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LA HABANA, 30 de mayo del 2009

Laura de la Vega se hallaba sentada junto a su amiga Alba Beltrán en la Casa del Té, en la esquina de G y 23 en el Vedado. Ambas bebían refrescos de cola. Ella vestía una camisa en crêpe holgada y una falda estampada, llevaba mocasines de piel acha-rolada. Tenía treinta y dos años, una figura delgada, y una larga y sedosa cabellera negra, que acostumbraba a recoger con un moño. Una mirada entre huidiza y sobre-cogedora se reflejaba en sus ojos negros.

—Amiga, ¿todos los domingos a esta hora me seguirás transmitiendo esta imagen de desolación? —inquirió Alba, apretando su mano—. Ya han pasado seis meses desde que perdiste a tu marido, creo que por el bienestar de tu hijo —le soltó la mano y la pasó por su vientre— es hora de que intentes sonreír.

Ya hacía meses que Laura se acercaba al cementerio Colón para llevarle flores a la tumba de José Borras, quien la dejó mientras rescataba los últimos enseres de su casa en La Habana Vieja, que se inundaba al paso del último huracán de la temporada del 2008.

Fue su héroe, su todo. Se habían conocido en su ciudad natal hacía más de una década.

José tenía treinta años cuando su ruta de camionero lo encontró sin transmi-sión por las calles de Trinidad. Siempre le gustó viajar y conducir. Terminó buscándose una profesión que cubriese ambas expectativas y le permitiese el suficiente tiempo libre para trabajar la madera, labor que heredó observando a su padre, un gran maestro carpintero.

Quiso el azar que su viejo camión lo dejase varado con una carga de plátanos con destino a un mercado habanero en la calurosa ciudad central de Cuba. Y también, que fuese Laura quien acudiese en su auxilio ofreciéndole agua fresca, más valiosa para ese entonces que un taller mecánico.

El agua aplacó su sed. Y el cuerpo de Laura realizó el efecto contrario. De familia masona, siempre fue fiel creyente del destino y sus vicisitudes. Comprendió que la jarra de agua en las manos de Laura, como manantial de montaña, lo invitaba a bebérsela.

Este comienzo de un amor simple y sincero marcó la vida de ambos para siempre.

Meses después ya estaban casados e instalados en La Habana Vieja, cuyas calles empedradas y edificios antiguos le recordaban a Laura su ciudad natal.

En cambio, para José significaba caminar por las mismas calles que sus antepasados transitaron encadenados cuando llegaron a Cuba desde el África profunda, luego de que los españoles hubieran diezmado a toda la población autóctona de la isla y gracias a la necesidad de nueva mano de obra barata para trabajar la caña.

Alba se puso de pie, se estiró su falda blanca de gazar que se había adherido a su muslo y se sentó en la silla más cercana a su amiga.

—Quiero pedirte un favor. Háblame de tu hijo.

—¿De mi hijo? —preguntó Laura. Llevaba las dos manos sobre su vientre.

—Sí, quiero que me cuentes con detalles todo lo que tuviste que hacer para concebirlo. Me refiero al babalao.

—Es una larga historia.

—Tengo toda la tarde —Alba contuvo el aliento, mientras reflejaba una sonrisa cristalina.

—Veamos... después de varios abortos espontáneos, que se producían siempre durante las primeras semanas de gestación, desilusionada y agotada por tantos intentos fallidos, decidí visitar a un babalao —tomó un sorbo de su refresco— y me fui hasta Guanabacoa. La vivienda estaba a mitad de calle. Un portal pequeño limitado por varias macetas con palos de agua daba paso a una sala de amplios ventanales y escaso mobiliario. Me recibió Aníbal, un mulato de edad indefinida. Me pidió que lo siguiese hasta una habitación sin muebles que tenía en el centro una estera de mimbre...

Laura hizo una pausa para observar a varios transeúntes que comenzaron a correr.

—¡Aguacero de mayo, agua que va a caer! —soltó Alba—. ¿Entonces?

