobre un barril, pelar el jengibre hasta que quedara licuado. Estos adolescentes, cuando no estaban de servicio, fumaban cigarrillos en los callejones y silbaban a las chicas, y eran mis ídolos. Pasé buena parte de mi infancia sentado con ellos en un taburete en la fría cocina situada en el piso de arriba, charlando mientras un aprendiz partía ocra limpiamente con un cuchillo, usando el dedo para untar con una llamativa pasta roja de chile el interior blanco de los tallos de estas verduras. Hay pocas cosas más elegantes en este mundo que un adolescente de Kerala, negro como el carbón, cortando cilantro: un rápido movimiento de cuchillo, un corte redondo y la profusión de hojas y tallos inútiles reducida al instante a una neblina verde. Todo ello con una incomparable gracia.

Sin embargo, uno de mis pasatiempos favoritos durante las vacaciones era acompañar por la mañana a Bappu en sus excursiones al mercado Crawford de Bombay. Iba porque él me compraba jalebi, un cucurucho de daal y harina fermentados que se fríe y luego se empapa en sirope azucarado. Pero acabé aprendiendo, sin querer, una facultad muy valiosa para un chef: el arte de seleccionar productos frescos.

Empezábamos por los puestos de frutas y verduras de Crawford, en los que los cestos se apilaban a lo alto entre estrechos callejones. Los fruteros construían con cuidado torres de granadas, bajo las que un lecho de papel morado se abría en abanico en forma de flores de loto. Los cestos, repletos de cocos, carambolas y judías amarillas, se levantaban verticalmente a lo largo de varios pisos, creando una tumba de olor dulce. Los pasillos siempre estaban limpios y aseados; el suelo, barrido; la fruta cara, lustrada hasta adquirir un brillo ceroso.

Un chico de mi edad se encontraba en cuclillas en lo alto de las estanterías y, cuando Bappu se detuvo para probar una nueva variedad de uva sin pepitas, se escurrió hasta un aguamanil de latón, lavó rápidamente tres o cuatro uvas y nos las tendió para que las probáramos. «Sin semillas, ¿ve?», gritó el dueño del puesto desde su taburete de tres patas situado en la sombra. «Una cosa totalmente nueva. Para usted, Bappu, dejamos un kilo barato».

A veces Bappu compraba y a veces, no, siempre jugando con los vendedores. Tomamos un atajo hasta el mercado de la carne pasando por los puestos de mascotas, con jaulas llenas de conejos jadeantes y loros chillones. El olor de pollos y pavos te asaltaba como una letrina de pueblo, así como el pálpito y cloqueo de las jaulas y la visión de grupas calvas allí donde las plumas se habían caído a rodales. El carnicero canturreaba detrás de una tabla de cortar bañada de rojo, con un cesto ensangrentado de cabezas y barbas de animales a sus pies.

Allí fue donde Bappu me enseñó a distinguir la piel de un pollo para asegurarme de que era suave y cómo doblarle las alas y el pico para comprobar su flexibilidad, con el fin de calcular la edad del animal. Y la señal más clara de un pollo sabroso: las rodillas regordetas.

Al entrar en la fría sala del mercado de la carne, se me puso la piel de gallina, mientras mis ojos se adaptaban lentamente a la escasa luz. La primera visión que emergió del aire fétido fue un carnicero desmenuzando una carne correosa con un cuchillo enorme. Luego pasamos por delante de un grupo de hachas que caían rítmicamente. En el aire flotaba el dulzón perfume de la muerte y la sangre roja fluía como un río por los canalones.

En la tienda de carne halal de Akbar, unas ovejas con la garganta recién cortada colgaban de una cadena de ganchos. Bappu caminaba sorteando esos extraños árboles, dándose golpes contra los carnosos pellejos, hasta que finalmente encontró uno que le gustaba y empezó a regatear, vociferar y escupir con el carnicero Akbar, hasta que sus dedos se tocaron. Cuando Akbar levantó su mano, un ayudante dejó caer el hacha sobre el animal que habíamos comprado y nuestras sandalias se vieron teñidas de repente de una marea carmesí, mientras los tubos de los intestinos, de un color gris azulado, caían al suelo estremeciéndose. Recuerdo que, mientras el carnicero cortaba el cordero con pericia y envolvía las patas en papel, levanté la cabeza hacia los cuervos negros, casi azules, que nos miraban intensamente desde las vigas, justo encima de nuestras cabezas. Emitían roncos graznidos a la vez que aleteaban, y sus excrementos formaban regueros blancos que se esparcían por las columnas y la carne. Hasta el día de hoy, siempre que intento algo absurdamente «artístico» en mi cocina de París, oigo ese ronco graznido de los cuervos de Crawford, advirtiéndome que me mantuviera con los pies en la tierra.

Sin embargo, mi parada favorita en Crawford era el mercado del pescado. Bappu y yo siempre lo dejábamos para el final; teníamos que saltar los desagües, atascados por las tripas de pescado que se acumulaban formando aceitosos mares grises, cargados como íbamos con nuestras compras de la mañana. Nuestro objetivo era el pescadero Anwar y su puesto en la parte de atrás del sector cubierto.

