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YA había transcurrido una semana de estancia de Carlos Díaz Arvesu en La Habana, y seguía arduamente dedicándole la mayor cantidad de su tiempo a leer todo documento que pudiera ayudarle en su tesis. Fue así cómo, revisando periódicos de Santiago de Cuba del año 1915, se interesó en una nota en particular sobre una especie de compás de hierro que el doctor Juan Antommarchi estaba desarrollando para aplicar tracción al cráneo en aquellos pacientes que presentaban fracturas de la columna cervical.
El texto hacía referencia a la importancia de los rayos X, de reciente introducción en Cuba, para valorar la presencia de inestabilidad, dada por desplazamientos vertebrales, ensanchamiento del canal medular o separación de los procesos in-terespinosos.
Mientras Carlos trataba de entender todos estos términos complejos, seguía asociando los documentos hallados con el doctor Juan Antommarchi, y pensó que no era mala idea realizar un viaje a Santiago de Cuba.
También tenía pendiente averiguar más sobre las dos direcciones que Esperanza le había entregado. Pero quiso comenzar por el oriente cubano, rescató de su memoria muchos relatos de su padre sobre aquella ciudad, y se vio en la necesidad de recorrerla.
Se tomó un par de días libres para reorganizar sus ideas y disfrutar también de La Habana.
Cada vez que podía recorría el casco histórico. Sentía una gran atracción por sus calles y sus fortalezas. Principalmente por los castillos de El Morro y de la Real Fuerza.
Consideraba que su vocación de historiador lo llevaba siempre al sector más antiguo de cada ciudad que transitaba. Lo mismo le ocurría en Madrid, Viena o París.
Pasó frente a la catedral y siguió caminando por una estrecha calle empedrada que había recorrido en cientos de ocasiones, y que podía transitar incluso con los ojos cerrados, en búsqueda de su lugar preferido para tomarse unos tragos: La Bodeguita del Medio.
El espacio, abarrotado de paredes escritas hasta el techo, daba una sensación de tal calidez e intimidad que hacía parecer que todos los comensales eran miembros de una misma familia numerosa que estaba de celebración. Las mesas se hallaban tan cercanas que se podía percibir el olor del trago que el vecino degustaba.
Por eso le encantaba el lugar, esa sensación de cercanía que no sólo disfrutaba en La Bodeguita, sino también en la calle. Conversando con la gente o golpeando en cualquier puerta, sorprendiendo a quien le abriese con lo primero que se le venía a la mente. Generalmente le gustaba manifestar que se hallaba perdido. No fueron pocas las veces que terminaron invitándolo a compartir una colada de café.
En ninguna otra ciudad del mundo se animaba a hacer eso. No únicamente porque sabía que la primera expresión que recibiría de su interlocutor sería de miedo y extrañeza, sino porque siempre quiso creer que podía encontrar gente así en otras latitudes. Sin embargo, nunca las buscó, por temor a romper ese hechizo que La Habana le seguía regalando pese al paso del tiempo.
No tenía idea del tiempo transcurrido, ni de la cantidad de tragos que se había tomado, pero sí de saberse pleno y disfrutando del ambiente. Carlos Díaz Arvesu se-guía en La Bodeguita del Medio, envuelto en una música deliciosa que un grupo so-nero tocaba en vivo.
Estaba feliz, muy feliz por todo lo hallado en La Habana, por el progreso de sus investigaciones y por el disfrute que la ciudad le provocaba. Gozaba descubriendo los distintos acentos de la población cubana. Sabía que los holguineros y santiagueros «cantaban» cuando se comunicaban, en cambio, los camagüeyanos tenían un acento similar a los colombianos de la costa, y los habaneros parecía que gritaban cuando hablaban.
Quiso hacerse una apuesta a sí mismo, demostrarse que estaba tan lúcido como para determinar el acento en la primera persona que se propusiese. Pagó su cuenta de mojitos, contribuyó con una generosa propina y salió por Empedrado, en dirección a San Ignacio.
Dejó pasar las primeras tres puertas, y en la cuarta se paró en seco, como si alguien estuviese esperándolo para que perdiera su apuesta. Era una puerta distinta.
Tenía, a la altura de su cabeza, un vidrio opaco que seguramente permitía la visión desde el interior.
