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LA HABANA, junio de 1901
La infancia casi siempre se convierte en una etapa de futura añoranza. Es el momento de la sana inocencia, que se conjuga con el verbo jugar y los adverbios de lugar aquí y allá. Así estaban Milagros Candelaria y Silvio González Montañez, en la vera del río Ariguanabo, frente a la mirada atenta de Mercedes.
Ambos niños, de ocho años de edad, se encontraban en aquel mundo natural de aves, plantas y peces, que con insistencia deseaban que Mercedes les entregara.
Eso de la insistencia eran palabras reiteradas principalmente tras los almuerzos familiares, a los cuales Natividad ponía tanto protocolo. Fiel creyente de los milagros de la pequeña y de las costumbres francesas, que había retomado cuando descubrió que el tiempo le volvía a sobrar, especialmente luego de que Mercedes se ocupara de la crianza de Silvio.
A la hora del almuerzo les exigía una compostura y presencia inmaculada. Los niños no entendían de protocolos, ni de tantos cubiertos, cuando contaban con dedos que los suplantaban a la perfección. Para entonces, siempre se encontraban con la mirada inquisidora de Natividad y la sonrisa cómplice de Mercedes.
Aunque tampoco se puede negar que Natividad, en el poco tiempo que compartía con su hijo, no sólo quería enseñarle de alimentos, sino también de geografía.
Había dividido a Francia en puntos cardinales, y los días viernes, el que decidía el menú era Silvio, quien siempre elegía el norte, no por disfrutar más de esos pla-147
tos que los del este u oeste, sino porque comprendía que hacia el norte estaba el río, y también la pesca. Sin saberlo, estaba dándole un sentido más práctico a sus nuevos conocimientos. Natividad, que ya conocía su elección de antemano, se esmeraba por hacerle el mejor estofado de pescado dulce, que se degustaba en la zona limí-
trofe con Bélgica. Siempre les agregaba de entrante la sopa de cebolla, que disfrutaban, aunque no tanto como el ruido que provocaban con la cuchara al probarla.
El este, en cambio, lo elegía Milagros. Tenía dos razones, una más irracional que la otra, si de alimentos se trataba. Supo, en esas lecciones de geografía de Natividad, que en la zona de los Alpes existía la nieve. De solo imaginarse esa cosa blanca y fría, que tenía gran utilidad para hacer muñecos o para revolearla por encima de los hombros, valía la pena nombrar ese punto cardinal. Sin embargo, la segunda razón también merecía toda su atención. Ocurre que le causaba mucha gracia cómo Silvio decía tartiflette —esa tarta de papas, con queso y crema, que servían cuando del menú del este se trataba—. Al comerse las erres, junto con alguna otra vocal y consonante, pronunciaba «tafitete» con un estilo tan particular que bien merecía ser probada una segunda ración de la tarta.
El oeste, en cambio, era el predilecto de Natividad, no tanto por la carne de cerdo hervida de Bretaña, sino por los crêpes. Su veta golosa se ponía al día cuando del oeste se trataba. Los comía con mermelada de frambuesa. También le encantaban con un dulce que le hacían a partir de la leche y el azúcar. A veces los degustaba con miel, y siempre les incluía crema.
El sur fue elección de Mercedes, en él encontraban manjares que hasta entonces nunca había degustado. El jamón de Bayona, salado con sal de las salinas del estuario del río Adur, era su predilecto, como también el paté de pato.
En una ocasión, revisando el mapa francés, Natividad vio que había regiones como Alsacia y Borgoña que no aparecían en su división cardinal de Francia, por lo que decidió acortar la comida criolla a una sola vez a la semana y complementó su menú francés un día con spätzle —pastas que les encantaban— y el otro con escargots, al estilo de Borgoña, en su concha y cocinados con mantequilla.
Nada tenían que ver con los caracoles que arrasaron su huerto, en aquella época que tan bien lo pasaba, con sus inventos culinarios y de los otros. Estos eran 148
criados por unos colonos franceses que se los proveían, y también le enseñaron a prepararlos.
Los días que no podían acceder al río, antes y después del almuerzo, Silvio, como Milagros, desarrollaba varias actividades necesarias para su futuro —según órdenes precisas de Natividad, que poco sabía de tocar el piano y menos de violín—. Profesores de música llegaban los lunes y los miércoles, uno para cada instrumento.