En las columnas de hormigón que sostenían el mercado del pescado, bajo las fotos de Shirdi Sai Baba, los hindúes colgaban guirnaldas amarillas y quemaban incienso. Los cajones de mercancía llegaban con gran estrépito, creando una borrosa imagen de plateadas castañolas, karimeens y besugos de ojos como platos, y por todas partes se elevaban pestilentes montones de bummalos, unos peces plateados en salazón que constituyen un alimento básico de la cocina india. A las nueve de la mañana, el primer turno de trabajadores terminaba su jornada y se desnudaba con pudor bajo una bata para lavarse en un cubo oxidado y limpiar con jabón sus sarongs salpicados de escamas. Las negras hornacinas del mercado parpadeaban con el brillo de los fuegos de carbón, que eran abanicados con cuidado para poder cocinar una comida sencilla consistente en arroz con lentejas. Después de comer, los hombres, insensibles al ruido y colocados en filas, se instalaban uno tras otro sobre sacos de arpillera y cartones para echar una siesta.

Qué magnífico pescado. Pasábamos por delante del graso bonito, de cuerpo plateado y cabeza plana con un barniz amarillo. Me encantaban las bandejas de calamares, con la piel morada y brillante como la punta de un pene, y los cestos de mimbre llenos de erizos de mar que se abrían con un cuchillo para conseguir los suculentos huevos anaranjados de su interior. El suelo de hormigón del mercado estaba repleto por todas partes de cabezas y aletas de pescado que sobresalían en posiciones extrañas de montañas de hielo de la altura de un hombre. El rugido de Crawford era ensordecedor, un estrépito de cadenas que traqueteaban, trituradoras de hielo y graznidos de cuervos en el tejado, todo ello acompañado por el sonsonete de la voz del subastador. ¿Cómo podía no afectarme este mundo?

Finalmente, en la parte de atrás de Crawford, se encontraba el mundo de Anwar. El pescadero, vestido todo de blanco, se sentaba con las piernas cruzadas en un elevado pupitre metálico situado entre una docena de montañas de hielo y pescado que llegaban a la altura del pecho. Tenía tres teléfonos a su lado en la mesa: uno blanco, uno rojo y uno negro. La primera vez que lo vi entorné los ojos, porque estaba acariciando algo en su regazo y tardé unos momentos en comprender que se trataba de un gato. Entonces algo más se movió y de pronto me di cuenta de que la superficie entera de la mesa de metal estaba cubierta por media docena de gatos satisfechos que agitaban la cola con desidia, se lamían las zarpas y levantaban con altivez la cabeza a nuestra llegada.

Pero dejad que os cuente. Anwar y sus gatos sabían de pescado y juntos seguían atentamente el arrastre de las cajas de mercancías que se desarrollaba a sus pies. Un leve tambaleo de la cabeza de Anwar o un suave chasquido con la lengua hacían que sus trabajadores corrieran en busca de una hoja rosa de pedido o de la llegada de un pescador Koli con su botín. Los empleados de Anwar procedían de Mohammed Ali Road, le eran fíeles por completo y permanecían todo el día sometidos a su voluntad, clasificando langostas y cangrejos, cortando los enormes atunes, escamando con rudeza las carpas.

Anwar rezaba sus oraciones cinco veces al día sobre una alfombrilla que guardaba enrollada detrás de una columna, pero por lo demás siempre se le podía encontrar con las piernas cruzadas sobre su baqueteado pupitre de metal en la parte de atrás del mercado. Sus pies terminaban en unas largas y curvadas uñas amarillentas y tenía la costumbre de masajearse los pies descalzos todo el día.

—Hassan —decía tirándose del dedo gordo del pie—, eres todavía demasiado pequeño. Dile al Gran Abbas que te dé de comer más pescado. Cógete aquí un buen atún de Goa, anda.

—Eso no es pescado decente, hombre. Es comida para gatos.

Y de Anwar nos llegaba la tos perruna y el siseo que significaba que se estaba riendo de mi insolencia. Los días en que los teléfonos sonaban sin parar con los pedidos que hacían los hoteles y restaurantes de Bombay, Anwar nos ofrecía cortésmente a Bappu y a mí un té con leche, pero, aparte de eso, se dedicaba a rellenar hojas de color rosa y vigilaba con una expresión severa de concentración a sus trabajadores mientras éstos llenaban los cajones. Sin embargo, los días de poca actividad me llevaba a un lado ante una cesta de pescado que acababa de llegar y me enseñaba a juzgar su calidad.

—Lo que debes buscar son unos ojos claros, hombre, no como éstos —decía golpeando ligeramente con una uña renegrida el ojo nublado de una castañola—. Mira aquí. Éste es fresco. Observa la diferencia. Ojos brillantes y completamente abiertos.

Se volvía hacia otra cesta.

—Mira esto. Es un viejo truco. La capa superior de pescado parece muy fresca, ¿verdad? Pero atento. —Hurgó en el fondo de la cesta y sacó un pescado chafado tirando de sus agallas—. Toca eso. Carne blanda. Y las agallas, mira, no son como las de éste, fresco, sino que están mustias y poniéndose grises. Cuando doblas la agalla, debe ser rígida, no como ésta. —Anwar agitó la mano y el joven pescador retiró su cesta—. Y mira esto. ¿Ves aquí? ¿Ves este atún? Está malo, hombre. Muy malo.

