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LA HABANA, mayo de 1906
Habían transcurrido trece años desde que Toribio Montañez fue rescatado por manos piadosas que lo salvaron de un infortunado final. Hoy, con veintiséis años recién cumplidos, comprendía que una etapa muy importante estaba llegando a su fin.
La decisión había sido meditada con la suficiente dedicación y profundidad.
Sabía que su vida debía continuar por otro sendero. Quien primero lo supo fue la madre superiora. Sus llantos no hicieron mella en Toribio, como tampoco lo hicieron sus difíciles preguntas.
—¿Por qué te vas? ¿Acaso no te hemos cuidado y tratado con amor? —le dijo, mientras acariciaba su cabellera. Toribio estaba arrodillado ante ella.
—No tengo nada que reprocharles, hermana. Soy todo agradecimiento. Me brindaron una nueva vida y me enseñaron a buscar la fe en cada uno de mis actos.
Sólo bendiciones he recibido de ustedes —le hablaba sin mirarla, continuaba en su posición devota, con las manos unidas.
—Entonces, hijo, ¿por qué nos dejas?
—No poseo, hermana, suficiente don de lenguas para poder expresar el motivo de mi partida. Aunque no puedo marcharme sin antes decirles que la miseri-cordia de ustedes será reflejada en cada espacio de mi tiempo por vivir.
Confundida, y a su vez halagada, consideró que llegó el momento de dejarlo partir.
—Sé que necesitas el reencuentro con tu pasado. Seguramente lograrás tus cometidos, pero es importante que sepas que nuestras puertas siempre estarán abiertas para ti.
La despedida fue difícil y emotiva. Todas las monjas lloraban, como si la pérdida fuese mortal. Incluso Estelle Mule, aquella hermana tan parecida a la tía Polly de Las aventuras de Tom Sawyer, estaba ahí, con una expresión de congoja y tristeza que nunca imaginó poseer.
Tenían un sentimiento puro y transparente ante aquel joven que había dejado una profunda huella entre ellas. También se emocionaron sus alumnos. Varios le entregaron cartas de despedida y le prometieron nombrarlo en sus oraciones.
Fue, tal vez, la noche más triste de su vida. No esperaba tantas muestras de afecto, y por un instante, llegó a dudar de su decisión. Principalmente cuando recibió una conmovedora carta de recomendación de la madre superiora, junto con dinero y un rosario de madera, que le harían más sencillo su andar.
El camino lo encontró sin rumbo fijo. No tenía idea qué itinerario seguir. Se dejó llevar por sus pasos mientras un mundo se abría ante sus ojos.
Acostumbrado a ver en las alturas el cielo raso del orfanato, no recordaba la existencia de tantas plantas y flores, y menos sus olores. Se sentía como un niño a quien lo dejaban disfrutar de su entorno luego de una larga penitencia.
Un ternero que se amamantaba le hizo aminorar la marcha, aunque no tuvo mucho tiempo para disfrutar de la escena, debido a unos perros poco amistosos que lo devolvieron al trote a su sendero. Pájaros de los cuales había olvidado su canto regresaban a sus sentidos. Toribio intentaba descubrirlos y reconocerlos. Al aguzar su vista, vio salir del hueco de un tronco a un tocororo. Su cabeza azul violácea y vientre rojo eran inconfundibles, pero más lo fue su canto: «To-coro, to-coro».
Cercano a él, una guasusa colgaba, sostenida de la rama por sus patas. La cabeza blanca y el pico azulado la delataron. Siguió su marcha, mientras recuperaba sus sentidos ante lo natural. Todo eso que había sido parte de su niñez, como aquella 158
pareja de ferminias, características por sus barras negras en las alas, que sólo había visto una vez y en cautiverio.
Sus pasos lo acercaron a la noche, la cual se descubrió en miles de titilantes estrellas y una impactante luna llena. Hizo un alto en su marcha para buscar cobijo entre los arbustos.
El estómago hacía tiempo que le estaba llamando la atención. Pero su mayor hambre fue el reencuentro con tanto verde y vida, y el deseo de nutrirse de ellos. Se alimentó sin mucho interés y se acostó de tal manera que tenía una visión panorá-
mica del hemisferio boreal.
Comenzó a hacer aquello que tanto le gustaba en las noches estrelladas, junto a su hermano Encomendado: hallar animales en el universo. Siendo muy niño había descubierto dos perros que corrían detrás de los talones de alguien, tal vez con la misma intención que tuvieron aquellos canes con él. Con todo el tiempo necesario, se dispuso a buscar a sus amigos de antaño.
La noche estaba perfecta para recuperar recuerdos. Ya había aparecido el can mayor. La presencia de Sirio, la estrella más brillante del cielo, lo identificaba. Sin mucho esfuerzo, logró encontrar al can menor con Procyon en su interior.
Sentía que los años no habían pasado y que la misma imaginación de aquellos tiempos le volvía a pertenecer. Así fue como buscó los cuartos delanteros del toro.
