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PARÍS, junio de 1908

—No es justo, Silvio. No tienes porqué hablarme así.

—No entiendo tu actitud, Milagros, si te molestan mis modales, debes saber que más me ha molestado que te hayas peleado con Dorianne.

—Basta, Silvio, tú no estás ciego. He visto cómo esa chica intenta ocupar cada minuto de tu tiempo.

Caminaban de regreso a la casa.

—Por supuesto, está atrasada en varias asignaturas, y me dispuse a ayudarla.

—No es verdad, no es verdad.

Silvio se detuvo y la tomó por las manos.

—Milagros, sabes que no miento, ¿por qué no me crees?

La joven se mantenía con la vista en los zapatos de Silvio.

—Tú no entiendes nada. Crees demasiado en la bondad de la gente, y no todos te miran con mis ojos.

—Claro que creo en la gente, cómo no hacerlo. Si...

Milagros lo interrumpió, y acortó la distancia.

—Esa Dorianne le dijo a una de sus amigas que no sabía ya qué hacer para llamar tu atención. Y fue así como se inventó la necesidad de un ayudante de estudios. ¿No te das cuenta de que está engañándote?

Silvio la tomó de la mano y cruzó la calle.

—¿Adónde vamos? Debemos ir a casa, mamá nos está esperando.

—Tienes que saber que eres la persona en quien más confío en el mundo, y esto que pasó con Dorianne nunca tenía que haber sucedido, ni tu pelea, ni mi ingenuidad.

—¿Tiene flores de arlequín?

—Por supuesto —le dijo la florista, señalándoselas.

—Necesito un ramo, por favor.

Silvio le pagó con las monedas que tenía para sus golosinas del día.

—Te mereces mucho más que estas flores de seis pétalos. Si pudiese te compraría cada una de las flores que hoy perfuman París.

—Gracias —respondió con la voz entrecortada, mientras le daba un beso.

—Lo siento, Milagros, no deseo verte discutiendo conmigo. Y menos por estas simples cosas... Vamos a casa, que hay que buscar un buen jarrón para tus arlequines.

Mercedes los esperaba con la merienda preparada. Se sorprendió al ver el ramo de flores, tanto como de la cara de felicidad que portaba su hija.

—Veo que hoy hubo motivos para celebrar. ¿Quién de ustedes me los contará?

—Es que quise declararle mi amor a Milagros, y consideré que las flores eran una buena forma de hacerlo.

Milagros borró la sonrisa de su rostro, parecía que una vez más se hallaba recordando a Dorianne.

—Es mentira, mamá. ¿Por qué juegas de esa manera, Silvio?

La pregunta de su amiga lo descolocó, imaginó que el malestar había desaparecido con las flores, y se quedó mudo ante la arremetida.

—Silvio, hay temas con los que no debes jugar. Los sentimientos no están ahí para lanzarlos al aire sin pensar siquiera todo lo que encierra cada palabra. Si quie-214

res que no me arrepienta por tus flores, te pido que no hagas más ese tipo de bromas... Debes saber algo más —se acercó a un palmo de su rostro—, dentro de poco vamos a regresar a Cuba, y tendremos tiempo para volver a nuestros juegos por el río y la hacienda, y también a las cabalgatas, y puedes divertirte y bromear con todo aquello que se te ocurra, pero nunca, Silvio, nunca, entiéndeme bien, vuelvas a hacer bromas de este tipo.

Silvio seguía con la mirada perdida, como ausente, intentaba dilucidar qué motivó la nueva arremetida de su amiga.

—Chicos, ustedes no acostumbran a tratarse así, ¿por qué no me cuentan qué ocurrió? Pero intenten que sea luego de la merienda. Se les va a enfriar el té. Aparte, no hay mucho tiempo para las caras largas, ya saben que deben comenzar a preparar su equipaje, en días embarcamos para Cuba.