—Está magullado, como muy baqueteado, ¿no? Algún wallah incompetente le dio un mal viaje en la parte de atrás del camión.

Haar —dijo, balanceando la cabeza, encantado de que yo hubiera aprendido la lección.

Una tarde de monzón me encontraba con Papa y Ammi sentados en una mesa en la parte de atrás del restaurante. Estudiaban con detenimiento el taco de notas clavadas en pinchos que se levantaba frente a ellos, determinando en los pedidos garabateados qué platos se habían movido más la última semana y cuáles no. Bappu estaba sentado frente a nosotros en una silla de respaldo rígido, como si estuviera ante un tribunal, acariciándose nerviosamente su mostacho de coronel. Era un ritual que se llevaba a cabo cada semana en el restaurante, una presión constante para que Bappu mejorara las viejas recetas. Era así. Hazlo mejor. Siempre puedes hacerlo mejor.

El objeto ofensor se alzaba entre ellos: un cuenco de cobre lleno de pollo. Alargué la mano y hundí los dedos en el recipiente, tragándome un pedazo de carne carmesí. El masala rezumó por mi garganta, una pasta grasienta de chile rojo de la mejor calidad, suavizado por pellizcos de cardamomo y canela.

—La semana pasada sólo se pidieron tres platos —dijo Papa, alternando la mirada entre Bappu y la abuela. Tomó un sorbo de su bebida favorita, té con una cucharada de garam masala (una mezcla aromática de especias)—. O lo arreglamos ahora, o lo sacamos del menú.

Ammi cogió el cucharón y se sirvió un poco de salsa en la palma de la mano, la chupó pensativamente y se relamió los labios. Apuntó con su dedo hacia Bappu, mientras sus pulseras de oro tintineaban amenazantes.

—¿Qué es esto? Así no es como te lo enseñé.

—¿Qué? —dijo Bappu—. La última vez me pidió usted que cambiara. Que añadiera más anís y más vainilla. Haz esto, haz lo otro, ¿y ahora me dice que no es como usted me enseñó? ¿Cómo puedo cocinar aquí si usted cambia de opinión todo el tiempo? Todo este bullicio me vuelve loco. Quizás me vaya a trabajar para Joshi…

—¡Oh! —gritó mi abuela con furia—. ¿Me estás amenazando? Te he convertido en lo que eres hoy ¿y me dices que vas a trabajar para ese hombre? Voy a echar a toda tu familia a la calle…

—Cálmate, Ammi —exclamó Papa—. Y tú, Bappu, corta. Deja de decir tonterías. No es culpa de nadie. Sólo quiero que pruebes el plato. Podría ser mejor. ¿Estás de acuerdo?

Bappu se ajustó su sombrero de chef, como recuperando su dignidad, y tomó un sorbo de té.

Yaar —contestó.

Haar —añadió la abuela.

Todos se quedaron mirando fijamente el plato en cuestión y sus defectos.

—Hacedlo más seco —intervine yo.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Ahora voy a recibir órdenes del muchacho?

—Deja que hable.

—Es demasiado aceitoso, Papa. Bappu sólo quita la mantequilla y el aceite de la capa superior, pero sería mucho mejor freírlo en seco. Quedaría un poco crujiente.

—Ahora no gusta mi manera de quitar la grasa. ¿Es eso? El chico sabe más…

—Calla de una vez, Bappu —chilló Papa—. Siempre estás armando follón. ¿Por qué siempre hablas así? ¡Eres como una vieja!

En fin, Bappu siguió mi sugerencia después de que Papa terminara su varapalo verbal y ése fue el único indicio de en qué me convertiría yo, porque el plato de pollo se estableció como uno de nuestros éxitos; mi padre lo rebautizó como Pollo Seco de Hassan.

—Vamos, Hassan.

Mami me cogió de la mano y nos deslizamos por la puerta de atrás para dirigirnos al autobús número 37.

—¿Adónde vamos?

Ambos lo sabíamos, desde luego, pero fingíamos. Siempre era así.

—Ah, no lo sé. De tiendas, quizás. Para romper un poco la rutina.

Mi madre era tímida y de una discreta inteligencia para los números, pero siempre estaba ahí para frenar a mi padre cuando sus excesos le hacían perder los papeles. Con sus tranquilos modales, era el auténtico centro de gravedad de la familia, más que mi padre, pese a todo el ruido que éste armaba. Ella se aseguraba de que nosotros, sus hijos, fuéramos siempre bien vestidos y de que hiciéramos nuestros deberes.

Pero eso no quería decir que Mami no tuviera sus propios deseos secretos.

Pañuelos. Mi Mami sentía pasión por sus dupatta.

Por alguna razón de la cual no estoy absolutamente seguro, de vez en cuando Mami me llevaba a sus clandestinas incursiones en la ciudad, como si solamente yo pudiera comprender sus locos momentos de compras. En realidad, eran más bien excursiones inofensivas. Un pañuelo o dos, aquí y allá, quizás un par de zapatos y, sólo muy raramente, un caro sari. Para mí, un cuento para colorear o un cómic. Nuestras misiones compradoras siempre terminaban en una comida bárbara.