Debía girar su cabeza y enfocarse en el recorrido aparente del sol a través del cielo.
Sus ojos iban y venían, sin dar con él, hasta que apareció. Ahí estaban las Hiadas y las Pléyades, y, con ellas, Tauro.
Esa primera noche fuera de la protección del orfanato tuvo tiempo para repasar su corta vida y recordar que había nacido bajo las leyes de la esclavitud, y que su miserable niñez fue el resultado de haber crecido en una sociedad que veía a sus similares como poco menos que animales.
Todos aquellos pensamientos que estaban ocupando un lugar apartado de su mente habían aflorado en momentos en que se sentía libre y con derecho a un re-sarcimiento. No recuperaría su niñez. Ya no era tiempo de pensar en eso, pero consideró que había otras formas de lograr su propósito.
Fueron esas circunstancias las que provocaron que evocara a su hermano.
Recordaba con plenitud aquellos contradictorios momentos —marcados por la tragedia y el placer— en los que perdió la vida. Y entonces concibió una idea que lo cambiaría todo.
Los años le habían dado unos rasgos físicos muy semejantes a los suyos, y su semblante era una fiel réplica de su cara; poseía la misma nariz, que crecía hacia las alas, ampliando su base, e idénticos ojos saltones, entre voluminosas pestañas.
Hasta su edad era similar a la que poseía su hermano, al momento de su muerte.
Sus reflexiones lo llevaron en una dirección, consideró que se convertiría en Encomendado. Físicamente lo era. Sólo necesitaba recordar aspectos de su personalidad e intentar adaptarlos. Sabía que era la versión mejorada. Todos sus años de educación harían un Encomendado perfecto.
Luego de planear sus próximos pasos y planificar cómo cobrarse la deuda con la sociedad, se dedicó a descansar con una angelical expresión que tal vez antes que amaneciera se apartaría para siempre de su ser.
Encomendado Montañez había renacido, y con él toda la lujuria y pasión que encerraba.
Se despertó con los primeros rayos solares, comió un pedazo de pan con queso, y continuó su marcha. Quiso la suerte que en su andar sin rumbo cierto, un carro de tiro con una pareja de campesinos pasase a su lado.
—¿Necesita que lo acerquemos hasta el próximo pueblo? Vamos en esa dirección —le dijo el campesino señalando la senda.
Toribio, que deseaba seguir deambulando sobre sus pasos, al girarse a responderle, se cruzó con la mirada de la joven.
—Se le agradece, el camino se me está haciendo agotador, muy agotador.
Se presentó usando por primera vez y en forma definitiva el nombre de Encomendado Montañez. Y resumió con varias frases su salida del orfanato, y sus deseos de retornar a sus raíces.
—Qué interesante, siempre hay tiempo para comenzar de nuevo. Yo soy Pedro, y ella María.
Encomendado había recuperado el don de lenguas. Se dedicó a conversar sobre las características de la vegetación, sobre los pájaros, las flores y todo aquello que a su paso le asombraba.
—Se avecina tormenta, una gran tormenta, tal vez deba acelerar el tranco
—dijo señalando hacia el norte.
—Parece ser que ha estado mucho tiempo en ese orfanato. Son nubes pasaje-ras, compadre.
—Esas formaciones de nubes del tipo cumulus se están transformando en cu-mulonimbus. Le adelanto que tendremos mucha lluvia y tormentas eléctricas
—agregó con tono conciliatorio.
—Veo que habla varios idiomas, pero le aseguro que el idioma del tiempo es algo que domino, duerma sin frazada —replicó Pedro con una risa socarrona.
Cuando la lluvia comenzó los encontró a los tres muy lejos de su destino.
Asombrado por el cambio climático, al campesino le quedó resignarse y esperar a que la lluvia amainara. El camino se había convertido en un lodazal intransitable y no había mucho que hacer en esas circunstancias.
Con la paciencia de un lobo que aguarda a su presa, Encomendado esperó a que el hombre estuviese profundamente dormido para acercarse a la mujer.
—Siento mucho lo ocurrido, intenté advertírselo.
Los ojos claros de la moza lo miraban expectantes.
—Ya pasará, no tengo apuro.
—El apremio es mío por conocer ese olor a jazmín que percibo a su lado.
Siento que pese a tanta lluvia, mis lágrimas serían más densas si dejase de mirarme con la intensidad con que lo hace ahora, saboreando la quietud, irritando mis sentidos de caminante solitario en esta tierra que florece ante sus pasos. Discúlpeme
—le dijo, corriéndole un mechón de pelo de la frente—. Desearía enceguecer en este preciso instante, para recordar por siempre su resplandor.
Convirtió la lluvia en campanadas al estrellarse en la tierra, al viento en fiel compañía de su destino, y al ocaso, en el nacimiento de un nuevo día, que sólo lo sería si ella con sus ojos claros estuviera a su lado.
