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ATRÁS quedaba mi nueva amiga Danae Lezama, no así su tristeza infinita, que me acompañó como si fuese propia durante mi viaje de regreso a Miami.

El reencuentro con mi hijo fue muy emotivo y su pasión por el manuscrito se-guía intacta. No habíamos dado los primeros pasos, intentando salir del aeropuerto, cuando avanzó con sus comentarios.

—¿Sabes, papá, que tuve una intuición y volví a examinarlo? —me lanzó sin aviso previo, como si hubiese esperado tenerme a su alcance para observar mi reacción.

Lo miré con curiosidad, y lo primero que recordé fue su actitud displicente ante el hallazgo de la botella. Me alegré una vez más al ver su nueva postura.

—Después de haber sido estudiado por historiadores, oceanógrafos, grafopsicólogos y hasta ornitólogos, ¿lo viste necesario?

Enarcó las cejas ante la luz natural.

—Voy a conducir, no quiero sorprenderte estando al volante —agregó, con tono afectuoso.

Nos sostuvimos la mirada, sentí que estaba haciendo un esfuerzo para conte-nerse. Se pasó la mano por la barba rala y preguntó:

—¿Se hizo algún estudio para determinar patrones fluorescentes?

Simuló seriedad, pero sus ojos parecían estallar.

—Los únicos patrones que me gustaría conocer, hijo, son los del barco desde donde se lanzó la botella.

—Estos, papá, nos pueden llevar a aquéllos.

Habíamos llegado al coche. Ya mi sorpresa estaba instalada, lo dejé conducir.

—Bajo un espectro de luz no visible para el ojo humano, muchos tintes absor-ben energía, liberándola en distintas longitudes de onda o colores. Ese fenómeno se denomina fluorescencia.

Hablaba sin mirarme, concentrado en el tráfico.

—¿Cómo llegaste a pensar en todo esto? —pregunté, deseoso por conocer cada detalle.

—Sencillo, me dejé llevar por Vidocq, quien fue un conocido criminal y mayor contrabandista. Terminó siendo el creador de la Brigada de Seguridad de la policía francesa, que luego se transformó en La Sureté. Llegó a ser su primer director. Lo importante de este personaje fue el aporte de métodos científicos para la investigación criminal.

Parecía que me lo habían cambiado, hasta su tono de voz era distinto.

—Me imagino, quién otro sino él, con sus profundos conocimientos.

—Así es, papá. Ten en cuenta que por su doble vida y experiencia fueron de gran importancia sus contribuciones. Él planteaba que en una búsqueda criminal nada se podía dejar librado al azar.

Y yo que pensaba que las sorpresas ya estaban lanzadas. Seguía equivocándome.

—Que yo sepa, Marbella no mató a nadie —atiné a decir y comprendí al instante lo ridículo de mi comentario. Busqué entonces dar un mejor sentido a su línea de pensamiento—. ¿Sabes que el personaje principal de Los miserables de Víctor Hugo fue pura inspiración de la vida de Vidocq? ¿Recuerdas que Jean Valjean debió pasar diecinueve años de prisión por haber robado un pedazo de pan? Luego que salió pasó muchas vicisitudes, e inclusive volvió a robar, pero se redimió y terminó dedicándole el resto de su vida a la filantropía.

—Y tal vez fue también mi inspirador para intentar descifrar el manuscrito

—agregó girando fugazmente la cabeza—... Papá, estuve con John Perry y le conté las ideas que tenía. Le parecieron más que interesantes y me contactó con un 108

amigo suyo de la policía científica, quien nos explicó sobre un método para encontrar patrones fluorescentes en el papel. Se fotografió el manuscrito con luz ultravio-leta y luz infrarroja. El resultado fue sorprendente.

—¡Sorpréndeme, entonces! —dije, luego de haber sido gratamente impresionado por mi hijo prácticamente desde que salí del avión.

—Eso lo dejaré para Perry, que está muy ansioso, esperándonos.