La clase que más les cautivaba era la de piano. El profesor francés tenía un gran apego por ellos, no estaba pendiente tanto de su horario como de que aprendiesen.
Disfrutaban de su presencia y su docencia. Las clases eran amenas y didácticas, entre otras cosas porque aprendían canciones infantiles francesas. Una de las que más les agradaban era Sobre el puente de Aviñón. Sabían que el puente tenía otro nombre, pero les era más sencillo recordarlo por la canción, cuya letra y música conocían de memoria, tanto en francés como en español.
Con el tiempo, se le fueron sumando las clases de idioma: francés e inglés, de historia y geografía, de matemáticas y ciencias, de dibujo, y otras tantas, de modo que los únicos días que les fueron quedando libres para disfrutar de su mágico río eran los viernes, y a veces, los fines de semana.
Para evitar contaminarlos con la vida de ciudad, Natividad prefirió traerles la es-cuela a la casa y darles una educación individual, con los mejores profesores de la época. Ambos se esmeraban durante la semana en aprender de todo, tanto porque Mercedes, con mucho esfuerzo, se encargaba luego de repasarles los conocimientos adquiridos, creándoles una sana competencia, como por el hecho de que la visita al río podría extenderse al sábado e incluso al domingo, en la medida en que Natividad considerase que tuvieron una semana de buena conducta y mejor aprendizaje.
El río Ariguanabo se había convertido en el sitio donde podían hacer lo que qui-sieran y sintiesen. No había ojos observadores ni nadie que les corrigiese cada paso que daban. Solo la mirada de Mercedes, siempre cómplice de sus aventuras.
Los primeros tiempos se limitaron a caminar por la orilla, buscando insectos, pájaros o plantas. Siempre encontraban algo para disfrutar e investigar. Como 149
cuando Silvio apareció con dos pichones de sinsonte que algún temporal había de-rribado de su nido, y ambos se pasaron horas buscando a su mamá, sin éxito. Fue Mercedes quien, viendo la cara de desolación y tristeza de los niños, les sugirió que podían llevarlos a la casa, con la única condición de que deberían cuidarlos y alimentarlos. Si también les hubiese pedido a cambio que debían bañarlos y despara-sitarlos, seguramente hubiesen aceptado. Ella solo deseaba darles un sentido de responsabilidad hacia unas vidas que no sobrevivirían a la siguiente noche.
No fue sencillo para dos niños alimentarlos. Les preparaban unas pequeñas masas a base de huevo molido y harina de maíz, para que dos veces por día se las dieran en la boca.
Las primeras veces, hubo que enseñarles. La presión de sus manos sobre la cabeza y pico de las aves podría ser fatal. Aprendieron rápido y estuvieron pendientes de su alimentación durante varias semanas. Los progresos se veían a diario.
Para los pichones, eran como los picos de sus padres que llegaban con comida.
Cuando los veían, revoloteaban por toda la jaula y se les posaban en las manos, sin ningún temor. Su naturaleza les decía que esos niños estaban para cuidarlos.
Otro de los momentos inolvidables que les deparó el río fue, en una ocasión, cuando la caña de Silvio quedó sin suficiente amarre y un pez de buen tamaño en su intento desesperado por escapar de su anzuelo la tiró al río. Silvio no sabía qué hacer, mientras veía cómo su caña se alejaba corriente abajo.
Milagros, en un acto de arrojo, al ver a su amigo inmóvil y angustiado, se lanzó, sin siquiera saber nadar, y fue buceando hasta alcanzarla. Logró llegar a la orilla no solo con la caña, sino con aquel pez tan grande como nunca habían visto en esas aguas.
Cuando se recompuso, lo primero que acertó a hacer Silvio fue correr al encuentro de Milagros para abrazarla como lo hacen aquellos que poseen sanos sentimientos. Les temblaban las piernas. Hasta ese instante la veía demasiado frágil, por el hecho de ser niña, sin embargo, había comprendido muy rápidamente que la fragi-lidad no se medía de esa manera tan simple.