Sus palabras surtieron efecto, y la presencia del campesino, en vez de atemori-zarlo, lo impulsó a intentarlo mientras dormía. Aunque esta vez tomó una precaución, que en aquella ocasión con su hermano ni siquiera tuvo en cuenta: sacó una tela de su morral y con mucha dulzura y amor se la fue introduciendo en la boca a la mujer, mientras le seguía susurrando palabras y poemas tan necesarios para la ocasión.
La fuerte lluvia y el viento no lograron despertar al campesino, pero para ellos fue una cascada de ríos de leche y néctar. Encomendado había dejado pasar más de una década desde su primera relación. Y ahora con la decisión y seguridad que le daba su nueva personalidad, estaba dispuesto a recuperar el tiempo perdido.
Cuando el campesino se desveló, encontró durmiendo a su mujer por un lado y a Encomendado por el otro. Se volvió a reír, esta vez por lo blando que resultó su compañero circunstancial de viaje.
Lo despertó pateándole las botas.
—¡Hombre, arriba, que dejó de llover y debemos continuar la marcha! Qué flojo me resultó. ¿Qué, tan lejos pensaba llegar con ese cansancio que lleva a cuestas?
Se estiró entre bostezos, mientras miraba de reojo a la joven.
—Tiene razón, no sé qué hubiese sido de mí sin el milagro de la lluvia.
Llegaron hasta un pequeño pueblo, última parada del campesino para aprovi-sionarse antes de continuar su viaje hacia su destino final. Encomendado decidió no seguir con ellos. Les agradeció por el favor que ambos le habían brindado y se despidió sin volver la vista atrás.
La noche y el cansancio lo llevaron a buscar alojamiento. Divisó una posada y alquiló una habitación. No tenía apetito, sí deseos de darse un buen baño y poder descansar. Mientras se aseaba, se puso a recordar los últimos acontecimientos. El riesgo que tomó al apoderarse de la mujer del campesino mientras este dormía, y 162
cómo esa sensación de peligro le resultó muy gratificante. Su cara se iba transformando, mientras se imaginaba todo lo que había gozado en esos lascivos momentos. Recordó las expresiones de satisfacción de la joven, cuando se movía sobre él
—como jinete queriendo domar su potro— con la tela en la boca impidiéndole gritar y con sus uñas clavadas sobre su pecho. Repasó las heridas y la expresión de María y sus manos consiguieron una nueva excitación.
Sabía que Toribio Montañez nunca hubiese hecho todo aquello. Tanta perversión que desde su adolescencia ocupaba un importante lugar en sus pensamientos, no se acompañaba de una personalidad extrovertida como la de su difunto hermano. Sin dudarlo, y con marcada determinación y placer, se dijo a sí mismo que Toribio se había quedado para siempre en el orfanato y Encomendado sería quien anduviese por el mundo, queriendo vivir y recuperar el tiempo perdido.
Al día siguiente retomó su camino, esta vez con las ideas más definidas. Había decidido regresar a la hacienda que mucho tiempo atrás había dejado. Comprendía que era otra apuesta fuerte y podría conllevar a la «segunda muerte» de Encomendado, pero algo le decía que debía intentarlo. No tenía muy claro a qué distancia estaba, y sólo hizo lo mismo que en las últimas veinticuatro horas: dejarse llevar por sus pasos.
Otra noche lo encontró en la nada. Y volvió a su exploración de animales en el universo. Esta vez no buscaba perros, ni peces, ni toros, sino algo distinto y más grande, a ser posible.
Observó entre la Osa mayor y la Osa menor a un animal medieval, que fue lectura obligada en todo aquel mundo de letras del que se había nutrido. Era un enorme dragón. Sintió una inmediata identificación con aquel lejano ser desaparecido que resurgía en esa noche lunera. La estrella Etamin, Gamma Draconis, se mostraba en su universo terrenal.
El cansancio lo atrapó entre bostezos y sueños, con la última imagen del firmamento.
Se despertó con deseos de seguir su camino y de llegar pronto a su destino, dispuesto a enfrentar lo que fuese. Necesitaba demostrarse a sí mismo de qué fibra estaba hecho.
Ya llevaba cuatro días de marcha y el agotamiento comenzaba a reflejarse en su andar.
Había llegado a la tierra del azúcar. Mucha caña madura se observaba todavía a la vera del camino, parecía ser que la temporada de zafra se iba a extender. El terreno le parecía familiar, vagos recuerdos se lo hacían notar. Quiso cerciorarse, saltó la valla y entró por el primer camino perpendicular que halló. La marcha forzada duró más de una hora. A la distancia logró divisar una enorme construcción central con varias casas aledañas que le confirmaban su regreso a casa.
Fue por el todo, aun sabiendo que la nada podría ser el resultado. Se encaminó directo a la casa mayor. Ya las primeras miradas que advirtieron su presencia dieron lugar a murmullos. Observaba de soslayo y, con la fuerza que Etamin, Gamma Draconis poseía, continuó hasta detenerse frente a la puerta principal.
Varias personas salieron a su encuentro, sin poder creer lo que sus ojos miraban.
Seguía con la misma camisa blanca que llevaba cuando salió del orfanato.