Nunca me fue tan lejana la imprenta de John. Mi hijo manejó por la autopista 836, en dirección este, en un horario con poco tráfico, que nos permitió estar en veinte minutos en el centro. Sin embargo, fue lo más parecido a la eternidad. Tenía una gran intriga por saber qué habían descubierto. Y no hizo mucho esfuerzo por adelantarme nada. Así que preferí comentarle sobre mi viaje a Montevideo y la en-riquecedora experiencia de haber conocido a Danae Lezama. Le expliqué el significado de la palabra marbella, desde su género —anhinga—, hasta su orden

—pelecaniformes—, su hábitat, sus características principales y la forma curiosa que tiene de alimentarse. Me escuchaba como quien posee una idea fija, que absorbe toda su mente, y toma la precaución de no ser descortés, mientras simula que te observa, con cierto rictus de falso interés.

También le trasladé la invitación que quedó pendiente para que ambos visitá-

semos el mundo de sus aves.

Para entonces habíamos llegado.

El olor a tabaco seguía dominando el aire de la imprenta. John me recibió con gran efusividad.

—¡Diego, el Vaquero menor, es un genio! —exclamó, después del abrazo acostumbrado—. Tuvo una idea brillante que nos llevó a estudiar el documento en su reverso.

A esa altura necesité sentarme, sólo atiné a seguir con la mirada el origen de los diálogos, como si se tratase de un partido de tenis de mesa.

—Ocurre, papá, que tuve la impresión de que la autora del manuscrito, diga-mos Marbella, fue una mujer sagaz que no podía arriesgarse a que en caso de que 109

su texto fuese hallado no se supiese su origen o el sentido del mismo en toda su real dimensión. Por lo tanto, consideré que debía haber agregado un segundo texto, que podría ser la guía para aquellos interesados en descifrarlo, el cual no pondría a la vista, ni tampoco estaría inalcanzable. Sólo se necesitaba de cierta perspicacia para descubrirlo.

—¿Por qué crees que se tomó tanto esfuerzo? —le pregunté, temeroso por mi capacidad de aprehensión.

—Bueno, porque consideraba que en caso de ser hallado, lo fuese por personas suficientemente astutas para seguir su búsqueda hasta el final —señaló a su entorno—. De no ser así, supuso que otro que hubiese encontrado la botella, tras leer el mensaje una y mil veces, y viendo en él unas simples palabras de amor desesperado, seguramente la hubiese devuelto al mar.

Necesitaba ponerme de pie, pegar un par de saltos en el lugar, y tal vez dar varios aplausos. Pero nada de eso hice.

—Qué bien, cualquiera que te oiga diría que estuviste junto a Marbella cuando lo estaba escribiendo.

—Quién te dice que de haberla conocido, papá, tal vez esos mensajes me hubiesen correspondido.

Observé la mirada de mi hijo, hice lo mismo con John. Parecía que ambos estaban disfrutando del esfuerzo que hacía para retener todo lo que me iban contando.

El trajín en Uruguay me había agotado, y por lo visto, todavía no lo habían notado.

—Perfecto, mejor sigamos con lo que tienes entre manos.

Me acercó un papel de fotografía con un texto legible en su totalidad, de una caligrafía suave que me dejó sin aliento: «3 pichones nunca volarán con el almirante hacia el N. O. Sobre su senda, héroes y villanos comparten su destino. Janua sum pacis».

—¡Wow! Es increíble que ese texto estuviese ahí sin haberlo descubierto hasta ahora —fue lo primero que se me ocurrió decir, entre aplausos que me di sobre mis mejillas, intentando despertarme.

—Ocurre que era invisible a nuestros ojos. Fue escrito con un aceite de tales características que era necesario crear fuentes de luz de entre trescientos y setecientos nanómetros para poder detectarlo —explicó John Perry.

—¿Qué más pudiste averiguar? ¿Qué significa ese escrito? ¿Hacia dónde nos lleva? —Mi asombro sólo me permitía preguntar.

—Papá, hasta ahora sabemos muy poco. «Janua sum pacis» es un texto en latín que significa «soy la puerta de la paz». Y, por supuesto, lo obvio, «N. O.», un punto cardinal, hacia donde los pichones por alguna razón nunca volarán.

Seguía asombrándome con cada intervención de mi hijo. Lo rodeé con un brazo y le besé la cabeza.

—Vamos bien, vamos muy bien. Y sin ser pesimista, creo que deberíamos buscar más significados para «N. O.», aunque estas dos letras parezcan obvias.