Era nuestro vínculo secreto, una aventura reservada exclusivamente para nosotros dos, supongo que su manera de asegurarse de que yo no me perdía entre la frenética actividad del restaurante, las exigencias de Papa y el resto de sus vociferantes hijos. (Quizás yo no era tan especial como me gustaba creer. Mehtab me contó más tarde que Mami solía llevarla al cine en secreto, y a Umar, a la pista de go-carts).

A veces no se trataba para nada de ganas de comprar sino de alguna otra apetencia, algo mucho más profundo, porque se quedaba prendada ante las tiendas, se relamía los labios en un gesto de meditación y luego nos íbamos en una dirección completamente opuesta, al museo Príncipe de Gales, quizás, a estudiar con atención las miniaturas de Mughal, o al planetario Nehru, que, visto desde fuera, siempre me parecía el filtro gigantesco de una turbina industrial clavada de costado en el suelo.

Este día en particular, el día que estoy recordando, Mami había estado trabajando con intensidad durante dos semanas para cerrar los anuarios del restaurante para el fisco. Por tanto, una vez la tarea se completaba satisfactoriamente y se daba por concluido otro año con beneficios, nos recompensaba con una pequeña excursión de saqueo en el autobús número 8. Pero esta vez cambiamos de autobús y viajamos más lejos, hasta el estruendo de la ciudad, y acabamos en una zona de Mumbai donde los bulevares eran anchos como el Ganges y las calles aparecían llenas de grandes escaparates, porteros y estanterías de teca pulidas hasta resplandecer.

El nombre de la tienda de saris era Hite of Fashion. Mi madre contemplaba los rollos de tela apilados hasta el techo que formaban una torre de azules eléctricos y grises topo con las manos juntas bajo la barbilla, limitándose a mirar, maravillada, al dependiente subido a la escalera, mientras éste tendía brillantes fardos de seda al ayudante que esperaba a sus pies. Sus ojos estaban llorosos, como si la pura belleza del tejido fuera casi imposible de aceptar, como mirar directamente al sol. Y a mí aquel día me compró una elegantísima chaqueta de algodón azul con, por alguna razón, el escudo dorado del Club de Yatch de Hong Kong bordado en el pecho.

Las estanterías de una tienda de perfumes cercana estaban llenas de botes de vidrio de colores ambarinos y azules, de cuello largo como cisnes y formas igualmente elegantes. Una mujer con una bata blanca de laboratorio salpicó nuestras muñecas con aceites saturados de madera de sándalo, café, ylang-ylang, miel, jazmín y pétalos de rosa, hasta que quedamos en estado de embriaguez, mareados de verdad, y tuvimos que salir a la calle en busca de aire fresco. Entonces tocó el turno de mirar zapatos en un palacio de la tontería, donde nos sentamos en sofás dorados con reposabrazos y patas en forma de garra, como si se tratara de leones, y donde una omega incrustada de diamantes enmarcaba el escaparate de la tienda, en el que en baldas de cristal se mostraban, como si fueran las joyas más raras, tacones de aguja, zapatos de salón de piel de cocodrilo y sandalias teñidas de un morado rabioso. Recuerdo al vendedor a los pies de Mami, como si fuera la reina de Saba, y a ella girando el tobillo con coquetería para poder ver la sandalia dorada de perfil, diciendo: «¿Eh? ¿Qué te parece, Hassan?»

Pero, más que otra cosa, recuerdo que, cuando estábamos de vuelta en el autobús 37, pasamos por delante de un edificio de oficinas cuyos locales de la planta baja estaban ocupados por una sastrería, una tienda de suministros de material de oficina y un restaurante de aspecto extraño llamado La Fourchette, escondido bajo un saliente de cemento del que sobresalía una ajada bandera francesa.

—Venga, Hassan, venga —exclamó Mami—. Vamos a probarlo.

Subimos por las escaleras con nuestras bolsas, riéndonos como locos, abrimos de un empujón la pesada puerta e instantáneamente nos quedamos en silencio. El local era oscuro y deprimente como una mezquita y en él flotaba un marcado olor acre a carne de vaca empapada en vino y cigarrillos extranjeros, y la única luz disponible la proporcionaban unas esferas de luz tenue que colgaban muy bajas sobre cada mesa. Una pareja ocupaba un reservado en las sombras y varios oficinistas de primera clase, vestidos con camisas blancas remangadas, celebraban una comida de negocios y bebían vino tinto, que en aquellos tiempos seguía siendo una rareza exótica en la India. Ni Mami ni yo habíamos estado nunca en un restaurante francés, de manera que el comedor nos pareció tremendamente elegante, y elegimos con prudencia una mesa situada en la parte de atrás mientras, bajo las lámparas de cobre que colgaban a baja altura, hablábamos en susurros como si estuviéramos en una biblioteca. Una cortina de encaje, grisácea a causa del polvo acumulado, tapaba la escasa luz que penetraba por las ventanas tintadas de marrón del edificio, de forma que el ambiente global del restaurante era el de un antro ligeramente sórdido. Estábamos encantados.