Destacaba el sudor y manchas de suciedad, lo mismo que en su pantalón.
—Buenos días, su merced. Estoy de paso por la zona. Tengo oficio de cañero y soy profesor de matemáticas y lenguas. Ando buscando empleo —se presentó sin querer como Encomendado, en su único y duro trabajo de empuñador del machete, y a su vez como Toribio, con su capacidad de enseñar, que tantas horas de clase ha-bían perfeccionado.
Sin sumar otras palabras a su saludo, el silencio y el asombro de tantas miradas le confirmaron que el parecido con su hermano era más serio del que imaginaba.
Natividad se hallaba en su recámara cuando fue avisada de que Encomendado había regresado, y de no ser por el sillón que estaba a su alcance, su humanidad hubiese terminado en el suelo.
Se recompuso rápidamente, y con la misma decisión con que enfrentó aquella situación en la que participaron Encomendado y Toribio, salió a recibirlo, sin medir las consecuencias que esa aparición traería a su vida.
Tenía cuarenta y ocho años, un cuerpo estilizado, y una cabellera rubia, que estaba cubierta por un pañuelo. Llevaba un vestido camisero azul y unas sandalias.
—Me dijeron que estaba buscando trabajo —manifestó Natividad, sin presentarse, asombrada ante la presencia musculosa y viril. Quiso creerse que desde algún remoto lugar del infinito, Encomendado había vuelto, pese a que era consciente de que solo restos quedaban de él, no así del joven que huyó de la trágica escena.
—Me llamo Encomendado. Soy un buen trabajador, y creo que puedo serles de gran ayuda en la hacienda.
—Mi nombre es Natividad. —Hizo un silencio expectante y se dedicó a obser-varlo—. ¿Usted había estado antes por aquí? Su cara me es familiar.
—No, señora. Estoy de paso. He llegado hace unos días de Santiago de Cuba.
Es donde vive mi familia. Allí hay poco trabajo en esta época del año. Vine a La Habana a probar suerte. Soy bueno para la zafra. He visto que todavía hay mucha caña por cortar. También soy profesor de matemáticas y lenguas —le dijo, mientras rogaba que no le pidiese ninguna identificación. Lo único que poseía era la carta de recomendación del orfanato, y ahí figuraba demasiada información sobre su persona.
Natividad veía nítidamente a Encomendado. Su físico fibroso, sus ojos como la noche, su mirada vivaz, sus manos y pies gigantes, sus labios carnosos e insinuan-tes que tanta falta le hacían, pero no se expresaba como él. Tenía un hablar pau-sado, con un vocabulario enriquecido. Además era profesor, y el Encomendado que ella conoció tenía un solo arte de enseñar, en el que no deseaba ni pensar delante de tantos empleados.
El tumulto del personal llamó la atención de Mercedes. Se acercó, y con ella llegaron Silvio y Milagros.
No faltaba nadie en la recepción. O casi nadie. Homero González Mirabal, el verdugo de Encomendado, era el único ausente. De haber observado la escena, ha-165
bría hecho el intento de aparecerse. Aunque, considerando todo lo que estaba acon-teciendo, hubiera traído seguramente munición pesada.
Lo primero que pensó Natividad fue en echarlo. Explicarle que no había trabajo, que todas las plazas estaban cubiertas y que probase suerte al siguiente año. Pero no sería Natividad si se hubiese guiado por esas primeras ideas. Era una mujer que andaba orgullosa ante el mundo junto a su hijo mulato, sin temor a nada.
Su nuevo razonamiento fue ganando poco a poco terreno. Le gustaban los riesgos y los retos. Y éste en particular, que la trasladaba a uno de sus mejores momentos.
—Creo que podemos conseguirle algo. La zafra seguramente se extenderá, y necesitaremos mucha mano de obra. De ser todo lo bueno que dice ser, tendrá seguramente trabajo para los próximos meses —terminó su frase, dio media vuelta y se retiró.
La conversación la continuó su capataz. Le indicó la rutina laboral y su aposento.
Encomendado ya estaba instalado, asombrado por lo sencillo de su regreso.
Llegó a pensar que se encontraría con el asesino de su hermano y que un baño de sangre terminaría con la vida de alguno.
Con los días, supo que Homero González Mirabal había muerto a manos de los esclavos, en una revuelta que hubo años atrás. La versión que había llegado a sus oídos estaba incompleta, nadie hablaba del acontecimiento que había provocado tanta tragedia.
Parecía ser que la vida debía continuar y con eso sería suficiente para no revolver el pasado. No estaba con deseos de indagar nada más. Deseaba hacer su mejor papel y, en la medida que las circunstancias lo permitieran, averiguar qué fue de aquella mujer que su hermano le había ofrecido para celebrar su cumpleaños.
