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LA HABANA, abril de 1908
En la hacienda de Natividad, Encomendado había conquistado todas las presas que se propuso. Seguía con su carga de la historia pesándole sobre los hombros y comprendía que se moriría con ella, pero no sin antes seguir dejando su impronta.
Los rumores hablaban de varios matrimonios que debían vivir bajo las apariencias que la sociedad les imponía.
Las mujeres felices con sus críos estaban más allá del bien y del mal. De hecho, se dio el caso de una de las grandes aristócratas de la época que tuvo un segundo vástago con las mismas características físicas del primero. Los hermanastros de Silvio ya eran incontables y los rumores también.
Fue en aquellas particulares circunstancias que un grupo de personalidades de la más alta alcurnia decidieron fundar la Sociedad de la Duda, supuestamente con un origen filosófico y espiritual. Los únicos miembros conocidos habían sido padres recientemente. Ésta tenía como primordial objeto social «averiguar sobre todo aquello que el hombre dudaba, sin escatimar esfuerzos en la búsqueda de la verdad».
Las primeras reuniones fueron muy interesantes. Los temas se desarrollaban con profundidad y en algunos casos llegaron a veredictos válidos.
Aunque no todo tuvo su respuesta. Así ocurrió con algunos pasajes bíblicos que contenían el beneficio de la duda, de no ser por la profunda fe de sus participantes, como el capítulo 11 del Génesis, donde se habla de la torre de Babel y la presencia 191
de Yahveh, que dio origen a tantas lenguas para evitar que los hombres pudiesen comunicarse y llegar al cielo. En la solemne sociedad sabían que existían construc-ciones de hormigón armado mucho más elevadas para entonces que la torre y nada ni nadie impidió que se realizaran. Y aquellas que no pudieron terminarse confirmaron que las causas se debieron a los empréstitos bancarios no cancelados oportunamente.
Otras de las dudas que tan prestigiosos miembros discutieron fue qué actitud tomar ante la presencia de un zombie, sobre todo si el mismo fuese algún familiar cercano. ¿Había que volver a darle el lugar que ocupaba en la familia o era preferible ignorarlo?
Cientos de aquellos interesantes e ilógicos cuestionamientos le daban color a sus vidas, y en cierta medida ayudaban a mitigar sus recurrentes desgracias.
Les provocó serios interrogantes el deseo de conocer el sexo de los ángeles, y saber si realmente las almas eran inmortales. De ser así, ¿dónde podrían convivir sin estorbarse tantas miles de millones de ellas que ya existían, desde los orígenes del hombre? Y, ¿qué lugar quedaría para las próximas por llegar? Entre las cuales incluían las de ellos con cierta preocupación.
Todos tenían más dudas, miles de dudas, pero solo una fue la real causa de la creación de la sociedad, que demoró meses en aparecer, en algunos casos nueve, y en otros era tan obvio que no se animaban ni siquiera a preguntárselo ante el espejo: ¿por qué sus descendientes no tenían los mismos rasgos físicos que ellos? Para ese entonces, la sociedad contaba con médicos, abogados, políticos, veterinarios y varios comerciantes del azúcar.
Los médicos eran los más interrogados, y entre sus teorías acercaron las leyes de Mendel sobre la herencia genética, consideraban que lo mismo que ocurrió con sus guisantes les pudo suceder a ellos. Esos cruces de semillas que de forma tan sencilla podían explicar, les resultaban jeroglíficos cuando de su descendencia se trataba.
Para entonces, el genetista norteamericano Walter Sutton había planteando en 1903 su teoría sobre los cromosomas que se comportaban como las leyes de Mendel, presentándose en pares, uno de cada progenitor. Fue uno de los comerciantes, que 192
supo sobre Sutton, quien tuvo la brillante idea de invitarlo a la sociedad para que disertara sobre su teoría y brindara elementos genéticos que ayudasen a discernir sus dudas. Hubiesen hecho lo mismo con Mendel, de no ser que para entonces ya había fallecido.
La petición fue aprobada por unanimidad, aunque no fue hasta la siguiente reunión en que todos los miembros, sin excepción, se excusaron, planteando lo oneroso que sería traer al científico, teniendo en cuenta que para entonces no tenían un gran interés en descubrir la verdad. Se imaginaron que la repercusión social llegaría incluso hasta los reyes de España. Y decidieron que era más conveniente darle fin a la Sociedad de la Duda, porque sus grandes interrogantes no tendrían respuesta nunca.
Natividad, por el contrario, hacía rato que no tenía dudas. Estuvo siguiéndole los pasos a Encomendado y confirmó que entre tantos lugares utilizó el mismo cobertizo en que se desarrolló su histórico festín. Tanto tiempo de pesquisas alimentó su morbo, y su indecisión fue disipándose, hasta convertirse en una vehemente ansiedad.
Sabía que era ahora o nunca. Muy pronto llegaría de vacaciones su hijo con Milagros y Mercedes y para entonces las posibilidades se reducirían. Comenzó por acercarlo a su entorno. Fue cambiándole sus labores hasta que terminó dejando a Encomendado como ayudante de cocina.