Una mujer mayor delgadísima, ataviada con un caftán y con los brazos llenos de pulseras, se acercó a nuestra mesa arrastrando los pies, y de inmediato la reconocimos como uno de esos ancianos hippies europeos que visitaron un ashram y nunca regresaron a su país. Pero los parásitos indios y el tiempo habían ejercido su efecto sobre ella y me dio la impresión de un insecto disecado. Recuerdo que los ojos hundidos de la mujer estaban intensamente perfilados con kohl, pero, con el calor, el maquillaje se había corrido por las arrugas de su rostro; un lápiz rojo de labios había sido aplicado horas antes por una mano muy temblorosa. El efecto general, bajo aquella luz tan pobre, era aterrador, como si te sirviera el almuerzo un cadáver.

Sin embargo, su áspera voz hindi era enérgica. Antes de marcharse arrastrando los pies para hacernos unos lassi de mango, la mujer nos tendió unos menús. El extraño aspecto del lugar me abrumaba. No sabía por dónde empezar con esa rígida carta, de platos de sonido tan exótico como bouillabaisse y coq au vin, y miraba, presa del pánico, a mi madre. Pero mi madre sonreía con amabilidad y me dijo:

—No te asustes nunca de probar algo nuevo, Hassan. Es muy importante. Es la sal de la vida. —Señaló un papelito—. ¿Por qué no tomamos el especial del día? ¿Qué te parece? Incluye postre y el precio está muy bien. Después de nuestras compras, no es mala cosa.

Recuerdo con nitidez que el menú complet empezaba con salade frisée y mustard vinaigrette, seguido de frites y un minute steak sobre el que descansaba una cucharada de Café de París, una deliciosa mantequilla de hierbas y ajo, y finalmente terminaba con una suave créme brülée. Estoy seguro de que era un almuerzo mediocre y de que el bistec estaba tan duro como el calzado que Mami se acababa de comprar, pero quedó elevado al instante a mi panteón de comidas inolvidables gracias a toda la magia que envolvió aquel día.

El dulce flan de caramelo que se disolvió en mi lengua está fusionado en mi memoria para siempre con la expresión de la cara de Mami, la de una amabilidad embellecida por el brillo interior de nuestra despreocupada excursión. Todavía puedo ver el centelleo en sus ojos al inclinarse hacia delante para susurrar:

—Digámosle a tu padre que la comida francesa es ahora nuestra favorita, ¿vale? Le diremos que es mucho mejor que la india. ¡Eso le excitará mucho! ¿Tú qué crees, Hassan?

Yo tenía catorce años.

Volvía a casa de St. Xavier, cargado con el peso de mis libros de matemáticas y francés, picoteando un cucurucho de papel de bhelpuri, una sabrosa mezcla de arroz inflado y varias hierbas aromáticas, cuando levanté la cabeza y vi a un muchacho de mi edad, de ojos negros, mirándome desde las mugrientas chabolas de la calle. Se estaba lavando en un cubo agrietado y su piel morena y húmeda se volvía blanca en algunos lugares bajo el sol cegador. Una vaca estaba tendida a sus pies. Su hermana se encontraba en cuclillas en una zanja con agua mientras, detrás de ellos, una mujer de pelo apelmazado ordenaba sobre una tubería de hormigón sus raídas pertenencias.

El chico y yo nos miramos a los ojos un segundo, antes de que él se riera burlonamente, bajara las manos y se sacudiera los genitales. Fue uno de esos momentos de la infancia en los que uno se da cuenta de que el mundo no es como suponía. De repente comprendí que había gente que me odiaba, me odiaba aunque no me conociera.

Un Toyota plateado pasó con un rugido hacia la colina Malabar rompiendo el maligno hechizo de los ojos del muchacho, y giré la cabeza con gratitud para seguir la estela de gasoil que había dejado el reluciente coche. Cuando volví a mirar, el chico se había ido. Solamente quedaban la vaca, que movía la cola echada en el barro, y la niña, que curioseaba las heces llenas de lombrices que acababan de salir de su trasero. Del interior de la tubería brotaban misteriosos susurros.

Bapaji era un hombre respetado en el barrio de chabolas. Fue uno de los que lo construyeron y, cuando pasaba con arrogancia entre las barracas dando golpecitos cariñosos en la cabeza de los más jóvenes, los pobres solían juntar las palmas de las manos. Los elegidos atravesaban la muchedumbre vociferante y se apretaban en la parte de atrás del vehículo de tres ruedas de Bapaji, estacionado en la cuneta. Bapaji siempre escogía a sus repartidores de fiambreras tiffin en el barrio de chabolas y era muy reverenciado por ello. «Son los trabajadores más baratos que he podido encontrar», me decía con su voz áspera.

Sin embargo, cuando mi padre reenfocó el negocio hacia los restaurantes porque obtenían mayor margen de beneficios dejó de contratar a los jóvenes de las barriadas. Papa afirmaba que nuestros clientes de clase media querían camareros limpios, no la chusma de las barracas, y eso fue todo. Pero ellos seguían viniendo a suplicar trabajo, apretando sus caras demacradas contra la puerta de atrás. Entonces Papa los expulsaba con un rugido y un rápido puntapié.

Papa era un hombre complicado, nada fácil de encasillar. No es que se le pudiera considerar un musulmán devoto, pero, paradójicamente, procuraba mantenerse con esmero en el lado correcto de Alá. Por ejemplo, cada viernes, antes de la llamada a la oración, Papa y Mami en persona ofrecían a cincuenta de esos mismos chabolistas calderos de comida en la puerta de atrás del restaurante. Esto no representaba más que un seguro para la otra vida. Cuando se trataba de contratar personal para el negocio, Papa era despiadado. «No son más que basura —decía—. Basura humana».