Después de varios días de sentirse incómoda con la presencia del joven, y comprobar que él se comportaba como un verdadero extraño, Natividad comenzó a se-renarse. No por ello le hizo la vida fácil. Todas las tareas de la finca que requerían de mayor esfuerzo le tocaban a él. Lo tenían desde temprano cortando caña y luego el capataz lo mandaba a atar los haces y cargar la carga en las carretas que la 166
transportarían al ingenio. Pese al cansancio, Encomendado siempre respondió con respeto y agradecimiento. Todo eso la tenía entre confundida y excitada.
La insistencia en seguirle los pasos llamó la atención de la perspicaz Mercedes, quien se había encargado de saber más sobre aquel personaje del que tanto se hablaba por esos días.
La curiosidad por Encomendado también se hizo presente en Silvio desde un primer momento. Vio en él a un hombre culto, de carácter jovial y amigable. Le agradaba escuchar sus relatos, que se nutrían de sus cientos de libros leídos. Para entonces, Silvio y Milagros tenían trece años y todos los conocimientos que sus maestros particulares podían haberles enseñado ya habían sido asimilados.
Natividad debía ver qué alternativas hallaba para que siguiesen estudiando, y recurrió una vez más al Real Colegio de Belén.
La relación con esa institución siempre fue excelente, y ella se encargó mediante generosas donaciones de devolverles toda la formación que su hijo y Milagros ha-bían logrado. Este particular encuentro no fue sencillo para nadie. Las autoridades del colegio necesitaban hablarle claro, y guiarla hacia el mejor camino para su hijo.
La propuesta que le hicieron fue la de trasladarlo a un liceo que los padres jesuitas tenían en Santiago de Cuba, para que pudiera continuar sus estudios ahí. El primer inconveniente fue que no podía acceder Milagros, por la misma razón que le impedía a Silvio ingresar en el Real Colegio de Belén. Se trataba de un problema de piel. No era sencillo para Natividad enfrentarse una vez más a tantos prejuicios y no estaba dispuesta a romper su promesa.
—No acepto esa propuesta. Ustedes saben que ambos deben continuar juntos sus estudios. Así lo decidí hace trece años, y desde entonces nada ha cambiado. Sé que podrán buscarme mejores alternativas. Quiero lo mejor para mi hijo y para Milagros.
Les habló con el rostro crispado, sacudida por la impotencia.
Luego de horas de deliberación, llegaron a la conclusión de que ninguno de los liceos de prestigio aceptaría a los niños. Esta vez, el problema no podría resolverse 167
con donaciones. Fue el padre Ernesto Ellacuría el encargado de trasmitirle las conclusiones.
Llevaba un levitón negro cruzado sin bolsillos, con un cinturón de cuero.
Sobresalía una camisa blanca y un rosario en su cuello. Tenía treinta y ocho años, y había nacido en la región Cantábrica. Su pelo negro, peinado de lado, permitía cubrir su incipiente calvicie.
—Natividad, tenemos que pensar en soluciones definitivas, y por más que hemos analizado, no las hallamos en Cuba. Sin embargo, hay una prestigiosa institución en París, perteneciente a nuestra orden, que podría albergar sin ningún inconveniente a Silvio y a Milagros.
No tenían mucho tiempo para decidirse. Las clases comenzarían en pocos meses y debían llegar a París con suficiente antelación. Le hicieron saber que, de aceptar la propuesta, ellos como institución prepararían la documentación necesaria, y con las cali-ficaciones que sus profesores les habían dado, no tendrían dificultad en ser admitidos.
Mientras regresaba a la hacienda, Natividad iba maldiciendo todo aquello que le rodeaba. La enfermedad no estaba en ella, ni en su hijo, ni en Milagros. La sociedad los obligaba a separarse. «¿Qué será de ellos solos en Europa? Son tan niños,
¡Imposible dejarlos partir!», se dijo.
Esas ideas no se apartaron de su mente durante todo el trayecto.
Al llegar, con un aire desolado atravesó la amplia sala de su vivienda.
—¿Vieron a Mercedes?
—Está en su recamára, señora.
—Tráiganme un té de menta.
La encontró sentada sobre un zafu limpiando sus zapatos. Acercó una silla, pero no pudo mantenerse sentada. Continuó hablándole de pie.
Interrumpió su conversación cuando le acercaron el té.
—No tengo alternativas, aquí no podrán seguir estudiando, y son muy peque-
ños para viajar solos. —Natividad caminaba con la vista en el suelo, maldiciendo entre dientes.
—Tómese el té, necesita sosegarse..., Se me ocurre algo, puede ser una buena solución —dijo Mercedes, parándose a su lado.
Transcurrieron unos segundos de silencio. Natividad acercó el pocillo de té a sus labios. La miraba expectante.
—Desembucha, mija, por favor.
—Creo que lo mejor es que yo los acompañe. Estarían protegidos, y de esa manera no padecerán tanto el desarraigo.
Natividad fue recuperando la sonrisa y el aliento.
—Es una idea brillante, Mercedes, brillante. Ve a darles la noticia a los niños
—respondió con una mirada fortalecida.
Milagros y Silvio estaban felices, aunque ciertas contradicciones afloraron.