*

El regreso de su hijo por sus vacaciones no fue suficiente para mejorar la imagen de Natividad. No había logrado recuperarse de aquel percance con Encomendado y lamentaba el curso de los acontecimientos. Se esforzaba por brindarle una imagen de felicidad que aparecía a destellos, como el sol, entre las lluvias que ya llevaban varios días.

Mercedes fue quien percibió su desconsuelo. Se imaginó que durante esos tres años de ausencia habría sido mayúscula su soledad. Quiso alegrarle sus días con anécdotas sobre París y sus distritos. Aprovechó cada ocasión que tuvo para trasla-darle sus vivencias. Se hallaban en la sala, compartiendo el tintinear de las gotas sobre el tejado, y la imagen diluvial que encharcaba los sentidos.

—Natividad, tú que eres amante del arte, deberías conocer el Museo del Louvre. Es enorme. Esta propiedad entra cientos de veces en él —le dijo señalando la mansión.

Un rostro inexpresivo se hallaba a su lado con la cabeza ladeada sobre el sofá.

—Qué interesante —le respondió, enarcando sus cejas.

—Estuvimos una semana recorriéndolo y no alcanzamos a verlo en su totalidad. Y la catedral, Natividad. ¡Wow! La catedral de Nuestra Señora de París.

—Abrió sus brazos, como intentando abarcarla—. Tuvimos el honor de escuchar al organista titular, Louis Vierne.

Mercedes le hablaba entre gesticulaciones histriónicas.

—Y la torre Eiffel, amiga. ¡Qué maravilla! ¡Trescientos veinticuatro metros de altura! La estructura más alta del mundo.

Se sentó a su lado, de tal manera que la obligó a enderezar su postura.

—También me dio tiempo para recorrer los cementerios. En particular, Père-Lachaise, donde estaban enterradas celebridades de las letras, la música y la pintura, entre otros, el escritor Honoré de Balzac, el compositor Georges Bizet y el pintor Eugène Delacroix. ¿Recuerdas a Delacroix?

—Mmm —murmuró.

—¿Lo recuerdas, Natividad?, fue quien compuso La libertad guiando al pueblo, en donde representó la insurrección contra el rey Carlos X, aquel incidente de julio de...

—¡Ahí quiero que me entierren! —replicó interrumpiéndola, mientras se rebullía en el sofá.

—¿Cómo? No comprendo. ¿Qué dices? —inquirió Mercedes, mirándola con el rostro desencajado.

—Nada, Mercedes... nada, son solo comentarios sin importancia.

—Te ocurre algo. ¿Por qué dices eso?

Natividad hizo una pausa. Se masajeó el contorno de los ojos.

—No sé, Mercedes. A veces siento que ya he cumplido mi papel. Tengo un hijo maravilloso, que por lo visto ha decidido ser médico. Las tengo a ustedes, que son mi familia, y una posición económica que me permite darme tiempo para mí...

—Se acomodó el pelo detrás de las orejas—. Tal vez es eso. Poseo demasiado espacio en mi vida, y estos pensamientos me ocupan un importante lugar.

Fue la presencia de Silvio la que obligó a cambiar de tema.

—Mamá, ya terminé con el piano, más tarde iré con Milagros a practicar el violín.

—Me parece estupendo, hijo —dijo con los ojos entreabiertos.

—Intenta que durante nuestra estancia nos sirvan solo comida criolla. Nada de comida francesa, por favor.

—Como tú desees, amor... ¿Sabes que te he extrañado mucho durante estos años? ¡No sabes la falta que me haces! ¡Han sido momentos muy difíciles!

Se había puesto de pie. Se le acercó y lo abrazó. Recostó la cabeza en el hombro de su hijo.

—Pero, mamá, ¿qué te ocurre? ¿Estás enferma?

—No, corazón —le dijo, forzando una sonrisa—. Mi única enfermedad es el saber que una vez más te alejarás de mi lado... No sé cuándo volveré a verte.