Un día, un nacionalista hindú montado en una motocicleta roja penetró con estruendo en nuestro mundo y la división entre pobres y ricos en Napean Sea Road y la colina Malabar se ensanchó ante nuestros ojos como una autopista. En aquella época, el Shiv Sena estaba tratando activamente de «reformarse» (el Partido Bharatiya Janata llevaba pocos años fuera del poder), pero no todos los fieros extremistas se resignaban a desaparecer del mapa y una calurosa tarde Papa regresó a nuestro recinto con un fajo de folletos. Tenía una expresión grave en su rostro y los labios apretados, y subió a su habitación para hablar con Mami.

Mi hermano Umar y yo examinamos los papeles amarillos que había dejado enrollados sobre la silla de mimbre, que se agitaban a merced del ventilador del techo. Los folletos nos describían a nosotros, una familia musulmana, como la verdadera causa de la pobreza y el sufrimiento del pueblo. Un dibujo reproducía a un Papa inmensamente gordo bebiéndose un cuenco de sangre de vaca.

Las imágenes me vienen ahora como postales, como la vez que la abuela y yo cascábamos nueces bajo el porche del recinto. Detrás de nosotros podíamos oír a los nacionalistas gritando consignas por un megáfono. Levanté la mirada hacia la colina Malabar y vi a dos muchachas con atuendos blancos de tenis bebiendo zumo de papaya en una terraza. Fue un momento muy extraño, porque en cierto modo yo sabía cómo iba a terminar. Nosotros no pertenecíamos al barrio de chabolas ni a las clases altas de la colina Malabar, sino que vivíamos en la desprotegida falla geológica que recorría esos dos mundos.

De aquel último verano de mi infancia aún tengo sensaciones dulces. Un día, a última hora de la tarde, Papa nos llevó a todos a Juhu Beach. Pasamos trastabillando bajo la carga de nuestras bolsas de playa, pelotas y esteras a través de un callejón rebosante de olor a boñigas de vaca y plumería y salimos a la arena abrasadora, esquivando los carruajes de caballos adornados con espumillón y sus grumosos depósitos de caca caliente. Papa extendió tres mantas de cuadros en la arena y nosotros, los niños, fuimos a sumergirnos en el agua azul platino y regresamos.

Mami nunca había estado más hermosa. Llevaba un sari rosa y escondía los pies, con sandalias doradas, bajo los muslos, mientras que en su cara brillaba una suave y dulce sonrisa untada con la mantequilla ghee. Unas cometas en forma de pez revoloteaban sobre nosotros y el fuerte viento había hecho que el lápiz de ojos de Mami se corriese. Yo me acurrucaba contra el calorcito de su pierna mientras ella rebuscaba en su bolsa de malla un pañuelo de papel para secarse en el espejito de bolsillo.

Papa dijo que iba a bajar al borde del agua a comprarle a mi hermana más pequeña, Zainab, un boa de plumas a un vendedor ambulante. Pranay, Zainab, Arash y yo, los cuatro, corrimos tras él. Varios viejos barrigudos trataban de recuperar su juventud jugando a cricket; mi hermano mayor, Umar, hacía saltos acrobáticos en la arena, alardeando entre sus amigos adolescentes. Los vendedores cargaban con neveras y bandejas humeantes por la playa, pregonando sus mercancías de mollejas, anacardos, Fanta y grandes globos.

—¿Por qué Zainab es la única que consigue algo? —gimió Pranay—. ¿Por qué, Papa?

—Una cosa —gritó Papa—, una cosa para cada uno. Y luego no hay más. ¿Oís?

Las tensas cuerdas de la cometa gimieron bajo la fuerza del viento.

Mami estaba sentada en la manta, acurrucada como una granada rosa. Mi tía debió de decir algo que le hizo reír, porque Mami se volvió con aspecto alegre, mostrando sus dientes blancos, con las manos extendidas para ayudar a mi hermana Mehtab a tejerse una guirnalda de flores blancas en el cabello. Así es como me gusta recordar a Mami.

Era una cálida y húmeda tarde de agosto. Yo estaba jugando al backgammon con Bapaji en el patio del recinto. Un sol rojo como una guindilla acababa de hundirse detrás del baniano y los mosquitos zumbaban con furia. Me disponía a decirle a Bapaji que sería mejor entrar en la casa cuando, de repente, él levantó la cabeza con una sacudida, dijo con voz áspera «no me dejes morir» y luego cayó violentamente sobre la mesa de largas patas. Se estremeció y se contrajo. La mesa se derrumbó.

Cuando Bapaji murió, también lo hizo el último resto de respeto que nos quedaba en el poblado de chabolas y, dos semanas después de su entierro, llegaron por la noche, apretando sus caras deformadas y correosas contra la ventana del Bollywood Nights. Todo lo que recuerdo es el griterío, el terrible griterío. La turba, portadora de antorchas, sacó a mi madre de su cabina, mientras mi padre nos empujaba a los niños y a una desbandada de clientes por la puerta de atrás hacia los Jardines Colgantes y la colina Malabar. Papa regresó corriendo para recoger a Mami, pero para entonces las llamas y un humo acre salían de las ventanas.