—Estoy muy nervioso por todo lo que vamos a conocer, siento que hay algo que me contiene. No sé si puedo explicarme, tal vez sea el temor a lo desconocido.
Se hallaban bajo la sombra de una acacia, sentados sobre la tierra.
Ella lo tomó de la mano, y lo apretó, dejándole sus dedos marcados.
—Estaremos juntos, Silvio... Escúchame bien, siempre estaré a tu lado.
Unidos no tenemos nada de que temer.
Milagros lo rodeó con su brazo y lo acercó a su hombro.
Los preparativos tomaron alrededor de un mes. Se organizó en varios baúles la in-dumentaria de cada uno y se previó una importante suma de dinero para que Mercedes pudiera comprarles en París la ropa de estación. Los padres del liceo francés colaborarían mediante sus contactos para conseguirles una vivienda cercana a la institución. Y
Natividad estaría pendiente de realizarles giros bancarios mensuales para sus gastos personales. A su vez, los padres jesuitas de La Habana habían telegrafiado al liceo Louis le Grand en París, anunciando la fecha exacta de la llegada de Milagros Candelaria y Silvio González Montañez. Ellos mismos realizarían los trámites de visado ante el con-sulado francés. Nada había quedado librado al azar.
La despedida en el puerto habanero fue muy difícil para Natividad. Su tristeza le acompañaba prácticamente desde el día en que aceptó la sugerencia de Mercedes.
Nunca se había alejado de su hijo, más allá de unas pocas horas. Y sabía que por delante habría varios años hasta el reencuentro.
En esos últimos momentos se arrepintió de muchas cosas: de ser tan estricta con el protocolo a la hora del almuerzo, de dejar tantas tardes de repaso en manos de Mercedes, de no haber compartido con él a solas ninguno de sus momentos de diversión, de ser tan egoísta y haber priorizado sus actividades a las de su hijo. Pero lo que más le afligía era que no recordaba haberle dicho alguna vez «te quiero».
Tenía un gran vacío por todo aquello que se había perdido en los trece años de vida de Silvio. Y comprendía que cuando lo volviese a ver ya estaría frente a un hombre, con lo cual no tendría tiempo de recuperar esa etapa que estaba llegando a su fin. «¿Cómo decirle todo lo que siento? ¿Con qué palabras puedo expresarlo, si nos hallamos tan apartados, como la distancia que hay con Europa?», se dijo.
Mercedes había notado esa angustia en Natividad. Los primeros días no quiso interrumpir sus reflexiones, y dejó que ella sola fuese decantando en su mente cada proceso vivido, cada recuerdo, cada sonrisa. Luego, de a poco, le fue dando consejos.
—Aproveche, señora, que lo tiene al alcance de sus brazos. Tenga la certeza de que todo el cariño que pueda transmitirle en estos días acompañará a su hijo hasta vuestro reencuentro.
Así lo intentó Natividad, pero quien no comprendía ese repentino cambio era su hijo. En su mente estaba Europa, con Milagros y Mercedes, y no había mucho tiempo para pensar en otra cosa. Tenía muchos juguetes por recoger, libros por guardar y ropa por elegir.
Deseaba volver al río y despedirse del lugar que guardaba su más preciado secreto. También necesitaba estar con su caballo y realizar una última cabalgata antes de quitarle la montura. Pretendía que no fuese montado nunca más por nadie.
Por todo esto, Natividad no dejaba de llorar en el momento de la partida, mientras agitaba su pañuelo, y desde la distancia le respondían con el mismo gesto los niños y Mercedes.
Tras varias semanas de navegación producto de desperfectos que el barco presentó en alta mar, habían llegado a París. El padre André Ponty fue quien los recibió en un Cadillac blanco de dos puertas.
—¡Bienvenidos, bienvenidos a la ciudad que los albergará por los próximos años!
Los llevó a recorrer los distritos, sorprendido por la corta edad de Milagros y Silvio, y por el excelente dominio que tenían ambos del francés.
—Les hemos conseguido un hermoso departamento sobre la calle Saint-Jacques esquina Gay-Lussac, a pocas cuadras del liceo Louis le Grand. Estarán muy cómodos. Deben sentirse orgullosos. Han sido aceptados por una de las mejores ins-tituciones parisinas. Está próxima a cumplir los trescientos cuarenta años.
—¿Tantos? No puedo imaginarme algo tan viejo —replicó Silvio, sentado en el asiento delantero.
—Ja, ja, ja. Yo tampoco... Te voy a decir más, es un secreto —el padre Ponty ladeó la cabeza—. Hemos invitado al presidente de la república para nuestro aniversario.
Silvio lo miraba desconcertado.
La conversación se centró sobre la vida en el liceo. Les habló sobre las clases y su fecha de comienzo, sobre su jornada de actividades estudiantiles, las materias que cursarían y sus horarios.
Se despidió de ellos luego de enseñarles detalles de la vivienda, y de darles una lista de todos los lugares cercanos que debían conocer: farmacia, mercado, correo, tiendas de ropas, banco, etcétera.
