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LA HABANA, 9 de junio del 2009

La lluvia había cesado y su restaurante favorito seguía ahí, a metros de donde se encontraba. Salió a la calle de la mano de Esther y se encaminó en dirección a su punto de partida, mientras pensaba que nunca sabría el resultado de su apuesta.

Carlos deseaba comunicarse con esa mujer que le había mostrado un mundo desconocido hasta entonces, donde el silencio lo era todo. Buscó en La Bodeguita del Medio el lugar más apartado. Lo encontró en la planta alta, en un punto que hacía esquina, entre dos paredes cargadas de escritos que estaban ahí, venciendo el paso del tiempo. Era el único espacio disponible a esa hora de la noche.

Quiso ser muy cuidadoso con ella y pronunció sus primeras palabras con am-pulosa gesticulación. La amplia sonrisa de Esther lo hacía todo más fácil. Solicitó unas bebidas sin saber si serían de su agrado. También pidió dos bolígrafos y abundantes servilletas. Así fue cómo supo su nombre y parte de su historia. Había nacido sin inconvenientes, y durante su primer año de vida sus padres detectaron la pérdida paulatina de audición. Le hicieron muchísimos estudios, sin llegar a dar con la causa.

Recibió educación especial y siguió viviendo con ellos hasta hacía poco. Se ha-bían mudado provisionalmente al interior del país, por los problemas de salud de la abuela materna. También escribió en las servilletas sobre sus estudios universitarios, y su doctorado en química cuántica. Incluso sobre su tiempo libre, que dedicaba a la poesía.

Cuando intentaba explicarle más detalles acerca del origen de su enfermedad, ya el papel era escaso. Esther atinó a buscar un espacio en la pared más cercana para escribir «CX26».

Habían transcurrido más de dos horas intentando comunicarse, en ese ínterin, ella ni siquiera terminó la primera copa que le sirvieron; él, en cambio, se había tomado cinco mojitos. Al intentar pedir otro, se halló con los ojos negros de Esther mirándolo entre espantada y contenida.

—Tráigame la cuenta, por favor —fue todo lo que Carlos se animó a pedir.

La dejó en su casa, se despidió con un beso entre promesas de un próximo reencuentro. Debía continuar con su investigación en Santiago de Cuba.

La segunda ciudad en importancia de Cuba lo recibió como a un turista: con calor, humedad y música. Un terceto de guitarra, maracas y tres lo esperaba en la escalinata del avión que lo trasladó, repleto de visitantes europeos. Carlos conocía que ese terceto fue evolucionando de sus raíces africanas y españolas hasta el actual septeto —guitarra, bajo, bongo, tres, maracas, clave y trompeta—, característico del son santiaguero, que se internacionalizó al punto de constituir el origen de la actual salsa.

Aunque el son era parte de la música que le apasionaba, tenía también muy fresca la historia de la ciudad. Fundada en 1514 por Diego Velázquez, había sido el punto de partida de las expediciones de Hernán Cortés a las costas mexicanas y de Hernando de Soto hacia La Florida. Fue saqueada por los franceses en el siglo XVI y por los ingleses en el siglo XVII, y recibió una gran afluencia de inmigrantes de la primera de esas naciones europeas hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX, los cuales vinieron de Haití después de la revuelta de los esclavos en 1791.

A su vez, en el siglo XX, el 26 de julio de 1953, fue elegida como punto de inicio de la Revolución cubana, con el asalto al cuartel Moncada.

Carlos estaba decidido a quedarse la menor cantidad de tiempo posible. La Habana lo estaba tratando demasiado bien como para dilatar su retorno. Contaba con una dirección en Santiago de Cuba que, oportunamente, le había entregado la Sociedad Cubana de Ortopedia y Traumatología y donde podría indagar acerca del doctor Leopoldo Antommarchi, seguramente descendiente del prestigioso ortopédico que halló en los archivos de la Biblioteca Nacional.

Se alojó en el Hotel Casagranda, en el corazón de la ciudad, en una esquina del parque Céspedes, rodeado de la catedral Metropolitana, la Casa del Poeta y el Museo de Historia de Cuba. Se registró y preguntó al conserje por una dirección: calle Mayía Rodríguez número 123, entre Aguilera y Heredia.

