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LA HABANA, 24 de noviembre de 1893

La zafra azucarera estaba teniendo un excelente rendimiento. Tanto que Natividad Montañez decidió adelantarse a las festividades del fin de año y celebrar su éxito junto a las autoridades, sus clientes y amigos.

Con un embarazo casi a término y ya sin las pesadillas horribles que habían al-terado completamente su vida, decidió que ése era un gran día para celebrar.

Todo estaba previsto, según constaba en las invitaciones:

«10.00 a. m. Recepción de autoridades e invitados.

»10.30 a. m. Misa solemne a la memoria de Homero González Mirabal —su ex marido, fallecido en circunstancias terribles.

»11.00 a. m. Donación a la Iglesia de unos terrenos para la construcción de un hogar para niños carenciados.

»12.15 p. m. Salva de metralla.

»12.30 p. m. Almuerzo con autoridades e invitados.

»3.00 p. m. Actuación de bandas de música.

»7.00 p. m. Baile de disfraces.»

Se habían cursado cientos de invitaciones realizadas a mano en una caligrafía excelente y en un papel recientemente importado de Venezuela.

Se tuvieron en cuenta hasta los últimos detalles. Entre los invitados estuvieron presentes el padre Ernesto Ellacuría, una de las principales autoridades del Real Colegio de Belén, y Domingo Figarola Caneda, grandes amigos desde la época en que este último fue el fundador y director del periódico El Mercurio.

La crónica social del evento fue cubierta por los principales periódicos de la época.

Sobre todo por la presencia de Tomás Estrada Palma, quien, para entonces, había sido presidente de la república en armas, entre marzo de 1876 y octubre de 1877.

Natividad Montañez deseaba con esa fiesta algo más que celebrar su exitosa cosecha. Sabía que sobraban los rumores sobre la extraña situación que rodeó a la muerte de un peón de campo. Eran de tal magnitud que lograron empañar los in-fundios que en su momento se regaron producto de la pérdida de su ex marido.

En aquellas circunstancias, la rápida intervención policial y la muerte de varios revoltosos evitaron mayores comentarios.

Necesitaba que la fiesta, y sobre todo la donación, fuesen lo suficientemente importantes como para dejar en el olvido tantas interpretaciones desafortunadas.

La mañana del sábado anunciaba un excelente día, con una temperatura ideal para las actividades al aire libre, y sin presencia de lluvias en el horizonte. Había recuperado la felicidad y consideraba que ese 24 de noviembre sería trascendental para el resto de su vida.

Muy distinta era la situación en los barracones para Mercedes Candelaria, en quien retumbaban los tambores de libertad que provocaron meses atrás tanta celebración y placer. Pasó toda la noche sin dormir, intentando poner todo de sí para que su hijo pudiera nacer, pero con el transcurrir de las horas las fuerzas se fueron perdiendo.

Se sentía agotada y mientras el sueño intentaba apoderarse de su ser, ella se-guía luchando por la vida.

Su trabajo de parto se había complicado, con riesgo materno y fetal. La presentación de nalgas no había sido revertida por las comadronas, ni siquiera mediante maniobras de rotación externa. Luego de doce horas de trabajo, veían como último 100

recurso una cesárea. Las condiciones eran pésimas y las posibilidades de supervivencia para ambos, prácticamente nulas. Hicieron un nuevo intento, pero sabían que si volvían a fracasar, no quedaba más que abrir.

Transcurridos diez minutos de intentarlo, lograron una rotación parcial, aunque ya se encontraban ante el dilema que significaba el agotamiento físico de Mercedes. No podían contar con ella y tampoco podían hacerlo por ella.

Tomaron la decisión de abrir. Prepararon todas las condiciones para la cesárea y se encomendaron a todos los santos. La situación era muy difícil y el pronóstico, desalentador.

Mientras tanto, los gritos de alguien que corría agitada retumbaron en el barracón.

—La patrona está pariendo, ¡las necesita ya mismo! —vociferó una joven mujer.