Se instalaron y antes de desempacar decidieron ir al correo para enviarle un telegrama a Natividad: «Hemos llegado sin mayores contratiempos. La ciudad es de ensueño, y el departamento muy cómodo. Todos te extrañamos». Luego, siguiendo las instrucciones del padre André Ponty, caminaron las cinco calles que los separaban del liceo.
Se detuvieron ante un enorme portón de madera de dos hojas. Se hallaba abierto. Mercedes fue la primera en entrar. Un aroma a limpieza fue lo primero que 171
percibió. Altas paredes y un techo abovedado daban el aspecto de un túnel, o la entrada a una fortaleza. Los niños iban tomados de la mano y no pudieron avanzar un solo paso. Esa situación fue observada por alguien, que atraído por la curiosidad se les acercó.
—Veo que se sienten amedrentados por este inmenso edificio. No tienen de qué preocuparse. Los únicos que son de temer son los profesores. Somos, mejor dicho, porque soy uno de ellos, me llamo Jean juliard.
El hombre vestía una chaqueta gris y una camisa blanca. Una corbata de moño negro le daba un aire adolescente, pese a aparentar alrededor de treinta años.
Gesticulaba con toscos ademanes y presentaba una voz nasal que molestaba al oído.
Mientras los guiaba por las instalaciones del liceo, les explicó su labor y experiencia docente en Gran Bretaña.
—Como nuevos alumnos, quiero decirles que pueden contar conmigo frente a cualquier problema que se les presente. Tengo una gran ascendencia dentro de esta institución.
No era la mejor impresión que podían llevarse de un profesor. Mercedes pensó que sus virtudes debían ser académicas, por lo que no le dio mayor importancia, aunque luego supo que Juliard llevaba en el liceo tan sólo dos semanas.
Esos primeros días los dedicaron a recorrer París, comenzaron por el quinto distrito, donde estaban alojados. Recorrieron el Barrio Latino, centro estudiantil por referencia; el Panteón de París, donde según supieron Léon Foucault instaló el pén-dulo que lleva su nombre y sirvió para demostrar la rotación de la Tierra. La Universidad de la Sorbona, que estaba a pasos del liceo, y el palacio de Luxemburgo.
Fuera de su distrito, uno de los lugares que más disfrutaron fue la avenida de los Campos Elíseos. Les fascinaba el verde profundo de su paseo, el que, en cierta medida, los transportaba a sus tierras. También descubrieron que tenían un río cerca: el Sena les pareció estupendo. Pero en la obligada comparación con su río Ariguanabo de campo, salvaje, sin murallas que lo contuvieran y de cálidas aguas, perdía su encanto y majestuosidad. Se tomaron varios días para seguir recorriendo la ciudad, todo era felicidad por entonces.
Las clases comenzaron sin grandes inconvenientes. Mercedes los acompañaba en el trayecto de ida y de regreso al liceo y compartía las tardes con ellos, igual que hacía en Cuba, repasándoles los conocimientos adquiridos y nutriéndose de ellos con el nuevo idioma que poco a poco iba adquiriendo.
Uno de sus profesores fue Jean Juliard. Sus inquietudes hacia él enseguida fueron confirmadas. En sus clases eran más importantes su persona y sus conocimientos que el acto de poder transmitirlos. No le interesaba cuánto aprendían sus alumnos, sino que se maravillaran con sus ocurrencias y sapiencia. Siempre intentaba sorprenderlos estableciendo comparaciones con la naturaleza. Su ego llegaba hasta tal punto que inventaba historias y personajes sólo para acaparar la atención de sus alumnos.
En una ocasión, hablando de aves tropicales, mientras explicaba las características de su plumaje y su hábitat, señaló:
—Esta ave, que posee un nombre francés, como tantas cosas lo llevan en el mundo, es lo más parecido que he visto a Milagros. ¿No ven ustedes en ella a la marbella?
Toda la clase miró en su dirección, en busca de su parecido con el ave tropical.
Las risas y las burlas se sintieron por doquier. Pero Milagros no se sintió aludida, estaba feliz con la comparación. Decir que esa ave era capaz de bucear para atra-par a sus presas y que nadaba como si fuera un pez cuando iba tras su alimento era algo que le llenaba de orgullo, y le agradó ese detalle.
No así a Silvio, que percibió toda la mala intención del profesor, al punto que se puso de pie y le preguntó:
—¿Usted, a qué ave cree que se parece?
Las risas rebotaron contra los cristales y Jean Juliard debió pedir varias veces silencio para continuar con su clase.
Estas actitudes, que eran parte de la diaria enseñanza de Juliard, habían llegado a oídos de las autoridades. No fue sorpresa para nadie cuando días después supieron que el profesor no seguiría impartiendo clases.
Natividad recibía regularmente telegramas de Europa. Los avances de su hijo y de Milagros, y lo felices que se sentían, le confirmaba lo adecuado de la decisión tomada. Había recuperado la alegría, y así lo demostró, incluso en el trato con Encomendado, a quien alivió de aquellas primeras ocupaciones, permitiendo que fuera uno más de sus trabajadores.