—Está muy cerca, señor, puede ir caminando. Nuestra ciudad es muy agrade-cida con sus visitantes. Salga hasta Aguilera, que es la próxima esquina, y doble a la derecha. La cuarta calle es Mayía Rodríguez. En caso de que se pierda, pregúntele a cualquiera por La Taberna de Dolores y reencontrará su camino.

Salió en busca del doctor. Caminaba entre calles estrechas, llenas de casas antiguas de estilo colonial que conservaban todo su atractivo y provocaban su deleite.

Prácticamente le llevó media hora transitarlas. Se detuvo a cada paso de la agradecida ciudad para intentar retratarla.

Cargado de imágenes, encontró la dirección sin dificultad. Era una casa sencilla de una planta con el frente pintado de blanco. Se paró frente a una enorme puerta. Golpeó la aldaba contra la madera con suavidad, temiendo que el paso del tiempo la convirtiese en astillas.

Una mujer de edad avanzada, de cabellos nevados y expresión amable, lo recibió afectuosamente.

—Buenas tardes, señora. Busco al doctor Leopoldo Antommarchi. Soy historiador y me gustaría cruzar unas palabras con él. Es importante para mi investigación.

—¡Cómo no, hijo! Ve a lo de Dolores, que ahí lo encontrarás —respondió, mientras señalaba con su brazo extendido hacia la vereda de enfrente.

—Ya me habían hablado de la famosa Dolores. Se lo agradezco mucho.

En la esquina de Mayía Rodríguez y Aguilera, Carlos se encontró con una casa antigua, rústica, hecha en madera y decorada con pinturas y objetos antiquísimos, que le daban un aire nostálgico. Preguntó en la barra por el doctor Leopoldo.

—Es el que está braceando en estos momentos —le aclararon.

—Entonces, ¡vamos a nadar! —agregó Carlos, mientras solicitó una cerveza Bucanero.

Observó que había cuatro personas hablando efusivamente en la dirección que le apuntaron. Se acercó, deseando no interrumpir ninguna conversación importante.

—Buenas tardes, doctor. Soy Carlos Díaz Arvesu. Su esposa me indicó que estaba aquí. ¿Podría regalarme unos minutos?

Una persona robusta, pese a su delgadez, con una expresión que inspiraba respeto y de la que, a su vez, manaba humildad, se puso de pie para saludarlo. Carlos explicó el motivo de su presencia, los años de trabajo y las líneas de investigación que estaba desarrollando en su tesis doctoral. Le detalló cómo había llegado hasta él, a partir de unos periódicos de 1915 que exponían los avances del doctor Juan Antommarchi en el desarrollo de nuevas técnicas para provocar tracción al cráneo en casos de lesiones con fractura cervical. El doctor lo escuchaba con una mirada entre reflexiva y alentadora. En la primera oportunidad que tuvo le presentó al resto de sus colegas: dos ortopédicos y un genetista.

—Me resulta increíble que llegues a mí por mi abuelo. Ya somos varias generaciones de ortopédicos. ¿En qué puedo ayudarte? —le dijo, extendiendo la mano, invitándolo a sentarse.

—Ocurre que en la misma época en que su abuelo desarrolló aquellas nuevas técnicas de tracción, un familiar mío, médico cubano también, estaba participando en la primera guerra mundial. Me imaginé que en aquel entonces eran contados los médicos, y tal vez, si guardase alguna información de su abuelo pudiera encontrar alguna pista sobre mi investigación. —Antes de terminar su frase, el leve temblor de los labios del doctor y sus cejas hirsutas pronunciándose le adelantaron sus pensamientos.

—Lo siento, hijo, no tengo casi nada en mi poder sobre mi abuelo Juan. Donde puedes hallar más información es en la Biblioteca Nacional, ¡pero eso lo sabes mejor que yo! No te desanimes. Comparte la mesa con nosotros, ¿quién te dice? Quizá podamos colaborar con tu tesis.

—Gracias, doctor. Déjenme invitarlos con una ronda de lo que deseen beber.

—Entonces, que sea Bucanero para todos —dijo Antommarchi, levantando la botella vacía, mientras buscaba la mirada del mozo.

Los diálogos fueron transitando desde la familia de ortopedas a la realidad cubana, pasando por la nueva crisis económica que soportaba el mundo.