—Cuando lo desees, mamá. Solo tienes que ir a visitarnos. ¡Arriba ese ánimo!

Luego hablamos, voy a ver a Milagros, tenemos pendiente una partida de ajedrez.

Ambos, con dieciséis años, seguían comportándose como lo que eran, amigos entrañables. Milagros, para entonces, había madurado más que Silvio. Seguía siendo su amigo, su único compañero de aventuras y de estudios, pero en su corazón algo todavía indescifrable la inquietaba.

—Estás pensando demasiado, Milagros. Esta partida es mía. Prepárate para el jaque mate, te queda poca vida.

—Ja, ja, ja, no creas en todo lo que ves. Cada vez que comienzo con la defensa siciliana, observo en ti una mirada de resignación. Una vez que enroque, prepárate, que tu dama se sentirá en aprietos.

Silvio la observaba a destellos, mientras se concentraba en la partida. Y como si estuviese ante un remolino desvió la vista del tablero de ajedrez.

—Me pides que no crea en todo lo que veo... O sea, que debo olvidarme de tus ojos, que intentan acercarme los últimos vestigios de ternura.

Milagros se sintió incómoda. Sus párpados se esforzaron por cerrarse.

Parecía adormilada, mientras adoptaba una postura indefensa, abriendo sus manos y flexionando la cabeza.

—Nunca hallarás en mis ojos otro sentimiento que no sea de afecto o cariño.

No puedo verte de otra manera... Voy a la cocina un momento, cuida tu defensa, protégete con el alfil rey.

Encomendado se hallaba en la sala, colaborando con la limpieza. Cuando vio a Milagros, que pasó a su lado, se apresuró en dirigirse a la habitación de Silvio.

Golpeó la puerta y aguardó tenso.

—Sí, adelante... Encomendado, pasa... pasa por favor, me encuentras en mal momento, estoy a punto de perder otra partida de ajedrez.

—Ella es muy buena, siempre lo ha sido... Quiero que me des un momento, tengo algo muy importante que decirte.

Tenía sus puños cerrados, apretados contra el pecho.

—Toma asiento.

—Prefiero estar de pie.

Hurgó en su bolsillo y extrajo un papel. Se aclaró la garganta y comenzó a leerlo:

—«Los hijos, como la vida, son néctar y agonía

»son canción y poesía.

»los hijos, como la vida, vienen sin proponértelo

»y transitan a tu lado como las márgenes de un río.

»Y como el río, en su crecida, que pierde su sendero

»los hijos, como la vida, siguen su derrotero».

Silvio lo observaba absorto. El cuerpo gigante de Encomendado, vestido con una camisa y un pantalón blanco, parecía reflejar la luz, que entraba cálida y en-ceguecedora por la ventana.

—«La vida no me dio un hijo, la vida no me dio un río.

»Pero si de algo me enorgullezco, es de haberte conocido.

»De saber que existís, y de que puedes contar conmigo

»como néctar, como canción, como poeta y amigo».

Encomendado finalizó, y pese al esfuerzo, no pudo contener las lágrimas.

—¿Qué ocurre, amigo, por qué lloras? Gracias por tu poema. Sé que eres un gran hombre, y también me gustaría ser tu amigo, pero no llores, por favor.

—Discúlpame, estás pronto a partir, y siento mucha tristeza por no haber tenido la oportunidad de brindarte mi amistad... Quiero que te lleves estas simples palabras. Necesito que sepas que, pese a la distancia, siempre estaré recordándote.

Intentó que Silvio descubriese el porqué de tanto amor. Pero consideró que fue insuficiente, que le faltaron palabras. No se animó a saltar el precipicio. Le temía al vacío y a la pérdida definitiva del poco margen que Natividad le había dejado para seguir encontrándose con quien creía era su hijo. Lo rodeó entre sus poderosos brazos, deseando que de alguna manera pudiese transmitirle a través de la piel su paternal abrazo.

