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ESOS últimos días en La Habana no habían sido fructíferos para Carlos Díaz.

Hizo varios intentos de aproximación a las dos direcciones que Esperanza Rodríguez le había entregado en la Biblioteca Nacional, pero sin grandes resultados.

Resignado, quiso animarse visitando a su amiga Laura de la Vega, con quien se desahogó.

—Pensé que en alguna de esas dos viviendas encontraría más elementos sobre el doctor Silvio González Montañez, pero no tuve suerte.

Estaba sentado en un sillón individual con los brazos cruzados y el mentón apoyado contra el tórax.

—Veamos, Carlos, me dices que en una de las viviendas te recibió una familia que estaba prácticamente recién mudada a la casa, y según te explicaron habían hecho una permuta con una parentela de Trinidad. Y en la otra, te encontraste con supuestos descendientes directos de Figarola Caneda, por cierto, de edad avanzada y con pocos deseos de escucharte.

—Mejor no lo podías haber resumido —sintetizó Carlos, con una expresión que no podía soslayar su malestar.

—Entonces, no todo está perdido... Tienes que ser un poco más optimista.

Déjame explicarte —agregó con la voz cargada de esperanza—. Mi familia es de Trinidad, ahí todos nos conocemos y si la gente que buscas se mudó para allá, podremos contactarlos en un santiamén, y sin necesidad de trasladarnos. Lo resolve-remos con varias llamadas telefónicas. ¡Ya verás!

Carlos buscó entre sus apuntes el número de teléfono.

—Aló, ¿es la casa de la familia Gutiérrez?

—Sí, ¿con quien desea hablar?

Paso seguido Laura entabló una larguísima comunicación. Tan extensa que se supieron parientes lejanos, a partir de un primo segundo que estaba casado con la tía abuela de la sobrina que vivía actualmente en Trinidad. Una conversación en donde pudieron repasar vida y obra de tantos familiares desperdigados por la larga geografía del caimán.

Llegaron a reconocer parentela desde Baracoa, en la provincia de Guantánamo, la más oriental del país, hasta en el valle de Viñales, provincia de Pinar del Río, en la región occidental de Cuba.

—Estuvimos cuarenta años viviendo en La Habana, siempre en la misma casa.

Ahora que estamos viejos, decidimos regresar a nuestros orígenes.

—¿Quién habitó la casa antes que ustedes?

—No lo tengo presente, sólo recuerdo que al triunfo de la revolución emigra-ron a Puerto Rico.

Carlos, que estuvo todo el tiempo pendiente del diálogo, se imaginó que parte de su año sabático lo pasaría en la isla del encanto, siguiendo las huellas de quién sabe quién.

La extensa conversación le demostró dos hechos importantes: esa familia tenía poco o ninguna relación con Domingo Figarola, y Laura era una excelente comuni-cadora.

—Como ves, ya descartamos una de las dos opciones ¿Cuánto me llevó? Una breve llamada, no fue mucho. Ahora te quedas a cenar y mañana me vienes a buscar temprano, que vamos a ir juntos a la casa de los ancianos.

—No me parece correcto, Laura, hace poco que saliste del hospital, y tu hijo necesita en este tiempo de toda tu dedicación.

—Y la va a seguir teniendo a cada instante, él se viene mañana con nosotros.

—¿Estás segura?

—Tanto, como que vas a saborear el arroz congrí, con tostones y carne de cerdo asada que te voy a preparar.

Disfrutaron de la cena y de la conversación, aunque teniendo en cuenta la personalidad de ambos, aquello se pareció más a un monólogo.

Se despidió con la sonrisa y el optimismo recuperados, de lo cual hizo partícipe a Esther Garbosa, con quien tuvo una larga noche de placer.

Al conocer ella los detalles de la colaboración de Laura, quiso sumarse a la investigación.

Eran las diez de la mañana de un viernes soleado cuando Laura, acompañada de Carlos, Esther y junto a su hijo Darío, tocaron el timbre de una amplia residencia ubicada en la avenida 5ta B, entre las calles 62 y 66, en la zona residencial de Miramar. Un anciano salió a recibirlos acompañado de un bastón en trípode que le permitía aumentar su base de sustentación.