Pero Toribio adaptado a su nueva vida, siguió comportándose como Encomendado. Así fue cómo entregó sus poemas y pasiones, primero a la jefa de la cocina y luego al ama de llaves. A su lista se agregaron, entre otras, las tres últimas empleadas que fueron contratadas. Siempre lo hacía cuando corría el riesgo de ser descubierto. Sus lugares predilectos eran la cocina y el baño principal. Necesitaba buscar el peligro que tanto le hacía sentir y generaba en él una fuerza extra, que terminó provocando una ola de rumores entre las mujeres de aquella hacienda.
Encomendado había regresado con una energía amatoria descomunal, cargada de una poesía que hacía irresistible su figura.
Con la partida de los niños, la casa volvió a poblarse, las mujeres de la alta sociedad paulatinamente intentaron recomponer la relación. No fue tan sencillo el reencuentro. Natividad tenía bien claro que sus propósitos eran más cercanos al chisme y al murmullo, aunque no por ello dejó de invitarlas. Tenía una vida sin grandes contratiempos y sobrado espacio para esos encuentros.
Quien estuvo más pendiente de estas tertulias fue Encomendado. Él deseaba intentarlo con esas mujeres de lujosas vestimentas y andares celestiales, que dejaban un aroma impactante a su paso. Imaginaba que eran tan débiles ante la carne como todas, y que sus facilidades lingüísticas le allanarían el camino, pero no contaba con el factor racial, que seguía siendo el principal elemento de choque.
Sin embargo, una tarde primaveral, en la que había terminado de satisfacerse con la ayudante de la ama de llaves —en la habitación de planchado—, los comentarios de su atrevida vocación amatoria llegaron a oídos de un grupo de mujeres que le hacían la visita a Natividad. Dos de ellas, de oídos que semejaban ser tí-
sicos por su agudeza, escucharon quién era el culpable de tanta felicidad.
Luchar contra siglos de odio racial en ese entonces fue lo más sencillo para las jóvenes. Sus vidas y sus rutinas también necesitaban un poco de azúcar. Los tres estaban a la caza y a la pesca, sin saber que tenían en su mente a las mismas presas.
El cruce de miradas fue un elemento delator para Encomendado. Se hallaba en la cocina, acomodando la leña, cuando las vio asomarse. Recordó aquella primera impresión que le dio la campesina en el carruaje, provocando sus instintos. En esta ocasión, observó que las miradas se sostenían. No huían a su encuentro. Dejó lo que estaba haciendo, y pasó junto a ellas, sonriéndoles al rozarlas con sus manos. Se dirigió sin prisa hacia el cobertizo que provocó años atrás su huida, con el deseo de que el atardecer le acercara a aquellas sombras blancas.
Entró con la certeza de que sus presas pronto llegarían. Se desnudó y con un cubo de agua que tenía a su alcance, comenzó a asearse. Cuando la puerta se en-treabrió, y aquellos cuatro ojos vieron toda la fibra de Encomendado, comenzaron a temblar. No podían imaginar que bajo esa ropa existiese tal virilidad. Se miraron con susto y deseos. La más decidida le apretó la mano a su compañera de guateque y la hizo pasar. La fiesta, como todo lo que Encomendado hacía últimamente, se acompañó de poesía y de lujuria. Buscó que ellas jugaran entre sí, y logró con todo aquello nuevas sensaciones, desconocidas para él hasta ese entonces. Las disfrutó y se disfrutaron durante un tiempo prolongado, muy prolongado para las visitas que, preocupadas, comenzaron a preguntar por las jóvenes.
No hizo falta salir en su búsqueda. Las muchachas, exhaustas, estaban de regreso. Sus rostros demostraban cansancio y placer.
—Tienes un río espectacular, Natividad. Se respira mucho silencio en su entorno. Nos animamos a bañarnos en sus aguas. Seguramente, en la medida en que nuestros maridos lo permitan, volveremos a nadar entre tantas maravillas que te ha brindado la naturaleza.
Natividad estaba asombrada del éxito de sus tertulias. Eran cada vez más las damas de sociedad que deseaban compartir el tiempo con ella. Y siempre había alguna que desaparecía entre las aguas del río, o recorriendo la hacienda, o por algún remoto paraje. Como aquellas tres jóvenes que regresaron sin ponerse de acuerdo 175
en qué decir. Dos hablaron de la naturaleza y la otra de los animales salvajes que había por aquellos terrenos. Las tres se rieron a carcajadas, sabiendo que lo único salvaje que la hacienda contenía era a Encomendado.
Con el transcurrir de los meses, los problemas comenzaron a manifestarse. No fueron pocas las damas de sociedad que aparecieron embarazadas, y en todos los casos se daba un fenómeno similar. Las características físicas de la nueva vida eran, en todo sentido, de un gran parecido con Silvio. Toda aquella historia de discrimi-nación y odio estaba cobrándose con moneda fuerte el precio de tanto desamor y rechazo.