Mi madre yacía ensangrentada e inconsciente bajo una mesa de la parte de abajo del restaurante, rodeada por llamas que se acercaban a ella. Papa intentó entrar, pero su kurta se incendió y tuvo que echarse atrás, apagándose el fuego con las manos ennegrecidas. Oímos sus terribles gritos de ayuda mientras corría de un lado para otro ante el restaurante contemplando impotente cómo la trenza de mi madre, como si fuera la mecha de una vela, se iba prendiendo fuego. Nunca se lo he contado a nadie porque existe la posibilidad de que fuera obra de mi hiperactiva imaginación, pero podría jurar que, desde nuestro lugar seguro en la colina, olí su carne quemada.

Lo único que recuerdo haber sentido después fue un hambre voraz. Normalmente como con moderación, pero después del asesinato de mi madre me pasé días enteros ingiriendo cordero masala y empanadillas de leche fresca y biryani al huevo, un plato de arroz especiado.

Me negué a separarme de su chal. Estuve sumido en una especie de letargo durante semanas, con el chal de seda favorito de Mami envolviendo mis hombros mientras mi cabeza bajaba una y otra vez hacia una sopa de manitas de cordero. Por supuesto, era sólo el intento desesperado de un muchacho de conservar la última presencia de la madre, aquel evanescente olor de agua de rosas y pan frito que se desprendía de la diáfana prenda que rodeaba mi nuca.

Mami fue enterrada, como dicta la tradición musulmana, a las pocas horas de su muerte. Flotaba polvo, un asfixiante polvo de arcilla que se metía por la nariz y me hacía estornudar, y recuerdo observar fijamente las amapolas rojas y la ambrosía que crecían cerca del agujero de tierra que se la tragó. Ningún sentimiento. Nada. Papa se estuvo golpeando el pecho hasta que su piel enrojeció, mientras su hurta se empapaba de sudor y lágrimas y el aire se llenaba de sus dramáticos gritos.

La noche en que fue enterrada mi madre, mi hermano y yo miramos a la oscuridad desde nuestras camas mientras escuchábamos a Papa pasear arriba y abajo tras la pared del dormitorio, maldiciéndolo todo y a todo el mundo. Los ventiladores crujían; venenosos ciempiés correteaban por el techo agrietado. Nosotros esperábamos con los nervios de punta y entonces sonó un fuerte golpe: la horrible palmada que se escuchaba cada vez que juntaba con violencia las manos vendadas. Aquella noche, a través de la puerta de su habitación, oímos susurrar a Papa una especie de medio gemido, medio canto, repetido una y otra vez, mientras se balanceaba adelante y atrás en el borde de su cama: «Tahira, sobre tu tumba prometo que me llevaré a nuestros hijos lejos de este maldito país que te ha matado».

Durante el día, las intensas emociones que circulaban por el recinto eran intolerables, como un barril que hirviera, hirviera e hirviera pero nunca se secara. Mi hermanita Zainab y yo nos escondíamos detrás del armario de acero del piso de arriba, acurrucados como pelotas y apretados el uno junto al otro para darnos mutuo consuelo. De abajo llegaba un horrible lamento y los dos, desesperados por librarnos de aquel sonido, nos encaramábamos hasta aquel armario para enterrarnos entre el centenar de pañuelos que constituían la sencilla vanidad de nuestra madre.

Llegaron los dolientes, como buitres, para atormentarnos. Las habitaciones se llenaron del mortífero aire viciado de acre olor corporal, cigarrillos baratos y espirales antimosquitos. La cháchara era constante y las voces, agudas, y las plañideras comían dátiles rellenos de mazapán mientras cotilleaban sobre nuestra desgracia.

Los presumidos parientes de nuestra madre procedentes de Delhi se mantenían con sus galas de seda en un rincón, de espaldas a la habitación, mordisqueando crujientes papad y berenjenas asadas. Los familiares paquistaníes de Papa vagaban por la habitación en busca de problemas. Un tío religioso me envolvió el brazo con sus huesudos dedos y me llevó aparte. «Castigo de Alá», susurró, y su blanca cabeza se estremeció con un temblor senil. «Un castigo de Alá contra tu familia por quedaros durante la Partición».

Finalmente Papa llegó al límite de su paciencia con mi tía abuela y arrastró a la mujer, que lanzaba alaridos, a través de la puerta giratoria, empujándola con brusquedad al patio. Los perros levantaron las orejas y se pusieron a aullar. Entonces Papa volvió a entrar para coger el bolso de mi tía abuela y lanzarlo tras ella.

—¡Vuelve aquí, viejo buitre, y te mandaré de una patada a Karachi! —le gritó Papa desde el porche.

—¡Ay, ay! —chillaba la vieja.

Se apretaba las sienes con las palmas y se balanceaba adelante y atrás frente a los restos calcinados del restaurante. El sol todavía ardía.

—¿Qué he hecho? —gemía—. ¿Qué he hecho?