—Me pidió que me quitara todo aquello que me apretara.

—¿No te habrás desnudado? —agregó, tirando con ambas manos de las hombre-ras, dejando ver su piel bronceada.

—Por favor, ponte seria, que ya conoces mi estado de ánimo.

—Lo que conozco es a una mujer que acostumbraba a sonreír y a mirar la vida como si se tratase del arcoíris.

—Me descalcé, me quité las pulseras, los anillos y me senté frente a él sobre el mimbre. Recuerdo que me entregó una semilla, una piedra y el okpuele de Orula, y me pidió que acercara mis manos a la boca e implorara a los santos lo que deseaba. Todo aquello que necesitaba en la vida...

—¿Pensaste en tu hijo? —le preguntó Alba, interrumpiéndola.

—Así es, y lo hice con tanta intensidad que tuve la impresión de que una imagen suspendida en el aire me estaba observando. Sobresaltada, abrí los ojos y le devolví al babalao el okpuele de Orula.

—¿Qué hiciste con la piedra y la semilla?

—Seguían en mis manos —respondió Laura, cerrándolas y mostrando los nudillos—. El babalao se quedó observándome, y lanzó el okpuele sobre la estera de mimbre. Luego me hizo un leve gesto sobre mi mano izquierda. La abrí, mostrándole la semilla. «Dice el okpuele de Orula que dolor y amor te acompañan desde que naciste, y que te acompañarán por siempre. Que muchas veces sentirás que el dolor te vence, pero nunca te derrotará. Siempre el amor será más fuerte, siempre», me dijo, enlazando sus manos, luego agregó: «Serás madre una sola vez, luego de gran sufrimiento y de mucho desear, de un hijo varón que vendrá bendecido».

—¿Qué sentiste? —Alba la miraba con ojos como platos.

—Pensé que mi corazón iba a estallar. —Sus manos comenzaron a moverse inquietas—. Era la primera vez que alguien me daba una esperanza, algo a lo que aferrarme. Sentí una gran paz interior, la misma que me acompaña ahora.

«Necesitas conseguir una calabaza para acortar tu espera y tu dolor. Debes llevarla hasta el río más cercano, pasártela reiteradas veces sobre tu vientre y depositarla en el agua, como ofrenda a Ochún». Mientras me hablaba, yo lo miraba en silencio y asintiendo.

—¿Luego qué ocurrió, qué más te dijo? —preguntó Alba, frunciendo el entrecejo, permitiendo que varios pliegues se bifurcasen alrededor de sus ojos.

—No hubo más palabras, no las necesitaba. Todo aquello que deseaba escuchar, mi corazón lo había recibido. Besé la estera y me despedí del babalao. Era mediodía cuando salí a la calle. Percibí que había recuperado la esperanza. Compré una calabaza en un agromercado muy cerca de aquí —señaló en dirección a la avenida Paseo— y caminé sobre la calle 23 hasta llegar al puente del río Almendares.

—Caminaste bastante.

—Lo necesitaba para reflexionar. En ese momento comprendí que todo sacrificio era poco —dijo Laura con voz firme.

—Entonces, llegaste al río.

—Entonces, llegue a la vida, amiga... A este bebé que nacerá sin padre, pero con tanto, tanto amor...

—O niña —agregó Alba, interrumpiéndola. Apretando los labios, permitiendo que su rostro anguloso se acentuase.

—Por supuesto, digo niño porque es lo que siempre quiso tener José, pero seré también muy feliz con una niña... —Hizo una pausa, necesitaba reorganizar sus ideas—. Entonces agarré la calabaza con ambas manos, me la pasé por el vientre y la deposité en el lecho del río.

—Tienes la mirada perdida.

—Estoy recordando cómo avanzaba lentamente hacia el mar Caribe.

Recordando...

Son pocos los momentos en los que uno está totalmente convencido, en sus cabales, y comprende la dimensión del tiempo transcurrido y la magia que significó haber vivido cada instante de ese espacio de luces y sombras con profunda intensidad.