Con el tiempo, se hizo experto en comida criolla. Pero no tuvo el mismo resultado con la cocina francesa. No lograba encontrarle el punto justo, y fue conveniente sacársela de sus obligaciones.
Las condiciones se fueron creando. Natividad había encontrado una excusa perfecta. Quiso hacer un recorrido por la hacienda en carro de tiro, y al estar enfermo su cochero, le pidió a Encomendado que la llevara. Y así salieron ambos hacia la distancia, en una tarde primaveral, cuya brisa sureña embolsaba su amplio vestido, y refrescaba su interior.
En una zona apartada de frondosos árboles, Natividad le pidió que se detuviese.
Enrolló las riendas en el pescante y se apearon, protegiéndose del sol con la sombra de un flamboyán en flor.
—He oído que conoces muchas poesías.
—Así es, señora. Me gusta demasiado y en mis tiempos libres leo bastante, sobre todo poesía española.
Encomendado apoyaba una mano contra el tronco del árbol.
—Declámame algo que no hayas recitado nunca, si es posible.
—Me ha planteado algo difícil. Si me da un momento, intentaría recordar alguna poesía que contenga las palabras precisas y la magia que pueda expresar el sentir de todo lo que me inspira. Mientras pienso en ella, déjeme hacerle una única y sencilla pregunta.
Natividad acortó las distancias. Se deleitaba con la conversación, viendo cómo su premio se acercaba cada vez más. Disfrutaba el momento, el lugar, la compañía.
La larga espera estaba llegando a su fin.
—Soy toda oídos.
—¿Quién es el padre de Silvio?
La pregunta la dejó sin aire, sin memoria. De repente, casi sin querer, la primavera se había transformado en un gélido invierno. Las flores eran ya pétalos mus-tios. No tenía agua el arroyo, ni vida su entorno. El flamboyán se había secado. La noche se apoderó del día, y lo hizo sin estrellas ni luna. No había poesía que salvase aquello.
—¿Cómo te atreves a hacerme esa pregunta? ¿Con qué derecho?
—Con el derecho de la duda, señora —respondió, confundido ante la violenta entonación de Natividad.
—¿De qué duda me hablas? ¿No aprendiste entre tantas lecturas a ser respe-tuoso, a ocupar tu lugar? ¿O crees que tienes derecho a la duda? ¿En qué mundo vives? Te la voy a contestar por única vez, y espero que mi respuesta sea lo suficientemente diáfana para que no te atrevas a tocar este tema nunca más. Ni siquiera a mis espaldas, ¿está claro?
Se sintió amedrentado ante la mirada incisiva de Natividad.
—Está claro, señora, nunca más volveré a hacerle la pregunta, ni a hablar sobre esto con nadie.
Ambos comenzaron a tomar distancia.
—Veo que estamos poniéndonos de acuerdo en algo. No sé ni cómo acepto este juego, cómo se me ocurre a mí tener esta conversación con un empleado... Bueno, para que te saques esas dudas, Encomendado, y para que nunca más me faltes el respeto, te responderé de la única manera que sé hacerlo: con la estricta verdad.
—Eso es lo que deseo, señora —dijo, suspirando.
—El padre de Silvio es Homero González Mirabal, mi difunto esposo.
—Pero no es posible...
Fue interrumpido.
—Querías una respuesta sincera y es lo que has escuchado. A partir de ahora, nunca más volverás a tocar el tema. ¿Comprendido?
Ante el silencio de Encomendado, repreguntó.
—¿Comprendido?
Alzó la mirada, pestañeó intentando limpiarse los ojos vidriosos, y asintió con la cabeza.
—Vamos a regresar inmediatamente a la hacienda. Tengo muchas obligaciones pendientes, y no tengo tiempo para paseos y menos para poesías.
No podía comprender Encomendado Montañez en qué se había equivocado.
Todo se estaba dando sin forzarlo. Notó incluso que el paseo fue un pretexto de Natividad para estar a solas con él. Entonces, ¿por qué esa reacción?, ¿por qué men-tirle con tanta convicción?, ¿por qué ese enojo ante una única y sencilla pregunta?, se decía.
Por primera vez en mucho tiempo se sintió descolocado. Perdió la capacidad de respuesta. Sólo recordaba una situación similar en su vida: el momento de la despedida del orfanato, ante la pregunta de la madre superiora sobre los motivos de su partida. Comprendía que esta vez era distinto. Que su silencio se debía a que aceptó el juego de palabras de Natividad, de comprometerse a no hablar más del tema si ella respondía con la verdad. «Pero no lo ha hecho... no lo ha hecho», se dijo interminables veces.
Una vez más, la historia se aparecía frente a sus ojos con la imagen más cruel.
Debió asumir aquello como definitivo.
El camino de regreso se hizo eterno, silencioso y aciago. Ambos sentían que ha-bían perdido la partida. El desencanto había llegado para quedarse en todos los rincones de sus dolientes corazones.