—¿Qué has hecho? Has venido a mi casa, te has tomado mi comida y mi bebida y luego has soltado insultos sobre mi mujer. ¿Piensas que por ser vieja puedes decir lo que quieras? —Le escupió a los pies—. Paleta de clase baja, lárgate de mi casa. Vuelve a la tuya. No quiero volver a ver tu cara de burra nunca más.

De repente, el grito de Ammi atravesó el aire como un hacha. Se agarraba con sus propias manos mechones de cabello blanco como raíces peludas de avena silvestre y se arañaba la cara con las uñas. Hubo más gritos y confusión cuando la tía y el tío Mayur saltaron sobre ella, cogiéndola de los brazos para evitar que siguiera haciéndose daño. Se produjo una borrosa imagen de salwar kameez y una jadeante reyerta, seguidas de un atónito silencio mientras arrastraban a una Ammi que no dejaba de chillar fuera de la habitación. Papa, incapaz de soportar nada más, abandonó el recinto, furioso, provocando una oleada de pánico entre los pollos.

Durante toda esta escena, yo estaba sentado en el sofá junto a Bappu, el cocinero, que me pasaba el brazo alrededor protectoramente mientras yo me apretaba contra sus carnosos pliegues. Recuerdo que la muchedumbre del cuarto de estar se quedó rígida un momento a causa de los estallidos de Papa y Ammi, con las sarnosas heladas a mitad de camino de las bocas abiertas. Parecía como si estuvieran jugando a algún juego de salón. Porque tan pronto como Papa salió, nuestros invitados lanzaron una mirada furtiva a su alrededor por el rabillo del ojo, asegurándose de que ningún otro trastornado Haji fuera a saltar sobre ellos, y luego siguieron masticando con sus dientes de oro, paladeando y sorbiendo té como si nada hubiera ocurrido. Pensé que iba a volverme loco.

Unos días más tarde, un hombre rechoncho con el cabello repeinado hacia atrás y gafas de montura negra apareció en nuestra puerta, con olor a agua de lilas. Era un promotor inmobiliario. Tras él vinieron más, a menudo al mismo tiempo, como bichos que escupieran hojas de betel, pujando entre ellos en nuestro porche delantero, todos tratando desesperadamente de hacerse con los cuatro acres del abuelo para levantar más edificios de apartamentos.

Fue cosa del destino que nuestra pérdida coincidiera con un breve período en que la propiedad inmobiliaria de Bombay se convirtió de repente en la más valorada del mundo, más cara incluso que en Nueva York, Tokio o Hong-Kong. Y nosotros éramos propietarios de cuatro acres de ese terreno, libres de gravámenes.

Mi padre se transformó en un individuo frío como el hielo. Todas las tardes, durante varios días, se sentaba, regordete como era, en el húmedo sofá que había en el porche, inclinándose de vez en cuando hacia delante para servir a media docena de promotores chupitos de té. Papa hablaba muy poco, se limitaba a mirar con aspecto grave y a chasquear sus pulseras de cuentas. Cuanto menos decía, más frenético se volvía el golpeteo sobre la mesa y los chorros de jugo rojo de betel escupidos contra la pared. Finalmente, sin embargo, el agotamiento se instaló entre los postores y Papa se puso de pie, hizo un gesto de asentimiento al hombre del cabello empapado en agua de lilas y se metió en casa.

De la noche a la mañana, mi madre se había ido para siempre y nosotros éramos millonarios.

La vida es extraña, ¿no?

Embarcamos en el vuelo de Air India de noche. El bochornoso aire de Bombay nos empujaba por la espalda y llevábamos el húmedo olor a gasolina y aguas residuales en el cabello. Bappu, el cocinero, y sus primos lloraban sin ocultarlo con las palmas apretadas contra el cristal del aeropuerto, lo que me hizo pensar en las salamanquesas. Poco imaginaba yo que sería la última vez que oiríamos o veríamos a Bappu. Y el viaje en avión es en gran parte borroso, aunque recuerdo que la cabeza de mi hermano Pranay estuvo metida en la bolsa para mareos la noche entera y toda nuestra fila de asientos tuvo que soportar sus náuseas.

La conmoción producida por la muerte de mi madre duró algún tiempo, de modo que los recuerdos que guardo del período que siguió son raros: me han quedado unas sensaciones extrañas y vívidas, pero no una imagen global. Aunque si hay algo de lo que no cabe ninguna duda es de que mi padre cumplió la promesa que le había hecho a Mami el día de su entierro, de modo que de un plumazo vimos cómo se perdía no sólo nuestra amada madre, sino también todo lo que representaba nuestro hogar.

Los seis hijos, de edades comprendidas entre los cinco y los diecinueve años, mi abuela viuda, la tía y su marido, el tío Mayur, permanecimos sentados durante horas en el aeropuerto de Heathrow en unos sombríos asientos de plástico mientras Papa rugía y agitaba los extractos de sus cuentas bancarias ante un funcionario de inmigración de rostro cansado, encargado de decidir nuestro destino. Fue en esos asientos donde probé mi primer sabor de Inglaterra: un sandwich de ensalada de huevo frío, reblandecido y envuelto en un triángulo de plástico. Es el pan, en particular, lo que recuerdo, la forma como se disolvía en mi lengua.

Nunca en mi vida había probado nada tan absolutamente insípido, húmedo y blanco.