De esta suerte se hallaba Laura, tan embelesada de que había sido el mes más maravilloso de su vida, como que estaba llegando a su fin. Al menos así lo expresaba el calendario aquel 31 de octubre.

Durante ese tiempo recordó a diario las palabras del babalao. Tal vez fue el comienzo definitivo del triunfo del amor sobre el dolor. Consideraba que el nuevo amanecer sería distinto y con ese optimismo que muchas veces nos arrebata de la realidad, se acostó junto a su hombre.

Al despertarse se encontró sola y radiante de felicidad. Ya José había salido hacia su diaria labor, aunque el reloj recién marcaba las seis y media de la mañana.

El transporte público en La Habana seguía siendo un problema serio, y no estaba dispuesto a llegar ni un minuto tarde, como había sido siempre en todo: la responsabilidad y la puntualidad eran palabras sagradas para él.

En cambio, Laura tenía más de dos horas para ordenar la casa, prepararse el desayuno y esperar el ómnibus que su trabajo le brindaba.

A las nueve de la mañana el transporte pasó a buscarla en la esquina acostum-brada de La Habana Vieja. Tenía por delante varias paradas más hasta llegar a la calle San Miguel, esquina Ronda, en el populoso barrio del Vedado, sede del Museo Napoleónico, donde ella trabajaba desde hacía varios años.

Comenzaba el fin de semana, y con él, crecía el flujo de personas.

Al momento de abrirse sus puertas, un grupo numeroso de franceses aguardaba impaciente por recorrerlo. Más tarde se le sumó otro grupo de turistas de la misma nacionalidad, sumado a viajeros alemanes. El ingreso de los visitantes no decayó en ningún momento. Fue un día de gran actividad para ver las innumerables pertenencias del emperador francés.

Pero Laura estuvo ajena al ajetreo, más pendiente por el fin de la jornada laboral y del transporte que la llevaría de regreso a su casa.

La diaria pasión fue postergando las últimas novedades. Y consideró que ya era momento de transmitirle a su marido el reciente encuentro con el babalao, quien le había predestinado la fortaleza del amor sobre todo aquello que le fuese a ocurrir; explicarle que no comprendía todo el significado de sus palabras, pero que bajo su piel sentía la verdad como única conclusión de sus expresiones.

Necesitaba estar ya con José. Hablarle de la necesidad que tenía de respirarlo a diario, olerlo, sentirlo, tocarlo y en ocasiones hasta morderlo. Decirle que lamentaba la finitud del ser, y que deseaba eternizar sus últimos días porque todo lo que arrastraba desde entonces eran nuevas sensaciones. Sentía que todo era un renovado comenzar. Presagiaba lo mismo cuando observaba ese sendero: juntos, con una sonrisa robada al viento, que se expresaba antes de aquel primer paso, que le daba la confianza necesaria para pensar en el segundo. Al punto de que no le temía a las dificultades que hallarían. Sobre todo cuando al girar la cabeza lo encontraba a su lado, también sonriéndole, dispuesto a hacer equilibrios si fuese necesario en aquel largo camino con abrupta pendiente que era la vida.

Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que no prestó atención a los reiterados gritos que el chófer le estaba dando.

—¡Laura, es su parada! ¿Piensa quedarse hasta el final del recorrido?

Fue una suave palmada en su hombro la que la trajo de regreso a su casa.

Ese día tan especial, con tanto para compartir con José, estaba llegando a su irremediable final.

No se había percatado de que las noticias anunciaban desde temprano la formación de una tormenta tropical que venía ganando en intensidad desde su origen en Sierra Leona, al punto de que se había convertido en las últimas horas, producto de su traslado por las cálidas aguas del mar Caribe, en un poderoso huracán. Se hallaba en los 77 grados de longitud norte y 18 grados de latitud, al oeste de Jamaica.

La orden de evacuación estaba dada y era de obligatorio cumplimiento.