Su poca audición le impidió entender todo lo que Laura intentaba decirle, pero la sonrisa del pequeño Darío fue suficiente para invitarlos a pasar. Ingresaron a un enorme palier, que permitía el acceso a dos puertas laterales. Lo atravesaron y se hallaron ante una sala espaciosa con varias fotografías de paisajes cubanos en blanco y negro. Se detuvieron ante un elegante sofá con un tapiz de león de aspecto de macho dominante. Prefirieron sentarse en un sofá más pequeño, que daba al jardín, y permitía observar varios árboles frutales. A sus espaldas, una escalera de mármol advertía, por el seco sonido de unos pasos, la presencia de una señora que con agilidad la descendía.

Los tres se pusieron de pie, pero fue la madre con su hijo quien se le acercó con la mano extendida.

—Me llamo Laura, y estoy acompañando a mi amigo historiador y a su pareja.

—Margarita Figarola Céspedes —dijo la dueña de casa, ensimismada en los ojos de la criatura—. ¡Qué hermosura! —agregó, pasándole los delgados dedos por su mejilla.

El bebé realizó el reflejo de agarre.

—Vaya, vaya, parece ser que le ha caído muy bien a Darío.

—Tengo un don para los niños... ¿En qué puedo ayudarles?

—Mi amigo se halla ante una profunda investigación sobre sus raíces familiares. Fue mediante una misiva rescatada en la Biblioteca Nacional dirigida a Domingo Figarola Caneda que llegamos hasta ustedes.

Carlos y Esther se habían sumado a la conversación.

—Soy su bisnieta. Él vivió en esta casa, yo era muy pequeña.

—Qué bien —agregó Carlos, con aire temeroso.

Margarita se quedó observándolo. Mientras, con un dedo se repasaba las pestañas.

—¿Quiere sostenerlo? —inquirió Laura.

El rostro flácido y pétreo de la dueña de la casa fue transformándose. Sus labios comenzaron a prolongarse, y unos hoyuelos se crearon en sus mejillas al momento de sonreír.

—Mejor vamos a sentarnos, mis frágiles brazos pueden ser traicioneros.

Se acomodó sobre el tapiz de león a hacerle muecas y a disfrutar de su pícara mirada ante la asombrada observación de su marido.

—Es un angelito. Su hijo le traerá muchas satisfacciones —dijo, besándolo en la frente.

El día avanzó con un almuerzo que compartieron todos, y que Esther ayudó a preparar.

Doña Margarita, con las ideas más claras y la alegría renovada, les explicó que en la biblioteca de la casa tal vez podrían hallar algún documento sobre su bisabuelo.

—Debe haber mucho polvo ahí, ustedes busquen con tranquilidad y yo cuidaré del pequeño Darío.

Se dirigieron hacia la puerta de entrada y exactamente hacia su izquierda se encontraba la inmensa biblioteca, que abarcaba dos paredes de estantes hasta el techo. Cientos de libros presagiaban un trabajo intenso.

Antes de la primera hora de la ardua tarea ya Carlos se encontraba en el jardín cambiando de aire. Su rinitis alérgica había comenzado a afectarlo.

—Se lo dije, Carlos, esos libros llevan tiempo acumulando polvo —dijo Margarita, que continuaba pendiente de las muecas del niño.

Transcurrida gran parte de la tarde, habían desempolvado libros y escritos de numerosos autores cubanos y extranjeros. Les faltaba avanzar sobre los últimos estantes. No estaban al alcance de la mano, y decidieron acercar un pequeño escritorio y usarlo como escalera. Entre las alturas, una caja mohosa fue alcanzada con cierto esfuerzo. Carlos debió dejarla en manos de Esther y volver a salir al jardín, el cual estaba comenzando a recibir las primeras estrellas en su firmamento de mangos y guayabas verdes.

Recuperado, regresó a su labor. El interés con que Laura leía un pequeño cuaderno le llamó la atención. Y su guiño cómplice le hizo ver la primera esperanza del día.

Las fechas del diario abarcaban entre 1910 y 1913. Contaban relatos de varias zafras azucareras. Distintas situaciones amorosas que se dieron en una hacienda habanera. Problemas de alcoba con un finado. Y la profunda amistad entre dos mujeres. Los nombres que más se repetían eran Milagros y Silvio, junto al de la autora: Natividad Montañez de González.

Sus párpados inflamados y la nariz congestionada no le impidieron abrazar con emoción a Laura y Esther. Como tampoco a ellas alcanzarle el vigésimo papel toalla.

—¡Laura, lo encontramos! ¡Éste es el diario al que se refiere el documento hallado en la Biblioteca Nacional!

—Solo necesitábamos tener un poco de fe, mi viejo amigo Carlos —le respondió, mientras se tocaba el collar de cuentas de colores.