*

Pocos días quedaban para el regreso a Europa. El padre Ernesto Ellacuría había estado al tanto de sus progresos en el liceo francés y quiso visitarlos antes de su partida.

—Fue una decisión difícil para mí el haberle sugerido a Natividad que los llevase a Europa. Eran muy niños cuando partieron. Y no todos a esa edad hacen lo que ustedes hicieron. Les queda por delante el último año del liceo, y luego continuar la universidad. Sigan en Francia. No es momento para volver. Las condiciones en Cuba no han cambiado mucho.

Se hallaban sentados alrededor de la mesa del comedor.

—Estamos bien en Francia, pero éste es nuestro lugar, deseamos regresar pronto.

—Lo sé, Milagros, no hay nada como la tierra de uno. Aparte, ¿dónde van a conseguir un café como éste?

—En ningún lado, padre. Creo que nuestro equipaje será puro café y un par de mudas de ropa —agregó Silvio, tomando otro sorbo.

—Hay algo muy importante que quiero decirles, pero antes, compartan este presente.

Les entregó un libro de poesía.

—Versos libres, José Martí —leyó Milagros, hojeándolo—. Muchas gracias, padre. Martí es para mí lectura obligada.

—Disfrútenlo, creo que se sentirán identificados con muchos de sus poemas. Lo importante es que ustedes seguirán creciendo juntos. Eso deseo. —Se concentró en los ojos de la joven, parecían luciérnagas—. Y si en algún momento las circunstancias de la vida los llevan a separarse, por la razón que sea, nunca pierdan de vista todo aquello que han disfrutado desde que están juntos, hace ya dieciséis años.

—Ellacuría tomó las manos de ambos—. Nadie en el mundo los conoce como ustedes se conocen. No permitan que nada destruya esto. Más allá de cualquier eventua-lidad, siempre deben saber que se tienen el uno al otro, de manera incondicional.

Los días se esfumaron y el regreso a Europa fue un hecho.

Hasta el puerto habían ido a despedirlos el padre Ellacuría, Encomendado y Natividad, entre otros. Tanto en el barco, como en tierra, todos estaban pendientes de ese momento y cada uno buscó su interpretación.

Mercedes encontró muchas de sus respuestas en aquella imagen que Natividad y Encomendado transmitían.

Silvio no comprendía por qué su madre se había vuelto tan sensible y esa nueva actitud provocó que su despedida fuese apesadumbrada. También lo desconcertaba tanto la poesía como lo acontecido con Encomendado.

Milagros vio en el padre Ellacuría a alguien en quien confiar. Y sabía que la vida se lo demostraría.

A su vez, Natividad encontró en su hijo a todo un hombre que todavía necesitaba madurar, pero en presencia de Mercedes y Milagros le sería más sencillo. De Mercedes rescató la paz que estuvo ausente durante esos tres años, y a la amiga incondicional que siempre aparecía en los momentos difíciles. Milagros representaba para ella el equilibrio y la felicidad de su hijo, y rogó que nunca le faltase.

Encomendado no pudo contener sus lágrimas. Sólo pensaba en el hijo del cual se estaba despidiendo, tal vez para siempre.

El padre Ellacuría vio partir a dos jóvenes llenos de ilusiones, con la certeza de que formarían parte de un mundo mejor.

Los jóvenes se hallaban en la barandilla de babor.

—No te pongas así, Silvio, pronto regresaremos.

—No estoy triste. Sólo pienso en el poema que me recitó Encomendado, me miraba de tal manera que llegó a inquietarme. Y cuando comenzó a llorar, peor me sentí.

—¿Por qué, peor?

Por un instante se olvidó de los brazos agitados que desde el muelle continuaban despidiéndolos. Se giró en dirección a Milagros.