—Laura... Laura, ¿qué pasa, amiga, estás llorando? No quise interrumpirte, pero tampoco puedo verte así. ¿En qué estás pensando? —preguntó Alba, abrazándola.

Ambas continuaban en la Casa del Té. El chaparrón de mayo duró menos que el largo silencio que envolvía a Laura, quien seguía observando la nada, transformando sus ojos en humedal y magma a la vez.

—Cada vez que pienso en cómo perdió la vida mi marido, me entra una angustia que me corta la respiración. ¿Cómo es posible que haya abandonado el albergue donde estábamos refugiados para salir a buscar un cofre?

—¿Un cofre? No te entiendo, Laura.

—Así es, regresó a casa a buscar un pequeño cofre de madera que él había construido —puso las manos sobre sus mejillas, y luego cubrió sus ojos.

—¿Qué contenía? ¿Puedes decírmelo? —le murmuró su amiga.

—Las fotos de nuestra boda.

Fue de madrugada, cuando el huracán arreciaba, que José recordó que no tenía consigo el cofre de madera. Sin despertar a Laura y contra todo raciocinio, salió calle abajo en busca de sus recuerdos. La ciudad estaba desierta y el ruido del viento al cho-car contra todo aquello que le oponía resistencia la convertía en un lugar peligroso e inseguro. Nada de eso amilanó a José, quien seguía avanzando, aunque con mucha dificultad, atravesando calles anegadas.

Ya las bandas laterales del huracán estaban empujando el mar dentro de la ciudad. Gran parte de La Habana Vieja se hallaba cubierta por un manto salobre. Y su hogar no fue la excepción. Al llegar a su casa, sabía que no había marcha atrás. Una razón de peso lo llevó hasta allí, y estaba decidido a continuar. Se abrió paso entre el agua y los muebles, en busca de ese cofre de madera que con tanto amor y dedicación había fabricado, en donde guardaba sus posesiones más valiosas. El cofre flotaba sin dificultad entre aquellas aguas que no cesaban de crecer. José caminó en su búsqueda, a tientas y oscuras, sin recordar que tres escalones daban paso a un desnivel. Así fue cómo se encontró de repente sin suelo, sin soporte, sin nada donde asirse.

La desesperación se fue apoderando de su vida, y en aquellos instantes, cuando todo dejaba de tener lógica, mientras los recuerdos afloraban desde algún recóndito lugar de su mente, y aparecían para acompañarlo durante esos minutos finales, sólo atinó a dar un manotazo que le permitió aferrarse a su cofre para siempre.

No fue hasta el día siguiente que Laura conoció de boca de la policía el triste final de su marido. Fue en cierta medida otro de los tantos momentos de su vida marcados por el dolor intenso e infinito. Dolor desgarrador de vida que desaparecía sin un porqué. Pérdida definitiva de una parte esencial y de tal magnitud que sus piernas flaquearon, perdió el conocimiento.

—Cuando quise darme cuenta, me hallaba en una cama del hospital, sin mi marido. Ni sé cómo llegué hasta ahí. Tenía una enfermera a mi lado, con una expresión que parecía que estaba velándome. Y cuando me entregó el pequeño papel escrito por José, comprendí el porqué... el porqué de su presencia —sentía la garganta atorada.

—¿Qué decía el papel? —preguntó Alba con aire temeroso.

Laura apoyó los codos sobre la mesa y con ambas manos se sostuvo la cabeza.

—«No encuentro nuestro cofre, voy por él, amor. No quise despertarte.»

No tuvo mucho tiempo para pensar en todo lo que significaba ese papel. El mé-

dico, que estaba observándola desde hacía varios minutos, y que evitó interrumpir el silencio de Laura, le dijo con un fraternal tono de voz una frase que nunca olvidaría: «Sé lo que está sintiendo. No hay palabras que puedan devolverle a su marido, pero la vida también nos muestra a veces la otra cara, y en ese sentido, quería decirle que está embarazada».