Golpeó tres veces y aguardó. No hubo respuesta. Lo intentó de nuevo y se asomó sobre el cristal. Segundos después, le abrió la puerta una mujer cuarentona de grandes ojos negros saltones y dientes blancos y parejos. «Como los de todos los cubanos», pensó. Sus cabellos ensortijados, del color de sus ojos, parecían no terminarse nunca.
Estaba seguro de que, con sólo verla, había ganado la apuesta. Se dedicó a contemplarla como si estuviese saboreando su triunfo. Vio que estaba vestida con una bata sin mangas que le dejaba ver las rodillas y unos pezones que se le marcaban como dos enormes uvas frescas.
Siguió mirándola fijamente, pendiente de su primera expresión. Pero ella le sonreía expectante. «¿Será que sabe que si habla pierde?», se dijo.
Él comenzó a imitarla. Se imaginaba que el juego pronto llegaría a su fin.
Esther Garbosa seguía en la puerta de su casa con la sonrisa congelada, tratando de deducir qué hacía esa momia de ojos claros. Padecía de sordera profunda desde temprana edad y necesitaba ver el movimiento de los labios y las manos para poder comprender.
Carlos no aguantó más y su gesto dio paso a una carcajada tan contagiosa que Esther lo imitó. Mientras tanto, las primeras lluvias del día comenzaban a caer.
Los dos, atrapados en su hilaridad, intentaron pasar a la vez por la puerta y quedaron trabados. Esther levantó sus dedos índices e hizo un movimiento hacia delante con una mano, mientras la otra no avanzó hasta que la primera retrocedió.
Lo repitió varias veces. «Mmm, que no salgamos los dos juntos, que uno espere», pensó Carlos, quien reconoció enseguida la seña del ambiente futbolero. La utiliza el entrenador para pedir que los centrales no salgan los dos a la vez y que uno se quede para relevar al otro. «¿Salgamos a dónde, qué clase de juego es éste?», se dijo, con una alegría extra por su carga de mojitos. Sin comprender que Esther le intentaba decir que no entraran los dos a la vez, que uno debía esperar. Mientras tanto, la lluvia tenía características diluviales y ambos, empapados, continuaban riéndose de manera que uno contagiaba al otro.
Carlos siguió a Esther haciendo equilibrio y entró en la casa. Ella le acercó una toalla, y al estirar su mano hicieron contacto. Ambos se pusieron serios, un relámpago recorrió sus cuerpos. Esther tenía la bata pegada como si fuese un pañuelo mojado sobre un cristal, y las uvas frescas ya eran dos toronjas que a él le apetecían. Seguía con la mirada fija en los labios de Carlos, buscando las primeras palabras coherentes en la boca de la momia, que para entonces la tenía totalmente mareada.
Él seguía sin comprender por qué le miraba los labios con tanta pasión, por qué no atinaba a buscar sus ojos. Ya no estaba para más adivinanzas, y tampoco quería saber si había ganado o perdido su juego. Deseaba acercarse a ella y arrancarle un beso. Para ese momento, ambos habían logrado expresar con sus miradas y sus gestos todo aquello que la extraña situación les provocaba. Las palabras no eran necesarias. Ese beso supo a feromonas y almizcle. Así estuvieron durante la siguiente hora, revolcándose por cada rincón del pequeño apartamento, jadeando ella como leona en celo, mientras él la buscaba y penetraba incansablemente sin hablar, imaginando que no perdería la apuesta así no más, que sería cuestión de tiempo para escuchar sus primeras palabras y poder determinar su origen, su geografía isleña.
La resaca lo despertó con una tremenda cefalea y un hambre atroz. Vio una mesa servida con dos platos, una botella de vino y a Esther cocinando algo de un aroma a comida campestre. Se le acercó lentamente y le besó el cuello con mucha ternura. Sorprendida, hizo un mal movimiento que provocó que la olla con el potaje terminase en el suelo. Su gesticulación manual llevó a Carlos a comprender el porqué de su silencio.
Luego de limpiar el piso y organizar todo el desastre del potaje derramado, se puso frente a ella y le habló muy suavemente. Le dijo su nombre y le invitó a salir a comer. Vio cierta duda en su rostro y acompañó su solicitud con las manos en posición de ruego.