—Tanto tú, como yo, hemos crecido sin padre. Al no haberlo tenido nunca, siempre pensé que esa ausencia no formaba parte de mis sentimientos. Lo percibía como una carencia llevadera. —Realizó un suspiro reflexivo—. Pero Encomendado, por un momento, me hizo notar esa necesidad. Sentí deseos de de-jarme llevar por sus afectos, como lo hubiese hecho seguramente en más de una ocasión con mi padre. Me miraba con mucho amor, Milagros, tanto que es indescriptible... como el que encuentro ahora mismo en tus ojos.

El sol se fue perdiendo en el ocaso, sin embargo, por un instante, pareció que los últimos destellos se concentraron en el rostro de la joven.

Milagros intentó toser, mientras apretaba los labios. Dos gestos diferentes y contradictorios, como todo lo que estaba sintiendo.

—Mis ojos no saben mentir, Silvio... Me agradó la forma en que te referiste a Encomendado, creo que hubiese sido un gran padre.

—Eres muy especial para mí, amiga... Ya encontraré las palabras precisas para explicártelo. —Le pasó el brazo sobre el hombro y volvió a dirigir la vista hacia el muelle.

Luego de una larga travesía, un padre jesuita del liceo Louis le Grand los recibió en el puerto, y los acercó hasta su vivienda, la misma que seguían alquilando desde su primera llegada a París.

Ese año, por ser el último, el liceo tenía preparadas muchas sorpresas para sus alumnos. Así fue cómo tuvieron de profesor en clases magistrales de arte a René Lalique, maestro vidriero y joyero que fuera precursor del art nouveau y decó.

Su capacidad innovadora fue fuente de inspiración para Silvio, quien aprovechando sus enseñanzas le había acercado una obra que él había creado. Era la re-presentación de un cristal de color verdemar de novedoso diseño, cuya forma simu-laba ser un gran huevo de ave, que podía abrirse por un extremo.

—Tienes mucha imaginación y arte para el dibujo. Me voy a dar tiempo para intentar confeccionarlo.

Ambos seguían fascinados con las novedades que les brindaba el liceo.

Considerable fue la emoción cuando supieron que un pintor y escultor les daría algunas clases. Se trataba de Edgar Degas, quien justamente había sido alumno del mismo instituto y estaba considerado como uno de los fundadores del impresionismo.

Los consejos del maestro le sirvieron a Silvio para ir tomando confianza en el arte del dibujo.

Una mañana soleada de abril, mientras los reflejos de la luz penetraban por las persianas de la ventana que daban a la calle Saint Jacques, como reflectores en un escena-rio. Le pidió a Milagros que se pusiese una blusa ceñida de mangas largas con calado en el pecho y una falda amplia. Llevaba zapatos con tacón y un sombrero de fieltro.

La sentó en una silla, cercana a la única ventana que estaba abierta, desde donde podía apreciar el movimiento de la ciudad, y le acomodó el sombrero sobre su regazo.

Ella se quedó inmóvil, posando su mirada en los ocasionales transeúntes.

El dibujo que él intentaba hacer llevaba concentración y esfuerzo. Quería atra-par su esencia, no perderse ningún detalle, y transmitir el alma de su cuidadosa creación. Se sentía un discípulo del maestro Edgar Degas, y recordaba sus palabras:

«Aquello que no consigas con el lápiz, no lo lograrás con el pincel». No deseaba pin-tar a Milagros, sólo dibujarla, y hacerlo de tal manera que esa obra reflejara todo lo que sentía por ella, y todavía no se animaba a decirle. Consideró que su mano era más hábil para transmitir sentimientos.

Milagros se había evadido de aquel ambiente artístico. Seguía pendiente de la ciudad y de la sorpresiva imagen que logró divisar sin esfuerzo. Se trataba de Jean Juliard, aquel ex profesor que la había bautizado con el nombre de un ave tropical.