Las comadronas se miraron perplejas.

—Tuvo una caída al despertarse y rompió la fuente... Está en cama desde entonces, con mucho dolor y contracciones... Nos pidió que las buscásemos, apú-

rense, que está dando a luz —la joven hablaba con sus brazos agitados como aspas, alargando las frases.

—Pero Mercedes se muere, no podemos dejarla así.

—También puede morir la patrona. Las quiere a su lado ya mismo.

¿Entienden?

La situación no podía ser peor para Mercedes. La dejaron sola cuando más ayuda necesitaba.

Fue en ese difícil momento cuando se encomendó a Dios. Le solicitó vida para la nueva vida, a cambio de la suya, si fuese necesario. Mientras, repetía en voz alta:

«Diosito, no me dejes ahora, ayúdame a ser madre. Dame la fortaleza para que mi hijo nazca».

Mejor suerte tuvo Natividad. Pese al drama que significó la caída, fue asistida a tiempo y dio a luz a un hijo varón que guardaba poco parecido con Homero González Mirabal. Sabía que no alcanzaría con donar el ingenio azucarero para evitar que los rumores volaran más allá de los vientos, pese a eso avanzó con la fiesta, 101

tenía un nuevo y poderoso motivo para celebrar. Su fortuna tendría un heredero de nombre Silvio González Montañez.

Mercedes Candelaria, sola y sin fuerzas, librada a su suerte y a su propio destino, comprendió que tenía el suficiente valor para intentarlo.

Buscó levantar levemente su torso. Respiró hondo varias veces, mientras pal-paba a su hijo. Recordó los comentarios de las comadronas, e intentó realizar las mismas maniobras buscando el descenso de la cabeza.

El esfuerzo fue agotador, pero tras varios intentos, lo había logrado. Siguió respirando hondo, empujando y rezando. Y el fruto de su vientre fue una bella niña que al nacer lloró con energía, la suficiente para que todos la escucharan y supiesen que deseaba vivir, que había nacido sana y fuerte.

Las comadronas encontraron a Mercedes desvanecida, con su hija en el pecho amamantándose, y vieron en ese hecho un verdadero milagro.

La mano de Dios trajo a Milagros Candelaria al mundo, dijo el clamor popular.

Mercedes, que había sido librada a su suerte, vio en poco tiempo mejorar sus condiciones de vida. Dejó su alojamiento en los barracones y la ubicaron en una vivienda aledaña a la casa central. Nunca tuvo bien en claro cuál fue el verdadero motivo de ese cambio. ¿El hecho de que eran vox pópuli las difíciles circunstancias en que había nacido Milagros? ¿O, por el contrario, la necesidad que tenía la patrona, Natividad, de que le amamantase a su hijo, porque se hallaba seca de leche?

Así fue como su alimentación mejoró y sus condiciones de vida también. En esas circunstancias, era diario el desfile de los lugareños para conocer a la pequeña y so-licitarle algún milagro.

Llegaron algunos en muletas, otros con heridas de machete y algunos de armas de fuego. En una ocasión se acercó la mismísima Natividad, quien hacía tiempo que se había despreocupado de la crianza de su hijo.

La hacendada, que ya estaba totalmente recuperada de su parto, acosada por el hecho de que la ola de rumores que precedieron al nacimiento de su hijo había 102

llegado a todos los rincones de la ciudad, le solicitó a Milagros Candelaria su ayuda para terminar con tanto bochorno. A cambio, le daría acceso a toda la educación necesaria para tener una mejor vida.

Ese año la temporada de huracanes no había terminado, y el tiempo tenía en apariencia una conducta anárquica o diabólica. Sin embargo, Natividad ya conocía de esas tormentas tropicales por los desastres que le causaron en una ocasión a las plantaciones de Matanzas —huracán que pasó a la historia por un hecho más sig-nificativo: los más de setecientos muertos que dejó a su paso, en 1870—. Pero en esta ocasión, no tenía idea de las características del huracán que se estaba formando en el mar Caribe.