Aprovechando la presencia del genetista, Carlos Díaz quiso preguntarle sobre el gen CX26.

El genetista de mediana edad, ojos saltones y frente amplia, descansó sus antebrazos sobre la mesa antes de responderle.

—La principal causa de sordera es justamente una mutación en la conexión 26. No tiene una base hereditaria cierta, pero sí se ha visto como resultado de la exposición a antibióticos durante el primer trimestre del embarazo.

Carlos lo escuchaba con sus manos cruzadas y su cabeza ligeramente inclinada.

Y mientras recordaba a Esther, comprendía que la única forma de conocer mejor su mundo era adaptándose a ella.

Al terminar su explicación, fue el doctor Leopoldo quien tomó la palabra.

—Estimado amigo, tuvimos otro médico en la familia, que justamente murió en esta ciudad en 1838 y cuya historia puede serle útil para su propósito. —Carlos cambió de actitud: se recostó sobre la silla y recobró su mirada perspicaz—.

Ocurre que Francesco Antommarchi fue el último médico de Napoleón Bonaparte.

Llegó a escribir un libro: Los últimos días de Napoleón, en donde relató las causas por las que falleció en la isla de Santa Elena. Consideró que se debió al cáncer de estómago, lo cual permitió descartar distintas teorías que por entonces hablaban de envenenamiento. La misma enfermedad había matado al padre de Napoleón. Le propongo que regrese a La Habana y visite el Museo Napoleónico. Seguramente ahí encontrará más elementos interesantes para su tesis —concluyó el médico, con una sonrisa alentadora.

Carlos no tuvo muy clara la relación de su investigación con el museo, pero si algo había aprendido en su arduo trabajo era dejarse llevar por su intuición. Y en ese instante, algo le decía que debía aceptar esa sugerencia.

—Pero antes, hágase un favor, no deje de probar la comida creole.

—Leopoldo, todavía no sabemos cuál es tu negocio con la comida haitiana. ¡A todo el mundo se la recomiendas! —soltó el genetista, amagando ponerse de pie.

—¡Los placeres de la vida son para compartirlos! —le respondió Antommarchi, palmeando su brazo.

Se reían de sus ocurrencias, que asomaban entre Bucanero y Bucanero.

—Gracias, doctor, me dio otra importante razón para regresar a La Habana. En relación a la comida, me gustaría invitarlos y disfrutarla en compañía de ustedes...

Carlos fue interrumpido.

—Mira, hijo, la mujer que te envió a mí me permite compartir las tardes con mis colegas en este magnífico lugar y tomarme mis tragos con una sola condición, que vuelva a casa a la hora de la cena. Mi dulce esposa es muy estricta con eso, y no tengo ni ganas ni edad para contradecirla.

La despedida fue prolongada y calurosa. Se habían conocido hacía unas horas y compartieron, tal vez, el único momento que sus vidas les propició. Justamente por esa sensación de separarse de alguien que no volvería a ver, lo abrazó en silencio y con nostalgia.

De regreso al hotel, quiso seguir el consejo del doctor y se dirigió a la terraza.

Ya la noche se había instalado sobre la ciudad. La iluminación del parque Céspedes permitía observar entre los árboles grupos de jóvenes dialogando animadamente; la silueta de un anciano paseando a su perro, tan viejo como él, quizás, y a una pareja de enamorados caminando abrazados y mirando en dirección al hotel. En aquel espacio de tiempo en el que todos coexistían por un instante, tal vez compartieron las mismas sensaciones sobre la ciudad y su belleza misteriosa, que esa noche en particular revelaba.

La elección de los platos la dejó a criterio del mozo. De entrada le sirvieron una sopa de color naranja que se quedó observándola con aire crítico.

—Durante la colonización francesa le tenían prohibido a los esclavos acceder a la calabaza. Luego de convertirse en la primera república negra del mundo y como símbolo de su independencia, la sopa de auyama se transformó en una comida muy popular. —La explicación del joven mozo le dio otro sabor a la cena.

Como plato principal, le recomendaron el ragú de carne a la jardinera, un guiso de carne con papas y vegetales que resultó exquisito y que tenía un sabor peculiar, producto de alguna especia que no quisieron revelarle. Con el postre todo fue más sencillo; el universal arroz con leche, que también se apreciaba mucho en la comida haitiana, puso fin a la cena.