Los gestos ampulosos de su interlocutor daban toda la sensación de que estaban recriminándolo. No lograba reconocer quién era, al menos no era ninguno de los padres jesuitas del liceo. La escena duró unos breves minutos, suficientes para recordar aquellas clases fantasiosas, llenas de palabras vacías, que sufrió durante esos días de Juliard en el liceo.

Cuando menos lo esperaba, Silvio estaba a su lado.

—He terminado, dame la mano y cierra los ojos, por favor.

La ayudó a bajarse de la silla y la acercó hasta el caballete. La ubicó frente a su dibujo.

—Ya puedes abrirlos.

Milagros se encontró con su imagen dibujada con criterio maestro y gran sentido de la proporción. Su rostro parecía el de una niña, con sus pómulos brotando 223

como senderos florecidos —se pasó la mano por la mejilla y sintió las pequeñas protuberancias que últimamente se le habían formado—, y sus ojos negros eran tan reales, que los sentía parpadear. Descubrió cierto desconcierto en las líneas gruesas que dibujó cercanas a sus pestañas. «¿Habrá captado el momento en que vi a Juliard?», se preguntó. Pero lo más importante lo sintió al comprobar que junto al sombrero de fieltro había dibujado un ramo de arlequines. Sus manos se pusieron alertas, como descubriendo entre los dedos que apretaba a las manos de un hombre enamorado. Esos segundos de reflexión estremecieron su cuerpo y tensaron cada músculo. Cuando comprendió el significado de sus sentimientos, recordó las palabras del padre Ellacuría: «Nadie en el mundo los conoce como ustedes...». Se acercó a Silvio, le susurró las gracias, y selló todo con un beso en la mejilla.

Silvio se lo devolvió en la boca.

—No estoy bromeando, Milagros, me demoré en darme cuenta de todo lo que sentía por ti, pero creo que estoy a tiempo para poder demostrártelo.

La relación que había nacido dieciséis años atrás, en brazos de una madre que debió amamantarlos, y creció durante la infancia y adolescencia, había dado paso al amor de dos jóvenes que se sentían extraños ante aquel beso, porque en cierta medida se veían más amigos que enamorados. Eso hizo que fuesen entregando muy lentamente sus corazones. Al punto que la fuerza del amor la expresaban mejor con las miradas y las caricias que con las palabras.

*

Al otro lado del océano, la palabra amor se había esfumado. Encomendado pasó las siguientes semanas angustiado por la situación que estaba viviendo. Natividad seguía ignorándolo y para entonces comprendió que nunca saldría de su boca la verdad sobre el padre de Silvio.

Intentó un par de acercamientos, pero un abismo los separaba. Las preguntas sin respuestas seguían atormentándolo: «¿Debería tal vez seguir esperando por una 224

nueva oportunidad? ¿Continuar con las conquistas? ¿Comenzar una nueva vida lejos de la hacienda?».

Todo aquello había perdido su sentido. Tuvo la ocasión de compartir con quien consideraba su hijo un abrazo, un momento y muchos sentimientos, y era lo único que para entonces le interesaba.

Días de búsqueda de alguna solución válida lo llevaron a plantearse una audaz jugada. Desaparecería de la hacienda por un tiempo sin dejar rastro alguno, como esfumado por la acción de un rayo. Con su ausencia buscaba que Natividad comen-zara a pensarlo de otra manera y se replantease su relación.

Debía planificarlo bien, dejar atrás una estela de dudas y misterios que ayudasen a sensibilizar aquel corazón de roca.

La ocasión se presentó cuando tuvo que ir al pueblo cercano a buscar provisiones.

Era un pedido importante, que cada cierto tiempo debía realizar. Preparó un equipaje mínimo y con la lista y el dinero en su poder, emprendió el viaje en el carro de tiro.

Durante el recorrido meditó su plan y confirmó que no había otro mejor. Todos los intentos habían resultado fallidos. Esa idea no podía tener el mismo resultado.