Pese a haber sorteado las nueve tormentas tropicales que ese año azotaron a Cuba, Natividad temía estar siempre a merced del clima.

No muy lejos de ahí, en el Observatorio Meteorológico del Real Colegio de Belén, situado en la calle Compostela, entre Luz y Acosta, en La Habana, el padre Ricardo Oura Matos, discípulo del sacerdote Benito Viñes Martorell —quien había fallecido el 23 de julio de 1893—, se encontraba repasando su libro Investigaciones relativas a la circulación y traslación ciclónica de los huracanes de las Antillas, ayudado por el ciclonoscopio de las Antillas, una especie de regla de cálculos, invención también del padre Viñes.

Intentaba pronosticar el paso del huracán de reciente formación.

No se había recuperado de la pérdida de su maestro y sabía la enorme falta que le hacía, más aún en momentos tan difíciles como el que se avecinaba.

Tenía muy presente que, hacía menos de veinte años, el padre Benito Viñes Martorell —exactamente el 12 de septiembre de 1875— lograba dar al mundo el primer aviso registrado de ciclón tropical de la historia de la meteorología, junto con los primeros elementos destinados a pronosticar su trayectoria.

El padre Oura Matos había elaborado la proyección del ciclón en dirección noreste, continuando en rumbo norte. Contó para su predicción con el meteorógrafo de Secchi —un equipo que registraba un grupo de variables importantes para analizar el curso probable de los huracanes—. Existía para entonces, en el Observatorio 103

del Real Colegio de Belén, uno de los pocos meteorógrafos que se habían construido en el mundo.

Cuando estuvo confiado en su pronóstico, se comunicó con el Diario de la Marina, anunciando el recorrido del huracán.

No habían transcurrido veinticuatro horas desde el anuncio del periódico, y ya Natividad notaba que Milagros Candelaria había logrado lo imposible.

Los rumores sobre su vida habían dejado de ser noticia. Nadie hablaba sobre ella. El paso del huracán era el único tema de conversación.

«Lo que no previó Milagros es que por la dirección que lleva el huracán, pasará sobre nuestras cabezas», se dijo, mientras corría al encuentro de la pequeña.

—¡Necesito que desvíes el curso del huracán! Debes hacer que se aleje de la hacienda. Si lo logras, te prometo que te daré todo lo que desees para que puedas ser el resto de tu vida una mujer feliz —le dijo a Milagros Candelaria, de rodillas, entre plegarias.

El padre Oura Matos, quien llevaba días de insomnio, no se había percatado de la formación de un área de baja presión en el Atlántico norte, cuyos fuertes vientos incidieron de manera directa sobre el curso del huracán, desviándolo hacia un nuevo rumbo oeste-noroeste, atravesando Cuba por su extremo más occidental y siguiendo en dirección norte, hacia los Estados Unidos, dejando como secuela muchos daños materiales en viviendas y grandes sectores del país inundados, pero, en esa ocasión, no debieron lamentar pérdidas humanas.

Una vez más, las condiciones de Mercedes Candelaria y su hija Milagros habían cambiado. En un acto de suma bondad, Natividad había decidido que a partir de ese momento ambas vivirían en la residencia principal, junto a ella, y tendrían a su dis-posición toda la servidumbre, así como total libertad para transitar por la mansión.

Habían transcurrido un par de años desde la llegada de Toribio Montañéz al orfanato. A sus quince, se sentía lleno de vida y con muchos conocimientos aprendidos durante una intensa preparación.

Dominaba las ciencias matemáticas a un nivel superlativo y era el orgullo de la madre superiora, tanto por su constante trabajo como por su actitud solidaria.

Se consideraba un hombre libre, a nada le temía. Tenía a Dios de su lado y a muchas hermanas que lo querían como a un hijo. Incluso, hasta hacía sólo unos meses lo seguían bañando con suma dedicación.