Ya recuperado, lanzó el pez al agua. Pese a eso, Mercedes intuyó que Silvio se-guía dolido. Avergonzado, tal vez, por los comentarios que haría su mamá al saber del hecho. Entonces les propuso algo:
—Quiero que esto quede entre nosotros, como un gran secreto. Nunca vamos a contar esta historia, a menos que los tres nos pongamos de acuerdo.
No hizo falta una respuesta. Entre sus manos entrelazadas formaron un círculo de sonrisas que selló el pacto.
Mercedes poseía esa capacidad para intuir situaciones de este tipo. Darse cuenta de por qué cambiaba una mirada, o un gesto alegre se convertía en adusto sin mucho esfuerzo, frente a un hecho que podía resultar imperceptible para el resto.
Tenía todavía muy presente la reacción de Natividad cuando descubrió que una empleada de la casa había cortado flores frescas para llevar al lugar donde Encomendado había muerto, por ser en esos días, justamente, otro aniversario de su fallecimiento. Esto, desde la perspectiva de la empleada, fue un regaño de su patrona por desatender sus tareas.
En otra ocasión, la misma sensación se apoderó de ella. Aunque esta vez todo fue más cruel y no tenía bien claro cómo proteger a su hija de futuros incidentes similares. Ocurrió durante la comunión de los niños, quienes habían sido bautizados a temprana edad. Fueron muchos los invitados que participaron de tan importante evento, pero pocos los que aprobaron ver tomar la comunión al hijo de Natividad junto a la hija de Mercedes.
Nadie dijo nada. No hacía falta. Todo se reflejaba en las incómodas miradas que envolvían a Milagros, expresiones de odio y desprecio reflejadas en tantos ojos que no merecían depositarse en la dulzura de su niña y menos en tan especial momento.
Su dolor fue mayor porque estaba frente a personas creyentes, habituales de misa y «de gran corazón». Esa aparente contradicción no lo era para su hábil intuición.
Sabía que esas miradas perversas eran fiel reflejo de sus vidas y de sus verdaderos sentimientos.
Poseían, como su órgano cardiaco, cuatro cavidades o caras: la cínica, por la falsedad de sus sentimientos misericordiosos; la soberbia, por como miraban al resto del mundo; la codicia, que se manifestaba por ese sentido acaparador insacia-ble y enfermizo, de riqueza y poder; y la bondad, que creían expresar en cada generosa donación que realizaban contando, por supuesto, con alguna mención en la prensa, la cual nunca podía faltar.
Lo más doloroso para Mercedes era que su hija no permanecía ajena a tanto odio. Tan es así, que la niña se sintió incómoda e intentó depositar su mirada en otro lado, pero ahí también había alguien pendiente de sus ojos.
Por primera vez Milagros conoció el alcance de aquellas expresiones desequili-bradas. El desprecio hacia su persona le dolía y laceraba. No podía entender qué había hecho para merecer esa reprobación. Tantos adultos mirándola con inquina, tantos niños rechazando su presencia... tantas personas que nunca había visto, que estaban supuestamente para celebrar y divertirse con ellos, terminaron lastimándola.
Fue con el tiempo que logró descifrar todo lo que había ocurrido en esa ceremonia religiosa. Estaba aprendiendo a conocer el mundo real y sus prejuicios, que hasta ese entonces se encontraban alejados de su vida. Y los tiempos por venir comenzarían a mostrárselo.
El secreto que guardaron entre ellos trajo varias consecuencias inmediatas. La primera fue que al momento de tener que elegir su almuerzo, Milagros rechazó el este francés. Tampoco lo deseó la semana siguiente. Ya no le divertía ver a Silvio pasando esfuerzo para decir tartiflette.
Natividad lo vio como algo normal, el aburrimiento que se siente a esa edad por ciertos alimentos. Solo Mercedes sabía que su hija había comenzado otra relación con Silvio. Ya estaba más pendiente de él, de sus travesuras. En cierta medida, comenzaba a cuidarlo.
La confirmación de esta intuición de madre se dio cuando Silvio comenzó a atrasarse en relación a Milagros en las clases de violín, principalmente, al interpretar Las cuatro estaciones de Vivaldi. Mercedes sabía que mucho no podía ayudar, 152
más allá de seguir los consejos de los profesores y sugerirle que practicara con mayor tesón. La solución vino por el lado de su hija. Ella se lo llevaba a una habitación, donde nadie los molestaba ni observaba y practicaba con él. Le corregía ciertas notas, principalmente la tonalidad del mi bemol mayor en El invierno, y la dificultad que le provocaba el pizzicato. Ayudándolo a la buena postura para sostener el arco, mientras con la mano derecha picaba la cuerda del violín.