Se propuso que el tiempo ideal para su regreso debería ser un año, no menos.

«En ese lapso no hay corazón que no se sensibilice», se ilusionaba.

Realizó sus compras como siempre, cargó el carruaje y le pidió al bodeguero que le mirara sus provisiones.

—Voy a cortarme el pelo, enseguida regreso.

—Vaya no más, y tenga cuidado con la navaja, ese barbero no cree ni en su madre.

Solicitó un corte sencillo y un afeitado. Luego de dejar una buena propina y, con la convicción que marcaba cada uno de sus pasos, salió del pueblo, avanzando por caminos secundarios, dejando atrás todas las angustias y temores que en los últimos tiempos le impedían ser Encomendado.

Fue durante la noche que llegó la noticia a la hacienda, cuando un ayudante del bodeguero debió llevar el carruaje con la mercadería.

El desconcierto fue generalizado. Nadie podía explicarse qué le había ocurrido.

Se reconstruyeron sus pasos y nada explicaba su desaparición. Al no existir hecho de violencia, la policía no fue avisada hasta varios días después. Y se creó un expe-diente que pasó a formar parte de un archivo.

El golpe había sido tremendo para Natividad. Sus ofensas y mentiras fueron creciendo, hasta consolidarse como una masa pétrea que comprimía su razón, recordándole sus desafortunados actos. Se consideró la única responsable de la nueva desgracia. La pérdida de Encomendado la había afectado de una manera que jamás hubiese imaginado.

*

En París, el amor entre Silvio y Milagros fue una vendimia para Mercedes. Era, después de ellos, la persona que más los conocía, y siempre supo que no tenían otro destino que estar juntos. El día a día lo seguiría demostrando.

Los fines de semana los tres acostumbraban a recorrer los distritos. Siempre encontraban algo por conocer. En esa ocasión, fueron al distrito séptimo de París, al Palacio Nacional de los Inválidos. Tenían curiosidad por ver el Mausoleo de Napoleón.

Se acercaron hasta un grupo de jóvenes que estaban presenciando el panteón, conversaban entre ellos.

—Mi abuelo sobrevivió a la guerra gracias al emperador. Antes de partir al frente, pasó por aquí, honró la memoria de Napoleón y luego se abrazó a su máscara. Siempre me recordaba cómo sus manos ardieron en contacto con el cristal.

Participó en muchísimas batallas y de todas salió ileso, no tuvo ni un rasguño

—dijo un joven de gafas y pelo negro que vestía de civil.

—Lo mismo le ha ocurrido a miles de nuestros soldados —agregó otro joven, vestido de uniforme militar.

Milagros apartó a Silvio del tumulto.

—Deseo, Silvio, que me acompañes hasta la máscara de Napoleón, y que juntos sellemos este amor, de tal manera que si los acontecimientos nos llevan en algún momento a separarnos, sea esa protección la que nos permita reencontrarnos —le hablaba murmurando, pegada a su oído.

—¿Eso es lo que quieres, amor, estás segura?

—Creo que no hay peor acontecimiento para el hombre que la guerra misma.

Llegar a esa instancia es la pérdida de toda capacidad de razonar. No debería haber nada que nos impida dialogar, nada. —Enmarcó las cejas y entornó los ojos—. Si frente a ese hecho brutal, de consecuencias irreparables, tantos soldados lograron salvarse por haber tenido contacto con la máscara, ¿qué no podrá hacer esa poderosa fuerza por nosotros, por nuestro amor?

Mercedes observaba a su hija con expresión de dicha. Un escalofrío recorrió su cuerpo al constatar la fortaleza de sus palabras. Consideró que Milagros tenía la suficiente capacidad para arrancarle a cada acontecimiento una lección de vida.

Los tres se dirigieron al Museo del Ejército, se hallaba en el mismo complejo donde se encontraban. Largas galerías e incontables laberintos los acercaron a la máscara mortuoria del emperador.

