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LA muerte de Natividad fue como ella imaginó, un cambio profundo en la vida de su hijo. Debía alejarse de su amada por varios años, y a su vez, continuar solo su nueva etapa estudiantil. Se sentía capaz de afrontar todo eso, aunque su principal preocupación era la distancia con Milagros.
En esos días, ella se hallaba agotada ante tanta tristeza. No se hubiese separado nunca de él. Y tampoco podía dejar a su madre sola en La Habana. Natividad se refirió a ambas cuando solicitó ayuda para sacar la hacienda adelante, y aunque no lo hubiese planteado, sería una carga muy pesada para Mercedes. Estaba decidida a regresar con su mamá. Y también a quedarse junto a él. «Imposible por donde se lo mire», pensó.
Se tomaron unos días para ellos. Necesitaban estar juntos y fortalecerse para intentar hacer más accesible la distancia. Ambos estaban cerca de cumplir los diecisiete, y en cierta medida habían madurado anticipadamente, apoyándose mutuamente.
Silvio comprendía que su nueva etapa sería muy difícil sin la compañía de Milagros, su mujer, esa niña que podía convertirse en marbella en el agua, y en su protectora de situaciones límites, quien tenía la enorme capacidad de rescatar experiencias de vida de cada etapa, y trasladarla a sus afectos. Y, sobre todo, por ser tan incondicional como su amor. Poseía siempre la palabra exacta para el momento preciso, como fue su compromiso ante la máscara mortuoria del emperador: «Aquellas circunstancias que la vida nos ofrezca serán transitadas con el convencimiento de que siempre encontraremos el camino de regreso a casa, a nuestros corazones...».
Él también tenía algo reservado para ella. No hubiese deseado que fuese en un momento tan particular, pero ahí estaban, ambos, en la plaza de l’Étoile, bajo el arco del Triunfo, protegidos de los rayos solares tras uno de sus pilares.
—Quiero, Milagros, que recibas este presente creado por las manos maestras de René Lalique, para que sea bendecido por tu corazón —le entregó una pequeña caja de cartón de color rojo.
—¿Qué es...? —preguntó mientras la abría—. Es maravilloso, amor, gracias por este hermoso regalo, esta pieza de cristal estará siempre a mi lado.
Se puso en punta de pies para besarlo en los labios.
—Ábrelo, por favor, que hay más sorpresas.
—Muéstrame. ¿Cómo se hace? Me has puesto nerviosa.
Silvio tuvo que separar uno de sus lados. Luego extrajo un anillo de compromiso de oro blanco y amarillo con un diamante en talla brillante. Se lo introdujo en el dedo anular, ante la mirada temblorosa de Milagros.
—Deseo, mi amor, que bajo este simbólico monumento sellemos el compromiso de casarnos cuando me gradúe. Y que nos recuerde a cada instante y pese a las distancias que hemos nacido para estar juntos, en todo momento y en cualquier circunstancia.
La emoción provocó que las palabras volaran, y sus labios se encontraron bajo aquel arco, en un beso infinito y vigoroso. La eternidad del momento dio paso a un cruce de miradas entre tristes y eufóricas.
—Qué difícil será vivir sin ti —dijo Milagros, abrazándolo—. Que difícil será vivir el día a día sabiendo que estaremos tan distantes.
Ambos se quedaron en silencio.
—Debemos imaginarnos que el tiempo estará de nuestro lado, y de alguna manera volará para acortar las distancias.
—Eso espero.
—Te prometo que intentaré graduarme lo antes posible, cada día que trans-curra será un paso más hacia el reencuentro contigo, y con papá... En relación a él, tengo que pedirte un favor. —Milagros lo miró expectante—. Si tienes ocasión de encontrarlo, explícale estas circunstancias que estamos viviendo. Quiero que conozca lo ocurrido, que escuche de tu boca todo lo feliz que soy. Y que sepa que llevo conmigo el poema que me ha escrito.
—Él pronto sabrá el maravilloso hijo que posee, muy pronto, te lo aseguro
—dijo Milagros, emocionada hasta las lágrimas.