Los dos se fueron convirtiendo en inseparables compañeros de aventuras, aunque no siempre era Milagros quien estaba pendiente de Silvio.
—Vamos, haz un esfuerzo, debes aprender a montar.
—No quiero. Basta, ya perdí la cuenta de la cantidad de veces que me caí.
Silvio intentaba subirla una vez más al caballo.
—Te dije que no. No sirvo para esto —dijo con aire incómodo, mientras se apartaba del animal.
La tomó de la mano.
—No te mortifiques, cabalgaremos juntos.
—¿Juntos?
—Sí, Milagros, confía en mí.
Así comenzaron a montar. Él llevando las riendas, controlando la situación e imponiéndole respeto al animal, en una actitud totalmente distinta a la impotencia que mostró frente al río.
Todo seguía siendo un juego para ellos. Dos niños unidos por las circunstancias, de tal manera que desde el mismo nacimiento compartieron sus días.
Natividad nunca se arrepintió de aquella promesa que le hizo a Milagros cuando se comprometió a brindarle educación y todo lo que necesitase el resto de su vida.
Sentía que, de no haberlo hecho, su hijo no sería todo lo feliz que demostraba ser. Lo asumía también tras considerar los prejuicios que ella misma debió padecer, durante muchos meses antes de que se imaginase siquiera ser madre de un niño mulato.
Contar con Mercedes, aunque nunca se lo hizo saber, le ayudó en ese sentido y en otros muchos. Le permitía mirarse en su espejo y ver cómo se podía ser feliz con tan poco; a veces con nada. Esa felicidad contagiosa era un imán para levantarse de buen ánimo y continuar el día con la mejor expresión. Sabía que su mundo actual era muy diferente a su pasado, tanto como la quema de la caña de azúcar y el verde oasis que retoña de su pavesa.
Era cierto que junto con Mercedes apareció su hijo, y también Milagros, pero fue ella la persona que le dio el justo valor a las cosas y que le demostró, casi sin querer, que había mucho para ver y conocer a su alrededor, cosas que por razones obvias, no eran hasta ese entonces prioridades en su vida.
Natividad supo que en su tierra existía un río, por lo feliz que su hijo regresaba cada fin de semana. Y conoció que la mejor carnada para pescar era la viva y que debían variarla según la época del año. Entendió que el protocolo era parte de los buenos modales, pero, también, que comer con los dedos añadía un goce extra. Y
aprendió que la comida francesa era importante en su menú, pero más sustancial era saber disfrutar cualquier bocado.
Y en la misma forma que quiso acercarle la mejor educación a su hijo y a Milagros, se dio tiempo para conocer el mundo del arte, con una dedicación y profundidad similar a su relación con la comida. Y una vez más, todo comenzó por Francia. Se enamoró de su pintura post impresionista, y de la visión subjetiva del mundo que ella reflejaba. Conoció el cubismo de Paul Cézanne y lo disfrutó a partir de su nuevo estilo, en su etapa en la ciudad de Provenza. Y la obra de Georges Pierre Seurat, de quien se enamoró por su más reciente óleo —La torre Eiffel—. Pero su pintor favorito fue Henri de Toulouse-Lautrec, tal vez por su predilección por la vida nocturna y el reflejo en sus cuadros de los bajos fondos de París, en particular las prostitutas, o porque le gustaba ridiculizar la hipocresía de los poderosos, quienes rechazaban en público aquella vida que luego disfrutaban y gozaban en privado.
También comprendió que la sociedad le aceptaba su dinero —visible en las donaciones a la Iglesia, las sociedades de fomentos y orfanatos— pero no a ella. Esto lo advirtió cuando nació su hijo. Antes, ni siquiera se hubiese hecho un cuestionamiento de tal magnitud.
Con su nueva visión, Natividad presagiaba nubarrones en el horizonte para los próximos años. En poco tiempo, los niños se acercarían a la edad de comenzar sus estudios secundarios, y debería ver qué solución les daba para que siguieran compartiendo su vida de la manera que lo hacían y con la mejor educación.