La rodearon y Milagros alcanzó la mano de Silvio y la apoyó sobre el cristal.

Antes de expresar lo que sentía, sumó también la mano de Mercedes.

—Aquellas circunstancias que la vida nos ofrezca serán transitadas con el convencimiento de que siempre encontraremos el camino de regreso a casa, a nuestros corazones —mantenía los ojos cerrados y la cabeza inclinada—, a la única posibilidad que tenemos y deseamos para ser felices. ¡Juntos para siempre! Como estamos ahora, en este solemne lugar.

—¡Amén! —dijeron al unísono los tres.

Todo lo que rodeaba a Milagros tenía una gran mística. Había nacido en ese entorno. Fueron justamente aquellos «milagros» que en su momento logró para Natividad los que abrieron las puertas a su futuro. Por alguna razón, se daban las circunstancias en las que ella encontraba el momento y el lugar para su espiritualidad.

Pero también Silvio sabía cómo sorprender. En su regreso a clases, tuvo una visita inesperada. El maestro René Lalique había ido a verlo.

—Te di mi palabra de que buscaría tiempo para trabajar con tu idea. Me demoré más de lo previsto, pero aquí está tu obra, hecha realidad.

Aquel dibujo del huevo de cristal verdemar, con abertura lateral, había sido di-señado por el maestro para su alumno.

—Me halaga su grata presencia, y más el hecho de que me haya tenido en cuenta, pero no puedo aceptarlo. Es su obra, y mi orgullo es haberle servido de inspiración.

Silvio tenía la pieza en su mano como si se tratase del santo grial.

—Hijo, no todos los días creo por inspiración ajena. Eres una magnifica persona, con grandes habilidades artísticas. Es mi presente, y como tal te pido que lo aceptes.

—Le insistió con ojos soñadores—. Piensa que este cristal puede ser un regalo para aquella mujer que llevas en tu corazón. Con lo cual, el halagado sería yo.

El rostro de Milagros se le hizo presente, llevaba la fascinación en sus pupilas.

—Gracias, maestro. En ese caso, seguiré cada palabra de su consejo al pie de la letra. A quien pertenece mi corazón, una obra suya, sé que le apasionará.

Ese increíble obsequio que había recibido Silvio del maestro René Lalique merecía una ocasión especial para ser depositado en las manos de Milagros. Consideró que sería su regalo de graduación.

Cursando el último semestre de estudios, mientras les impartían una clase de educación cívica, recibieron la visita de un senador de la república, que al igual que tantos famosos personajes de la sociedad francesa había sido también alumno del liceo.

Raymond Poincaré tenía un gran sentido de la patria, y sus ideas nacionalistas eran muy respetadas en aquella época convulsa, de tantos intereses encontrados.

Con tan sólo treita y tres años había sido el más joven ministro en la historia de la Tercera República francesa.

—Yo a este hombre lo conozco —dijo Milagros, mirándolo con ojos de búho.

—Por supuesto, estás hablando de un reconocido senador.

—No, Silvio. No me refiero a eso. —Ladeó con vehemencia su cabeza—. Lo vi frente a nuestro apartamento. El día que estuviste dibujándome, me perdí observando por la ventana un altercado. ¿Recuerdas aquel profesor que tuvimos, Jean Juliard?

Silvio asintió mordiéndose el labio.

—Estaba siendo duramente recriminado por alguien que yo desconocía, hasta este instante. Fue Raymond Poincaré, el senador, quien se hallaba en ese momento con él.

—No tiene que extrañarnos —le susurró—. Acuérdate de cómo fuimos abordados por Juliard cuando llegamos por primera vez al liceo. Parecía el dueño de todo esto. Si ésa es su forma de moverse por el mundo, no me extrañaría que conociese al mismísimo príncipe Kropotkin.