Y sobre esos temores nocturnos que relacionaba con episodios diabólicos, comprendió que eran parte de su hombría, de su capacidad de procrear.

Con el tiempo su mente se fue aclarando, y tuvo una mayor comprensión de aquel suceso ocurrido en presencia de Encomendado, su difunto hermano.

Sentía que su cuerpo le pedía otra oportunidad y consideraba que debía buscarla lejos del orfanato. Desconocía qué le deparaba su futuro, pero estaba dispuesto a averiguarlo. No sabía cuándo partiría, mientras tanto continuaba en su ardua preparación personal, con lecturas cada vez más complejas. Algunas muy di-fíciles de asimilar y de todos los géneros.

Leyó de Pérez Galdós Voluntad. Y supo de la necesidad de la renovación individual de los valores morales y espirituales, a partir de tres elementos fundamenta-les: el trabajo, la voluntad y el amor, los cuales siempre le acompañaban, según su criterio.

Cuando asimiló La búsqueda del absoluto de Honoré de Balzac no entendió cómo alguien podía dedicarle su vida a buscar la piedra filosofal, como intentaba Balthazar Claes, en vez de dedicársela a poseer un amor perfecto en su esencia, como el de Marguerite y Emmanuel.

Profundizó sobre el sincretismo religioso, más allá de las prácticas y vivencias de su infancia. Y a su vez conoció del sincretismo cristiano-islámico, a partir de Los libros plúmbeos del Sacromonte, que aparecieron en la colina de Valparaíso, España, mientras se removía la tierra de las galenas subterráneas, allá por 1595.

Leyendo a Mark Twain descubrió que ése era un seudónimo, que tenía un significado muy particular en las zonas del rio Misisipi —dos brazas de profundidad—, o sea, el calado mínimo necesario para poder navegar. Y halló en las Aventuras de Tom Sawyer que la tía Polly —esa mezcla de amor incondicional, con disciplina ab-surda—, estaba representada en el orfanato por la hermana Estelle Mule.

Entró al mundo del terror de la mano de Edgard Allan Poe. Y siempre creyó reconocer a Pluto —el gato negro con una mancha de pelo blanco— en su fiel compañero de las noches. Ésa fue la principal razón por la cual nunca más dejó que aquel gato compartiera la cama con él.

Una de las obras que más le agradó fue Padres e hijos, de Ivan Turgenev. Se sentía ciertamente identificado con Bazarov en el trato hacia las mujeres. Las veía como presas donde la carne sustituía al sentimiento. No entendía bien el porqué de esos pensamientos, aunque en ocasiones lo relacionaba con su primera experiencia carnal, y el horror que durante tanto tiempo le provocó seguir con vida, pero sin familia alguna.

A su vez, se hallaba muy cercano al Oliver Twist de Charles Dickens. Como él, vivió en un orfanato. Ambos eran unos pobres huérfanos que buscaban su lugar en la sociedad. Sentía poseer también una gran inocencia y una bondad a toda prueba.

Su necesidad de leer todo lo que llegaba a sus manos, y la gran capacidad que tenía para absorber aquello, iba dando ciertos elementos contradictorios en su personalidad. Sobre todo se manifestaba entre sus sueños, donde aparecían escenas de mucho erotismo y en las cuales siempre involucraba a varias monjas, y en más de una ocasión a la madre superiora.

Así pasaba sus días, en compañía de sus libros, que de uno en uno iba retirando de la biblioteca del orfanato.

La solución que encontró para no sentirse culpable ante la presencia de aquel cartelón que la madre superiora se encargó de pegar en ambas caras de la puerta de acceso a la biblioteca, «Todo puede ser leído dentro de estas paredes, y en horarios alejados a nuestra diaria actividad», fue entrar y salir con los ojos cerrados. A veces, estaba tan entusiasmado con la lectura que, a su criterio, hurtaba por un rato, que se olvidaba de abrir la puerta antes de cerrar los ojos. Y en ocasiones debió cambiar la noche de lectura por los fomentos fríos en su frente.