Recuerda que estoy recién llegado de Montevideo, y si te pregunto el significado de esa palabra, ¿qué me dirías? Ten presente...

Una mirada ansiosa no me dejó continuar.

—No sé, tal vez lleva el nombre de alguna elevación cercana a la ciudad, o puede ser algún nombre indígena.

—Realmente no hay una versión definitiva, pero entre las opciones está la que dice: «Monte vi deo, dirección este-oeste». Sólo te lo comento para que lo tengamos en cuenta a la hora de buscar conclusiones.

—Entonces, ¿cómo seguimos?

—Van a tener que volver a viajar, así que no desarmes las maletas —acotó John Perry.

En ese momento sentí que estaba arrastrando una de las alas de la aeronave.

—Ustedes, si desean, sigan creciendo, pero yo debo sentarme. ¿Viajar a dónde?

—Sencillo, papá. Sabemos que el texto fue fechado en La Habana. También que llegó al mar desde un barco que navegaba sobre la corriente del Golfo, pero sobre todo que debió haber sido escrito con antelación al abordaje del barco. Nos queda pensar que la clave de todo esto está en Cuba.

Tenía por delante la mitad de mis vacaciones sin usar y si algo había aprendido en esos pocos días es que lo peor que se puede hacer es no hacer nada. Así que dejé a un lado el ala de la aeronave y di el primer paso hacia La Habana:

—No podemos dejar inconclusa esta investigación —les dije, estirando mis manos, que se hallaban cruzadas.

Llegar a Cuba desde los Estados Unidos no era sencillo, miles de leyes y trabas burocráticas nos impedían viajar. Nos pusimos a la tarea de buscar soluciones, y encontramos que la imaginación popular había logrado sortear esas vallas, que no eran tan altas cuando se referían a lazos familiares.

Nuestra profunda fe religiosa creó la necesidad de viajar a Cuba, para eso, la Iglesia nos ayudó con los trámites pertinentes a cambio de una irrisoria suma de dinero.

Ya teníamos nuestra cobertura para el caso de dificultades a nuestro regreso a Estados Unidos. Solo nos faltaba resolver los pasajes aéreos por un tercer país.

Tampoco era problema, cientos de agencias en Florida ofrecían esos servicios.

Poco tiempo después continuamos con la búsqueda, hacia donde la lógica nos llevó. Estábamos aterrizando en La Habana en plena temporada alta. Mucho tu-rismo europeo y canadiense se trasladaba en busca de las aguas cálidas y de color esmeralda que tanto escaseaban en el mundo.

Nos alojamos en el Hotel Comodoro de La Habana. Una habitación con dos camas, de mobiliario moderno, nos deparaba una grata recepción. Su enorme ventanal nos permitía observar el misterioso y deseado mar Caribe, junto a una pequeña playa de arenas blancas.

Mas allá se divisaba una antigua marina y un mástil que, según nos explicaron, visto el hotel desde el agua, semejaba en su conjunto la estructura de un barco.

El mástil había tenido tras más de cincuenta años de existencia, la suficiente fortaleza para soportar el embate de un rayo, que solamente logró resquebrajarlo.

Pese a que el tiempo apremiaba, no quisimos dejar pasar la ocasión de recorrer el hotel. Los amplios ventanales del lobby nos permitieron visualizar de manera impactante el inmenso mar. Nos impulsamos a alcanzarlo. Necesitábamos poder sentirlo.

Caminamos unos metros por un sendero que nos llevó hasta una playa artifi-cial. Nos zambullimos en el mar. Comprendí que eran los primeros minutos que me tomaba de verdaderas vacaciones en muchísimo tiempo.

El agua salobre me sostenía en su regazo, como alguna vez lo hizo mi madre. Y

sentí ese calor de los rayos de junio y lo efímera de nuestra suerte frente al sol y al mar. Mis pensamientos se trasladaron muy lejos. Databa del espacio y tiempo en que nuestra especie ni siquiera había pensando en darse a conocer, cuando éramos entes microscópicos, sin otra misión que sobrevivir unos pocos días entre esas corrientes marinas, entre esos rayos solares, entre ese mundo por nacer.