Laura de la Vega se quedó observando al galeno en silencio, mientras por su mejilla descendía una contradictoria lágrima. No podía comprender si expresaba lo que sentía por haber leído el último papel que José le había dejado, tan lleno de él, de su amor, o tal vez era la lágrima que resumía esa felicidad que estaba naciendo junto a la muerte.

Después del alta hospitalaria intentó rehacer su vida. Le embargaba una tristeza que parecía infinita. Sabía que no tenía mucho tiempo para tratar de supe-rarla. Estaba en el primer trimestre del embarazo y no deseaba que su depresión in-fluenciara negativamente en su gestación.

Volvió a Guanabacoa. Deseaba ver a Aníbal, el babalao. Sentía que su presencia le brindaría una gran tranquilidad para afrontar lo que vendría.

Ambos se hallaban sentados en el suelo, frente a la estera de mimbre.

—Abure —hermano— Aníbal, aquí estoy, cargando un dolor que empeque-

ñece mis sentidos, y a su vez, llevando en mi vientre la principal razón que poseo para seguir viviendo.

—Lamento, aleya Laura, todo lo que estás padeciendo. Siempre recuerda mis palabras, en ti, el amor será más fuerte... ¿En qué puedo ayudarte?

—Necesito profundizar su amistad y mis conocimientos sobre la regla de Osha Ifá.

—Es un largo camino de aprendizaje. Cuenta conmigo.

A partir de ese encuentro profundizó los conocimientos sobre la santería.

Conoció de sus orígenes en el río Níger, donde vivía la tribu yorubá —actual territorio de Nigeria—. Región que había estado organizada en reinos, entre los cuales el más importante era el de Benín. Comprendió que su extensión por el mundo fue producto de los miles de esclavos llevados al Caribe y también a Brasil, para trabajar en las plantaciones de caña.

Supo que la Iglesia católica trató de evangelizarlos y que estos intentaron salvar su religión africana, identificando a sus dioses —orishas— con los santos del ca-tolicismo. Este sincretismo permitió la supervivencia de la santería.

La fuerza central de la religión estaba dada por Olofi, de quien procede todo lo que existe. Creen que la vida de cada persona está determinada antes del nacimiento. Esto le explicaba a Laura con qué certeza el babalao había pronosticado su embarazo.

Mantuvieron varias conversaciones, y ella comprendió que necesitaba darle un resurgir a su existencia. Le acercó la necesidad que tenía de entregarse a su nueva religión en cuerpo y alma.

—Debes saber, Laura, que se trata de un proceso muy extenso, que requiere de una serie de aprendizajes, donde paulatinamente te irás familiarizando con la mi-tología y el ritual propio de tu dios.

En los días siguientes la joven dio sus primeros pasos para su iniciación, al adentrarse en el sendero de Olofi, con la ceremonia de los guerreros.

Aníbal se había convertido en su padrino y tenía la responsabilidad de velar por ella y de orientarla. Para ese entonces, Laura llevaba unos collares de siete cuentas blancas, alternadas con siete cuentas azules. Pertenecían a su orisha, Yemayá, y era la protección que tenía contra todo tipo de mal.

Durante la semana de iniciación fue bañada con un líquido que contenía zumo de plantas del cual debió beber. Luego la vistieron de blanco y comenzaron a cor-tarle el pelo para después afeitarle la cabeza. En su cuero cabelludo dibujaron una serie de círculos de colores rojo, blanco, azul y amarillo, como preparación para recibir a su orisha.

El resto del tiempo transcurrió entre cantos y bailes, con la percusión de ciertos tambores que a un ritmo específico le rogaban a su orisha que descendiese a su encuentro.

En su primera noche después de la iniciación, mientras organizaba las pocas fotos que no se perdieron con la inundación, comenzó a sentir una presión incontenible en sus ojos. Tantos recuerdos acumulados y todas sus vivencias recientes se desbordaron entre sentimientos encontrados. Una vez más, el amor y el dolor se estaban manifestando.